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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – III. El Templo… El narrador prosiguió: La ciudad, clinic reconstruida de nuevo por el magnífico Solimán, treatment había sido edificada conforme a un plano irreprochable; calles tiradas a cordón, seek casas cuadradas, todas exactamente iguales, como si fueran colmenas de monótono aspecto.             “En estas anchas y bellas calles, dijo la reina, el viento procedente del mar es imposible de contener, y debe barrer a la gente como a briznas de paja, además, durante los fuertes calores, el sol, penetra aquí sin obstáculo alguno y debe recalentar todo esto como si fuera un horno. En Mareb, las calles son estrechas, y de una casa a otra, piezas de tela colgadas a lo largo de la vía pública esparcen sombras sobre el suelo y proporcionan frescor. –          Eso va en detrimento de la simetría, respondió Salomón. Mirad, ya hemos llegado al peristilo de mi nuevo palacio: se han precisado treinta años para construirlo.”             La reina de Saba visitó el palacio, al que encontró rico, cómodo, original y de un gusto exquisito.             “El plano es sublime, dijo, la disposición de los espacios admirable, y, tengo que reconocer que el palacio de mis ancestros, los Hémiarites[1] (Himyaríes), construido en el estilo de los palacios indios, con pilares rematados por capiteles antropomorfos, no llegan ni mucho menos a esta gallardía y elegancia: vuestro arquitecto es un gran artista. –          Yo soy el que ha ordenado todo y costeado los gastos de los obreros, exclamó el rey orgulloso. –          Pero los planos, ¿quién los ha trazado?, ¿quién es el genio que ha llevado a cabo tan noblemente vuestros diseños?. –          Un tal Adoniram, un tipo extraño y medio salvaje, que me envió mi amigo el rey de los Tirios. –          Señor, ¿podría verle? –          Huye de todo el mundo y no gusta de alabanzas. Pero, ¿qué diréis entonces, Reina mía, cuando hayáis recorrido el templo de Adonai?. Esa no es la obra de un artesano: yo mismo he diseñado los planos y soy yo el que ha indicado los materiales que deben emplearse. Los puntos de vista de Adoniram han sido sometidos al dictado de mi poética imaginación. Trabajamos en ello desde hace cinco años; todavía nos faltan dos para llevar toda la obra a su estado más perfecto. –            Entonces sólo siete años os han bastado para albergar dignamente a vuestro Dios; mientras que habéis necesitado treinta para establecer convenientemente a su servidor. –          El tiempo no tiene nada que ver en esto”, objetó Solimán. Pero, tanto como Balkis había admirado el palacio, otro tanto criticó el templo.             “Habéis querido hacerlo todo demasiado bien, dijo Balkis, y el artista ha tenido menos libertad. El conjunto es un poco pesado, aunque recargado detalles… Demasiada madera, cedro por todas partes, salientes vigas… vuestros corredores entarimados parecen a simple vista, al soportar en su parte superior bloques de piedra, faltos de solidez. –          Mi objetivo, objetó el príncipe, ha sido el de preparar, gracias a un fuerte contraste, para los esplendores del interior. –          ¡Dios mío! exclamó la reina, cuando penetró en el recinto, ¡cuántas esculturas! Estas sí que son estatuas maravillosas, extraños animales de aspecto imponente. ¿Quién ha fundido, quién ha cincelado tales maravillas? –            Adoniram; la escultura es su principal talento. –          Su genio es universal. En cambio, estos querubines son demasiado pesados, demasiado dorados y excesivamente grandes para esta sala a la que confieren un aspecto agobiante. –          Así lo quise yo: cada querubín me ha costado ciento veinte talentos. ¡Mirad, mi reina! Aquí todo es de oro, y nada hay más precioso que el oro. Los querubines son de oro; las columnas de cedro, regalo de mi amigo el rey Hiram, se han revestido con láminas de oro; hay oro cubriendo todas las paredes; sobre estas murallas de oro habrá unas palmeras de oro y un friso con granadas de oro macizo, y a lo largo de los tabiques dorados, he hecho colocar doscientos escudos de oro puro. Los altares, las mesas, los candelabros, los jarrones, suelos y techos, todo será revestido de láminas de oro… –          “Mucho oro me parece a mí”, objetó la reina con modestia.             Solimán replicó:             “¿Hay algo más espléndido que el oro para el rey de los hombres? Deseo asombrar a la posteridad… Pero entremos en el santuario, cuyo techo todavía no se ha construido, y en donde ya se han puesto los cimientos del altar, frente a mi trono casi acabado. Como podéis ver, hay seis escalones; el asiento es de marfil, soportado por dos leones, al pie de los cuales se encuentran acurrucados doce cachorros. Todavía hay que bruñir los dorados, y hay que esperar hasta erigir el palio. Dignaos, noble princesa, en ser la primera que se siente sobre este trono, aún virgen; así podréis inspeccionar el conjunto de los trabajos. Perdonad porque vais a ser el blanco de los rayos del sol, pues el pabellón todavía está al descubierto.”             La princesa sonrió, y tomó en su puño al pájaro Hud-Hud, que los cortesanos contemplaron con viva curiosidad.             No hay pájaro más ilustre, ni más respetado en todo Oriente. Y no lo es por la finura de su pico negro, ni por sus mejillas escarlatas; tampoco por la dulzura de sus ojos color gris de avellana, ni por la soberbia cresta de menudo plumaje de oro que corona su hermosa cabeza; tampoco lo es por su larga cola, negra como el azabache; ni por el brillo de sus alas de un verde dorado, realzado por  estrías y franjas de oro vivo; ni por sus espolones rosa pálido; ni por sus patas de color púrpura; que la alegre Hud-Hud es el objeto predilecto de la reina y de su conversación. Bella sin saberlo, fiel a su ama, buena para todos los que la aman, la abubilla brilla con ingenua gracia, sin buscar por ello deslumbrar. A la reina, se la ha visto consultar a este pájaro en circunstancias difíciles.             Solimán, que quería mantener buenas relaciones con Hud-Hud, buscó en ese momento llevarla también en su puño; pero ella no quiso bajo ningún concepto prestarse a esas intenciones. Balkis, sonriendo finamente, llamó a su favorita y dio la impresión de que la murmuraba algunas palabras en voz baja… Rápida como una flecha, Hud-Hud desapareció en el aire azul.             Después la reina se sentó; cada cual se acomodó en torno a ella; charlaron unos instantes; explicando el príncipe a su invitada el proyecto del mar de bronce concebido por Adoniram, y la reina de Saba, asombrada de admiración, exigió de nuevo que le presentaran a ese hombre.             Mientras corrían a las forjas y a través de las obras, Balkis, que había echo sentarse al rey de Jerusalén a su lado, le preguntó cómo iba a decorar el pabellón de su trono.             “Será decorado al igual que el resto, respondió Solimán. –          ¿No teméis que a causa de esa exclusiva predilección por el oro, parezca que criticáis los otros materiales que ha creado Adonai?  ¿De verdad pensáis que no hay nada en el mundo tan bello como ese metal? Permitidme aportar a vuestro plan un divertimento… del que vos seréis su juez.”             De pronto se oscureció el aire, el cielo se cubrió de puntos negros que se hacían más grandes conforme se acercaban; nubes de pájaros se abatieron sobre el templo, se agruparon, descendieron en círculos, se aproximaron los unos a los otros, se distribuyeron como si fueran un follaje tembloroso y espléndido; sus alas desplegadas formando hermosos ramos verdes, escarlata, azabache y azul. Ese pabellón viviente se desplegaba bajo la hábil dirección de la abubilla, que revoloteaba en medio de aquella multitud de plumas… Un árbol encantador se formó sobre la cabeza de ambos príncipes, y cada pájaro se convirtió en una hoja. Solimán, loco de contento y encantado, se vio al abrigo del sol bajo aquel techo animado, que temblaba, se sostenía batiendo las alas, y proyectaba sobre el trono una espesa sombra de la que escapaba el suave y dulce concierto del canto de los pájaros. Tras lo cual, la abubilla, a la que el rey guardaba aún algo de rencor, se vino a posar, sumisa, a los pies de la reina.             “¿Qué piensa monseñor? Preguntó Balkis. –            ¡Admirable!, exclamó Solimán, esforzándose por atraer a la abubilla, que le huía con obstinación, cosa que no escapaba a la atención de la reina. –          Si os ha agradado esta fantasía, retomó la reina, será un placer para mí rendiros homenaje con este pequeño pabellón de pájaros, a condición de que me dispenséis de hacerlos bañar en oro. Será suficiente con que dirijáis hacia el sol el engaste de este anillo cuando deseéis convocarlos… Este anillo es precioso. Lo heredé de mis padres, y Sarahil, mi nodriza, me regañará por habéroslo regalado. –          ¡Ah! Gran reina, exclamó Solimán, arrodillándose delante de ella, vos sois digna de mandar sobre los hombres, sobre los reyes y sobre los elementos. ¡Haga el cielo y vuestra bondad que aceptéis la mitad de un trono en el que no encontraréis a vuestros pies más que a rendidos vasallos! –          Vuestra proposición me halaga, dijo Balkis, y hablaremos de ello más tarde.” Descendieron los dos del trono, seguidos de su cortejo de pájaros, que les seguía como un palio dibujando sobre sus cabezas diversas figuras de adorno.             Cuando se encontraban cerca del lugar en el que se habían asentado los cimientos del altar, la reina divisó un enorme tronco de vid que había sido arrancada de raíz y echada a la basura. Su mirada se tornó pensativa, hizo un gesto de sorpresa, y la abubilla comenzó a lanzar un canto de dolor que hizo huir a toda prisa a la nube de pájaros.             La mirada de Balkis se hizo severa; su majestuosa altura pareció elevarse aún más, y con voz grave y profética exclamó: “¡Ignorancia y ligereza de los hombres!; ¡vanidad y orgullo!… tú has elevado la gloria sobre la tumba de tus padres. Esa cepa de vid, ese venerable tronco… –          Reina, esa vid nos estorbaba; la hemos arrancado para dejar sitio al altar de pórfido y de madera de olivo al que deben decorar cuatro querubines de oro. –          Tú has profanado, tú has destruido la primera vid… la que fue plantada por el mismísimo padre de la raza de Sem, por Noé, el patriarca. –          ¿Cómo es posible? respondió Solimán profundamente humillado, ¿y cómo lo sabéis vos?… –          ¡En lugar de creer que la grandeza es la fuente de la ciencia, yo he pensado justo lo contrario, oh, rey! y me he hecho del estudio una fiel creyente… Y ahora escúchame bien, hombre cegado por la vanidad y el esplendor: esa madera que tu impiedad ha condenado a la muerte, ¿sabes qué destino la reservan las potencias inmortales?… –          Hablad. –          Se la reservará para ser el instrumento de suplicio en el que será clavado el último príncipe de tu raza. –            ¡Entonces, que sea convertida en astillas, ese madero impía, y reducido a cenizas!. –            ¡Insensato! ¿quién puede borrar lo que está escrito en el libro de Dios?, ¿Y cuál será el éxito de tu sabiduría confrontado a la voluntad suprema? Prostérnate ante los decretos que tu espíritu material no puede penetrar: sólo ese suplicio salvará tu nombre del olvido, y hará brillar sobre tu casa la aureola de una gloria inmortal…”             El gran Solimán se esforzaba en vano por disimular su turbación bajo una apariencia entre jovial y burlona, cuando de pronto llegó un montón de gente anunciando que por fin habían encontrado al escultor Adoniram.             Al poco, Adoniram, anunciado por los clamores de la multitud, apareció a la entrada del templo. Benoni acompañaba a su maestro y amigo, que avanzaba con la mirada ardiente, la frente inquieta, todo revuelto, como un artista bruscamente arrancado de su inspiración y su trabajo. Ni una sola traza de curiosidad ablandaba la poderosa expresión y noble aspecto de este hombre; no menos imponente por su elevada estatura que por el carácter grave, audaz y dominador de su bella fisonomía.             Se detuvo con desenvoltura y arrogancia, sin familiaridad ni tampoco desdén, a algunos pasos de Balkis, que no pudo recibir las ojeadas incisivas de esa mirada de águila sin experimentar un sentimiento de confusa timidez.             Pero se rehizo de inmediato de aquel apuro involuntario; una veloz reflexión sobre la condición de ese maestro obrero, de pie, con los brazos desnudos y el pecho al descubierto, la devolvió a la realidad; sonriendo ante su propia timidez, casi halagada por haberse sentido tan joven, se dignó a hablar al artesano.             Él respondió, y su voz golpeó a la reina como el eco de un recuerdo fugitivo; a pesar de que ella nunca le había conocido ni le había visto jamás.             Tal es el poderío del genio, esa belleza de las almas; a la que los espíritus se encadenan sin poderse ya nunca escapar. El encuentro con Adoniram hizo olvidar a la princesa de los Sabeos todo lo que la rodeaba; y, mientras el artista mostraba caminando con breve paso las obras comenzadas, Balkis le seguía, casi sin darse cuenta de la vehemencia de sus palabras; mientras el rey y los cortesanos marchaban tras las huellas de la divina princesa…             Esta última no dejaba de preguntar a Adoniram acerca de sus trabajos, sobre su país, sobre su nacimiento…             “Señora, respondió Adoniram con cierto apuro y fijando sobre ella una mirada penetrante, he recorrido muchas comarcas; mi patria está por todas partes en las que brilla el sol; mis primeros años transcurrieron a lo largo de las vastas montañas del Líbano, desde las que a lo lejos se divisa a Damasco en el llano. La naturaleza, así como los hombres han esculpido esas tierras montañosas, erizadas de amenazantes rocas y de ruinas. –          No creo, puntualizó la reina, que sea en esos desiertos en donde se aprendan los secretos de las artes que vos domináis con excelencia. –          Pero es ahí, al menos, en donde se eleva el pensamiento, se despierta la imaginación, y en donde, a fuerza de meditar, se aprende a crear. Mi primer maestro fue la soledad; en mis viajes, más tarde, he utilizado ese conocimiento. He vuelto mi mirada hacia los restos del pasado; he contemplado los monumentos, y he huido de la sociedad de los humanos… –          ¿Y por qué, maestro? –          No disfrutaba con la compañía de los semejantes… y me sentía solo.”             Esa mezcla de tristeza y de grandeza emocionó a la reina, que bajó los ojos con recogimiento.             “Veréis, continuó Adoniram, no tengo mucho mérito en practicar estas artes, ya que su aprendizaje no me ha resultado trabajoso. Mis modelos los he encontrado en los desiertos; yo reproduzco la impresión que he recibido de esas ruinas ignoradas y de esas terribles y grandiosas estatuas de los dioses del mundo antiguo. –          En más de una ocasión, interrumpió Solimán con una firmeza que la reina no había observado hasta entonces, más de una vez, maestro, he reprimido en vos, como una tendencia idólatra, ese ferviente culto por los monumentos de una teogonía impura. Guardaos para vos esos pensamientos, y que el bronce y la piedra no reflejen nada de esto ante el rey.”             Adoniram, inclinándose, reprimió una sonrisa amarga.             “Señor, dijo la reina para consolarle, el pensamiento del maestro se eleva, sin duda, por encima de las consideraciones susceptibles de inquietar la conciencia de los levitas… En su alma de artista, se dice que lo bello glorifica a Dios, y busca la belleza con una piedad inocente. –          ¿Acaso sé yo, dijo Adoniram, lo que fueron en su tiempo esos dioses extintos y petrificados por los genios de antaño? ¿Quién podría inquietarse? Solimán, rey de reyes, me ha pedido prodigios, y ha sido necesario recordar que los antepasados de este mundo han dejado maravillas. –            Si vuestra obra es bella y sublime, añadió la reina apasionadamente, entonces será ortodoxa, y, a su vez, por el hecho de ser ortodoxa, la posteridad os copiará. –          Gran reina, en verdad grande, vuestra inteligencia es pura como vuestra belleza. –            Entonces, esas ruinas, se apresuró a interrumpir Balkis, ¿eran numerosas en las tierras del Líbano?. –            Ciudades enteras enterradas en un sudario de arena que el viento levanta y abate una y otra vez; hipogeos de tamaño sobrehumano que sólo yo conozco… Trabajando para los pájaros del aire y las estrellas del cielo, anduve errante y sin rumbo, esbozando figuras sobre las rocas y tallándolas allí mismo a grandes mazazos. Un día… Pero ¿no estaré abusando de la paciencia de tan augustos oyentes?. –          No; estos relatos me cautivan. –            Sacudida por mi martillo, que hundía el cincel en las entrañas de la roca, la tierra temblaba bajo mis pisadas, sonora y hueca. Armado con una palanca, hice rodar el bloque de piedra…, que descubrió la entrada de una caverna en la que me precipité. Estaba excavada en la roca viva, y sustentada por enormes pilares cargados de molduras y extraños dibujos; sus capiteles servían de base a las nervaduras de unas bóvedas increíbles. A través de los arcos de ese bosque de piedra, aparecían dispersas, inmóviles y sonrientes tras millones de años, legiones de colosales estatuas, de distintas formas. Su aspecto me produjo un terror embriagador: hombres; gigantes desaparecidos de nuestro mundo; animales simbólicos pertenecientes a especies extintas; en una palabra, ¡toda la magnificencia que el sueño de la imaginación más delirante apenas osaría concebir!… Viví allí durante meses… años; interrogando a aquellos espectros de una sociedad muerta, y fue allí donde recibí la tradición de mi arte, en medio de aquellas maravillas del genio primitivo. –          La reputación de esas obras sin nombre ha llegado hasta nosotros, dijo Solimán, meditabundo: allí, se dice, en las tierras malditas, se ve surgir de entre las ruinas los restos de la ciudad impía sumergida por las aguas del diluvio, los vestigios de la criminal Henochia… construida por el gigantesco linaje de Tubal; la ciudad de los hijos de Caín[2]. ¡Anatema sobre ese arte de impiedad y tinieblas! Nuestro nuevo templo refleja la claridad del sol; sus líneas son simples y puras, y el orden, la unidad del plan, muestran lo recto de nuestra fe incluso en el estilo de esas moradas que estoy erigiendo al Eterno. Tal es nuestra voluntad; tal es la voluntad de Adonai, que así la transmitió a mi padre. –          Rey, exclamó en tono arisco Adoniram, tus planos han sido seguidos en su conjunto: Dios reconocerá tu docilidad; pero yo he querido que además el mundo admire tu grandeza. –            Hombre industrioso y sutil, no tentarás al señor tu rey. Con ese objetivo has fundido esos monstruos, objeto de admiración y espanto; esos ídolos gigantescos que se rebelan contra los estereotipos consagrados por el rito hebraico. Pero, cuidado: la fuerza de Adonai está conmigo, y mi ofendido poder reducirá a Baal al polvo. –          Sed clemente, ¡oh, rey!, prosiguió con dulzura la reina de Saba, con el artista del monumento a vuestra gloria. Los siglos pasan, el destino de la humanidad continúa progresando según los deseos de su Creador. ¿Es acaso un signo de desconocimiento del Altísimo, el interpretar más noblemente sus obras?; ¿se debe reproducir eternamente la fría inmovilidad de la hierática escultura legada por los egipcios, dejando como ellos, sus relieves a medio acabar dentro del sepulcro de granito del que no pueden desprenderse, y representar a los genios como esclavos encadenados a la piedra?. Rechacemos, gran príncipe, como una negación peligrosa la idolatría de la rutina.”             Ofendido por haberle llevado la contraria, pero subyugado por una encantadora sonrisa de la reina, Solimán la dejó que felicitara calurosamente al hombre genial que él mismo admiraba, no sin cierto despecho, y quien, de ordinario indiferente a las alabanzas, ahora las recibía con una embriaguez totalmente nueva.             Los tres grandes personajes se encontraban en el peristilo exterior del templo, -situado sobre una meseta elevada y cuadrangular,- desde donde se descubría la vasta campiña desigual y montuosa. Una muchedumbre inmensa cubría a lo lejos los campos y las entradas de la ciudad construida por Daoud (David). Para contemplar a la reina de Saba, cerca o lejos, el pueblo entero había invadido los accesos al palacio y al templo; los albañiles habían abandonado las obras de Gelboé, los carpinteros habían dejado las lejanas canteras; los mineros habían salido a la luz del sol. La voz de que la famosa reina había llegado, recorriendo las comarcas vecinas, había puesto en movimiento a todo aquel pueblo de trabajadores y les había conducido hasta el centro de su obra.             