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Banquetes Cervantinos III. Un banquete que no fue

UN BANQUETE QUE NO FUE En el Capítulo XLVII de la Segunda Parte de la novela del “Ingenioso Hidalgo”, el bueno de Sancho, recién nombrado gobernador de la Ínsula Barataria, se dispone a regalarse en la mesa con un opíparo banquete, el cual le sirva para desquitarse de la ingesta de bellotas, tagarninas, peruétanos y otras rústicas viandas, que constituían los más de los días la dieta completa de los caballeros andantes y de sus pobres escuderos: “Cesó la música, sentose Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más que aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanco toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Uno que parecía estudiante echó la bendición y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala llegó un plato de fruta delante, pero apenas hubo comido un bocado, cuando, el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarlo Sancho, pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzándole con tanta destreza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara: -No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed, y el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida. -Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas no me harán algún daño. A lo que el médico respondió: -Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida. -Pues ¿por qué? –dijo Sancho. Y el médico respondió: -Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: ‘Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima? Quiere decir: ‘Toda hartazga es mala, pero la de las perdices malísima’” Y así fueron apareciendo por la mesa, tocados por la varita del doctor Pedro Recio de Tirteafuera, e inmediatamente retirados otros exquisitos platos, como conejos guisados (por ser manjar peliagudo), ternera asada y en adobo, u ollas podridas, dejándole comer tan solo al señor gobernador unos cañutillos de suplicaciones (barquillos de oblea) y unas “tajadicas sutiles de carne de membrillo”, en lo que consistió todo el ágape, y que le hicieron añorar al buen Sancho la cebolla el pan y las uvas que por los campos manchegos solía comer en la compañía de su señor don Quijote. Archivos Adjuntos banquetes cervantinos III (15 kB)banquetes cervantinos III (15 kB)

Pedro Plasencia Fernández 25 octubre, 2017 25 octubre, 2017
Banquetes cervantinos III. Un banquete que no fue

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Pedro Plasencia Fernández 4 noviembre, 2017 4 noviembre, 2017
La isla de las almendras

