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BERTRAND RUSSELL: Por qué no soy cristinano

BERTRAND RUSSELL: Por qué no soy cristinano. NOTA DE LECTURA DE UNA COLECCIÓN DE ENSAYOS DE HACE MEDIO SIGLO.   De BERTRAND RUSSELL, site Por qué no soy cristiano, cheap edic. o compilación de Paul Edwards, recipe traducción de Josefina Martínez Alinani, revisada por Javier Lacruz, Edhasa 2008 y Diario Público 2010.   La introducción del compilador Paul Edwards, que fecha en Nueva York en octubre de 1956, habla de un tiempo del que denuncia “Las tentativas de inyectar religión donde la Constitución lo prohíbe” y los intentos de “destruir el carácter laico de los Estados Unidos”. De plena actualidad aún. Y lo ilustra con un apéndice interesante: “Cómo se evitó que Bertrand Russell enseñase en la universidad de la ciudad de Nueva York”. Un episodio de 1940, en plena guerra mundial por lo tanto, que podía explicar el furor de un obispo y de un juez católico ante un Russell acusado por ellos de ateísmo e inmoralidad, furor belicista. Un buen ejercicio narrativo, con cartas muy expresivas de los protagonistas, artículos de prensa o fragmentos de sentencias judiciales, entre novela negra y literatura de avisos, una buena y precisa relación.   BERTRAND RUSSELL: Por qué no soy cristinano. NOTA DE LECTURA DE UNA COLECCIÓN DE ENSAYOS DE HACE MEDIO SIGLO.    

Emilio Sola 3 marzo, 2012 3 marzo, 2012 cristianismo, prueba de edición, Religiones, tolerancia
Jean-Paul Sartre: La náusea. Una reseña para Nadadores

Una nota de lectura breve para la colección de Nadadores del Archivo de la Frontera.  http://www.archivodelafrontera.com/wp-content/uploads/2016/08/JP-SARTRE-LA-NAUSEA-2016.pdf 

Emilio Sola 26 agosto, 2016 26 agosto, 2016 existencialismo, novela, Sartre
El padre del cuchillo. Primera parte, con la conjura de los 35 capitanes de la dentadura áurea

Descripción / Resumen: Ensayo de edición de relato del ciclo del Paraíso de las islas, prescription para la sección de E-libros del ADF. En principio, estos relatos proceden todos de la Biblioteca de don Borondón el Babilónico o el Antiguo, a la que hoy llaman Biblioteca del naranjal, en la costa levantina valenciana española. Son relatos elaborados por amanuenses individuales, como dieron en llamase, o por grupos de trabajo que investigaron historias de la formación y desarrollo de lo que dieron en llamar paraíso de las islas, nuestro presente actual o nuestra realidad sin más. He aquí el texto que dejo a vuestra consideración, por si os parece que merece la pena subirse al Archivo de la frontera, a la sección de E-Libros, para la colección de relatos de El paraíso de las islas. Texto ilustrado con dibujos del autor: EL PADRE DEL CUCHILLO: PRIMERA PARTE        

Emilio Sola 2 mayo, 2012 2 mayo, 2012 Biblioteca de don Borondón, mitología, novela, Paraíso de las islas
Historia de un desencuentro: Capítulo 9