Allí estaban, todos revueltos, mujeres, niños, soldados, mercaderes, obreros, esclavos y apacibles ciudadanos de Jerusalén; llanuras y valles apenas eran suficientes para contener aquel inmenso tumulto, y a más de una milla de distancia los ojos de la reina se posaban, extrañada, sobre un mosaico de seres humanos que se escalonaban en anfiteatro hasta perderse en el horizonte. Algunas nubes, interceptando aquí y allá al sol que inundaba esa escena, proyectaban sobre aquel mar viviente algunos fragmentos de sombra.             “Vuestro pueblo, dijo la reina Balkis, es más numeroso que los granos de arena del mar… –          ¡Hay ahí gente de todos los países, que han corrido hasta aquí para veros; y, lo que me extraña, es que el mundo entero no esté sitiando Jerusalén en el día de hoy! Gracias a vos, los campos están desiertos, la ciudad ha sido abandonada, y hasta los infatigables obreros del maestro Adoniram… –          ¡En verdad!, interrumpió la princesa de Saba, que andaba buscando un medio de honrar al artista: obreros como los de Adoniram han de ser maestros. Son los soldados de este jefe de una milicia artística… Maestro Adoniram, nos, deseamos pasar revista a vuestros obreros, felicitarles y cumplimentaros en su presencia.” –          El sabio Solimán, ante esas palabras, levantó los brazos por encima de la cabeza en señal de estupor:             “¿Cómo, exclamó, reunir a los obreros del templo, dispersos en medio de la fiesta, vagando por las colinas y confundidos entre la multitud? Son muy numerosos, y sería en vano intentar agrupar durante horas a tantos hombres de diferentes países y que hablan distintas lenguas, desde el sánscrito del Himalaya, hasta los sonidos oscuros y guturales de la salvaje Libia. –          No os preocupéis por eso, señor, dijo con sencillez Adoniram; la reina nunca pediría algo que fuera imposible, y sólo unos minutos serán suficientes.”             Tras estas palabras, Adoniram, colocándose en el pórtico exterior y utilizando como pedestal un bloque de granito que se encontraba allí cerca, se volvió hacia la numerosa multitud, sobre la que posó su mirada. Hizo una señal, y todas las olas de aquel mar palidecieron, ya que todos elevaron y dirigieron hacia él sus miradas.             La muchedumbre estaba atenta y curiosa… Adoniram elevó el brazo derecho, y, con la mano abierta, trazó en el aire una línea horizontal, del medio de la cual hizo caer una perpendicular, dibujando de ese modo dos ángulos rectos en escuadra, como las que produce el hilo a plomo suspendido de una regla, signo bajo el que los sirios escriben la letra T, trasmitida a los fenicios por los pueblos de la India, que la nombraron tha, y que pasó más tarde a los griegos, que a su vez la llamaron tau.             Dibujando en estas antiguas lenguas, mediante la analogía jeroglífica, ciertos útiles de la profesión masónica, la figura T era un signo de concentración[3].             De modo que, apenas Adonirám la había trazado en el aire, cuando un movimiento extraño se manifestó entre la muchedumbre. Aquel mar de humanidad se estremeció, comenzó a agitarse, oleadas de gente se dirigieron a distintos lugares, como si un huracán hubiera puesto todo en movimiento. Al principio, sólo se percibía una confusión generalizada; cada cual corría en sentido contrario. Pero pronto, comenzaron los grupos a disgregarse, juntarse, separarse; los vacíos se rellenaban; legiones se disponían en formaciones cuadrangulares; una parte de la multitud reculaba; millares de hombres, dirigidos por jefes desconocidos, se organizaron como un ejército distribuido en tres cuerpos principales, subdivididos en distintas cohortes, espesas y profundas.             Entonces, y mientras Solimán comenzaba a darse cuenta del mágico poder del maestro Adonirám, entonces, todo se estremece; cien mil hombres en perfecta formación avanzan silenciosos y al unísono por los tres lados. Sus pasos fuertes y acompasados hacen temblar la campiña. En el centro se podía reconocer a los constructores y a cuantos trabajan la piedra; los maestros en primera línea; después sus compañeros, y detrás de estos, los aprendices. A su derecha y siguiendo la misma jerarquía, iban los carpinteros, ebanistas, aserradores, talladores. A la izquierda, los fundidores, cinceladores, herreros, mineros y cuantos trabajan la industria de los metales.             Había más de cien mil artesanos, y se aproximaban como las fuertes olas que invaden las orillas del mar…             Turbado, Solimán, retrocedió dos o tres pasos; volvió la cabeza y sólo vió tras él la débil y brillante corte de sus sacerdotes y cortesanos.             Tranquilo y sereno, Adonirám está de pie cerca de los dos monarcas. Extiende el brazo; todo se detiene, y él se inclina humildemente delante de la reina, diciendo:             “Vuestras órdenes han sido ejecutadas.”             Poco faltó para que ella no se prosternara ante aquel poderío oculto y formidable, tanto le impresionaron la sublime fuerza y sencillez de Adonirám.             Rápidamente, ella volvió a su compostura, y con un gesto saludó a la milicia de las corporaciones allí reunidas. Después, quitándose un magnífico collar de perlas del que colgaba un sol de piedras preciosas, encuadrado en un triángulo de oro, ornamento simbólico, ella hizo el gesto de ofrecérselo a las distintas corporaciones y avanzando hacia Adonirám que, inclinado ante ella, sintió temblando cómo caía sobre su pecho y espalda semidesnudos aquel precioso regalo.             En ese mismo instante una inmensa aclamación  respondió desde las profundidades de la multitud al generoso acto de la reina de Saba. Y mientras la cabeza del artista estaba cerca del rostro radiante y del palpitante seno de la princesa, ésta le murmuró en voz baja: “Maestro, ¡tened cuidado y sed prudente!.”             Adonirám elevó sus grandes ojos deslumbrado , y Balkis se admiró ante la dulzura penetrante de aquella mirada tan noble.             “¿Quién es pues, se preguntaba Solimán ensoñador, este mortal que somete a los hombres tanto como la reina lo hace sobre los habitantes del aire?… Una señal de su mano hacer surgir ejércitos; mi pueblo es suyo, y mi dominación se ve reducida a un miserable rebaño de cortesanos y sacerdotes. Un simple parpadeo le haría rey de Israel.”             Esas preocupaciones no le permitieron observar la contención de Balkis, que seguía con la mirada al verdadero jefe de aquella nación, rey de la inteligencia y del genio, pacífico y paciente árbitro del destino del elegido del Señor.             El regreso al palacio fue silencioso; la existencia del pueblo acababa de ser revelada al sabio Solimán…, que creía saber todo y ni siquiera lo había comprendido. Educado en el campo de las doctrinas; vencido por la reina de Saba, que mandaba sobre las bestias del aire; vencido por un artesano que mandaba a los hombres, el teólogo, entreviendo el porvenir, meditaba sobre el destino de los reyes, y se decía: “estos sacerdotes, antaño mis preceptores; hoy mis consejeros, encargados de la misión de enseñarme todo, me han camuflado todo, ocultando mi ignorancia. ¡Oh, confianza ciega de los reyes!, ¡Oh, vanidad de la sabiduría!…¡Vanidad!, ¡vanidad!”.             Mientras que la reina se abandonaba a sus ensueños, Adonirám retornaba a su taller, apoyado familiarmente sobre su discípulo Benoni, que ebrio de entusiasmo celebraba las gracias y el simpar talante de la reina Balkis.             Pero, más taciturno que nunca, el maestro guardaba silencio. Pálido y con la respiración entrecortada, a veces se abrazaba su amplio pecho con las manos crispadas. Una vez en el santuario de sus trabajos, se encerró solo, lanzó una mirada a una estatua todavía esbozada, la halló imperfecta y la destrozó. Finalmente, cayó abatido sobre un banco de roble, y tapándose la cara con ambas manos, exclamó con voz entrecortada: “¡Diosa adorable y funesta!… ¡qué desgracia! ¡porqué mis ojos han tenido que ver a esa perla de Arabia!”… [1] Mellar, hijo de Saba (ver o. 240), dio su nombre a loa Árabes, los Hémiarites o Himyaríes, de los que Balkis es la reina. Ver d’Herbelot, Bibliothèque orientale, artículo “Hémiar”. [2] Sobre la descendencia de Caín y la ciudad subterránea de Hénochia, ver más adelante los capítulos VI y VII y la nota correspondiente (MJ). Tubal Caín es el nombre de un personaje de la  Biblia y Tubal (en el idioma asirio es Tabal y en griego es Tibarenoi) es el de una tribu del Asia Menor. Hijo de Lamec, su función dentro de la genealogía de Caín, junto a su padre, su madre, su madrastra y sus hermanos, es la simbolización del progreso y el avance cultural. Tubal-Caín en concreto representa la metalurgia. El conocimiento de la forma de trabajar el hierro y el cobre se difundió desde el Asia Menor para llegar a todo el Oriente Próximo, con lo que el nombre del personaje Tubal está muy relacionado con el de la tribu Tubal por sus conocimientos de los metales. La tribu Tubal es una tribu sudoriental del Asia Menor que siempre aparece mencionada en conjunto con la tribu de Mesec o Mesej en la tradición cuneiforme asiria en los escritos griegos y en la Biblia, que vivieron especificamente en Cilicia. En la Biblia aparecen mencionados y descritos en el Libro de Ezequiely en el Libro de Isaías para el siglo VII a.C., donde se les considera buenos guerreros, orfebres y vendedores de esclavos. En el Génesis se los cuenta entre los hijos de Jafet. Los cimerios los habrían hecho retirarse a la zona montañosa oriental del Mar Negro y en momentos dados de su historia fueron aliados de los escitas y de otras tribus para comerciar, guerrear y defenderse de sus enemigos comunes, Gén. 10:2, Ez. 27:13, Is. 66:19. (De http://es.wikipedia.org/wiki/Tubal)  [3] La Tau no es sólo un emblema masónico, sino, en la tradición cabalística, un signo mágico. Ver también en la Leyenda de Hakem, Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra de la tau signo de los destinos fatales”.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 marzo, 2012 25 marzo, 2012 Adoniram, Balkis, Caín, Hémiarites, Henochia, Hud-Hud, Jerusalén, Líbano, Solimán, Tubal
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, decease EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IV. Mello… Sobre la trampa que Solimán tendió a la Reina de Saba en Mello… Fue en Mello, viagra ciudad situada en lo alto de una colina desde la que se puede ver en toda su extensión el valle de Josafat; donde el rey Solimán se propuso agasajar a la reina de los sabeos. La hospitalidad del campo es más cordial: el frescor del agua, el esplendor de los jardines, la agradable sombra de los sicómoros, tamarindos, laureles, cipreses, acacias y terebintos despierta en los corazones los sentimientos más tiernos. Solimán también estaba satisfecho de poder disfrutar de su morada campestre; ya que, en general, los soberanos prefieren mantener a sus iguales apartados, y guardarles para sí mismos, antes que exponerse junto a sus rivales a los comentarios de la gente de su capital. El valle verdeante estaba sembrado de tumbas blancas, protegidas por pinos y palmeras: y desde allí se podían ver las primeras laderas del valle de Josafat. Entonces, Solimán dijo a Balkis: –  “¡Qué mejor y más digno objeto de meditación para un rey, que el espectáculo de nuestro final común! Aquí, cerca de vos, reina mía, están los placeres, puede que la felicidad; allá abajo, la nada, el olvido. –  Reposamos de las fatigas de la vida con la contemplación de la muerte. –  En estos momentos, señora, yo la temo; la muerte separa… ¡ojalá que yo no tenga que aprender demasiado pronto de su consuelo!” Balkis echó una mirada furtiva a su anfitrión, y le vio realmente emocionado. Revestido de la luz del crepúsculo, Solimán le pareció hermoso. Antes de penetrar al salón del festín, los augustos anfitriones contemplaron la mansión con los últimos reflejos del sol, respirando los voluptuosos perfumes de los naranjos que embalsamaban la puesta del sol y la llegada de la noche. Esta espaciosa residencia está construida al gusto sirio. Elevada sobre un bosque de finas columnas, dibuja sobre el cielo sus torrecillas y pabellones de cedro, revestidos de elegantes molduras. Las puertas abiertas dejaban entrever cortinajes de púrpura de Tiro, divanes de seda tejida en la India, rosetones con incrustaciones de piedras preciosas, muebles de madera de limonero y sándalo, jarrones de Tebas, vasos de pórfido o lapislázuli, rebosantes de flores, trípodes de plata en donde se quemaba el áloe, la mirra y el benjuí; lianas que trepaban por los pilares y se extendían a lo largo de las murallas: ese hermoso lugar parecía consagrado al amor. Pero Balkis era sabia y prudente: su sentido común la protegía del momento mágico de Mello. – “Tímidamente recorro con vos este pequeño castillo, dijo Solimán: pues desde que vuestra presencia lo honra, me parece mezquino. Las villas de los Himayaríes son, sin duda, más ricas. –  No, exactamente; pero, en nuestro país, las columnas más esbeltas, las molduras, las estatuillas, los campaniles festoneados se construyen en mármol. Nosotros esculpimos en piedra lo que vosotros sólo talláis en madera. Por otra parte, nuestros ancestros no han cosechado la gloria gracias a vanas fantasías. Ellos han llevado a cabo una obra que hará su recuerdo eternamente bendito. –  ¿Cuál es esa obra? El conocimiento de las grandes empresas exalta el pensamiento. –  Antes de nada, debo confesar que la feliz y fértil región del Yemen, al principio, era una zona árida y estéril. Nuestro país no recibió del cielo ni ríos ni arroyuelos. Mis antepasados han triunfado sobre la naturaleza y creado un edén en medio del desierto. –  Reina, habladme de esos prodigios. –  En el corazón de las altas montañas que se elevan al este de mis estados y sobre la vertiente en la que se sitúa la ciudad de Mareb, serpenteaban, aquí y allá torrentes y arroyuelos que se evaporaban en el aire, se perdían en los abismos y en el fondo de los pequeños valles antes de llegar a la llanura, completamente seca. Gracias a una obra de siglos, nuestros antiguos reyes consiguieron concentrar todas las aguas sobre una meseta de muchas leguas, en la que excavaron un inmenso aljibe sobre el que hoy en día se puede navegar como si fuera un mar. Hubo que apuntalar la escarpada montaña con contrafuertes de granito más altos que las pirámides de Gizeh, rriostrados por bóvedas ciclópeas, de tales dimensiones, que bajo ellas puede circular con facilidad un ejército de caballería y elefantes. Este inmenso e inagotable estanque se desliza en cascadas argentinas sobre acueductos, amplios canales que, divididos en pequeños surcos, transportan las aguas a lo largo de la llanura y riegan así la mitad de nuestras comarcas. Gracias a esta sublime obra tenemos opulentas cosechas, industrias fecundas, numerosos prados, árboles seculares y profundos bosques que conforman la riqueza y el encanto del dulce país del Yemen. Tal es, señor, nuestro “mar de bronce”, sin ánimo de despreciar al vuestro que, por supuesto, es una curiosa invención. –  ¡Noble creación! -exclamó Solimán- que imitaría con orgullo de no ser porque Dios, en su infinita clemencia, nos ha repartido las abundantes y benditas aguas del Jordán. –  Ayer lo atravesé vadeándolo, añadió la reina; y el agua no les llegaba a mis camellos ni a la rodilla. –  Es peligroso invertir el orden de la naturaleza, pronunció el sabio, y crear, sin la intercesión de Jehová, una civilización artificial, un comercio, una industria, poblaciones subordinadas a la duración de una obra de los hombres. Nuestra Judea es árida; no tiene más habitantes que los que puede alimentar, y las artes que los sustentan son el producto regular del sol y del clima. Cuando vuestro lago, esa copa cincelada en las montañas, se rompa; esas construcciones ciclópeas se derrumben, y seguro que un día llegará ese infortunio… vuestro pueblo, desposeído del tributo de las aguas, expirará consumido por el sol, devorado por el hambre en medio de esas campiñas artificiales”. Embargada por la aparente profundidad de esa reflexión, Balkis se quedó pensativa. –  “Es más, prosiguió el rey, estoy seguro de que ya los arroyos de la montaña están erosionando barrancos y buscan el modo de escapar de su prisión de piedra, que socavan sin cesar. La tierra está sujeta a temblores, el tiempo arranca las rocas, el agua se filtra y huye como las culebras. Además, sobrecargado con tal amasijo de agua, vuestro magnífico estanque, que se consiguió construir cuando no había agua, sería imposible de reparar. ¡Oh, reina! Vuestros antepasados han legado a vuestro pueblo el futuro caduco de un montón de piedras. La esterilidad les habrá hecho industriosos; y han sacado partido de un suelo en el que perecerán sin saber qué hacer y consternados, al tiempo que las primeras hojas de los árboles, cuando los canales cesen un buen día de humedecer sus raíces. No se debe tentar a dios, ni corregir sus obras. Lo que él hace, bien hecho está. –  Ese razonamiento, continuó la reina, proviene de vuestra religión, empequeñecida por las sombrías doctrinas de vuestros sacerdotes, que sólo sirven para inmovilizar, para mantener a vuestro pueblo en la ignorancia y para reprimir bajo su tutela cualquier atisbo de independencia que presente la humanidad. ¿Acaso ha sembrado y arado dios los campos?, ¿ha sido dios el fundador de ciudades y el constructor de palacios?. ¿Fue él quien puso a disposición de los hombres el hierro, el oro, el cobre y todos esos metales que brillan en el templo de Solimán?. No. Él ha transmitido a sus criaturas el genio creador, la actividad; él sonríe ante nuestros esfuerzos, y, en nuestras torpes creaciones, él reconoce el espíritu de su alma, con el que ha esclarecido la nuestra. Al creer celoso a ese dios, vos limitáis su poder, consideráis divinas vuestras facultades, mientras que materializáis las suyas. ¡Oh, rey! los prejuicios de vuestra religión algún día se convertirán en un obstáculo para el progreso de la ciencia, el impulso del genio, y una vez constreñidos y debilitados los hombres, ellos harán lo mismo con su dios y al reducirle a su propio tamaño, acabarán por negarle. –  Sutil, dijo Solimán con una sonrisa amarga; sutil, pero engañoso…” La reina continuó: – “Entonces, no suspiréis cuando mi dedo se pose sobre vuestra secreta herida. Vos estáis solo, en este reino, y sufrís: vuestras intenciones son nobles, audaces, pero la constitución jerárquica de esta nación pesa sobre vuestras alas; vos os decís, y aún es poco para vos: ¡Yo dejaré a la posteridad la estatua de un rey demasiado grande para un pueblo demasiado pequeño!. En cambio, por lo que respecta a mi imperio, la diferencia es notable… Mis antepasados han preferido el anonimato para hacer más grandes sus obras. Trentaiocho monarcas sucesivos han añadido algunas piedras al lago y a los acueductos de Mareb: y aunque los siglos venideros olviden sus nombres, sus obras seguirán cubriendo de gloria a los sabeos; y si un día todo se derrumba, si la tierra, avara, retoma sus ríos y arroyos, el suelo de mi patria, fertilizado por mil años de cultivo, continuará produciendo; los grandes árboles que proyectan su sombra a lo largo y ancho de las llanuras, conservarán el frescor, protegerán las albercas y las fuentes, y el Yemen, conquistado una vez a las arenas del desierto, guardará hasta el fin de los tiempos el dulce nombre de “Arabia feliz”… Y, vos, de haber tenido más libertad, habríais podido ser grande para mayor gloria de vuestro pueblo y felicidad de los hombres. –  Ya veo a qué aspiraciones vos llamáis a mi alma… Demasiado tarde; mi pueblo es rico; la conquista o el oro le procura lo que Judea no produce; y para la madera de construcción, mi prudencia ha suscrito tratados con el rey de Tiro; los cedros y pinos del Líbano se amontonan en mis almacenes; nuestras naves rivalizan en los mares con las de los fenicios. –  Vos os consoláis con vuestra grandeza, basada en la atención paternalista de vuestra administración”, dijo la princesa, triste y condescendiente. Esa reflexión fue seguida de un momento de silencio; las espesas tinieblas disimularon la emoción que se imprimía en el rostro de Solimán, que murmuró con una dulce voz: –  “Mi alma se ha unido a la vuestra y mi corazón la sigue.” En parte turbada, Balkis lanzó una mirada furtiva a su alrededor; los cortesanos se habían apartado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza a través de las ramas de los árboles, sembrando flores de oro. Cargada con el perfume de los lirios, nardos, glicinas y mandrágoras, la brisa nocturna cantaba entre las tupidas ramas de los mirtos; el incienso de las flores había tomado la palabra; el aire llevaba bálsamo en su aliento; a lo lejos zureaban las palomas; el ruido de las aguas acompañaba al concierto de la naturaleza; brillantes insectos y flamígeras mariposas paseaban su lustroso esplendor en medio de aquella atmósfera tibia y plena de voluptuosas emociones. La reina se sintió embargada por una languidez embriagadora; la tierna voz de Solimán penetraba en su corazón y la atrapaba con su encanto. ¿Le gustaba Solimán, o bien le soñaba como ella hubiera querido amarle?