LA ISLA DE LAS ALMENDRAS   (A Fernando Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Mendaña, Pedro Sarmiento, Juan Serrano, Pedro de Ortega.., y tantos otros españoles y portugueses navegantes de los mares del Sur).   Hacía días que todo nos daba el fin del mundo. La región de los mares por la que transitábamos no figuraba en las cartas de navegación, el astrolabio se había vuelto inservible, entre otras razones porque no alcanzábamos a divisar estrellas en el cielo, y según el piloto nos hallábamos fuera de toda coordenada geográfica conocida, tal vez al borde mismo del abismo del que antes de zarpar habíamos oído hablar en Lima a unos navegantes portugueses, una fosa de profundidad insondable que se tragaba a los barcos como un gigantesco embudo. Entonces no les hicimos caso, e incluso nos burlamos de ellos, pues aquella noche en la taberna también nos contaron que en su último viaje habían desembarcado en una tierra que llaman de los Patagones, ribereña del estrecho que comunica la mar Océano con la Mar del Sur, de la que hubieron de huir aterrorizados porque en ella los insectos eran del tamaño de los pájaros, las ovejas tan grandes vacas y los hombres no menores que formidables torres. Ya se sabe que por lo general los portugueses son dados a fantasear. Pero en efecto todo indicaba que nos hallábamos en las puertas del finis terrae, porque la siniestra extensión del mar que nos estaba devorando a lo que más se asemejaba era al zaguán del infierno, si es que éste estuviera hecho de agua y no de brasas. Aunque las olas no eran tan grandes como las que habíamos tenido que sufrir meses atrás en aguas del Golfo de Panamá, y apenas de vez en cuando barrían la cubierta, la fuerza irresistible de la corriente nos arrastraba a su antojo sin que nada pudiéramos hacer, al tiempo que una lluvia sin fin, un aguacero comparable en nuestra imaginación a aquel con el que Dios castigó a los contemporáneos de Noé, nos sumergía desde hacía más de un mes en una oscuridad que apenas permitía distinguir la noche del día. Y para colmo de nuestras desgracias, era tanta el agua caída del cielo como la que se colaba por las vías que los moluscos roedores habían perforado en las maderas sumergidas de la nave; y aunque taponábamos los agujeros más grandes con nuestras camisas, que andábamos ya medio desnudos, no dábamos a basto para achicar el agua que inundaba la bodega. Habíamos olvidado cómo era la luz del sol y hasta la de las lámparas, ya que nos habíamos bebido el aceite para ocultar el repugnante sabor mohoso de los bizcochos de pan plagados de gusanos, única comidan que nos quedaba, y las escasas velas que aún no se habían consumido se nos apagaban como sopladas por el mismísimo diablo. Solo los aterradores relámpagos iluminaban a ráfagas nuestros rostros demacrados por el hambre, nuestras bocas desdentadas y las encías sangrantes por el escorbuto, nuestros ojos hundidos en sus cuencas y enrojecidos por la malaria. De modo que un día, “ese día”, entendimos bien a las claras que todo esfuerzo por cambiar el destino era ya inútil, nos confesamos con el padre franciscano que iba de capellán en el barco, y, resignados en Cristo, dispusimos nuestros espíritus para el momento, sin duda muy cercano, en el que la tenebrosa profundidad acabara definitivamente por tragarnos. Pero siguieron pasando los días, y no acabábamos de llegar al finis terrae. Parecía que la nao se desplazara en círculos, como una noria siempre alrededor del mismo punto. Y así debió de ser en efecto, porque cuando al cabo de una semana a contar desde el día en el que nos confesamos y recibimos los santos óleos cesó la lluvia, y los pocos que quedábamos con vida vimos asomar en el ancho cielo un sol radiante, llegada la noche el piloto mayor pudo determinar por la posición de los astros en la bóveda celeste nuestra propia situación sobre el mar, y como si lo pasado no hubiese sido más que un sueño, esta resultó ser exactamente la misma que teníamos cuarenta días atrás, cuando al poco de tomar la derrota Sudoeste, en la que más allá de la línea equinoccial esperábamos hallar la Tierra de Ofir con el templo y las minas de oro del rey Salomón, llegó el diluvio y la corriente empezó a engullirnos; esto es: nueve grados de latitud Norte y 123 de longitud Este, en los confines del Mar de la Especiería. Otro día avistamos una pequeña isla a la