CAPÍTULO IX. 1. RODRIGO DE VIVERO Y VELASCO EN LAS ISLAS FILIPINAS.  En el verano de 1608, viagra sale tras un periodo de gobierno de la Audiencia, llegó a Manila Rodrigo de Vivero y Velasco como gobernador interino, mientras llegaba a Filipinas el nuevo gobernador Juan de Silva, que lo haría en abril de año siguiente. En la ciudad acababan de terminar una serie de disturbios de la población japonesa, considerados por el oidor Antonio de Morga como uno de los momentos de mayor peligro para el dominio español en Filipinas; el nuevo gobernador se encontró con los responsables ya castigados por la Audiencia, con unos doscientos encarcelados. También se encontró con el piloto inglés William Adams, como enviado de Japón para asuntos comerciales[1].   Rodrigo de Vivero encontró despachado ya el navío anual que los hispanos enviaban a Japón. Y actuó con decisión. Mandó liberar a los doscientos japoneses presos, y encargó al oidor de la Vega sacarlos de la ciudad y buscarles pasaje para su tierra, lo que logró a lo largo del mes de junio. Años después recordaba el incidente y reseñaba que Ieyasu se había mostrado agradecido con ese gesto. Por el navío hispano ya preparado para viajar a Japón escribió a Tokugawa Ieyasu y a su hijo Hidetada –ya shogún, aunque siguiera llevando el peso del poder su padre–, con imperio y no con sumisión, y le relataba lo que había sucedido en Manila con aquellos japoneses que le rogaba fueran castigados; también le pedía que en adelante no dejara pasar a Manila sino a mercaderes y gente necesaria para la contratación.   Pero iban mucho más allá las cartas. Tenían un tono de gran sencillez y mostraban un positivo deseo de continuar las buenas relaciones ya asentadas, que evocaba como una antigua amistad hispano-japonesa: lejos de abandonarla o dejar que se consuma o se entibie, con diligencia trataré de apretar los nudos de esa larga amistad. Expresaba su deseo de que el navío llegara al Kantó, aunque quitaba importancia al hecho de que no sucediera así ya que todos los puertos del país estaban bajo su dominio, como se lo había comunicado a Anjin –nombre dado por los japoneses al piloto inglés. Finalmente, la obligada recomendación de que hiciera merced a los frailes.   La carta a Hidetada era más concisa, pero de no menor interés: A. Convenía conservar la amistad mutua. B. El navío anual al Kantó era una manifestación de esa amistad. C. Que permita la venida de comerciantes japoneses a Manila en no más de cuatro naves anuales. D. Que mostrase benignidad a los frailes predicadores.   El viaje de William Adams, portador de estas cartas tras entrevistarse con Rodrigo de Vivero en Manila, no fue reseñado por los españoles de Filipinas –al menos en la correspondencia oficial; ni siquiera por el mismo Vivero en sus escritos contemporáneos a estos sucesos ni en los que –años después, ya en México– dedicó a sus gestiones con los japoneses. El viaje lo haría el piloto inglés por sugerencias de Moreno Donoso a Tokugawa durante su estancia en la corte japonesa en 1606[2]. En fuerza de los consejos y diligencias de William Adams se abrió a los españoles el puerto de Uraga, dice Lera al relatar estos momentos. En este viaje, realmente, el navío español llegó a ese puerto, en el Kantó, por primera vez y ello debió contribuir al éxito de esta primera gestión de Rodrigo de Vivero con los Tokugawa. Para los japoneses los informes del piloto inglés debieron ser importantes en ese momento, mientras que para los hispanos había pasado desapercibido –al menos en la documentación oficial– como generalmente, salvo en el caso de Harada, sucedía con los embajadores que llegaban a Manila, pocas veces identificados con su nombre; tal vez confundidos con los comerciantes mismos.   El viaje de Adams de regreso con las cartas para Ieyasu se hizo en el verano de 1608, y ese mismo verano, en agosto, un decreto del shogún prohibía inquietar a las naves de mercaderes de Luzón, bajo graves penas. El decreto fue fijado en Uraga, a la entrada del puerto[3]. Era el puerto más estimado y de mayor porvenir de los dominios tradicionales de los Tokugawa, cerca de Yedo, la actual Tokio. El viejo deseo de Ieyasu parecía comenzar a cumplirse.   