… Tras haberle dado una lección de modestia, ella se comenzaba a interesar por él. Pero esa empatía surgida de la calma del razonamiento, mezcla de una dulce piedad y tras la victoria de la mujer, no era ni espontánea, ni entusiasta. Dominándose a sí misma, igual que lo había hecho con los pensamientos y opiniones de su huesped, reflexionaba que quizá podría llegar a amarle a través de la amistad, pero ¡ese camino era tan largo!. Y Salomón estaba subyugado, deslumbrado, pasando furiosamente del despecho a la admiración, del desaliento a la esperanza, y de la cólera al deseo, pues ya había recibido más de una herida, y para un hombre, amar demasiado pronto, suponía correr el riesgo de que sólo él pudiera amar. Además, la reina de Saba era reservada; su superioridad constantemente había dominado a todo el mundo, incluido al propio Solimán. Tan solo el escultor Adoniram[1] había conseguido por un instante mantener su atención: ella no había podido penetrar en su interior: su imaginación había vislumbrado en él un misterio; pero esa viva curiosidad de un instante sin duda alguna ya se había desvanecido. Y no obstante, ante la visión de Adoniram, por primera vez, esta mujer de notoria fortaleza pensó y se dijo: he ahí un hombre. Podría ser que esa visión pasajera, aunque reciente, hubiera rebajado ante ella el prestigio de Solimán, y prueba de ello sería que una o dos veces, cuando la conversación vino a recaer sobre el artista, ella se contuvo y cambió de tema. Fuera lo que fuese, el hijo de David se enardeció rápidamente: la reina ya estaba acostumbrada a ese carácter; él se anticipó diciendo que seguía el ejemplo de todo el mundo; pero supo expresarlo con gracia; la hora era propicia, Balkis en edad de amar, y, por la virtud de las tinieblas, curiosa y enternecida. Pero de pronto, las antorchas proyectaron rojos destellos sobre los arbustos, anunciando que la cena estaba servida. “¡En qué mal momento!” – pensó el rey – “¡Menos mal!” – pensó la reina… Se sirvió la cena en un pabellón construido al gusto fantasioso y desenfadado de los pueblos de las orillas del Ganges. La sala octogonal estaba iluninada con cirios de colores y fanales en los que ardía nafta mezclada con perfume; la luz tamizada surgía a través de los ramos de flores. En la antesala, Solimán ofreció la mano a su invitada, que adelantando su pequeño pie, lo retiró de inmediato vivamente sorprendida. La sala estaba cubierta por una superficie de agua en la que se reflejaban la mesa, los divanes y los cirios. – “¿Qué os detiene?” –preguntó extrañado Solimán. Balkis entonces quiso mostrarse por encima del miedo, y con un gesto encantador, alzó sus vestiduras y fue a sumergirse con firmeza. Pero el pie fue rechazado por una superficie sólida. – “¡Ay, reina, ¿veis? –dijo el sabio-, el más prudente puede equivocarse al juzgar las apariencias; yo he querido sorprenderos y por fin lo he conseguido… Vos estáis caminando sobre un suelo de cristal[2]”. Ella sonrió, alzando los hombros, más por divertimento que de admiración, y seguramente lamentó que Solimán no la hubiera sabido asombrar de otro modo. Durante el festín, el rey fue galante y solícito; sus cortesanos le rodeaban, y él reinaba en medio de todos ellos con majestad tan incomparable que la reina se sintió ganada por el respeto. La etiqueta se observaba en la mesa de Solimán rígida y solemne. Los manjares eran exquisitos, variados, pero excesivamente salados y con abundantes especias: nunca se había enfrentado Balkis a semejantes condimentos. Supuso que ese era el gusto de los hebreos; y no menos se sorprendió al ver que ese pueblo, que se nutría con tales salazones, se abstenía de beber. No había copero del rey; ni una gota de vino ni de hidromiel, y ni una sola copa sobre la mesa. A Balkis le ardían los labios, tenía el paladar reseco, y como el rey no bebía, ella no osaba pedir bebida alguna; la dignidad del príncipe se lo impedía. Acabada la cena, los cortesanos se dispersaron poco a poco y fueron desapareciendo entre las profundidades de una galería apenas iluminada. Muy pronto, se encontró la reina de Saba a solas con Solimán, más galante que nunca, con los ojos plenos de ternura y que de solícito pasó a casi agobiante. Superando su apuro, la reina sonriente y bajando la vista se levantó con la intención de retirarse. –  “¡Cómo! Exclamó Solimán, ¿vais a dejar de este modo a vuestro humilde esclavo sin una palabra, sin una esperanza, sin una prenda de vuestra compasión?. Esta unión con la que he soñado tanto, esa felicidad sin la que ya no sabría vivir, esta pasión ardiente y sometida que os imploro sin recompensa, ¿arrojaréis todo esto a vuestros pies?”. Él la había agarrado una mano, que le abandonaba retirándola sin esfuerzo; pero él se resistía. Ciertamente, Balkis había pensado más de una vez en esta alianza; pero no al precio de perder su libertad y su poderío. De modo que ella insistió en su deseo de retirarse, y Solimán se vio obligado a ceder. –  “Sea –dijo él- dejadme, pero voy a poneros dos condiciones a vuestra retirada. –  Hablad. –   La noche es dulce y aún más dulce es vuestra conversación. ¿Me acordaríais otra hora? –   Consiento en ello. –   La segunda condición es que cuando salgáis de aquí, no os llevéis nada que me pertenezca. –   ¡Os lo otorgo! y de todo corazón –respondió Balkis riendo a carcajadas. –   ¡Reid!, mi reina; a gente más rica he visto ceder ante las tentaciones más raras. –  ¡De maravilla!, vos sois ingenioso para salvar vuestro amor propio. No más engaños, hagamos un tratado de paz. –  Un armisticio, es lo que al menos yo espero…” Continuaron con la charla, y Solimán se empleó a fondo, bien aprendida la lección, en hacer hablar a la reina tanto como pudo. Un surtidor de agua, que murmuraba al fondo de la sala, le servía de acompañamiento. Ahora bien, si hablar demasiado reseca la garganta, cuánto más si se ha comido sin beber ni una gota y se han hecho los honores de unos manjares excesivamente salados. La hermosa reina de Saba se moría de sed; hubiera dado una de sus provincias por una pátera de agua pura. Pero aún así, no se atrevía a mostrar tan ardiente deseo. Y la fuente clara, fresca, argentina y socarrona chisporroteaba junto a ella, lanzando perlas que volvían a caer en el aljibe con alegre ruido. Y la sed crecía, y la reina jadeante no podía aguantar más. Mientras seguía hablando, y viendo a Solimán medio distraido y con cierto torpor, la reina comenzó a pasear como quien no quiere la cosa por en medio de la sala, y por dos veces, aún pasando muy cerca de la fuente, no se atrevió… Pero el deseo se hizo irresistible. La reina volvió sobre sus pasos y echando una rápida ojeada, sumergió furtivamente su bella mano haciendo un cuenco con ella; luego, volviéndose, bebió ávidamente aquel sorbo de agua pura. Solimán se levantó entonces rápidamente, se acercó, se apoderó de la mano mojada y lustrosa, y de un tono tan festivo como resuelto dijo: –  “Una reina sólo tiene una palabra, y conforme a los términos pactados con la vuestra, vos me pertenecéis. –   ¿Qué queréis decir? –   Vos me habéis robado el agua…y, como vos misma habéis constatado muy juiciosamente, el agua es un bien escaso en mis estados. –   ¡Ah! Señor, ¡eso es trampa, y jamás aceptaré un esposo tan torticero! –  Entonces, no le queda más que probaros que es aún más generoso. Si él os da la libertad, si a pesar de este compromiso formal… –  Señor, interrumpió Balkis bajando la cabeza, nosotros debemos dar a nuestros súbditos ejemplo de lealtad. –  Señora, repuso, cayendo de rodillas ante Balkis, Solimán, el príncipe más cortés de los tiempos pasados y futuros, esa palabra es vuestro rescate” Y levantándose de inmediato, tocó una campanilla: veinte servidores aparecieron corriendo provistos de una gran variedad de refrescos, y acompañados por los cortesanos. Solimán articuló estas palabras con majestad: –  “¡Ofreced bebida a vuestra reina!“ Tras esas palabras, los cortesanos cayeron prosternados ante la reina de Saba a la que comenzaron a adorar. Pero ella, palpitante y confusa, temía haberse comprometido más allá de lo que habría deseado. —————- Durante la pausa que seguía a esta parte de la narración, un incidente bastante curioso llamó la atención de los parroquianos del cafetín. Un joven, que por el color de su piel, como la de un céntimo de cobre nuevo, podía reconocérsele como abisinio (habesch), se precipitó en medio del círculo y se puso a danzar una especie de bamboula , acompañándose con una canción en un mal árabe, de la que pude retener el estribillo. Un canto que partía como un cohete que lanzara las palabras: “¡Yaman! ¡Yamanî!” acentuadas por la repetición de esas sílabas arrastradas, típicas de los árabes del sur   “¡Yaman! ¡Yaman! ¡Yamanî!… ¡Sélam-Aleik Belkiss-Makéda! Makéda!… ¡Yamanî! ¡Yamanî!…” y que venía a decir: “¡Yemen!, ¡oh, país del Yemen!… ¡que la paz sea contigo, Balkis, la grande! ¡oh, país del Yemen!” Esa crisis de nostalgia sólo podía explicarse por la relación que existía antaño entre los pueblos de Saba y de Abisinia, ubicados en el borde occidental del Mar Rojo, y que constituían todos ellos el imperio de los Himyaríes. Sin duda, de ahí provenía la admiración de este oyente, hasta entonces silencioso, hacia el relato precedente, que formaba parte de las tradiciones de su país. También puede ser que le hiciera feliz el hecho de que la gran reina hubiera podido escapar a la trampa tendida por el sabio Salomón. Como sus monótonos cánticos duraban ya mucho tiempo importunando a la clientela habitual, algunos gritaron que ese tipo era melbous (fanático) y le condujeron suavemente hasta la puerta. El dueño del café, inquieto por los cinco o seis paras (tres céntimos) que le debía ese cliente, se apresuró a perseguirle fuera del café. Todo debió terminar bien, ya que el cuentacuentos retomó pronto su narración en medio del más religioso silencio. [1] Adoniram también es conocido por Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades místicas. Adoni únicamente es un término que denota excelencia, y que significa maestro o señor. No se debe confundir a este Hiram con el rey de Tiro, que casualmente también se llamaba Hiram. [2] Tomado de El Corán 27: Azora de la hormiga.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 abril, 2012 7 abril, 2012 Adoniram, Balkis, Benoni, el valle de Josafat, el Yemen feliz, Mareb, Mello, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, case EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XI. La cena del rey… de cómo Solimán, ask ya ebrio, pretende forzar a Balkis que le acusa de traidor y de abusar de su poder. Y de cómo la reina le pone un narcótico en la copa de vino y consigue escapar, aunque sin recuperar el anillo que había regalado a Solimán para que gobernara sobre los genios…        En la siguiente sesión, el narrador prosiguió…        Empezaba a ponerse el sol; el sofocante aliento del desierto abrasaba los campos iluminados por los reflejos de un torbellino de nubes cobrizas; sólo la sombra de la colina del Moria proyectaba algo de frescor sobre el seco lecho del Cedrón; las hojas moribundas se agostaban, y las resecas flores de las adelfas pendían exangües y arrugadas; camaleones, salamandras y lagartos pululaban entre las rocas; los bosquecillos habían suspendido su rumor, y los arroyuelos, silenciado su murmullo.        Frío y preocupado durante esa ardiente y monótona jornada, Adonirám, tal y como le había anunciado a Solimán, fue a despedirse de su real amante, preparada para una separación que ella misma había solicitado. “Partir conmigo, -había dicho-, sería enfrentarse con Solimán, humillarle frente a su pueblo, y añadir un ultraje al sufrimiento que las potencias eternas me han obligado a causarle. Quedarse aquí, tras mi marcha, querido esposo, sería buscar vuestra muerte. El rey está celoso, y en cuanto yo huya, vos seréis la única víctima que quedará a merced de su resentimiento.        – ¡Pues bien! Compartamos el destino de los hijos de nuestra raza, y vaguemos por la tierra errantes y dispersos. Yo he prometido al rey que marcharía hacia Tiro. Seamos sinceros ahora que vuestra vida ya no depende de una mentira. Esta misma noche tomaré el camino de Fenicia, desde donde continuaré para reunirme con vos en el Yemen, atravesando las fronteras de Siria, cruzando la Arabia pedregosa, y siguiendo por los desfiladeros de los montes Cassanitas[1]. ¡Qué desgracia! mi querida reina, ¿tengo que dejaros ya, abandonaros en una tierra extranjera a merced de un déspota enamorado?        – No os inquietéis, mi señor, mi alma es totalmente vuestra, mis servidores son fieles, y esos peligros desaparecerán gracias a mi prudencia. Tormentosa y sombría va a ser la próxima noche que ha de ocultar mi huida. Odio a Solimán; él sólo codicia mis Estados; me ha rodeado de espías; ha intentado seducir a mis servidores, sobornar a mis oficiales, negociar con ellos la conquista de mis fortalezas. Si él hubiera adquirido derechos sobre mi persona, yo jamás habría vuelto a ver el Yemen. Me arrancó con engaños una promesa, es cierto; pero ¿qué es mi perjurio comparado con el precio de su deslealtad? y además ¿acaso no debía yo engañarle, a él, que en cuanto ha podido me ha querido mostrar, con amenazas mal fingidas, que su amor no tenía límites y que se había acabado su paciencia?        – ¡Hay que sublevar a las corporaciones!        – Las corporaciones solo esperan su paga; no se moverán. ¿Para qué lanzarse a azares tan peligrosos? Esas palabras que acabáis de pronunciar, lejos de alarmarme, me satisfacen; incluso las había previsto, y las esperaba con impaciencia. Pero id en paz, mi bien amado, ¡Balkis será vuestra para siempre!        – Entonces, adiós, reina: debo abandonar ya este aposento en el que he encontrado una felicidad como jamás había soñado. Tengo que dejar de contemplar lo que para mí es la vida. ¿Os volveré a ver? ¡Qué desgracia! ¡estos rápidos instantes habrán pasado como un sueño!        – No, Adonirám; muy pronto, estaremos juntos para siempre… Mis sueños, mis presentimientos, de acuerdo con el oráculo de los genios, me aseguran la continuidad de nuestra raza, y llevo conmigo una preciosa prenda de nuestro himen. Vuestras rodillas recibirán a ese hijo destinado a hacernos renacer y a liberar el Yemen y la Arabia entera del débil yugo de los herederos de Solimán. Un doble aliciente os llama; un doble afecto os ata a la que os ama, y vos volveréis.”        Adonirám, enternecido, apoyó los labios sobre la mano en la que la reina había dejado caer sus lágrimas y, armándose de todo su valor, posó sobre ella una última y prolongada mirada; después, volviéndose a la fuerza, dejó caer tras de si la cortina de la jayma y tomó el camino del Cedrón.        En Mello esperaba Solimán a la sonriente y desolada reina; roído por las angustias más terribles; dividido entre la cólera y el amor; la sospecha y los remordimientos anticipados. Mientras, Adonirám, esforzándose por enterrar los celos en las profundidades de su tristeza, llegaba al templo para pagar a los obreros antes de tomar el cayado del exilio. Cada uno de estos personajes pensaba vencer a su rival contando para ello con un secreto conocido por ambas partes. La reina ocultaba sus intenciones, y Solimán, a su vez, bien informado, disimulaba poniendo en duda su ingenioso amor propio.        Desde las terrazas de Mello, vigilaba el cortejo de la reina de Saba que serpenteaba a lo largo del sendero de Emathia. Por encima de Balkis, las murallas teñidas de púrpura del templo, en el que todavía reinaba Adonirám, hacían brillar sobre una sombría nube sus almenas dentadas. Un sudor frío bañaba las sienes y pálidas mejillas de Solimán; sus ojos, de par en par, devoraban el espacio. La reina hizo su entrada acompañada por sus oficiales de más alto rango y la gente de su servicio, que se mezclaron con los del rey.        Durante la velada, el príncipe parecía preocupado; Balkis se mostró fría y casi irónica; sabía que Solimán estaba enamorado. La cena fue silenciosa; las miradas del rey, furtivas o desviadas con afectación, parecían evitar la impresión que le causaban las de la reina que a su vez, apagadas o avivadas por una llama lánguida y contenida, reanimaban en Solimán ilusiones sobre la que deseaba ser dueño. Su aire concentrado denotaba algún deseo. Él era hijo de Noé, y la princesa observó cómo, fiel a la tradición del padre de las viñas, buscaba en el vino la firmeza que le faltaba. Cuando se retiraron los cortesanos, fueron los guardianes mudos los que sustituyeron a los oficiales del príncipe; y como la reina había sido atendida por sus servidores, ella cambió a los sabeos por nubios, que desconocían la lengua hebrea.        “Señora, -dijo con severidad Solimán Ben-Daoud-, creo que se hace necesaria una explicación entre nosotros.        – Querido Señor, os habéis anticipado a mis deseos.        – Yo había pensado que, fiel a la palabra dada, la princesa de Saba, más que una mujer, era una reina…        – Pues es al contrario, -interrumpió Balkis con viveza-; antes que reina, señor, soy una mujer. ¿Quién no está sujeto a errores? Yo os creí sabio; luego, os creí enamorado… Soy yo la que ha sufrido el más cruel de los desengaños.”        Balkis suspiró.        “Vos sabéis de sobra que os amo, -continuó Solimán-; de no haber sido así, vos no habríais abusado de vuestro ascendente, ni arrojado a vuestros pies un corazón que al fin se revuelve.        – Pensaba haceros los mismos reproches. No es a mí a quien amáis, señor, es a la reina. Y francamente, ¿estoy yo en edad de ambicionar un matrimonio de conveniencia?. Pues bien, sí, he querido sondear vuestra alma: más delicada que la reina, la mujer, descartando la razón de Estado, ha pretendido disfrutar de su poder: ser amada, tal era su sueño. Atrasando la hora de satisfacer una promesa arrancada por sorpresa; la mujer os puso a prueba; esperaba que vos únicamente desearais la victoria de su corazón, pero ella se equivocó; vos habéis querido consumarla con amenazas; vos habéis empleado con mis servidores tretas políticas, y vos sois ya más su soberano que yo misma. Esperaba un esposo, un amante; y estoy temiendo a un dueño y señor. Como veréis os he hablado con sinceridad.        – Si vos hubierais amado a Solimán, ¿no habríais excusado las faltas causadas por su impaciencia en perteneceros? Pero no, en vuestros pensamientos sólo le veíais como objeto de odio, no es por culpa suya que…        – Deteneos, señor, y no añadáis ofensa a suposiciones que me han herido. La desconfianza azuza a la desconfianza, los celos intimidan al corazón y, mucho me temo, que el honor que vos queríais hacerme habría costado muy caro a mi paz y a mi libertad.”        El rey se calló por miedo a perder todo, a comprometerse más adelante por culpa de un vil y pérfido espía.        La reina prosiguió con una gracia familiar y encantadora:        “Escuchad, Solimán, sed sincero, sed vos mismo, sed amable. Mi ilusión aún está ahí… mi espíritu se debate; lo noto, y sería aún más dulce si pudiera sentirme tranquila.        – ¡Ah! ¡cómo desterraríais toda preocupación, Balkis, si leyerais en este corazón en el que sólo vos reináis! Olvidemos mis sospechas y las vuestras, y consentid al fin en hacerme feliz. ¡Fatal poderío el de los reyes! ¡qué soy yo, a los pies de Balkis, hija de patriarcas, sino un pobre árabe del desierto!        – Vuestro deseo concuerda con los míos, y me habéis comprendido. Sí, -añadió ella, acercando al cabello del rey su rostro a un tiempo cándido y apasionado-; sí, es la austeridad del matrimonio hebreo la que me deja de hielo y me asusta: el amor, sólo el amor me habría arrastrado, si…        – ¿Si?… terminad, Balkis: la música de vuestra voz me penetra y abraza.        – No, no… ¿qué iba a decir, y qué repentino desfallecer?… Estos vinos tan dulces tienen algo de pérfidos, y me siento completamente trastornada.”        Solimán hizo una señal: los mudos y los nubios llenaron las copas, y el rey vació la suya de un solo trago, observando con satisfacción cómo Balkis hacía otro tanto.        – Hay que admitir, -siguió la princesa entusiasmada-, que el matrimonio, siguiendo el rito judío, no ha sido establecido para uso de reinas, y presenta algunos aspectos enojosos.        – ¿Es eso lo que no os permite tomar una decisión? –preguntó Solimán clavando sobre ella una mirada transida de una cierta languidez.        – No lo dudéis. Eso, sin mencionar el desagrado que supone el que os preparen jóvenes obligadas a revestirse de fealdad, ¿no es doloroso librar el cabello a las tijeras, y verse envuelta en pelucas para el resto de vuestros días? A decir verdad, -añadió, mostrando sus magníficas trenzas de ébano-, no tenemos ricos atavíos que perder.        – Nuestras mujeres, -objetó Solimán-, tienen la libertad de reemplazar sus cabellos por pelucas de plumas de gallo hermosamente rizadas[2].        