que logramos arribar sin apenas esfuerzo, y al poner pie en seco comprobamos que nuestra suerte era dispar, pues no se veía en toda la tierra rastro alguno de ñame silvestre, cocoteros u otros árboles frutales; pero por otro lado, cosa prodigiosa, la arena de la anchurosa playa en la que desembarcamos se hallaba casi por completo cubierta de almendras. Aquello parecía cosa del diablo. ¿Cómo, no habiendo un solo almendro en la isla, podían contarse por miles las almendras dispersas por la ribera del mar? Obviamos conjeturar una respuesta lógica al enigma, y nos pasamos la tarde entera partiendo y masticando malamente los amargos frutos, del mejor modo que nuestras desdentadas y doloridas encías nos lo permitían después de machacar entre dos piedras las almendras ya peladas. Y luego al anochecer nos adentramos media legua en el interior para pasar la noche al cubierto de una espesura, en la que en la incursión que hicimos por la mañana habíamos localizado un manantial de agua dulce. Durante toda la noche oímos pasar grandes bandadas de pájaros, y cuando al día siguiente a media mañana volvimos a la playa en la que habíamos anclado el bergantín, encontramos de nuevo la vasta extensión de arena cubierta de almendras enteras, cuando la noche anterior solo habíamos dejado las cáscaras de las que nos comimos. El demonio sin duda las había esparcido, si no se trataba de un milagro de Nuestro Señor, que quería salvarnos de morir de hambre después de todo lo que habíamos padecido mediando su consentimiento. De nuevo ese día pudimos alimentarnos con el nutriente de aquellos frutos, que amargaban por estar un poco demasiado verdes, pero que no sentaban mal al estómago. Con la sed en la boca después de masticar almendras por docenas volvimos al manantial a por agua, pero habiendo recogido en vasijas suficiente cantidad, aquella noche montamos el campamento sobre la misma playa, pues el cielo estaba raso, hermosamente estrellado, de modo que no parecía que hubiera que resguardarse de la lluvia. Y entonces sí, con las primeras luces del alba contemplamos llenos de asombro la algarabía de una ingente multitud de palomas, venidas sin duda de una isla cercana, las cuales se posaban sobre la blanda arena, y allí mismo cada una de ellas vomitaba la almendra que llevaba en el buche. Así pues el prodigio era más bien cosa de Dios que del Diablo, y es que, por esos inexplicables caprichos que tiene la naturaleza, aquellas torcaces engullían cada atardecer los frutos de los copiosos almendros que había en una isla más grande a escasas millas marinas, isla que luego descubrimos, en la que los nativos mataron y se comieron a cinco de los nuestros, entre ellos el piloto mayor. (El Altísimo, que es misericordioso, no permite que suframos mucho tiempo las injusticias de este mundo, y cuando le parece nos envía al otro, que suponemos mejor que este, aunque el transporte de uno a otro tenga que hacerse en el vientre de un caníbal). Digo que las palomas tomaban al atardecer las almendras en la isla grande, y luego las llevaban en el buche durante la noche a esta otra isla pequeña a la que habíamos arribado después del diluvio, para que con los jugos gástricos se fuera reblandeciendo la primera envoltura verde del fruto, que es todo lo que las torcacess pueden digerir, de modo que hecha la digestión de la cáscara blanda, regurgitaban sobre la playa la almendra con su cáscara dura. Desvelado este proceder, un misterio nos restaba por resolver: ¿Por qué oculta razón las palomas iban a desembuchar los restos de su desayuno precisamente en aquel arenal en el que nos hallábamos, teniendo para ello que volar durante toda la noche, y luego, con las primeras luces del día emprender el vuelo de vuelta a la isla grande. Era como si aquellas avecillas llevaran siglos con ese hábito, esperando nuestra llegada a fin de salvarnos de morir de hambre. Esto pensé. No hallamos la Tierra de Ofir ni las minas del Rey Salomón, no encontramos oro ni piedras preciosas, ni islas de indios mansos en las que poblar; pero, al final de aquel malhadado viaje, los pocos que tras sobrevivir a los caníbales, las enfermedades y la hambruna tomamos tierra no en el puerto de Lima, sino a la costa de Méjico, adónde nos empujaron las mareas, supimos una cosa cierta, y es que Dios, lo mismo que nos castiga, cuando quiere también socorre a los españoles.    