La reina sonrió algo desdeñosa. “Entonces, -dijo Balkis-, aquí el hombre compra a la mujer como si fuera una esclava o una sirvienta; incluso ella debe venir humildemente a ofrecerse a la puerta de su marido. En fin, que la religión algo tiene que ver en ese contrato más parecido a una mercadería; y el hombre, cuando recibe a su compañera, extiende la mano sobre ella diciendo: Mekudescheth-li; en buen hebreo: “Tú me has sido consagrada”. Y más aún, vos tenéis todas las facilidades para repudiarla, traicionarla, incluso para hacerla lapidar bajo cualquier ligero pretexto… Tanto podría yo estar orgullosa de ser amada por Solimán, como de estar temerosa de desposarle.        – ¡Amada! -exclamó el príncipe levantándose del diván en el que reposaba-; ¡ser amada, vos!  jamás mujer alguna ha ejercido un poder más absoluto. Yo estaba irritado; vos me apaciguásteis a vuestro antojo; siniestras preocupaciones me trastornaban; y yo me he esforzado en hacerlas desaparecer. Me estáis confundiendo; lo noto, y aún así estoy conspirando con vos para abusar de Solimán…”        Balkis alzó la copa por encima de su cabeza dándose la vuelta con un voluptuoso movimiento. Los dos esclavos volvieron a llenar las cráteras y se retiraron.        El salón del banquete estaba desierto; la claridad de las lámparas, haciéndose cada vez más débil, arrojaba misteriosos resplandores sobre el pálido Solimán, los ojos ardientes, los labios temblorosos y descoloridos. Una extraña languidez se iba amparando poco a poco de él: Balkis le contemplaba con una equívoca sonrisa.        De pronto, él se acordó… y saltó sobre su lecho.        “Mujer, -exclamó-, se acabó el jugar con el amor de un rey…; la noche nos protege con sus velos, nos rodea el misterio, una llama abrasadora recorre todo mi ser; la rabia y la pasión me enervan. Esta hora me pertenece, y si vos sois sincera, no me privaréis más de una felicidad tan costosamente comprada. Reinad, sed libre; pero no rechacéis a un príncipe que se ofrece a vos, cuyo deseo le consume, y que, en este momento, os disputaría incluso a los poderes del infierno.”        Confusa y palpitante, Balkis respondió bajando los ojos:        “Dejadme tiempo para reflexionar; ese lenguaje es nuevo para mí…        – ¡No! –interrumpió el delirante Solimán, acabando de vaciar la copa que le proporcionaba tal audacia-; no, mi paciencia ha llegado al límite. Para mí es ya una cuestión de vida o muerte. Mujer, tu serás mía, lo juro. Si me engañas… yo seré vengado; si me amas, un amor eterno comprará mi perdón.”        Él extendió las manos para enlazar a la joven, pero sólo abrazó una sombra; la reina había retrocedido suavemente, y los brazos del hijo de Daoud cayeron pesadamente. Su cabeza se inclinó; guardó silencio, y de pronto, dando traspiés, se sentó… Sus ojos entornados se dilataron con esfuerzo; sentía expirar el deseo en su pecho, y los objetos se movían sobre su cabeza. Su rostro embotado y pálido; encuadrado por la barba negra, expresaba un terror vago; sus labios se entreabrieron sin articular sonido alguno, y la cabeza, abrumada por el peso del turbante, cayó sobre los cojines del lecho. Atenazado por fuertes lazos invisibles, trataba de sacudírselos de encima con el pensamiento, pero sus miembros no obedecían a su imaginario esfuerzo.        La reina se acercó, lenta y severa; él la contempló temeroso, de pie, la mejilla sobre sus dedos doblados, mientras que con la otra mano se apoyaba en el codo. Ella le observaba; él la oyó hablar y decir:        “El narcótico actúa…”        Las negras pupilas de Solimán se apagaron en las órbitas blancas de sus grandes ojos de esfinge, y se quedó inmóvil.        “¡Bien, -continuó ella-, obedezco y cedo, me ofrezco a vos!…”        Se arrodilló y tocó la mano helada de Solimán, que exhaló un profundo suspiro.        “Aún oye… -murmuró ella-. Escucha, rey de Israel, tú que impones el amor valiéndote de tu poderío, del servilismo y de la traición; escucha: me escapo de tu poder. Pero si la mujer ha abusado de ti, la reina no te habrá engañado. Estoy enamorada, pero no de ti; el destino no lo ha permitido. Descendiente de un linaje superior al tuyo, he debido, para obedecer a los genios que me protegen, escoger un esposo de mi sangre. Tu poderío expira ante el suyo; olvídame. Que Adonay te escoja compañía. Él es grande y generoso: ¿acaso no te ha otorgado la sabiduría, que por cierto bien se la has pagado en esta ocasión con tus servicios?. A él te abandono, y te retiro el inútil apoyo de los genios que tanto desdeñas y que no has sabido gobernar…”        Y Balkis, amparándose del dedo en el que veía brillar el talismán con el anillo que le había dado a Solimán, se dispuso a retirárselo; pero la mano del rey, que respiraba a duras penas, contrayéndose en un sublime esfuerzo, se cerró crispada, y todos los esfuerzos que hizo Balkis para volver a abrirle la mano, fueron inútiles.        Balkis iba a hablarle de nuevo, cuando la cabeza de Solimán Ben-Daoud cayó hacia atrás, los músculos del cuello se distendieron; se le entreabrió la boca, y sus ojos entornados se empañaron, pues su alma había volado al país de los sueños.        Todo dormía en el palacio de Mello, excepto los servidores de la reina de Saba, que habían narcotizado a sus anfitriones. A lo lejos gruñía la tormenta; el cielo negro, surcado de rayos; los vientos desencadenados dispersaban la lluvia sobre las montañas.        Un corcel de Arabia, negro como una tumba, esperaba a la princesa, que dio la señal de retirada, y pronto el cortejo, tomando el camino de los barrancos que rodeaban la colina de Sión, descendió hasta el valle de Josafat. Vadearon el Cedrón, cuyas aguas comenzaban ya a crecer con la lluvia torrencial para proteger la huida y, dejando a la derecha el Tabor, coronado de relámpagos, llegaron a una de las lindes del huerto de los olivos para desde allí tomar el montuoso sendero de Betania.        “Sigamos este camino, -dijo la reina a su guardia-; nuestros caballos son ágiles; a estas horas, nuestro campamento ya se habrá recogido y nuestra gente se habrá encaminado hacia el Jordán. Les encontraremos en la segunda hora del día más allá del lago Salado[3], desde donde nos adentraremos por los desfiladeros de los montes de Arabia.”        Y aflojando la brida de su montura, sonrió a la tempestad pensando que compartía las desgracias con su querido Adonirám, sin duda ya errante y camino de Tiro.        Justo en el instante en que se dirigían hacia el sendero de Betania, el resplandor de los relámpagos desenmascaró a un grupo de hombres que lo atravesaban en silencio y se detuvieron estupefactos ante el ruido del cortejo de espectros que cabalgaba en medio de las tinieblas.        Balkis y su séquito pasaron delante de ellos y uno de los guardias, adelantándose para ver quiénes eran, dijo en voz baja a la reina:        “Son tres hombres que llevan a un muerto envuelto en el sudario.” [1] Ptolomeo (Geografía VII) habla de la “región Cassanite”, al norte del Yemen. (GR). También en “Ensayo de geografía histórica antigua” (pg. 53), de José María Anchoriz (Madrid, 1853) [2] En Oriente, todavía hoy, las mujeres judías casadas están obligadas a sustituir por plumas su cabello, que debe permanecer cortado a la altura de las orejas y oculto bajo su tocado (MJ). [3] El Mar Muerto, llamado en la Biblia “mar de Sal”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 24 mayo, 2012 30 mayo, 2012 Adoniram, Balkis, Betania, Mello, monte Moria, montes Cassanitas, Noé, río Cedrón, río Jordán, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, site EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – V. El mar de bronce… Adoniram es traicionado por Phanor, el albañil sirio; Amrou, el carpintero fenicio, y Méthousaël el minero judío. Solimán lo sabe pero calla (¿será el instigador?). La terrible muerte de Benoni, único amigo y discípulo de Adoniram… A fuerza de trabajos y noches en vela, el maestro Adonirám había acabado sus modelos y excavado en la arena los moldes de las colosales esculturas. Profundamente oradada y perforada, la llanura de Sión había recibido ya los cimientos del mar de bronce destinado a ser fundido allí mismo. Lo habían apuntalado sólidamente con contrafuertes de albañilería que más tarde serían sustituidos por los leones, esfinges gigantescas destinadas a servir de soportes. Con barras de oro macizo, rebeldes a fusionarse con el bronce, diseminadas aquí y allá, se iba a revestir el molde de este gigantesco receptáculo. La fundición líquida, invadiendo por diferentes cañerías el espacio vacío comprendido entre los dos planos, debía aprisionar los lingotes de oro y hacer cuerpo con esos preciosos jalones refractarios. Siete veces el sol había hecho el recorrido de la tierra desde que el mineral hubiera comenzado a hervir en el horno cubierto de una alta y maciza torre de ladrillos, que se elevaba a sesenta codos del suelo con un cono abierto, del que se escapaba una vorágine de humo rojo y llamaradas azules recamadas de brillantes destellos. Una excavación, practicada entre los moldes y la base del alto horno, debía servir de lecho al río de fuego cuando llegara el momento de abrir con barras de hierro las entrañas del volcán. Para proceder a la gran obra del colado de los metales, se escogió la noche: era el momento en el que se podía seguir la operación, pues el bronce; candente y blanco, iluminaría su propia marcha; de modo que si el metal resplandeciente preparara alguna trampa, se escapara por alguna fisura o abriera una grieta por alguna parte; él mismo se desenmascararía gracias a las tinieblas. A la espera de la solemne prueba que debía inmortalizar o desacreditar el nombre de Adonirám, el pueblo de Jerusalén estaba emocionado. De todas partes del reino, abandonando sus ocupaciones, habían acudido los obreros, y la tarde que precedió a la noche fatal, desde la puesta del sol, las colinas y las montañas de los alrededores estaban llenas de curiosos. Ningún forjador jamás había aceptado de su jefe, a pesar de las contradicciones, un desafío tan terrible como éste. Siempre, el momento de la fundición era seguido con vivo interés, y con frecuencia, cuando se forjaban piezas importantes, el rey Solimán se dignaba pasar la noche en las forjas con sus cortesanos que se disputaban el honor de acompañarle. Pero la forja del mar de bronce era un trabajo gigantesco, un desafío del genio a los prejuicios de la humanidad que, en opinión de los más expertos, todos habían declarado como una obra imposible. Y precisamente por eso, gente de todas las edades y de todo el país, atraídos por el espectáculo de esa lucha, invadieron desde primera hora de la mañana la colina de Sión, cuyos bordes estaban siendo vigilados por legiones de obreros. Calladas patrullas recorrían la multitud para mantener el orden e impedir el ruido… fácil tarea, ya que, por orden del rey se había prescrito, tras el toque de las trompas, el silencio absoluto bajo pena de muerte; precaución indispensable para que las órdenes pudieran ser transmitidas con certeza y rapidez. Ya había descendido la estrella de la tarde sobre el mar; la noche profunda, aún más densa a causa de las nubes doradas que despedía el horno, anunciaba que el momento estaba próximo. Seguido de los jefes de los obreros, Adonirám, a la claridad de las antorchas, lanzó un último vistazo a los preparativos, corriendo de acá para allá. Bajo el vasto cobertizo adosado al horno, se entreveía a los fundidores, tocados con cascos de cuero de amplias alas plegadas y vestidos con largas túnicas blancas de manga corta, ocupados en arrancar a la garganta abierta del horno, y ayudados de largos ganchos de hierro, masas pastosas de espuma medio vitrificadas, escorias que arrojaban lejos; otros, encaramados sobre andamios soportados por sólidas estructuras de carpintería, lanzaban desde lo alto del edificio serones de carbón a la lumbre, que rugía al impetuoso soplo de los fuelles. De todas partes, multitud de compañeros armados de picos, estacas, tenazas; vagaban, proyectando tras de sí el rastro de sus sombras alargadas. Estaban casi desnudos: ceñidos sus costados por recios cinturones de franjas; cubiertas las cabezas con gorros de lana y las piernas protegidas por armaduras de madera sujetas con correas de cuero. Ennegrecidos por la carbonilla, parecían rojos al reflejo de las brasas; se les podía ver aquí y allá como demonios o espectros. Una fanfarria anunció la llegada de la corte: Solimán apareció con la reina de Saba y fue recibido por Adonirám, que le condujo hasta el trono improvisado para sus nobles invitados. El artista vestía un peto de piel de búfalo; un mandilón de lana blanca que le bajaba hasta las rodillas; sus nervudas piernas estaban protegidas por una especie de polainas de piel de tigre, mientras que los pies iban descalzos, ya que él podía pisar impunemente el metal al rojo vivo. –       ¡Aparecéis en todo vuestro poderío – dijo Balkis al rey de los obreros- como la divinidad del fuego. Si vuestra empresa culmina con éxito, nadie podrá vanagloriarse desde esta noche de ser más grande que el maestro Adonirám!… El artista, a pesar de sus preocupaciones, iba a responder, cuando Solimán, siempre sabio y en ocasiones celoso, le detuvo: –      Maestro –le dijo en tono imperativo- no perdáis un tiempo precioso; retornad a vuestro trabajo y que vuestra presencia aquí no nos haga responsables de algún accidente. La reina le saludó con un gesto y él desapareció. –      ¡Si tiene éxito y culmina su obra –pensó Solimán- con qué magnífico monumento habrá honrado al templo de Adonai; pero también cuánta fama no añadirá a su ya temible poderío! Al poco tiempo, volvieron a ver a Adonirám delante del horno. Las brasas, que le iluminaban desde abajo, realzaban su estatura haciendo trepar su sombra contra el muro, en el que estaba enganchada una gran hoja de bronce sobre la que el maestro dio veinte golpes con un martillo de hierro. Las vibraciones del metal resonaron a lo lejos, y el silencio se hizo aún más profundo. De pronto, armados de palancas y de picos, diez fantasmas se precipitaron en la excavación practicada bajo la hoguera del horno, colocada mirando hacia el trono. Los fuelles dejaron oír sus últimos estertores, expiraron, y ya no se escuchaba más que el ruido sordo de los picos de hierro penetrando en la greda calcinada que sellaba el orificio por donde iba a arrojarse la fundición. Muy pronto, el lugar excavado tomó un color violeta, luego púrpura, enrojeció, se aclaró, se volvió anaranjado… hasta que un punto blanco se dibujó en el centro, y en ese momento todos los operarios, salvo dos de ellos, se retiraron. Estos últimos, bajo la supervisión de Adonirám, se aplicaron en rebajar la costra en torno al punto luminoso, evitando perforarlo… El maestro observaba con ansiedad. Durante todos estos preparativos el fiel compañero de Adonirám, el joven Benoni que le mostraba una constante devoción, recorría los grupos de obreros, vigilando el celo de cada uno, observando que las órdenes fueran cumplidas, y juzgando todo por sí mismo. Y ocurrió que el joven acudiendo espantado a los pies de Solimán, se prosternó y dijo: –      “¡Señor, haced suspender la fundición, todo se ha perdido, hemos sido traicionados!” No era habitual bajo ningún concepto que se abordara de ese modo al príncipe sin haber sido autorizado previamente; y ya se acercaba la guardia a ese joven temerario, cuando Solimán les hizo seña de que se alejaran, e inclinándose hacia el arrodillado Benoni, le dijo en un susurro: –      Explícate en pocas palabras. –      Yo andaba haciendo el recorrido alrededor del horno, cuando vi detrás del muro a un hombre inmóvil que parecía estar esperando algo; al momento, llegó un segundo hombre, que dijo a media voz al primero: ¡Vehmamiah!  y al que le replicó: ¡Eliael![1] Al rato, llegó un tercer hombre que también pronunció: ¡Vehmamiah! y al que también se respondió ¡Eliael! Enseguida uno de ellos gritó: Él ha colocado a los carpinteros bajo la férula de los mineros. El segundo dijo:  Ha sometido a los albañiles a los mineros. El tercero afirmó:  Ha querido reinar sobre los mineros. A lo que el primero repuso: Está dando todo el poder a los extranjeros. Y el segundo continuó: Y ni siquiera tiene una patria. A lo que añadió el tercero: Es verdad. Todos los compañeros son hermanos…, volvió a decir el primer hombre. Y todas las corporaciones deben tener los mismos derechos, continuó el segundo. Cierto, repuso el tercero. Enseguida me percaté de que el primero que había hablado era albañil, porque al momento dijo: –      He puesto caliza en los ladrillos, para que se deshagan y la cal los convierta en polvo. El segundo era carpintero, porque añadió: –      Yo he alargado los tablones transversales que sostienen las vigas, de manera que las llamas las alcancen.  Y el tercero trabajaba los metales, y estas fueron sus palabras: –      Yo he recogido del ponzoñoso lago de Gomorra lava de asfalto y azufre que he mezclado con la fundición. En ese momento una lluvia de chispas iluminó todas las caras y pude ver que el albañil era sirio y se llama Phanor; el carpintero era un fenicio al que le llaman Amrou; y el minero, un judío de la tribu de Rubén, de nombre Méthousaël. Gran rey, he venido volando hasta tus pies: ¡extended vuestro cetro y detened los trabajos!. –      Es demasiado tarde, dijo Solimán pensativo; el cráter ya se esta abriendo; guarda silencio, no molestes a Adonirám, y dime de nuevo esos tres nombres. –      Phanor, Amrou, Méthousaël.     –      ¡Que se haga según la voluntad de Dios!” Benoni miró fijamente al rey y salió huyendo con la velocidad del rayo. Mientras tanto, la tierra cocida caía alrededor de la embocadura amordazada del horno bajo los golpes redoblados de los forjadores, y la delgada capa que se iba reduciendo, era tan luminosa, que parecía a punto de suplantar al sol durante su profundo sueño nocturno… A una señal de Adonirám, los obreros se separaron, y el maestro, mientras los martillos hacían retumbar el bronce, levantando una maza de hierro la clavó en la pared diáfana, hurgó dentro de la grieta herida y la arrancó con violencia. Al instante un torrente de líquido, rápido y blancuzco, se deslizó sobre el conducto y avanzó como una serpiente de oro estriada de cristal y plata, hasta un estanque excavado en la arena, desde donde al llegar, se dispersó y siguió su curso a lo largo de múltiples canales. De pronto, una luz púrpura y sangrienta iluminó, sobre los cerros, los rostros de los numerosos espectadores; su resplandor penetraba la oscuridad de las nubes y enrojecía la cresta de los peñascos lejanos. Jerusalén, emergiendo de entre las tinieblas, parecía ser pasto de las llamas. Un silencio profundo daba a ese solemne espectáculo el aspecto fantástico de un sueño. Al comenzar el vertido, se pudo entrever una sombra que corría enloquecida por los alrededores del lecho que la fundición iba a invadir. Un hombre se había precipitado allí, y, a pesar de las prohibiciones impuestas por Adonirám, osaba atravesar aquel canal destinado a recoger el fuego líquido. Nada más posar el pie, el metal fundido le alcanzó, lo derribó y en un segundo lo hizo desaparecer. Adonirám, que sólo tenía ojos para su gran obra; conmocionado ante la idea de una inminente explosión, se avalanzó, poniendo su vida en peligro, y armado de un garfio de hierro, lo hundió en el pecho de la víctima, que una vez enganchada, alzó por lo alto y con una fuerza sobrehumana la arrojó como un bloque de escoria a la orilla, en donde aquel cuerpo abrasado se fue apagando a la vez que expiraba… Ni siquiera había tenido tiempo de reconocer a su fiel compañero, el leal Benoni. Mientras la fundición se extiendía, chorreante, llenando las cavidades del mar de bronce, cuyo enorme perfil ya comenzaba a dibujarse como una diadema de oro sobre la sombría tierra, nubes de obreros llevando grandes braseros de fuego y profundas bolsas forradas de largas tiras de hierro, las iban sumergiendo una a una en el estanque de fuego líquido, corriendo de acá para allá  para verter el metal en los moldes destinados a los leones, bueyes, palmeras, querubines; las gigantescas esculturas que sostendrían el mar de bronce. Increíble la cantidad de fuego que hicieron beber a la tierra; apoyados sobre el suelo, los bajorrelieves retrazaban las siluetas claras y bermejas de caballos, toros alados, cinocéfalos; monstruosas quimeras nacidas del genio de Adonirám. –       “¡Sublime espectáculo! -exclamó la reina de Saba- ¡grandioso!, ¡Qué poderío el del genio de este mortal, capaz de someter a los elementos y domeñar a la naturaleza! –      ¡Aún no ha vencido! -repuso Solimán con amargura- Sólo Dios es todopoderoso”. [1] En los antiguos ritos masones, Eliael (o Eliel) y Nehmamiah (Vehmamiah parece un error de trascripción) son la pregunta y respuesta secretas de los “Caballeros del Águila negra”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 10 abril, 2012 10 abril, 2012 Adoniram, Amrou el carpintero fenicio, Balkis, Benoni, el mar de bronce, eliael, Méthousaël el minero judío, Phanor el albañil sirio, Solimán, vehmaniah