Pedro Plasencia Fernández 5 noviembre, 2016 5 noviembre, 2016
Banquetes cervantinos.- IV

LAS OLLAS DE LAS BODAS DE CAMACHO Sin lugar a dudas, ningún banquete cervantino es tan conocido como el de las célebres bodas de Camacho (“El Quijote” Parte II, Capítulo XX), cuyo plato principal consistió en una olla, ¡pero qué olla! Leamos: “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo…, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabría un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase (…) Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo de las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero (…), y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de aquellos solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió: —Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan. —No veo ninguno —respondió Sancho. —Esperad —dijo el cocinero—. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser! —Y diciendo esto asió de un caldero y, encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho: —Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora de yantar”. Sobre la vieja olla española podría escribirse un tratado de diez mil páginas, tantas son las letras vertidas en cantar las alabanzas del plato nacional por excelencia, así como los prolijos ingredientes de su propia factura: del arcipreste de Hita al Costumbrismo del XIX, pasando por la Novela Picaresca y los viajeros románticos. En realidad, la tan literaria olla hispana no deja de ser una variedad del guiso más antiguo del mundo, del que nos dice la Biblia que ya usaban los hebreos en sus días más remotos y del que se conocen cientos de versiones diferentes desde las estepas siberianas hasta los confines de África, y desde Egipto hasta el corazón de la frondosa selva americana. Consiste la olla universal, ni más ni menos, que en cocer en agua a fuego lento, dentro de un recipiente metálico o de barro suficientemente capaz en cuanto a volumen (la olla en su sentido de «continente», que en algunos lugares es el caldero), las carnes, legumbres y verduras disponibles en el terruño, aderezando el guiso con sal, con especias y, cuando ello es posible, con una aromática planta liliácea como la cebolla, el ajo o el puerro (mejor, desde luego, la cebolla, que, como leemos en La lozana andaluza, “la olla sin cebolla es boda sin tamborín”); conjunto de ingredientes que conforman la olla en su sentido de “contenido”. Nada más simple, y, si la combinación de ingredientes y el punto de la cocción son los apropiados, nada más exquisito. En El Quijote, como en toda la obra cervantina, encontramos referencias a dos tipos de ollas: la que el autor llama “olla” a secas, a la que cuadra perfectamente la definición que antecede, y la “olla podrida”, que es otro cantar. Ollas a secas fueron aquellas en la que consistió el diario sustento del hidalgo manchego: “una olla de algo más vaca que carnero (…) consumían las tres partes de su hacienda”, o las que Sancho tomaba para cenar: “los que servimos a labradores… a la noche cenamos olla”. Evidentemente, también eran ordinarias las ollas de enfermo, entre las que contamos la que despachan el licenciado Peralta y el alférez Campuzano en “El casamiento engañoso”, así como la mayor parte de las que el sufrido viajero podía encontrar con un poco de suerte en las ventas y posadas de los polvorientos caminos de España; verbi gratia, la olla que el huésped de la venta del Capítulo LIX de la Segunda parte del Quijote (que era venta y no castillo “porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos”) comparte con sus ilustres huéspedes, la cual estaba conformada sencillamente con dos uñas de vaca, garbanzos, cebollas y tocino, esto es, todo lo poco de lo que para uso de boca disponía el humilde ventero, pero que, tan bien conjuntado se hallaba en el vientre de aquella olla, que parecía estar diciendo a Sancho: «¡Cómeme! ¡Cómeme!»: “Llegóse pues la hora de cenar, trujo el huésped la olla (…). Quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio, sentóse en la cabecera de la mesa, y con él el ventero…” Por el contrario, la olla podrida, abuela del “pot-pourrí” francés y del suculento cocido madrileño, es una olla más rica. Así, el Diccionario de Autoridades, que define la olla ordinaria como “la comida o guisado que se hace dentro de la misma olla, compuesta de carne, tocino, garbanzos y otras cosas”, de la olla podrida dice que es “la que se compone de muchos materiales, como son carnero, vaca, pernil, pollos y otras aves y cosas que la hacen muy sustanciosa y regalada”. Reside, pues, la diferencia en una cuestión de grado y de sustancia. De esta precisa manera opera Sancho la académica distinción: “Lo que el maestresala puede hacer es traerme una de estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día.” (Parte II, Cap. XLVII). Y más adelante en el mismo capítulo: “Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podrá dejar de topar con alguna que no sea de mi gusto y provecho”. En conclusión, las ollas de las bodas de Camacho eran ollas podridas, las más podridas de las que tengamos noticias, más ricas incluso que las de los rectores y los canónigos.

Pedro Plasencia Fernández 10 enero, 2018 10 enero, 2018
Las tórtolas de Pedro Margarite

LAS TÓRTOLAS DE MOSÉN PEDRO MARGARITE Pocos espíritus tan nobles entre los varones que partieron del Puerto de Palos con Colón el 2 de agosto de 1492, como el de mosén Pedro Margarite, primer alcaide que fue de la fortaleza de Santo Tomás, la cual mandó construir el Almirante en las minas de oro de Cibao, a orillas del río Janico al Noroeste de la isla Española. Fue fundada la ciudadela en el año 1494, siendo la segunda que los españoles edificaron en la Indias, y le dio Colón el nombre del santo apóstol, porque existiendo dudas acerca de la existencia de oro en el roquedal de aquel valle, como aseguraban los nativos, al igual que Santo Tomás en Emaús, díjose el Almirante: ‘si no lo veo no lo creo’, y metió el dedo en la llaga, que fue excavar las minas que finalmente allí se descubrieron. Fundado que hubo la fortaleza, partió Colón a Tierra Firme para seguir con sus descubrimientos, y, como queda dicho, dejó de alcaide al mosén al mando de un retén de hasta treinta hombres. Margarite, pulido clérigo de noble estirpe catalana, era hombre de mundo, sensible y valeroso, de buen comer y gustos exquisitos; de modo que no sin fatigas sobrellevó los ayunos forzosos y la dieta a base de pan de raíces y vianda de animales repugnantes que tocó aquel año, en el que ni tan siquiera se dispuso de maíz, porque al poco de partir Colón, los indios taínos, hartos de los abusos que sufrían, abandonaran los sembrados y huyeron la tierra adentro, dejando a los españoles sin más comida que los escasos bastimentos que aún tenían almacenados, los cuales pronto se agotaron. Cuenta la crónica de Pedro Mártir de Anghiera, que lo último que aquellos treinta cristianos consumieron de la despensa real fueron unos bizcochos revenidos y unos restos rancios de tocino, que por causa de la humedad y del paso del tiempo se había podrido por completo, de modo que los escrupulosos soldados comían de noche para no tener que contemplar los gusanos que engullían, los cuales eran tantos que en cuanto ponían un trozo de tocino en la mesa, se desplazaba por la madera como un semoviente, de modo que se diría que el difunto puerco aún estuviese vivo. Pero también estas míseras provisiones fueron presto despachadas, y en ese punto, para no morir de hambre los hambrientos soldados tuvieron que alimentarse con las raíces de la tierra y la carne de los perros que había en la fortaleza; y luego, cuando el último mastín fue sacrificado, hubieron de comer sapos, roedores, lagartijas, culebras y cualesquiera otras sabandijas que por el campo encontraban. Fue entonces cuando apareció la enfermedad que pone la piel del color del azafrán y deja a los hombres delirantes, pero aún con hambre, porque, para desgracia del género humano la gusa maldita es lo último que se pierde. Con la mucha hambre y la enfermedad fueron llegando las muertes, y como quiera que por causa de la debilidad de los vivos, y por no disponer de cal viva, los fiambres eran enterrados de cualquier manera, el olor comenzó a hacerse nauseabundo por todas las esquinas de la fortaleza. Ya había muerto la mitad de la población de Santo Tomás, cuando un día de buena mañana se presentó a las puertas del castillo un indio de bondadoso corazón, el cual guardaba lealtad al comendador porque, al contrario de lo que hicieron otros mal llamados cristianos, nunca mosén Pedro había mostrado violencia, ni causado daño alguno a él o a sus hermanos. Iba el indito alegre y gesticulante, agitando en el aire un par de lustrosas tórtolas que llevaba vivas en la mano. El alcaide, que lo vio llegar, mandó que le dejaran subir al aposento de la torre en la que se hallaba, desde cuyo ventanuco contemplaba con ojos melancólicos el vuelo de las avecillas en espera de su última hora. Subió el indio y ofreció a Margarite las tórtolas a la mano. Al sentir mosén