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VI. La aparición… Adoniram contempla desolado cómo su obra está a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonan; Solimán y la Reina de Saba le desprecian. El fantasma de Tubal-Caín y viaje de Adoniram al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de los Maestros del fuego y de la forja de metales. De pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se desbordaba; la fundición, demasiado abierta, vomitaba torrentes de fuego; la arena, con demasiada sobrecarga, comenzó a desplomarse. Adonirám miró atentamente al mar de bronce; el molde rebosaba; una fisura se abría desde el vértice; la lava chorreaba por todas partes. Adonirám lanzó un terrible grito, que recogió el aire, repitiendo su eco las montaña, y calculando que la tierra, demasiado recalentada se vitrificaría, Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe y, con gesto precipitado, dirigió un gran chorro de agua hacia la base de los tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso. Una detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento de la erupción en el cráter de un volcán furioso.      Y a ese fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas sembraba la muerte por todas partes; cada gota del metal fundido era un dardo ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el colmo del horror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en el fuego a los que no habían alcanzado las brasas… los campos, iluminados, resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por  los rayos de Jehová. Adonirám, corría de acá para allá intentando reunir a sus obreros y cerrar el tremendo boquete de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en aquellas tinieblas. –      “¡Jehová le ha castigado! dijo Solimán a su invitada… y él me ha castigado, matando a mis súbditos, por culpa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de orgullo. –      La vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a nuestro alrededor. –      ¡Y vos estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[1] ha puesto en peligro una vida tan preciosa!. Marchémonos de aquí, mi Reina; sólo me ha inquietado el veros en peligro”. Adonirám, que pasaba en ese momento cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y maldiciones. Entonces, se le acercó el sirio Phanor y le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”. A su vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los carpinteros”. Y el judío Méthoussaël le dijo: “Los mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que a causa de su ignorancia han comprometido todo el trabajo. ¡Ten coraje! Una obra aún más grande nos vengará de este fracaso. –      ¡Ah!, pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado…” Le resultó fácil a Adoniram evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda y las tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a Benoni: “Él también me ha abandonado…” murmuró con tristeza. El maestro se quedó solo al borde del río de fuego. “¡Deshonrado! exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y dedicada a la gloria de un príncipe ingrato!. ¡Él me condena y mis hermanos reniegan de mí!. Y esa reina, esa mujer… ella estaba allí, ha visto mi vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio! ¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito!. El futuro se ha cerrado.  ¡Sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía con oleadas de escoria candente de metal fundido, y surgía y chisporroteaba por todas partes al contacto con la humedad, o tal vez la lava temblara al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante cayó fulminado, y sentado sobre la tierra se ensimismó meditabundo… la mirada fija en aquella humareda de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento. Ciertas formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro, gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám. Nadie a su alrededor… contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La voz del pueblo me llama!”.  Sin apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;… sólo esa figura permanecía estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el seno de un amasijo de nubarrones negruzcos. El espectro comenzó a perfilarse, adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba que qué bronce sería ese, dotado de vida. El fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba rectangular, rizada y trenzada en hileras,… tocado con una mitra bermeja; llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas del bronce dijo: “Despierta a tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido piedad hacia ella… –      Espíritu, ¿entonces, tú quién eres? –      La sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven, cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres temor, igual que no has mostrado debilidad…” De pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso compañero. “¿Dónde estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró. –      Al centro de la tierra… al alma del mundo habitado; allí donde se erige el palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y en Arabia honran bajo el nombre de Edris[2]. –      ¡Potencias inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, entonces, ¿es verdad? vos seréis… –      Tu antepasado, hombre… artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[3]. Cuanto más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco, fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso guía. A las regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos; temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se admiraba  de errar entre esos espacios infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de Tubalcaín que guardaba silencio. Tras unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender. Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante mitra y la dalmática del hijo de Caín. En vano Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire, y la bóveda que sostenían escapaba a la vista. De repente, Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[4]; has llegado a la tierra de tus padres; la tierra en la que reina el linaje de Caín sin compartirla con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la celosa tiranía de Adonay, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del Árbol de la Ciencia[5]. Adonirám exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador que le había mantenido doblegado toda su vida,  por primera vez acababa de desvanecerse. De pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba, y por todas partes se oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba al contacto con el suelo. Adonirám atravesó entre medias de una multitud de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula celeste en las entrañas de la tierra le sorprendía; entonces se detuvo. “Es el santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores. “Puestos en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos elementos desprenden éteres contrapuestos que se inflaman y proyectan esas vivas luminarias… cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas nubes de sinopla, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes, condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices, turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los restos de las escorias: granitos, sílex, rocas  calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los hombres… a causa del frescor del sol de Adonay, su recreación chapucera de un horno que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para recoger sus chispas?”. Aquellas explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata, cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola. “Esos elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.” Adonirám, espantado, se extrañó de estar vivo. “Este calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego. Adonay colocó una chispa imperceptible en el centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula fue suficiente para calentar el bloque, animarlo y convertirlo en un ser pensante; pero allá arriba, esa alma lucha contra el frío: de ahí, los estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.” Explicada la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento. “Sí, continuó su guía; ¡es más sutil que fuerte, y más celoso que generoso, ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído de nuevo por la superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera sido la vida eterna. “Pero Adonay, que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes. De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se congela y seca, ya no recibe más que cinco[6]. El mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de boca de los hombres, tus ancestros.” [1] Baal (semítico cananeo: ँ‏ए‏ऋ‏‏ [ba’al], «’señor’»)? era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su significado se aproxima al de “amo” o “señor”. Baal era el “hijo” del dios El. En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro). Durante la época de los hicsos, en Egipto fue identificado con Seth, un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría). Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal [2] Enoc, hijo de Caín, es el antepasado de los forjadores de metales y maestros de la fundición que se sublevaron. Sin embargo, según Herbelot, al que los árabes llaman Edris o Idrís, lo confunden con Hermes y Horus, cuando en realidad se trata de otro Enoc, procedente del linaje de Seth (Génesis, V, 18-24). [3] Tubalcaín es el descendiente de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el primero que descubrió la forja de metales.” [4] “Los pueblos de Oriente creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en Occidente, el de los genios malvados (…) El resto de las montañas sólo son bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828, I, p. 159). Los antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio. [5] Sobre la rebelión contra Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret, La Letre perdue. 2ª parte,  Promete. [6] Las tradiciones sobre las que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc, traducido por el obispo de Caterbury (GdN).

Esmeralda de Luis y Martínez 17 abril, 2012 17 abril, 2012 Adonay, Amrou, Baal, Caín, el Árbol de la Ciencia, Enoc, la montaña Kaf, Méthoussaël, Phanor, Tubalcaín o Tubal-Caín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, pilule EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VII. El mundo subterráneo… continúa el descenso de Adonirám a la morada subterránea de los genios del fuego, rx acompañado por el espíritu de Tubalcaín, troche que le revelará su linaje y la maldición del vengativo Adonay. Penetraron juntos en un jardín iluminado por los suaves resplandores de cálidas llamas; poblado de árboles desconocidos, cuyo follaje, formado por pequeñas lenguas de fuego, proyectaba, en lugar de sombras, la más viva claridad sobre el suelo de esmeralda, jaspeado de flores de extrañas formas, y de colores de una viveza sorprendente.  Brotando del fuego interior de los metales, aquellas flores eran sus emanaciones más fluidas y puras. Aquella vegetación arborescente del metal en flor brillaba como las piedras preciosas, y exhalaba perfumes de ámbar, benjuí, incienso y mirra. No lejos de allí serpenteaban arroyuelos de nafta, que fertilizaban los cinabrios, la rosa de aquellos mundos subterráneos. Por allí se paseaban algunos gigantes ancianos, esculpidos a la medida de esa naturaleza fuerte exuberante. Bajo un dosel de luz ardiente, Adonirám descubrió una fila de colosos, sentados en fila, con los mismos atuendos sagrados, las proporciones sublimes y el imponente aspecto de las esculturas que él ya había podido vislumbrar en las cavernas del Líbano. Adivinó que se trataba de la dinastía perdida de Henochia. Vio en torno a ellos, agachados, a los cinocéfalos, leones alados, grifos, esfinges sonrientes y misteriosas; especies condenadas, barridas por el diluvio de la faz de la tierra, e inmortalizadas por la memoria de los hombres. Esos esclavos andróginos portaban los macizos tronos, monumentos inertes, dóciles, y aún así animados de vida. Inmóviles, como en reposo, los príncipes, hijos de Adán, parecían soñar y esperar. Cuando llegó al extremo de aquella hilera, Adonirám, que no dejaba de caminar, dirigió sus pasos hacia una enorme piedra cuadrada y blanca como la nieve… Iba a posar el pie sobre aquella incombustible roca de amianto, cuando… “¡Detente! Gritó Tubalcaín, estamos bajo la montaña de Sérendib[1]; vas a pisar la tumba del desconocido, del primer nacido de la tierra. Adán duerme bajo ese sudario que le protege del fuego. No debe levantarse hasta el último día del mundo; su tumba cautiva contiene nuestro rescate. Pero escucha: nuestro padre común te llama.” Caín estaba allí, acuclillado en incómoda postura; se puso de pie. Su belleza era sobrehumana, su mirada triste y sus labios pálidos. Estaba desnudo; alrededor de su cariacontecida frente se enroscaba una serpiente de oro a guisa de diadema… el hombre errante parecía aún agotado: “Que el sueño y la muerte sean contigo, hijo mío. Raza industriosa y oprimida. Tú sufres por culpa mía. Eva fue mi madre; Eblís, el ángel de la luz, deslizó en su seno la chispa que anima y regenera mi raza; Adán, amasado con barro y depositario de una alma cautiva, me crió. Yo, hijo de los Éloïms[2], amaba a aquella creación fallida de Adonay, y puse al servicio de los hombres, ignorantes y débiles, el espíritu de los genios que residen en mí. Fui yo el que alimentó a mi madre en sus días de vejez, y yo, el que acunó a Abel… al que ellos llamaban mi hermano. ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!. “Antes de mostrar mi crimen a la humanidad, yo conocí la ingratitud, la injusticia y las amarguras que corrompen el corazón. Trabajaba sin cesar, arrancando el alimento al mísero terreno, inventando, para el bienestar de los hombres, esos arados que obligan a la tierra a producir; hice renacer para todos ellos, el seno de la abundancia, ese Edén que habían perdido, había hecho de mi vida un puro sacrificio. Pero en el colmo de la iniquidad, Adán no me quería. Eva sólo recordaba que había sido expulsada del paraíso por haberme traído al mundo, y su corazón, cerrado por el interés, lo reservaba únicamente para su Abel, y él, desdeñoso y mimado, me consideraba como el criado de todos ellos: Adonay estaba con él, ¿qué más se podría añadir?. De modo que, mientras yo regaba con mis sudores la tierra de la que Abel se sentía el rey; él, ocioso y consentido, apacentaba sus rebaños, mientras dormía bajo los sicómoros. Entonces yo me lamenté: nuestros padres invocan la equidad de dios; nosotros le ofrecemos sacrificios, y el mío, espigas de trigo que yo había conseguido cultivar, ¡las primicias del verano!; el mío, fue arrojado con desprecio… Así es como ese Dios celoso ha rechazado siempre al genio creador y fecundo, y entregado el poder con derecho a la opresión, a los espíritus vulgares. Tú ya conoces el resto; pero lo que ignoras es que el castigo de Adonay, condenándome a la esterilidad, al mismo tiempo entregaba por esposa al joven Abel a nuestra hermana Aclinia, de la que yo estaba enamorado[3]. De ahí proviene la primera lucha de los djinns o hijos de los Éloïms, nacidos del fuego, contra los hijos de Adonay, engendrados del barro.        “Yo extinguí la llama de Abel… Adán se vio renacer más tarde en la descendencia de Seth, y para borrar mi crimen, me hice benefactor de los hijos de Adán. Gracias a nuestra raza superior a la suya, deben todas las artes, la industria y los elementos de las ciencias. ¡Vanos esfuerzos! Al instruirles, les hicimos libres… algo que Adonay nunca me perdonó, y por ello convirtió en un crimen imperdonable el que yo hubiera quebrado a un ser de barro (Abel), ¡Él!, que con las aguas del diluvio, ahogó a miles de hombres!; ¡Él!, ¡que para diezmarlos, suscitó entre ellos a tantos tiranos!”. Entonces la tumba de Adán habló: “Eres tú, dijo la voz profunda; tú, el que ha creado el crimen; ¡Dios persigue en mi descendencia la sangre de Eva, de la que tu provienes y que tú has vertido! Jeováh, por culpa tuya, ha dado el poder a sacerdotes que han inmolado a los hombres, y a reyes que han sacrificado a sacerdotes y a soldados. Un día, Él hará surgir emperadores para triturar a los pueblos, a los sacerdotes y a los mismos reyes, y la posteridad de las naciones dirá: ¡Son los hijos de Caín!” El hijo de Eva se agitó, desesperado. “¡Él también! – gritó – Jamás me ha perdonado. –      ¡Jamás!…” respondió la voz; y desde las profundidades del abismo se escuchó todavía gemir: “¡Abel, hijo mío!, ¡Abel!, ¡Abel!… ¿qué has hecho de tu hermano Abel?…” Caín rodó por el suelo, que comenzó a temblar, mientras las convulsiones de Caín en su desesperación le desgarraban el pecho… Tal era el suplicio de Caín, por haber vertido sangre. Embargado de respeto, amor, compasión y horror, Adonirám apartó su mirada de él. “¿Y yo?, ¿qué había hecho yo? – dijo, sacudiendo la cabeza tocada de una larga tiara, el venerable Enoc. Los hombres andaban errantes como rebaños; yo les enseñé a tallar la piedra, a construir edificios, a agruparse en ciudades. Al primero, le revelé el secreto de la sociedad. Yo les encontré como a un rebaño de bestias;… y a cambio, les dejé una nación en mi ciudad de Henochia, cuyas ruinas aún son admiradas por las razas degeneradas. Gracias a mí, Solimán (Salomón) alzará un templo en honor de Adonay, y ese templo será su ruina, ya que el dios de los hebreos, hijo mío, ha reconocido mi naturaleza en la obra salida de tus manos.” Adonirám contempló aquella enorme sombra: Enoc tenía la barba larga y trenzada; su tiara, adornada con bandas rojas y una doble fila de estrellas, se alzaba en punta, rematada por un pico de cuervo. Dos bandas rayadas caían sobre su cabello y túnica. En una mano llevaba un largo cetro, y en la otra, una escuadra. Su colosal estatura sobrepasaba la de su padre Caín. Muy cerca de Caín estaban Irad y Maviaël[4], tocados con sencillas cintas. Brazaletes de hierro rodeaban sus brazos: uno de ellos fue el que inventó el arte de la fundición; el otro, el de las medidas y escuadrado de los cedros. Mathusaël inventó los caracteres escritos y dejó libros, de los que más tarde se apoderó Édris, que los ocultó en la tierra; los libros del Tau… Mathusaël llevaba en los hombros un palio hierático; al costado llevaba un parazonium[5], y sobre su resplandeciente cinturón brillaba en trazos de fuego la T simbólica que une a todos los obreros nacidos de los genios del fuego[6]. Mientras tanto, Adonirám contemplaba los sonrientes trazos de Lamec, cuyos brazos estaban cubiertos por alas replegadas de las que salían dos largas manos apoyadas sobre la cabeza de dos jóvenes allí agachados. Tubalcaín, dejando a su protegido, fue a sentarse en su trono de hierro. “Estás viendo el venerable rostro de mi padre, dijo a Adonirám. Esos a los que acaricia el pelo, son los hijos de Ada: Jabel, el pastor y el nómada que habita en jaymas, el que aprendió a coser la piel de los camellos, y Jubal, mi hermano, el primero que tensó las cuerdas del kinnor[7] y del arpa, y supo sacarles sonidos. –      Hijo de Lamec y de Sella, respondió Jubal con una voz armoniosa como los vientos de la tarde, tú eres el más grande entre tus hermanos, y reinas sobre tus antepasados. De ti proceden las artes de la paz y de la guerra. Tú has dominado los metales, has encendido la primera forja. Has entregado a los humanos el oro, la plata, el cobre y el acero; tú les has devuelto el Árbol de la Ciencia. El oro y el hierro les elevarán a la cumbre del poder, y los harán lo bastante funestos como para vengarnos de Adonay.  ¡Honor a Tubalcaín!”. Un ruido formidable respondió por todas partes a esa exclamación, repetida a lo lejos por legiones de gnomos, que retomaron su trabajo con renovado ardor. Los martillos restallaron bajo las bóvedas de las fábricas eternas, y Adonirám… el obrero, en ese mundo en el que los obreros eran reyes, sintió una alegría y un orgullo profundos. “Hijo de la raza de los Éloïms, le dijo Tubalcaín, recobra el ánimo, tu gloria esta en la servidumbre. Tus antepasados han hecho temible a la industria humana, y por eso nuestra raza ha sido condenada. Ha combatido durante dos mil años; no han podido destruirnos porque somos de una esencia inmortal; han conseguido vencernos porque la sangre de Eva se mezcló con la nuestra. Tus abuelos, mis descendientes, fueron salvados de las aguas del diluvio. Ya que, mientras Jeováh, preparando nuestra destrucción, hinchaba de agua las nubes del cielo, yo convoqué al fuego en mi ayuda y lancé sus rápidas corrientes hacia la superficie de la tierra. A una orden mía, la llama disolvió las piedras y excavó largas galerías apropiadas para servirnos de refugio. Esos caminos subterráneos van a dar a la llanura de Gizeh, no lejos de la ribera en la que más tarde se construyó la ciudad de Menfis. Y para proteger esas galerías de la invasión de las aguas, reuní a la estirpe de los gigantes y con ellos erigimos una inmensa pirámide que durará hasta el fin del mundo. Las piedras fueron cimentadas con asfalto impenetrable; y sólo se practicó, como única abertura, un estrecho corredor cerrado por una pequeña puerta que yo mismo tapié cuando llegó el último día del mundo antiguo. “Moradas subterráneas fueron excavadas en la roca; allí se penetraba descendiendo a través de los abismos; se escalonaban a lo largo de una galería baja que llegaba a las regiones del agua que yo había aprisionado en un gran río beneficioso para refrescar y aliviar la sed a los hombres y ganado refugiados en esas galerías. Más allá de ese río, reuní en un amplio espacio iluminado por el frotamiento de metales contrapuestos, los frutos y verduras que se nutren de la tierra.        “Es allí donde vivieron, al abrigo de las aguas, los debilitados despojos del linaje de Caín. Todas las pruebas que hemos sufrido y superado, hubo que remontarlas de nuevo para volver a ver la luz cuando las aguas del diluvio volvieron a su cauce. Aquellos caminos eran peligrosos, el clima interior devora. Durante nuestras idas y venidas, dejamos en cada región a algunos de nuestros compañeros. Al final, solo yo sobreviví con el hijo que me había dado mi hermana Noéma. “Abrí de nuevo la pirámide, y vislumbré la tierra. ¡Qué cambio! El desierto… animales raquíticos, plantas resecas, un sol pálido y sin calor, y aquí y allá un amasijo de barro estéril en el que se deslizaban reptiles. De pronto, un viento glacial cargado de miasmas infectos penetró en mi pecho y lo secó. Sofocado, lo expulsé, pero lo volví a respirar para no morir. No se qué frío veneno circuló por mis venas; mi vigor expiró, mis piernas se doblaron, la noche me envolvió, un negro temblor se amparó de mí. El clima de la tierra había cambiado, la superficie ahora fría ya no desprendía calor para animar a todo lo que había vivido antaño. Como un delfín expulsado del seno del mar y arrojado sobre la arena, yo sentí la agonía, y comprendí que mi hora había llegado… “Por un supremo instinto de conservación, quise huir, y, entrando bajo la pirámide, perdí allí el conocimiento. La pirámide fue mi tumba; entonces, mi alma liberada atraída por el fuego interior volvió para encontrarse con las de mis padres. Mi hijo, apenas adulto, aún creció algo; pudo vivir; pero su crecimiento se detuvo. “Anduvo errante, siguiendo el destino de nuestra raza, y la mujer de Cham[8] (¿Sem?), segundo hijo de Noé, le encontró más hermoso que los hijos de los hombres. Él la poseyó, y ella trajo al mundo a Koûs, padre de Nemrud, que enseñó a sus hermanos el arte de la caza y fundó Babilonia. Entonces se dispusieron a construir la torre de Babel; y ahí fue cuando Adonay reconoció la sangre de Caín y comenzó a perseguirle. La raza de Nemrud fue de nuevo dispersada. La voz de mi hijo acabará para ti esta dolorosa historia.” Adonirám, inquieto, buscó a su alrededor al hijo de Tubalcaín . “No le verás, continuó el príncipe de los espíritus del fuego, el alma de mi hijo es invisible, porque murió después del diluvio, y su forma corporal pertenece a la tierra. Lo mismo sucede con sus descendientes, y tu padre, Adonirám, está errante en el aire abrasador que tú respiras… Sí, tu padre. –      Tu padre, sí, tu padre…”, se repitió como un eco, pero con tierno acento, una voz que pasó como una caricia sobre la frente de Adonirám, y el artista volviéndose lloró. “Consuélate, dijo Tubalcaín; él es más afortunado que yo. Él te dejó al nacer y, como tu cuerpo no pertenece aún a la tierra, puede disfrutar de la felicidad de ver tu imagen. Pero ahora atiende bien a las palabras de mi hijo.” Entonces se oyó una voz: “Sólo entre los genios mortales de nuestra raza, he visto el mundo antes y después del diluvio, y he contemplado la faz de Adonay. Yo esperaba el nacimiento de un hijo, y el frío abrazo de la tierra envejecida ya oprimía mi pecho. Una noche Dios se me apareció: su rostro no puede ser descrito. Me dijo:        “- Espera…        “Sin experiencia, aislado en un mundo desconocido, le respondí con timidez:        “- Señor, tengo miedo…        “Él repuso: – Ese temor será tu salvación. Debes morir; Tus hermanos ignorarán tu nombre que no será recordado por la posteridad; de ti va a nacer un hijo que no llegarás a ver. De él saldrán seres perdidos entre la multitud como las estrellas errantes a través del firmamento. Tronco de gigantes, yo he humillado tu cuerpo; tus descendientes nacerán débiles;  su vida será corta; la soledad será su patrimonio. El alma de los genios conservará en su seno su preciosa llama, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, ellos serán sus benefactores, pero serán objeto de su desprecio; únicamente sus tumbas serán honradas. Desconocidos durante su paso por la tierra, poseerán el amargo sentimiento de su fuerza, que sólo podrán emplear para mayor gloria de los otros. Sensibles a las calamidades de la humanidad, querrán prevenirles, pero no les escucharán. Sometidos a hombres poderosos mediocres y viles, fracasarán al querer eliminar a esos despreciables tiranos. Su alma superior será juguete de la opulencia y la banal estupidez. Ellos serán quienes forjen la fama de las naciones, pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas de la sabiduría, órganos del progreso, luminarias de las artes, instrumentos de libertad; sólo ellos permanecerán esclavos, desdeñados, solitarios. Corazones llenos de ternura, sólo serán envidiados; sus almas enérgicas serán paralizadas para el bien de… Y además, los de su misma especie no se podrán reconocer entre ellos. “- ¡Dios cruel! exclamé; al menos su vida será corta y el alma romperá el cuerpo. “- No, ya que continuarán alimentando una esperanza, siempre frustrada; sin cesar reavivada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratitud encontrarán entre los hombres. Ellos les darán todas las alegrías y, a cambio, sólo recibirán penalidades; el peso de los trabajos con los que he maldecido a la raza de Adán recaerá sobre sus espaldas; la pobreza les acompañará, la familia será para ellos compañera del hambre. Complacientes o rebeldes, serán constantemente envilecidos, trabajarán para todos, y consumirán en vano su genio, la industria y la fuerza de sus brazos. “Jeováh, le dije; has roto mi corazón, y maldiciendo la noche en que me hice padre, expiré.” Y la voz se extinguió, dejando tras ella una larga letanía de suspiros. “Tú lo acabas de ver, lo has escuchado, prosiguió Tubalcaín, y se te ha ofrecido nuestro ejemplo. Genios bienhechores, autores de la mayor parte de las conquistas intelectuales de las que el hombre se muestra tan orgulloso. Nosotros estamos malditos ante sus ojos, somos los demonios, los espíritus del mal. ¡Hijo de Caín! sufre tu destino; asúmelo de frente e imperturbable, y que el Dios vengador se aterre de tu constancia. Sé grande delante de los hombres y fuerte ante nosotros: te he visto próximo a sucumbir, hijo mío, y he querido apoyar tu virtud. Los genios del fuego vendrán en tu ayuda; atrévete con todo; tú has sido reservado para ser la perdición de Solimán, ese fiel servidor de Adonay. De ti nacerá una estirpe de reyes que restaurarán en la tierra, ante la faz de Jehová, el olvidado culto del fuego, este sagrado elemento. Cuando ya no habites esta tierra, el infatigable ejército de los obreros se ligará a tu nombre, y la falange de trabajadores, de pensadores, abatirá un día el ciego poderío de los reyes, de esos despóticos ministros de Adonay. Ve, hijo mío, cumple con tu destino…” Tras esas palabras, Adonirám se sintió elevado; el jardín de metales, sus brillantes flores, sus árboles de luz, los inmensos y radiantes talleres de los gnomos, los deslumbrante ríos de oro, plata, cadmio, mercurio y nafta, se confundían bajo sus pies en un ancho surco de fuego. Entonces se dio cuenta de que estaba volando en el espacio con la rapidez de una estrella. Todo se oscureció poco a poco: la morada de sus antepasados le pareció por un instante como un planeta inmóvil en medio de un cielo sombrío; un viento fresco le golpeó en la cara, sintió una sacudida, lanzó una mirada a su alrededor, y se encontró echado sobre la arena, al pie del molde del mar de bronce, rodeado de lava a medio enfriar, que aún proyectaba entre las brumas de la noche un resplandor rosáceo. ¡Un sueño! , se dijo; ¿ha sido todo un sueño? ¡Qué desgraciado soy! Lo único verdadero es la pérdida de mis esperanzas, la ruina de mis proyectos, y el deshonor que me espera cuando salga el sol… Pero la visión se dibujó con tal nitidez, que le hizo sospechar incluso de la duda que le embargaba. Mientras meditaba, alzó los ojos y reconoció ante él la sombra colosal de Tubalcaín: “Genio del fuego, exclamó, condúceme de nuevo al fondo de los abismos. La tierra ocultará mi oprobio. – ¿Así sigues mis preceptos? Replicó la sombra con severidad. Se acabaron las vanas palabras; la noche avanza, pronto el ojo flamígero de Adonay va a recorrer la tierra; hay que darse prisa. “¡Débil criatura! , ¿crees acaso que yo te iba a abandonar en un momento tan peligroso?. No temas; tus moldes están llenos: la fundición, agrandando de golpe el orificio del horno revestido de piedras poco refractarias, de pronto irrumpió, y la gran cantidad de metal fundido rebosó por encima de los bordes. Tú creíste que era una grieta, perdiste la cabeza, lanzaste agua, y el vaciado de la fundición se colapsó. – ¿Y cómo liberar los bordes del recipiente de esas rebabas de metal fundido que han quedado adheridas?. – La aleación de hierro es porosa y conduce el calor peor que el acero. Coge un trozo del metal de la fundición, caliéntalo por uno de sus extremos, enfríalo por el otro, y dale un mazazo: el trozo se quebrará justo entre lo frío y lo caliente. Las tierras y los cristales se comportan igual. – Maestro, os escucho. – ¡Por Eblís! Más valdría que me adivinaras. Tu recipiente aún está candente; enfría bruscamente el material que lo desborda, y separa la escoria a martillazos. – Es que haría falta tener un vigor… – Lo que hace falta es un martillo. El de Tubalcaín abrió el cráter del Etna para dar una salida a las escorias de nuestras fábricas.” Adonirám escuchó el ruido de un trozo de hierro que cayó a sus pies; se agachó y recogió un martillo pesado, pero perfectamente adecuado a su mano. Quiso expresar su reconocimiento; la sombra había desaparecido, y el alba naciente había comenzado a disolver el fuego de las estrellas. Poco después, los pájaros que preludiaban el día con sus cantos, huyeron al ruido del martillo de Adonirám que, golpeando con ardor los bordes del mar de bronce, sólo él perturbaba el profundo silencio que precede al nacimiento de un nuevo día. – – –             Esta sesión había impresionado tan vivamente al auditorio del cafetín, que al día siguiente creció el número de clientes. Se habían desvelado los misterios de la montaña de Kaf, por la que siempre se ha interesado y mucho la gente de Oriente. A mí, el relato me había parecido tan clásico como el descenso de Eneas a los infiernos[9]. [1] Según Herbelot, Bibliothèque orientale, Tahmurath, rey legendario de Persia, fue quien venció a los genios, que encerró en grutas subterráneas.- Sérendib es la isla de Ceilán adonde, según la tradición Oriental, fue relegado Adán cuando Dios lo expulsó del paraíso terrenal. (GR) [2] Los Éloïms son genios primitivos a los que los egipcios denominaban dioses amonianos. En el sistema de las tradiciones persas, Adonay o Jehová (el dios de los hebreos) no era más que uno de los Éloïms. (GR). Caín, hijo de Eblís, rechaza de ese modo ser fruto de la creación imperfecta de Adonai, adhiriéndose en cambio a la raza preadamita de los Éloïm (los dioses), por lo que el dios de la Biblia no sería más que una manifestación más de esos dioses. Nerval cita con frecuencia el mito, de origen musulmán, de las dinastías preadamitas: ver sobre todo Aurelia I, 7-8 y el capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). A propósito de las razas preadamitas, Nerval explica: “La tierra, antes de pertenecer al hombre, había estado habitada durante setenta mil años por cuatro grandes razas creadas al principio, según el Corán, “con una materia excelente, sutil y luminosa”: se trataba de los Dives, los Djinns, los Afrites y los Péris, que en su origen pertenecían a los cuatro elementos; al igual que las ondinas, los gnomos, sílfides y salamandras de las leyendas del Norte” (capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). Para las fuentes, ver J. Richer, Nerval et les doctrines ésotériques. [3] Conforme a la tradición musulmana, Eva dio a luz de dos veces a dos gemelos: Caín y Aclimia, Abel y Lebuda. Adán quiso casar a cada hermano con la gemela del otro. Su elección no le gustó a Caín, porque Aclima era más hermosa que Lebuda. Ver Herbelot, Bibliothèque orientale, article “Cabil”. (GR) [4] Los nombres que siguen, corresponden a la descendencia de Caín, según el Génesis, IV: Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquel a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. A Enoc le nació Irad, e Irad engendró a Maviael; Maviael a Matusael, y Matusael a Lamec. Lamec tomó dos mujeres, una de nombre Ada, otra de nombre Sela. Ada parió a Jabel, que fue el padre de los que habitan tiendas y pastorean. El nombre de su hermano fue Jubal, el padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. También Sela tuvo un hijo, Tubalcaín, forjador de instrumentos cortantes de bronce y de hierro. Hermana de Tubalcaín fue Noema…” [5] Parazonium.- Tipo de daga corta que llevaban los soldados griegos y romanos (Émile Littré: Dictionnaire de la langue française (1872-77) [6] La T además de ser un emblema masónico, es también, en la tradición de La Cábala, un signo mágico. En la leyenda de Hakem; Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra del Tau, señal de los destinos fatales”. [7] Kinnor, es el nombre en idioma hebreo de un antiguo instrumento de cuerda traducido por arpa. Se trata de una lira hebrea portátil de 5 a 9 cuerdas, similar a las que también encontramos en Asiria. Era el instrumento predilecto para acompañar el canto en el templo en la época de los reyes. (http://es.wikipedia.org/wiki/Kinnor) [8] Según una tradición del Talmud, ésta sería la esposa de Noé que habría mezclado la raza de los genios con la de los hombres, cediendo a la seducción de un espíritu enviado por los Dives. Ver el Le Comte de Gabalis, del abad de Villars. Le Comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences secrètes (1670), que trata, entre otras cosas, de las relaciones entre los hombres y los espíritus elementales. [9] A pesar de esta ironía, el descenso a los infiernos (en general sinónimo de iniciación) y en consecuencia la figura de Orfeo, son para Nerval paradigmas esenciales. Así, en Les Nuits d’Octobre y en Aurélia Nerval dice: “yo comparo esta serie de pruebas que he atravesado con lo que para los antiguos representaba la idea de un descenso a los infiernos” (Mémorables).

Esmeralda de Luis y Martínez 20 abril, 2012 20 abril, 2012 Abel, Ada, Adán, Adonay, Adoniram, Babilonia, Caín, Cham, djins, Edén, Édris, el símbolo TAU, Enoc, Eva, Henochia, Irad, Jabel, Jeovah, Jubal, Koûs, la dinastía perdida de Henochia, Lamec, los Éloïms, los hijos de Adán, Mathusaël, Maviaël, Nemrud, Noé, Noéma, Sella, Sem, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, there EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IX. Los tres compañeros… Desconfianza y temores del sumo sacerdote Sadoc ante la unión con la Reina de Saba. Solimán recibe en el templo a los tres obreros traidores y planea su venganza contra Adonirám. En la sesión siguiente, treat el narrador continuó de este modo…        Solimán y el Sumo Sacerdote de los hebreos charlaban desde hacía un buen rato bajo el atrio del templo.        “Es un deber, -dijo con despecho el pontífice Sadoc a su rey-, y vos sólo os escudáis en mi consentimiento para este nuevo retraso. ¿Cómo celebrar un matrimonio si la novia no está aquí?.        – Venerable Sadoc –repuso el príncipe suspirando-, estos retrasos decepcionantes me afectan a mí, más aún que a vos, y los llevo con paciencia.        – En buena hora; pero yo; yo no estoy enamorado –dijo el levita, pasándose la mano seca y pálida, surcada de venas azules, por su larga barba blanca y ahorquillada.        – Precisamente por eso vos deberíais estar más calmado.        – ¡Y cómo! –continuó Sadoc-, desde hace cuatro días, caballeros y levitas están dispuestos; los holocaustos, preparados; el fuego arde inútilmente sobre el altar, y en el momento más solemne, hay que aplazarlo todo. Sacerdotes y rey a merced de los caprichos de una mujer extranjera que nos pasea de pretexto en pretexto y juega con nuestra credulidad”.        Lo que humillaba al sumo sacerdote era el tener que vestirse a diario con los ornamentos pontificios, y estar obligado a despojarse de ellos inmediatamente después sin haber podido hacer brillar, ante los ojos de la corte de los sabeos, la pompa hierática de las ceremonias de Israel. Se paseaba, agitado, a lo largo del atrio interior del templo, con sus espléndidas vestiduras ante un consternado Solimán.        Para esa augusta ceremonia, Sadoc, se había vestido con su túnica de lino, un fajín bordado, su efod[1] abierto por delante y por detrás. El efod brillaba sobre su pecho; era cuadrado, de un palmo de largo y rodeado por una fila de sardónices, topacios y esmeraldas; una segunda fila de carbunclos, zafiros y jaspe; una tercera de ligures, amatistas y ágatas, y, una cuarta de criolitas, ónices y berilos. La túnica del efod, de un violeta claro, abierta por el medio, estaba bordada con pequeñas granadas de jacinto y púrpura, alternadas con diminutas campanillas de oro fino. La frente del pontífice estaba ceñida por una banda de color jacinto, adornada con una lámina de oro bruñido que ostentaba un huecograbado con las palabras  “Adonay es santo”[2].        Y eran necesarias dos horas y seis servidores de entre los levitas para revestir a Sadoc con su atuendo litúrgico, sujeto con cadenillas, nudos místicos y corchetes de orfebrería. Esa vestimenta era sagrada; y sólo a los levitas les estaba permitido tocarla, ya que fue el mismo Adonay quien ordenó su diseño a Musa Ben-Amrán (Moisés), su servidor.        Así pues, tras cuatro días, los atavíos pontificales de los sucesores de Melkisedek sobre los hombros del respetable Sadoc, recibían diariamente una afrenta. Y Sadoc, más irritado aún si cabe por tener que consagrar muy a su pesar el matrimonio de Solimán con la Reina de Saba; algo que le desagradaba profundamente.        Esa unión le parecía peligrosa para la religión de los hebreos y el poderío de su sacerdocio. La reina Balkis era instruida… Sadoc encontraba que los sacerdotes sabeos la habían permitido conocer un montón de cosas que un soberano, educado con prudencia, debía ignorar,; y sospechaba de la influencia de una reina, versada en el difícil arte de gobernar sobre los pájaros. Estos matrimonios mixtos que exponían la fe a permanentes ataques de una colectividad escéptica, jamás agradaban a los pontífices. Y Sadoc, que con infinito trabajo había conseguido aplacar en Solimán su pasión por la sabiduría, persuadiéndole de que no había nada más que aprender, temblaba ante la perspectiva de que el monarca se diera cuenta de cuántas cosas en realidad ignoraba.        Ese pensamiento se hacía cada vez más certero, al ver que Solimán andaba ya reflexionando sobre todo ello, y encontraba a sus ministros cada vez menos agudos y más déspotas que los de la reina. La confianza de Ben-Daoud se había quebrantado; desde hacía días guardaba secretos que no transmitía a Sadoc, y ni siquiera le consultaba. Lo fastidioso, en los países en los que la religión está subordinada a los sacerdotes y personificada en ellos, es que, el día en que el pontífice falla, y todo mortal es débil, la fe se derrumba con él, y hasta el mismo Dios se eclipsa con su orgulloso y funesto sostén.        Circunspecto, sombrío, pero poco penetrante, Sadoc, se había mantenido sin esfuerzo, aprovechando la suerte de tener pocas ideas. Ampliando la interpretación de la ley al agrado de las pasiones del príncipe, justificándolas con la complacencia de un dogma básico, aunque puntilloso en las formas; de suerte que Solimán se sometiese dócilmente a ese yugo… ¡Y pensar que por culpa de una jovencita del Yemen y un maldito pájaro se corría el riesgo de destruir el edificio de una educación tan prudente!        