Pedro sobre la fría piel el calor animal, el pálpito de vida bajo la suavidad de las plumas, y percibir el olor de la presa que sirve de vianda, dejó volar su pensamiento muy lejos, años atrás, hasta aquellas perfumadas mañanas de caza en las navas de Andalucía cuando las guerras de Granada. Las lágrimas brotaron entonces de sus ojos, y los jugos gástricos comenzaron a desmandársele. Sin dejar de acariciar las tórtolas, pensó primero Margarite en un escabeche con su aceite frito, su vinagre de vino, los granos de pimienta negra, el laurel y la cebolla; mas al rato le asaltó la imagen olfativa de un estofado caliente con mucho ajo y bien especiado, preparado a fuego lento al amor de la lumbre. ¡Qué demonios! Ni en escabeche ni estofadas, se las comería asadas tan solo con un poco de unto. Era lo más rápido, y al fin y al cabo como mejor están las tórtolas es sencillamente bien asadas en la parrilla. Devorados solo en su imaginación el escabeche, el asado y el estofado, y por ende aún con hambre, le vino a mosén Pedro el recuerdo y como el aroma de las tórtolas guisadas al modo de Alcántara, aquel sublime preparado en salsa de trufas y almendras, y apretó los animalitos contra la nariz, aspirando con fuerza su penetrante acidez, hechos los ojos cántaros, el corazón alcanzado por la flecha de la nostalgia, la cabeza repleta de dulces recuerdos. Al cabo de un rato volvió el comendador de sus ensoñaciones, y se percató de que en la estancia media docena de sus hombres le contemplaban babeando. Rápido como un águila, el indito advirtió con buen juicio y clara voz que, para todos los presentes, y aún más contando con los que quedaban abajo en la explanada, aquellas dos tristes tórtolas eran plato de poco provecho, pero que sólo para el alcaide harían buena mesa; y apoyó su discurso con el razonamiento de que, siendo Margarite el que más enfermo se encontraba, la comida le ayudaría a pasar aquel día, y a confortar un tanto su maltrecho estómago. Todos asintieron con resignación, el indio recibió sus cuentas de colores, y contento como unas pascuas se fue por donde había venido. Uno de los soldados acudió entonces con el perol y los utensilios con los que aderezar las tórtolas para el comendador, pero en esto mosén Pedro se acercó a la ventana de la torre, y soltando las avecillas, que raudas se alejaron volando, dijo con voz tonante: Nunca plegue a Dios que ello se haga como lo decís: que pues me habéis acompañado en la hambre y los trabajos hasta aquí, en ella y en ellos quiero vuestra compañía, y pareceros, viviendo o muriendo, hasta que Dios sea servido que todos muramos de hambre o que todos seamos de su misericordia socorridos. Y cuenta Pedro Mártir de Anghiera que todos los hombres del fuerte de Santo Tomás que estaban aquel día con el alcaide, quedaron tan hartos y tan contentos con aquel gesto y aquellas palabras del comendador, como si cada uno de ellos se hubiera comido él solo la pareja de tórtolas guisadas a la manera de su pueblo. Unos pocos de aquellos españoles salieron con vida de la gran hambruna y de otros muchos trabajos que hubieron de padecer, entre ellos el comendador Margarite, que, de vuelta a España en el año de 1496, fue llamado a besar las manos de Sus Majestades Católicas, quienes mucho le acariciaron, y agradecieron sus grandes servicios con parecidos favores. Y retirado para su sosiego a las tierras que le fueron concedidas en Andalucía, el bueno de mosén Pedro se dedicó hasta el término de sus días, que fueron muchos y felices, a beber vino y hartarse de tórtolas y de perdices guisadas de mil formas diferentes, en recuerdo de los tiempos pasados. No haciendo nunca caso de la sentencia latina que dice: Omnia saturatio mala, perdicis autem pésima. Esto es, que si todo hartazgo de comida es malo, el de perdiz es el peor.

Pedro Plasencia Fernández 17 noviembre, 2016 17 noviembre, 2016
La campaña otomana del verano de 1537

He realizado una visualización cartográfica a partir de la información proporcionada por Álvaro Casillas Pérez en su tesis de doctorado (aún por presentar..), y en connivencia con él, para presentar los movimientos de armadas, flotas, flotillas y navíos sueltos en el Mediterráneo y, más concretamente, en el Tirreno, a partir de la información obtenida tras el análisis de la documentación seleccionada y extraída del Archivo General de Simancas a efectos de su investigación en curso. El archivo que se presenta aquí es una versión alterada sólo en lo estético de la presentada en dicho trabajo de máster. La carta general del Mediterráneo ha sido elaborada a partir de la copia digital del Atlas de Battista Agnese, de 1544, como se puede consultar en la Biblioteca Digital Hispánica, cuyo original se encuentra en la Sala Goya de la Biblioteca Nacional de España, Sede Recoletos, bajo las signaturas GMM/2141 y GMM/2142. Las cartas de aproximación a las costas orientales del Mar Tirreno y al Canal de Otranto han sido elaboradas a partir de la copia digital de una versión de finales del s. XVII o principios del s. XVIII del Kitab-i Bahriye de Piri Reis, de 1525, como se puede consultar en la David Rumsey Map Collection de las Stanford University Libraries, cuyo original se encuentra en el Walters Art Museum, de Baltimore, bajo la signatura W.658. La presente obra se ofrece bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Para cualquier comentario sobre los materiales originales, la técnica de digitalización por vectorialización u otros procesos técnicos involucrados en la elaboración de este objeto digital, la elaboración de otros objetos similares, su uso legal, o la formación en humanidades digitales, por favor, contactar a su autor a la dirección de correo electrónico asociada a esta cuenta, o por mensaje directo a la cuenta de Twitter @herdado. Archivos Adjuntos mapa Meditrráneo 1537 (2 MB)

David Domínguez Herbón 5 octubre, 2020 5 octubre, 2020 campaña otromana de 1537, mapa, visualización cartográfica
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: I- Sociedad y Cultura”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: I- Sociedad y Cultura” Las décadas de los setenta y ochenta del pasado siglo, en España tuvieron gran trascendencia político-social, ya que en ellas transcurrió la etapa final del franquismo y el convulso período de la Transición hacia una monarquía parlamentaria. Fueron años de explosión creativa y riesgo para una generación juvenil inconformista, que modelaron una dinámica cultural que ampliase las limitadas opciones permitidas. Al ejercer como periodista free-lance o colaborador para numerosas publicaciones que mantenían una línea critica (Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Sábado Gráfico, Cambio 16, Diario 16, Hermano Lobo, Qué, Reseña, Criba), que al soportar una férrea censura política tenían como único espacio para manifestar disconformidad los temas culturales, traté de abordarlos como vehículo para planteamientos opositores. Así me especialicé en antropología (fiestas populares y tradiciones), espectáculos teatrales (especialmente por los grupos independientes), arte de vanguardia, medios de comunicación, antipsiquiatría y fotomontajes. En 2020 los digitalicé, estructurados en 3 bloques, que presentaré sucesivamente.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 26 marzo, 2021 Contemporánea, cultura, España, franquismo, periodismo, sociedad, Transición
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: II- Artes”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: II- Artes” 2º bloque de la recopilación de mis artículos.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 26 marzo, 2021
“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: III- Rutas y Fiestas”

“España en los años 70 y 80. Una visión crítica: III-  Rutas y Fiestas” 3º y último bloque de la recopilación de mis artículos publicados.

Demetrio E. Brisset 26 marzo, 2021 28 marzo, 2021
The Lace Wars, un ejemplo de buen material de estudio operacional

Como primer ejemplo de los materiales con los que estoy trabajando, he preparado en castellano esta presentación de los estudios operacionales Lace Wars de Red Sash. Los propios autores dudan entre lamar a su obra “juego” o “estudio operacional”. Es imposible prácticamente conseguirlos físicamente, en Europa solemos utilizar las versiones Print and Play, confiando en el arte de nuestra imprenta favotita. O utilizamos los módulos de Vassal. Iré subiendo materiales y referencias sobre el uso de estas herramientas para el aprendizaje de varias áreas del conocimiento. Sirva como introducción, a la espera del permiso del traductor al castellano de la “parte naval” de Red Sash para compartir aquí su trabajo, disponible en abierto de todas formas en su trabajo de La BSK Archivos Adjuntos Lace Wars presentación traducida (451 kB)

Aitor Saiz Lasheras 15 febrero, 2022 16 febrero, 2022
Viendo 181-190 de 191 documentos