Acusarles de magia, ¿no sería acaso confesar el poderío de las ciencias ocultas, tan desdeñosamente negadas?. Sadoc se encontraba en un verdadero aprieto. Y además tenía otras preocupaciones; el poder ejercido por Adonirám sobre los obreros inquietaba también al Sumo Sacerdote, alarmado con razón ante cualquier dominación oculta y cabalística. Y a pesar de todo, Sadoc había impedido constantemente a su real alumno despedir al único artista capaz de erigir al dios Adonay el templo más impresionante del mundo, y atraer al altar de Jerusalén la admiración y las ofrendas de todos los pueblos de Oriente. Para buscar la perdición de Adonirám, Sadoc esperaba a que terminaran los trabajos, limitándose hasta entonces a alimentar la sombría desconfianza de Solimán. Pero desde hacía unos días la situación se había agravado. En medio del estallido de un triunfo inesperado, imposible, milagroso; Adonirám, recordaba, había desaparecido. Esa ausencia extrañaba a toda la corte, excepto, aparentemente, al rey, que no había hablado de ello en ningún momento a su sumo sacerdote, algo poco habitual.        De esta suerte, el venerable Sadoc, sabiéndose inútil, y resuelto a hacerse el necesario, se había visto reducido a combinar vagas declamaciones proféticas, reticencias de oráculos apropiados para impresionar la imaginación del príncipe. A Solimán le gustaban bastante los discursos, sobre todo porque le ofrecían la ocasión de resumir su significado en tres o cuatro proverbios. Ahora bien, en estas circunstancias, las sentencias del Eclesiastés, lejos de amoldarse  a las homilías de Sadoc, sólo hablaban acerca de la utilidad del punto de vista del Señor, de la desconfianza, y de la desgracia de los reyes entregados a la astucia, a la mentira y al interés. Y Sadoc, turbado, se replegaba en las profundidades de lo ininteligible.        “Aunque vos habláis de maravilla –dijo Solimán-, no he venido a buscaros al templo para disfrutar de esa elocuencia: ¡desdichado es el rey que se nutre de palabras! Tres desconocidos van a presentarse aquí, pidiendo una audiencia conmigo, y serán escuchados, ya que conozco su deseo. Para esa audiencia he elegido este lugar, ya que importa y mucho que este encuentro quede en secreto.        – Esos hombres, Señor, ¿quiénes son?        – Gentes instruidas en materias que los reyes ignoran: se puede aprender mucho de ellos.”        Al poco, tres artesanos, introducidos hasta el atrio interior del templo, se prosternaron a los pies de Solimán. Su actitud era tensa y su mirada inquieta.        “Que la verdad salga de vuestros labios, les dijo Solimán, y no esperéis imponeros al rey: pues él conoce vuestros pensamientos más secretos. Tú, Phanor, trabajador ordinario del gremio de los albañiles, tú eres enemigo de Adonirám, porque odias la supremacía de los mineros, y, para destruir la obra de tu maestro, mezclaste piedras combustibles con los ladrillos de sus hornos. Amrou, del gremio de los carpinteros, tú sumergiste las vigas dentro de las llamas para debilitar las bases del mar de bronce. En cuanto a ti, Méthousaël, minero de la tribu de Rubén, tú has estropeado la fundición añadiéndole lavas sulfurosas, recogidas a orillas del lago de Gomorra. Los tres aspiráis en vano al cargo y al salario de los maestros. Como habéis visto, mi clarividencia puede penetrar hasta el misterio de vuestras acciones más ocultas.        – Gran rey –respondió Phanor espantado-, es una calumnia de Adonirám, que se ha confabulado para perdernos.         – Adonirám ignora un complot que solo yo conozco. Habéis de saber que nada escapa a la sagacidad de los protegidos de Adonay.”        La extrañeza de Sadoc le hizo comprender a Solimán que su sumo sacerdote no contaba demasiado con el favor de Adonay.        “Así que será tiempo perdido –continuó el rey-, el que tratéis de disimular la verdad. Lo que vais a revelarme ya lo conozco de antemano, y ahora lo que voy a poner a prueba es vuestra fidelidad. Que Amrou sea el primero en tomar la palabra.        – Señor, -dijo Amrou, tan asustado como sus cómplices-, yo he ejercido la vigilancia más absoluta sobre los talleres, las canteras y las fábricas. Adonirám no apareció por allí ni una sola vez.        – A mí –continuó Phanor- se me ocurrió esconderme, al caer la noche, en la tumba del príncipe Absalón Ben-Daoud, en el camino que va del Moria al campamento de los sabeos. Hacia las tres de la madrugada, un hombre vestido con una gran túnica y tocado con un turbante como los que lleva la gente del Yemen, pasó ante mí; me aproximé y reconocí a Adonirám, que iba hacia las jaymas de la reina, y como él me había visto, no me atreví a seguirle.        – Señor –prosiguió Méthousaël-, a vos, que todo lo conocéis y la sabiduría habita en vuestro espíritu, hablaré con toda sinceridad. Si mis revelaciones son de tal naturaleza que puedan costar la vida a quienes penetren en tan terribles misterios, dignaos alejar a mis compañeros a fin de que mis palabras sólo recaigan sobre mí.”        Solimán extendió la mano y respondió: “¡Te salva tu buena fe, nada temas, Méthousaël de la tribu de Rubén!        – Disfrazado con un caftán, y cubierto el rostro con un tinte oscuro, me mezclé, aprovechando la noche, entre los eunucos negros que rodeaban a la princesa: Adonirám se deslizó a través de las sombras hasta sus pies; durante mucho tiempo estuvo conversando con ella y el viento de la noche trajo hasta mis oídos el temblor de sus palabras; yo me escabullí una hora antes del alba, y Adonirám aún estaba con la princesa…”        Solimán contuvo su cólera, cuya señal reconoció Méthousaël en las pupilas del rey.        – “¡Oh, rey! –exclamó-, me he visto obligado a obedeceros; pero permitidme no añadir nada más.        – ¡Continúa! Yo te lo ordeno.        – Señor, mantener vuestra gloria es algo importante para vuestros súbditos. Yo pereceré si es necesario; pero mi Señor nunca será juguete de esos pérfidos extranjeros. El sumo sacerdote de los sabeos, la nodriza y dos mujeres de la reina están en el secreto de esos amores. Si he entendido bien, Adonirám no es quien parece ser, está investido, al igual que la princesa, de un poder mágico, y gracias a ese don, ella puede dominar sobre los habitantes del aire, y el artista, sobre los espíritus del fuego. Sin embargo, esos seres tan favorecidos, temen vuestro poder sobre los genios, un poder que vos poseéis pero ignoráis. Sarahil habló de un anillo en forma de estrella, explicando a la asombrada reina sus propiedades maravillosas, y se han lamentado al hablar de este asunto de la imprudencia de Balkis. No he podido captar el fondo de la conversación, ya que llegados a ese punto bajaron la voz y tuve miedo de que me descubrieran si me acercaba demasiado. Pronto, Sarahil, el sumo sacerdote y los acompañantes se retiraron haciendo una genuflexión ante Adonirám que, como he dicho, se quedó solo con la reina de Saba. ¡Oh rey! ¡ojalá pueda yo encontrar gracia ante vuestros ojos, pues el engaño no ha aflorado en ningún momento a mis labios!        – ¿Con qué derecho piensas que puedes sondear las intenciones de tu Señor? Sea el que sea nuestro fallo, será justo… Que este hombre sea encerrado en el templo como sus compañeros; no se comunicará con ellos bajo ningún concepto, hasta el momento en que decidamos su suerte.”        ¿Quién podría describir el estupor del sumo sacerdote Sadoc, mientras los soldados mudos, rápidos y discretos ejecutores de la voluntad de Solimán, arrastraban a un aterrorizado Méthousaël? “Ya veis, respetable Sadoc –prosiguió el monarca con amargura-, vuestra prudencia no ha sido capaz de descubrir nada; sordo ante nuestras plegarias, indiferente a nuestros sacrificios, Adonay no se ha dignado iluminar a sus seguidores, y solo yo, con ayuda de mis propias fuerzas, he desvelado la trama de mis enemigos, a pesar de que ellos dominan sobre las potencias ocultas. ¡Ellos tienen dioses fieles… mientras que el mío me abandona!        – Porque vos le despreciáis buscando la unión con una mujer extranjera. Oh, rey, desechad de vuestra alma ese sentimiento impuro, y vuestros adversarios os serán entregados. Pero ¿cómo apoderarse de ese Adonirám que se vuelve invisible y de esa reina protegida por la hospitalidad?        – Vengarse de una mujer está por debajo de la dignidad de Solimán. En cuanto a su cómplice, en un instante le vais a ver aparecer. Esta misma mañana me ha pedido audiencia, y le espero aquí mismo.        – Adonay nos favorece. ¡Oh, rey! ¡hagamos que no salga de este recinto!        – Si viene hasta aquí sin temor, no os quepa la menor duda de que sus defensores no se encuentran lejos; pero nada de precipitaciones ciegas: esos tres hombres son sus mortales enemigos. La envidia, la avaricia han envilecido su corazón. Puede que hayan calumniado a la reina… Sadoc, yo la amo, y no voy a injuriar a la princesa creyéndola mancillada por una pasión degradante, a causa de los vergonzosos propósitos de esos tres miserables… Pero, por si acaso son ciertas las sordas intrigas de Adonirám, tan poderoso entre el pueblo, he hecho vigilar a este misterioso personaje.        – Entonces, ¿suponéis que no ha visto a la reina?…        – Estoy convencido de que la ha visto en secreto. La reina es curiosa, una entusiasta de las artes, ambiciosa de renombre, y tributaria de mi corona. ¿Desearía contratar al artista y emplearlo en su país para realizar alguna obra magnífica?, ¿o bien reclutarle para organizar un ejército que se opusiera al mío con objeto de librarse del tributo? Lo ignoro… Y sobre esos pretendidos amores… ¿acaso no tengo la palabra de la reina?. Sin embargo, admito que una sola de esas suposiciones bastaría para demostrar que ese hombre es peligroso… Ya veré…”        Mientras hablaba con tono firme en presencia de un Sadoc, consternado de ver su altar desdeñado y su influencia desvanecida; los guardianes mudos volvieron a aparecer con sus tocados blancos y redondos, chaquetas recamadas y anchos cinturones de los que pendían un puñal y un sable curvo. Estos intercambiaron una señal con Solimán, y en ese momento apareció en el atrio Adonirám. Seis hombres de los suyos le habían escoltado hasta allí; les dijo algo en voz baja y se retiraron. [1] El efod o ephod son unas vestiduras sacerdotales judías mencionadas en el Antiguo Testamento: en el capítulo 28 del Éxodo manda Dios a Moisés que hagan las vestiduras del Sumo Sacerdote y de los otros inferiores y dice que “El efod lo harán de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino reforzado, todo esto trabajado artísticamente. Llevará aplicadas dos hombreras, y así quedará unido por sus dos extremos. El cinturón para ajustarlo formará una sola pieza con él y estará confeccionado de la misma forma: será de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino reforzado. Después tomarás dos piedras de lapislázuli y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel -seis en una piedra y seis en la otra – por orden de nacimiento. Para grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel, te valdrás de artistas apropiados, que lo harán de la misma manera que se graban los sellos. Luego las harás engarzar en oro, y las colocarás sobre las hombreras del efod. Esas piedras serán un memorial en favor de los israelitas. Así Aarón llevará esos nombres sobre sus hombros hasta la presencia del Señor, para mantener vivo su recuerdo.” [2] Descripción conforme a Éxodo XXVIII, (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 16 mayo, 2012 16 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Balkis, Ben-Daoud, Eclesiastés, el efod, los guardianes mudos, Melkisedek, Méthousaël, Musa Ben-Amrán, Phanor, Sadoc, Sarahil, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, ask EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – X. La entrevista… Solimán recibe en el templo a Adonirám, cialis sale que solicita al rey permiso para licenciarse de su trabajo y partir hacia Fenicia. Solimán sospecha de Adonirám y urde su perdición valiéndose de los traidores Phanor, Amrou y Méthousaël.        Adonirám avanzó lentamente, y con una mirada firme, hasta el trono donde reposaba el rey de Jerusalén. Tras un respetuoso saludo, el artista esperó, como era costumbre, a que Solimán le invitara a hablar.        “Por fin, maestro -le dijo el príncipe-, os habéis dignado, atender a nuestros deseos, y darnos la ocasión de felicitaros por un triunfo… inesperado, y testimoniaros nuestra gratitud. La obra es digna de mi persona, aún más de la vuestra. En cuanto a la recompensa, nunca sería suficientemente espléndida; así que designadla vos mismo: ¿qué deseáis de Solimán?        – Que aceptéis mi dimisión, señor: los trabajos tocan a su fin y se pueden acabar sin mí. Mi destino es recorrer el mundo, me reclama hacia otros cielos, y pongo en vuestras manos de nuevo la autoridad con la que me habíais investido. Mi recompensa es el monumento que dejo y el honor de haber servido de intérprete a los nobles deseos de un rey tan poderoso.        – Vuestra petición nos aflige. Contaba con manteneros entre nosotros con un eminente rango en mi corte.        – Mi carácter, señor, respondería mal a vuestras bondades. Independiente por naturaleza, solitario por vocación, indiferente a los honores para los que no he nacido, sometería con demasiada frecuencia vuestra indulgencia a prueba. Los reyes tienen un humor desigual; la envidia les rodea y les asedia; la fortuna es inconstante: yo ya lo he comprobado más de una vez. Lo que vos llamáis mi triunfo y mi gloria, ¿no ha estado a punto de costarme el honor, e incluso la vida?        – Yo no consideré fracasada vuestra obra hasta el momento en que vos mismo proclamasteis el fatal resultado, ni me jacté nunca de poseer un ascendente superior al vuestro sobre los espíritus del fuego…        – Nadie gobierna a esos espíritus, si es que aún existen. Además, esos misterios pertenecen más al campo del respetable Sadoc que al de un simple artesano. Lo que pasó durante aquella noche terrible, yo lo ignoro: el proceso de la operación confundió todas mis previsiones. Solo que, señor, en esa hora de angustia, esperé en vano vuestro consuelo, vuestro apoyo, y por eso mismo, el día del éxito, menos aún cabía en mis sueños esperar vuestros elogios.         – Maestro, eso es orgullo y resentimiento.        – No, señor, es humildad y sincera equidad. Desde la noche en que vertí la fundición del mar de bronce hasta el día en que la descubrí, mi mérito en nada ganó, ni perdió. Sólo el éxito marcó la única diferencia…, y, como habéis visto, el éxito está en las manos de dios. Adonay os ama; él ha escuchado vuestras plegarias, y soy yo, señor, quien debe felicitaros y clamaros: ¡gracias!        – ¿Quién me librará de la ironía de este hombre? –pensaba Solimán-. ¿Me dejáis, acaso, para llevar a cabo en otros lugares nuevas maravillas? –preguntó-.        – Hasta no hace mucho tiempo, señor, así lo habría jurado. Mundos increíbles se agitaban en mi ardiente cabeza; mis sueños vislumbraban bloques de granito, palacios subterráneos con bosques de columnas, y la duración de nuestros trabajos aquí se me hacía cada vez más pesada. Pero hoy, mi inspiración se ha aplacado, la fatiga me calma, la tranquilidad me sonríe, y me parece que mi carrera ha terminado…”        Solimán creyó adivinar ciertos destellos de ternura que bailaban en torno a las pupilas de Adonirám. Su mirada era seria, su fisonomía melancólica, su voz más penetrante que de costumbre; de suerte que Solimán, turbado, se dijo: Este hombre es muy bello…        “¿Adónde pensáis ir cuando os marchéis de mis estados? –preguntó Solimán con fingida indiferencia-.        – A Tiro, -replicó sin dudar el artista-; se lo he prometido a mi protector, el buen rey Hiram, que os aprecia como a un hermano, y que me dispensa sus bondades paternales. Bajo vuestra autorización, me gustaría llevarle un plano, con una vista elevada del palacio, el templo, el mar de bronce, así como de las dos grandes columnas, Jakin y Booz[1], que adornan la gran puerta del templo.        – Hágase pues conforme a vuestros deseos. Quinientos caballeros os servirán de escolta, y doce camellos transportarán los presentes y tesoros que se os han destinado.        – Es demasiado: Adonirám sólo se llevará su manto. No se trata, señor, de que esté rechazando vuestros dones. Vos sois generoso; el pago es considerable, y mi partida, así, de pronto, dejaría sin recursos a vuestro tesoro, de lo que yo no sacaría ningún provecho. Permitidme que sea totalmente franco: esos bienes que acepto gustoso, los dejaré en depósito en vuestras manos. Cuando los necesite, señor, os lo haré saber.        – En pocas palabras, -dijo Solimán-, el maestro Adonirám tiene la intención de convertirnos en su tributario.”        El artista sonrió y respondió graciosamente:        “Señor, me habéis adivinado el pensamiento.        – Y es posible que se reserve para un día en el que pueda tratar conmigo dictando sus condiciones.”        Adonirám intercambió con el rey una mirada aguda y desafiante.        “Sea lo que sea, -añadió-, yo no osaría solicitar nada que no fuera digno de la magnanimidad de Solimán.        – Creo, -dijo Solimán sopesando el efecto que podían causar sus palabras-, que la reina de Saba tiene algunos proyectos en mente, y se propone emplear vuestro talento…        – Señor, ella no me ha hablado de eso en ningún momento.”        Esa respuesta daba lugar a otras sospechas.        “No obstante, objetó Sadoc, vuestro arte no la ha dejado indiferente. ¿Vais a marcharos sin despediros de ella?        – Despedirme de ella…, – repitió Adonirám, mientras Solimán se percataba de un brillo extraño en sus ojos-; despedirme de ella…        – Esperábamos, -prosiguió el príncipe-, conservaros con nosotros para las próximas fiestas que daremos con motivo de nuestro enlace; ya que como sabéis…”         La frente de Adonirám se cubrió de un rojo intenso, y añadió sin amargura:        “Mi intención es llegar a Fenicia cuanto antes.        – Ya que así lo exigís, maestro, sois libre: acepto vuestra dimisión…        – A partir de la puesta del sol, -objetó el artista-. Aún debo pagar a los obreros, por lo que os ruego, señor, que ordenéis a vuestro intendente Azarías que haga llegar al mostrador colocado al pie de la columna Jakin el dinero necesario. Les pagaré como de costumbre, sin anunciarles mi marcha a fin de evitar el tumulto de las despedidas.        – Sadoc, transmitid esa orden a vuestro hijo Azarías. Una última cuestión: ¿qué pasa con los tres compañeros llamados Phanor, Amrou y Méthousaël?        – Tres pobres ambiciosos, honestos, pero sin talento. Aspiraban al título de maestros y me han presionado para que les diera la palabra-clave, a fin de tener derecho a un salario mayor. Al final, han entrado en razón, y hace bien poco que me ha sorprendido su buen corazón.        – Maestro, está escrito: “teme a la serpiente herida que se repliega.” Debíais conocer mejor a los hombres: esos son vuestros enemigos; son ellos los que con sus malas artes causaron los accidentes que estuvieron a punto de hacer fracasar la fundición del mar de bronce.        – ¿Y vos, señor, cómo lo sabéis?…        – Al creer que todo estaba perdido, pero confiando en vuestro buen hacer, busqué las causas ocultas de la catástrofe, y mientras vagaba entre los distintos grupos de gente, esos tres hombres, creyéndose solos, hablaron.        – Su crimen ha hecho perecer a mucha gente. Tal comportamiento es peligroso; es a vos a quien corresponde decidir su suerte. Ese accidente me costó la vida de un joven al que yo amaba, un hábil artista: Benoni, desde entonces no volvió a aparecer. En fin, señor, la justicia es el privilegio de los reyes.        – A todos les será aplicada. Vivid feliz, maestro Adonirám; Solimán no os olvidará.”        Adonirám, pensativo, parecía indeciso y confuso. De pronto, cediendo a un momento de emoción dijo:        “Pase lo que pase, señor, estad seguro de que siempre os respetaré, de mis piadosos recuerdos, de la nobleza de mi corazón. Y si la sospecha invadiera vuestro espíritu, pensad que, como la mayoría de los humanos, Adonirám no era dueño de sus actos, ¡tenía que cumplir su destino!        – Adiós, maestro… ¡cumplid con vuestro destino!”        Diciendo esto, el rey le tendió una mano sobre la que el artista se inclinó con humildad; aunque sin posar sobre ella sus labios, y Solimán se estremeció.        “¡Bien!, -murmuró Sadoc viendo que Adonirám se alejaba-, ¡Bien!, y ahora ¿qué ordenáis, mi señor?        – El silencio más profundo, padre mío; porque a partir de este momento sólo me fiaré de mí mismo. Entérate de una vez por todas, yo soy el rey. Obedece pues, si no deseas caer en desgracia y cállate, si no quieres perder la vida, eso es lo que has de hacer… Vamos, viejo, no tiembles: el soberano que te hace partícipe de sus secretos para instruirte es un amigo. Haz llamar a esos tres obreros encerrados en el templo; quiero hacerles aún algunas preguntas.”        Amrou y Phanor comparecieron junto con Méthousaël; a sus espaldas, se colocaron los siniestros guardianes mudos con el sable entre las manos.        “He sopesado vuestras palabras, -dijo Solimán en tono severo-, y he visto a Adonirám, mi siervo. ¿Se trata de la justicia o acaso de la envidia?, ¿qué os mueve a ir contra él?, ¿cómo simples obreros se atreven a juzgar de ese modo a su maestro? Si fueseis hombres notables y jefes entre vuestros hermanos, vuestro testimonio sería menos sospechoso. Pero no; vosotros sólo conocéis la avaricia,  ambicionáis el título de maestro; pero no podéis obtenerlo y el resentimiento ha endurecido vuestros corazones.        – Señor, -dijo Méthousaël prosternándose-, queréis ponernos a prueba. Pero, aunque me cueste la vida, yo sostendré que Adonirám es un traidor; y es cierto que yo he conspirado para perderle, pero lo he hecho con el único fin de salvar a Jerusalén de la tiranía de un hombre pérfido que pretendía esclavizar a mi país con sus hordas extranjeras. Mi imprudente franqueza es la mejor garante de mi fidelidad.        – No veo por qué he de dar crédito a hombres despreciables, a esclavos de mis servidores. Pero… la muerte ha dejado vacantes en el cuerpo de los maestros: Adonirám me ha pedido retirarse a descansar, y yo me voy a dedicar, como él, a buscar entre los jefes a gente digna de mi confianza. Esta tarde, después de la paga, solicitadle la iniciación de los maestros; él estará solo… haced que escuche vuestras razones. Solo de ese modo yo conoceré que sois trabajadores eminentes en vuestras artes y bien situados en la estima de vuestros hermanos. Adonirám es sabio: sus decisiones son ley. ¿No ha mostrado hasta ahora que nunca le ha abandonado Dios? ¿acaso ha dejado ver su reprobación ante alguno de esos consejos siniestros, o por alguno de esos terribles golpes?, ¿es que su brazo invisible ha sabido llegar hasta los culpables? ¡Pues bien! Que Jehová os juzgue: si Adonirám os distingue con su favor, eso será para mí la secreta señal de que el cielo se os declara propicio, y yo me cuidaré de Adonirám. En caso contrario, si él os niega el título de maestro, mañana compareceréis ante mí; yo escucharé la acusación y la defensa entre vosotros y él: los ancianos del pueblo darán su veredicto. Id, meditad sobre lo que os he dicho, y que Adonay os ilumine.”        Los tres hombres se pusieron rápidamente de acuerdo con un pensamiento único: “Hay que arrancarle la palabra-clave, dijo Phanor.        – ¡O que muera! –añadió el fenicio Amrou.        – Mejor, ¡que nos diga la palabra-clave de los maestros y después muera!” –gritó Méthousaël.        Sus manos se unieron en un triple juramento.        A punto de franquear el atrio, Solimán, se volvió, y observándoles de lejos, respiró con fuerza y dijo a Sadoc: “Ahora, ¡tiempo para el placer!… vayamos a buscar a la reina.” [1] Acerca de las dos columnas de bronce colocadas en el pórtico del templo, Jakin y Booz, ver Reyes-1, VII, 15-22. Son las mismas columnas que aparecen en los emblemas masónicos. En el capítulo XII, más adelante, también se habla de su importancia en el ritual del templo.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 mayo, 2012 18 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Hiram, la guardia muda, las columnas Jakin y Booz, Méthousaël, Phanor, Sadoc, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” (Léxico de palabras extranjeras)

Léxico[1] de palabras extranjeras o raras  Nerval traduce casi siempre las palabras extranjeras que cita, nurse de modo que en este léxico sólo aparecerán los términos que no tradujo o, viagra que traducidos sólo en una ocasión, and se retomaron más tarde sin dar más explicaciones. Abbah: manto o capa amplia y larga sin mangas, hecha de lana y abierta por la parte de delante. Aigledon: forma popular de edredón. (GR) Akkal: hombre santo, sabio, erudito. Aleikoum al salam: que la paz sea contigo. Anclabre: altar de sacrificios usado por los romanos (anclabris mensa). (GR) Apios: planta de flores olorosas dispuestas en forma de racimo (apios tuberosa) (GR) Araba: coche, carro. Ardeb: recipiente de unos 270 a 280 litros. Arif: hábil, inteligente. Babylonian: de arquitectura grandiosa y masiva. Baïram: fiesta del ayuno que se celebra a continuación del Ramadán. Banian: pobre diablo. Barbarin: sirviente, criado, en general negro. Bardaque: vasija de tierra secada al sol. (GR) Benich: abrigo amplio que se coloca sobre los demás vestidos. Besestain: edificio de grandes proporciones y abovedado dentro de un bazar, en el que se depositan las mercancías de valor. (GR) Borghot: máscara alargada que llevan las mujeres. Bostangi: jardinero. Cachef: gobernador de una provincia, instituido por los turcos. Cadi: juez musulmán que ejerce funciones civiles y religiosas. Cadine: dama. Cafedji: también kahwedji: sirviente encargado de preparar el café. Cajute: cabina. Calender: derviche mendicante. Cant: afectación, hipocresía. Cardina: divinidades que protegen la puerta, el umbral y los goznes de la puerta. (GR) Casin: casino, establecimiento público de ocio. (GR) Cavas (o Cavasse): ujier asignado a una institución o a una personalidad oficial. Chibouk: pipa de boquilla larga. Cinnor: lira de forma triangular. (GR) Cohel: sombra de ojos. Conversation: casino. (GR) Dive: según una fuente utilizada por Nerval, un dive es una “criatura que no era ni hombre, ni ángel, ni diablo; se trataba de un genio, un demonio, tal y como lo entendían los griegos; un gigante que no pertenecía a la especie de los hombres” (D’Herbelot, Bibliothéque orientale, 1697) Djerme: barca. Dourah: maíz. Féredjé: amplio manto con velo, bajo el que las mujeres ocultan su rostro y vestuario. (GR) Figuier de Pharaon: especie de sicómoro. (GR) Fine-jane: tacita. Firman: edicto o decreto de una autoridad musulmana. Frengui: europeo. Gastoffe: albergue. Ghawasie: danzarina. Giaour: infiel. Habbarah: manto negro muy amplio que cubre todo el cuerpo. Hadji: musulmán que ha realizado la peregrinación a La Meca. Hamal: mozo de cuerda. Hanoum: dama principal de una casa. Improper: inconveniencia. Improved patent: patente de probada garantía. Jellab: mercader de esclavos. (GR) Kabibé: querida, amada. Kachef: adjunto de un bey, en las armadas turcas y egipcias. (GR) Kaddosch: sagrado. Kahwedji: sirviente encargado de preparar el café. Kaïmakan: lugarteniente, gobernador, subprefecto. Kasiasker: jefe religioso que también ejerce como juez. Khanoun: igual que Hanoum: dama principal de una casa. Kief: siesta, reposo y, en la experiencia del hachischin, fase de calma y beatitud. Kislar-aga: jefe de los eunucos. (GR) Koulkas: colocasia o arum colocasia, planta de raíz harinosa y comestible. (GR) Kyaya: ministro de un príncipe de poca importancia. (GR) Lailet-ul-id: la noche de la fiesta. Lattaquié: tabaco de la ciudad de Lataquia (Siria). (GR) Ligure: ópalo. (GR) Locanda: albergue, posada. (GR) Machallah!: con el permiso de Dios (que sea lo que Dios quiera) Machlah: manto de piel de camello que cubre todo el cuerpo. Mafish: no, no hay, no tengo absolutamente nada. Mahdi: (el oculto) se da ese nombre al imán esperado al final de los tiempos por ciertas sectas musulmanas. Mandille: pañuelo o foulard de seda. Milayeh: envoltorio, velo negro con el que se cubre por completo la mujer. Moal: poema estrófico cantado. Mollah: doctor en teología islámica. Moudhir: gobernador, administrador. Moukre: el que alquila caballos, mulas o transporta mercancías. Moultezim: recaudador de los impuestos sobre la tierra pagados por los campesinos. (GR) Muchir: oficial de alto rango. (GR) Munasihi: el que da consejos, el consejero. Muslim: musulmán. Naz (también naï): tipo de flauta. Nazir: funcionario de alta graduación, director general de ciertos servicios importantes. (GR) Nedji: caballo de Arabia central (Nedj), reputado por ser de los mejores. (GR) Nichan: condecoración instituida por Mahmoud II[1]. Ocque: en Egipto, la ocque equivalía aproximadamente a 1Kg. 250 gr. (GR) Okel: ciudadela, refugio. Oualem: cantantes y danzarinas (almées[2]). Parazonium: espada corta suspendida de un tahalí. (GR) Patito: pretendiente de una mujer. Pentacle: figura mágica en forma de estrella de cinco puntas, símbolo de la perfección o de la potencia oculta en los elementos. Péri: genio, hada. Physizoé: quien da la vida, nutricia, fecunda. Pic: longitud que varía entre los 66 y 70 cm. (GR) Polos: nimbo o media luna constelada, que servía de corona a ciertas divinidades. (GR) Raya(h): individuo no musulmán del gobierno turco. (GR) Rebab: viola monocorde o de doble cuerda. Reïs: capitán, oficial. Rosolio: licor perfumado con pétalos de rosa. (GR) Saba-el-kher: buenos días. Saïs: explorador, mensajero. Sirafeh: ofrenda de monedas. Surmeh: polvo negro para teñir los párpados. (GR) Taktikos: sombrero de paja. Talari: escudo de Austria (Thaler o tálero), equivalente a unos 5 francos. (GR) Talé bouckra: ven mañana. Tantour: peinado de mujer en forma de cono, o tipo de tocado de esta misma forma que usaban las mujeres de la nobleza. Tayeb: bien, de acuerdo. Téké: convento o cofradía de derviches. Tendido: cortina. Uléma: doctor en leyes, teólogo musulmán. Wauxhall: lugar público en donde se celebran bailes o conciertos. Yalek: ropón de mangas largas y anchas. Yamak: aprendiz o ayudante, o también puede significar “velo que deja ver los ojos”. Yaoudi: judío. Yavour: como Giaour: infiel. Zebeck: soldado procedente de Asia Menor (GR) [1] Mahmoud II (del 20 de julio de 1784 al 1 de julio de 1839) fue Sultán del Imperio Otomano, del 15 de noviembre de 1808 al 1 de julio de 1839. Continuó con las reformas iniciadas por su primo Selim III, intentando restaurar la autoridad central en el imperio y reformar la armada. Asimismo masacró a la orden de los janisarios en 1826 y creó una nueva armada tomando como modelo el europeo. Aún así, no pudo impedir la independencia de Grecia en 1830, ni la del Egipto de Méhémet-Ali. (http://fr.wikipedia.org/wiki/Fichier:Sultan_Mahmud_II_of_the_Ottoman_Empire.jpg)  (EDL) [2] Almée, del árabe âlmet («sabia»), mujer india cuya profesión es la de improvisar versos, cantar y danzar en las fiestas, acompañándose de la flauta, castañuelas o címbalos. Eran escogidas entre las muchachas más hermosas y recibían una cuidadosa educación. Con frecuencia eran reclamadas por la gente importante para alegrar los festines. (« Almée » dans Dictionnaire universel d’histoire et de géographie, 1878) (EDL) [1] La excelente edición del Voyage en Oriente realizada por Gilbert Rouger, Ed. Richelieu, Imprimerie nationale de France, 1950, 4 vol. (hoy en día agotada) lleva numerosas notas que se han añadido aquí, marcándolas con la abreviatura de Gilber Rouger (GR) Las que no llevan esta abreviatura corresponden a notas de Jeanneret o del propio Nerval. Las que llevan la abreviatura (EDL) corresponden a algunas aclaraciones que me ha parecido oportuno hacer para facilitar la lectura o la comprensión de algunos términos y personajes.

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“VIAJE A ORIENTE” 054

VI. La Santa Bárbara – X. La cuarentena… El capitán Nicolás y su tripulación se habían vuelto de lo más amables y pródigos de detalles hacia mi persona. Ellos hacían la cuarentena a bordo; pero una barca, medical enviada por Sanidad, vino para trasladar a los pasajeros al islote que, al verlo más de cerca, era más bien una isla. Una estrecha ensenada entre las rocas, sombreada por árboles seculares, llevaba a la escalera de una especie de claustro cuyas bóvedas en ojiva reposaban sobre pilares de piedra que soportaban un techo de cedro como el de los conventos romanos. El mar rompía alrededor sobre los roquedales tapizados de algas, y sólo nos faltaba un coro de monjes y la tempestad para estar en el primer acto del Bertram de Maturin[1]. Tuvimos que esperar allí bastante tiempo hasta que nos visitó el nazir, o director turco, que por fin tuvo a bien admitirnos en los placeres de sus dominios. Edificios de aspecto claustral se sucedían uno tras otro; abiertos a la intemperie, servían para almacenar mercancías sospechosas. En la cima del promontorio, un pabellón aislado, que dominaba el mar, se nos asignó como morada; era el edificio dedicado habitualmente a los europeos. Las galerías que habíamos dejado a nuestra derecha, albergaban a familias árabes acampadas, por así decirlo, en las vastas salas que servían tanto de alojamiento como de establos. Allí, piafaban los caballos cautivos y los dromedarios que asomaban entre los barrotes su largo cuello y cabeza peluda; más allá, las tribus, agrupadas en torno a una hoguera que les servía de cocina, volvían la cabeza con gesto agresivo cuando pasábamos cerca de sus puertas. Por lo demás, teníamos derecho a pasearnos por los alrededores de dos fanegas de terreno sembrado de cebada y plantado de moreras, e incluso de bañarnos en el mar bajo la vigilancia de un guardián. Una vez familiarizado con este lugar salvaje y marítimo, encontré la estancia agradable. Había allí un algo de reposo, una umbría y una variedad de tonalidades como para suscitar el más sublime de los ensueños. De un lado, las sombrías montañas del Líbano, con sus crestas de distintos tonos, esmaltadas aquí y allá de blanco por las numerosas aldeas maronitas y drusas y sus conventos instalados en un horizonte de ocho leguas; del otro, volviendo a esa cadena montañosa y cubierta de nieve que termina en el cabo Boutroun, todo el anfiteatro de Beirut, coronado por un bosque de pinos plantados por el emir Fakardin[2] para detener la invasión de las arenas del desierto. Torres almenadas, castillos, casas solariegas cuajadas de ojivas, construidos en piedra rojiza, conceden a ese paisaje un aspecto feudal y al tiempo europeo, que recuerda a las miniaturas de los manuscritos caballerescos de la Edad Media. Las embarcaciones francesas ancladas en la rada, y que no pueden ser acogidas en el estrecho puerto de Beirut, animan aún más este panorama. Esta cuarentena de Beirut era pues bastante soportable, y nuestros días pasaban, bien soñando bajo la espesa sombra de los sicómoros y de las higueras; bien trepando sobre un macizo rocoso bastante pintoresco que rodeaba una especie de estanque natural en donde el mar venía a dejar sus ondas suaves. Ese lugar me hacía pensar en las grutas de las hijas de Nerea. Nos quedamos allí todo el mediodía, aislados de los otros habitantes de la cuarentena, acostados sobre las algas verdes o luchando alegremente contra las espumosas olas. Por la noche, nos encerraban en el pabellón, en donde los mosquitos y otros insectos nos proporcionaban otros placeres no tan dulces. Los baldaquinos cerrados con unas mosquiteras de gasa nos resultaban de gran ayuda. La comida, consistía tan sólo en pan y queso salado, proporcionado por la cantina; a lo que había que añadir huevos y pollos que traían los campesinos de la montaña; aparte de eso, todas las mañanas, venían a degollar ante nuestra puerta corderos, cuya carne nos vendían a una piastra (25 céntimos) la libra. Además, el vino de Chipre, a una media piastra la botella, era un regalo digno de las grandes mesas europeas; Aunque tengo que decir que uno se llega a cansar de beber habitualmente este vino que más bien parece un licor; y yo prefiero el vino de oro del Líbano, que tiene un buen maridaje con la madera, por su gusto seco y su fuerza. Un día, el capitán Nicolás vino a visitarnos con dos de sus marineros y su grumete. Nos habíamos hecho buenos amigos, y había traído al hadji, que me estrechó la mano con gran efusión, temiendo, puede ser que me quejase de él una vez que me encontrara en Beirut. Por mi parte, les demostré toda mi cordialidad. Cenamos juntos, y el capitán me invitó a alojarme en su casa, si pasaba por Trípoli. Tras la cena, nos paseamos por la orilla del mar; me llevó aparte, y me hizo que me fijara en la esclava y el armenio que hablaban juntos, sentados un poco más abajo que donde estábamos nosotros junto al mar. Unas cuantas palabras mitad en francés, mitad en griego me hicieron comprender lo que quería decir, y yo lo rechacé con una bien marcada incredulidad. Sacudió la cabeza, y poco tiempo después volvió a embarcar en su chalupa, despidiéndose afectuosamente de mí. Al capitán Nicolás, me dije, todavía le pesa mi rechazo a cambiar la esclava por su grumete. No obstante, la sospecha me quedó en el espíritu, atacando al menos a mi vanidad. Es lógico que el resultado de la violenta escena que se había desarrollado en el barco, fuese una especie de enfriamiento en las relaciones entre la esclava y yo. Nos habíamos dicho una de esas palabras imperdonables de las que tanto ha hablado el autor de Adolphe[3]; el calificativo de giaour me había herido profundamente. Así que, me dije a mí mismo, no había merecido la pena persuadirla de que yo no tenía ningún derecho sobre ella; ya que además, bien porque fuera mal aconsejada, o por su propia reflexión, ella se sentía humillada por pertenecer a un hombre de una raza inferior conforme a las ideas de los musulmanes. La degradada situación de la población cristiana en Oriente repercute en el fondo sobre el mismo europeo; se le teme en la costa a causa de esa apariencia de poderío que constata el paso de los navíos; pero, en los países del interior, en donde esta mujer ha vivido toda la vida, los prejuicios aún permanecen intocables. Y a pesar de todo, me costaba admitir que aquel espíritu simple fuera capaz de disimulo; su pronunciado sentimiento religioso la debía defender al menos de esa bajeza. Por otra parte, tampoco podía ignorar el coqueteo del armenio. Joven aún y bello, con ese tipo de belleza asiática, de rasgos firmes y puros, razas nacidas en los comienzos del mundo, se semejaba a una encantadora muchacha que hubiera fantaseado disfrazándose de hombre; su mismo vestido, con excepción del peinado, no ocultaba más que a medias esa ilusión. Y heme aquí, como Arnolphe[4], espiando vanas apariencias con la conciencia de ser doblemente ridículo, ya que además soy un maître.  Tengo la suerte de ser engañado y robado al mismo tiempo, y me repito, como los celosos de las comedias: ¡qué pesada carga es guardar a una mujer! Aunque me consolaba acto seguido diciéndome que aquello no tenía nada de sospechoso; el armenio la distraía y divertía con sus cuentos, la halagaba con mil gentilezas, mientras que yo, en cuanto intento hablar en su lengua, le debo producir un efecto risible, algo así como el que un inglés, un hombre del norte, frío y pesado, debe producir a una mujer de mi país. Tienen los levantinos un temperamento expansivo y caluroso que, no cabe duda, debe seducir. Desde ese momento, ¿tendré que admitirlo? Me dio la impresión de que se tomaban de la mano dirigiéndose palabras tiernas, y ni siquiera ante mi presencia se sentían cohibidos. Reflexioné durante cierto tiempo hasta tomar una dura decisión. –    “Querido, le dije al armenio, ¿a qué se dedicaba usted en Egipto?  –    Yo era secretario de Toussoun-Bey[5]; me encargaba de traducirle prensa y libros franceses; escribía sus cartas a los funcionarios turcos. Pero murió de golpe y me despidieron, esa es mi posición en este momento. –    Y ahora, ¿qué piensa hacer usted? –    Espero entrar al servicio del pachá de Beirut. Conozco a su tesorero, que es un paisano mío. –    ¿Y no ha considerado la posibilidad de casarse? –    No dispongo de dinero para la dote, y sin ese requisito ninguna familia me concederá una mujer”. Vamos, me dije tras un corto silencio, mostrémonos magnánimo, hagamos que esta pareja sea feliz.  Esta idea me hizo sentirme mejor. De ese modo, liberaría a una esclava y crearía un matrimonio honesto. ¡Sería padre y benefactor al mismo tiempo!. Así que tomando las manos del armenio le dije: –      “A usted le gusta…¡cásese con ella, es suya!” Me habría gustado tener al mundo entero por testigo de esta emotiva escena, este cuadro patriarcal: el armenio extrañado, confuso ante tal magnanimidad; la esclava sentada cerca de nosotros, ignorando todavía el tema de nuestra conversación, pero, por lo que parecía, inquieta ya y soñadora… El armenio elevó sus brazos al cielo, como aturdido ante mi proposición. –      “¡Cómo, le dije, desgraciado, ¿aún vacilas?!… Seduces a la mujer de otro, la apartas de sus deberes, y acto seguido ¿no te quieres hacer cargo de ella cuando te la dan?” Pero el armenio no comprendía nada de estos reproches. Su extrañeza la expresó mediante una serie de enérgicas protestas. Jamás había tenido la menor idea de lo que yo pensaba de ellos. Se sentía tan desgraciado incluso por una suposición así, que se apresuró inmediatamente a instruir a la esclava para que fuera testigo de su sinceridad. Por lo que al mismo tiempo al enterarse de lo que yo había dicho, se sintió ofendida, sobre todo de la suposición de que ella pudiera prestar atención a un simple raya, un servidor tanto de los turcos como de los francos, una especie de yaoudi. ¿De modo que el capitán Nicolás me había inducido a creer toda suerte de ridículas sospechas…? ¡Bien se reconoce en esto el espíritu astuto de los griegos!. [1] Bertram o Le Château de Saint-Aldobrand (1816), tragedia “sombría”  del irlandés Ch. R. Maturin, que fue adaptada en 1821 por Taylor y Nodier y representada en el Panorama-Dramatique. (GR) [2] El emir druso Fakhr Ed-Din (1595-1634) consiguió crearse en el Líbano un reino casi independiente. Fue vencido por los turcos y estrangulado en Constantinopla por orden de Amurat. Sobre sus contactos con Europa ver p. 370-371. (GR) [3] Benjamín Constant, Adolphe. IV. (GR) [4] Ver Molière, L’École des femmes. [5] Segundo hijo de Méhémet-Ali (GR)

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