Su respuesta fue también inmediata. La carta de Ieyasu lleva fecha de 14 de septiembre y la de su hijo el shogún de 2 de octubre. En su estilo de gran concisión, la de Ieyasu incluye, sin embargo, expresiones amistosas como puedo aseguraros que la amistad que nos une será siempre inalterable. Acusaba la llegada del navío hispano a Uraga y agradecía la notificación que de su nombramiento le hacía el nuevo gobernador Vivero. Le concedía poder para castigar a los japoneses revoltosos hasta con la pena de muerte y le aseguraba el buen trato a los comerciantes hispanos que fueran a Japón. La carta de Hidetada era igual de breve y amistosa; por parte de Japón se seguirían los contactos con los españoles, que es de desear que nuestras comunicaciones se multipliquen; a ambos países beneficiaban las relaciones comerciales.   Es una novedad en las relaciones hispano-japonesas a principios del XVII la desaparición de la desconfianza ante las expresiones retóricas de sentido ambiguo en lo referente al reconocimiento y vasallaje, que tanto había frenado a las autoridades de Manila en la época de Hideyoshi Toyotomi. Era un nuevo estilo, pues, el adoptado desde el primer momento por Ieyasu, con aquel embajador excepcional que había sido Jerónimo de Jesús, uno de nuestros primeros niponólogos. Rodrigo de Vivero comprendió que los únicos intereses de los japoneses eran económicos y comerciales. La Audiencia de Manila también aprobaba y defendía esta relación amistosa con Japón, con beneficios claros para la colonia hispana, pero deseaba una confirmación expresa de Felipe III de la posibilidad de abrir ruta comercial con Japón, y así lo pidió explícitamente en julio de 1608[4]. Al mismo tiempo que en la corte española, desde el Consejo de Indias, se comenzaba a admitir esta posibilidad, en el marco de la nueva política que se estaba diseñando para Extremo Oriente acorde con las pretensiones castellano-mendicantes.       2. EL VIAJE ACCIDENTAL DEL GALEÓN SAN FRANCISCO A JAPÓN.  En abril de 1609 llegó a Manila el nuevo gobernador Juan de Silva, en el momento en que en Cavite se aprestaban los navíos que habían de viajar a Japón y a Nueva España, al puerto de Acapulco ya. Rodrigo de Vivero, años después, en la evocación de estos tiempos, reprochó al gobernador Silva su poca diligencia en los despachos de estas naves que debían salir con rapidez dadas las características complejas de su largo viaje; a esa tranquilidad, si no negligencia, de Silva, entre otras causas, atribuía el ex-gobernador Vivero la pérdida del San Francisco y el Santa Ana en el verano de 1609[5].   El 25 de julio salieron de Cavite los tres galeones que aquel año los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco. Semanas antes había salido el navío anual a Japón, con Juan Bautista Molina como capitán y las cartas y regalos habituales del gobernador. Silva, como había hecho Vivero un año antes, se presentaba como nuevo gobernador a los Tokugawa, mencionaba los problemas creados por la colonia japonesa en Manila –el espíritu batallador y violento de los japoneses radicados en el Archipiélago, resume el Sr. Lera– y pedía favor para los frailes, obligado final en este tipo de correspondencia. El 5 de agosto Ieyasu respondía al gobernador con la brevedad acostumbrada; le recordaba el poder que había concedido a las autoridades de Manila para castigar a japoneses revoltosos y le enviaba las leyes japonesas que en casos similares se aplicaban y que los españoles siempre juzgaron de excesiva dureza. Daba la bienvenida al nuevo gobernador, se alegraba de que continuara la comunicación comercial con el Kantó y terminaba la carta con la expresiva frase de Los padres son tratados con simpatía y buena voluntad[6].   El Sr. Lera sitúa tras esta embajada la concesión del shogún Hidetada de permisos para que pudiesen fondear en cualquier puerto de Japón los galeones de viaje a Acapulco con problemas en la navegación; transcribe, incluso, el texto de uno de esos permisos con fecha de noviembre de 1609. Estos permisos, también llamados chapas por los hispanos castellanizando la denominación japonesa, habían sido usados ya por el galeón Espíritu Santo en 1602, cuando por fuerza había tenido que refugiarse en un puerto japonés; desde entonces los galeones de Acapulco llevaban consigo uno de estos permisos o chapas para mayor seguridad; el que reproduce Lera del 2 de noviembre de 1609 debió estar más relacionado con la llegada de los galeones San Francisco y Santa Ana a las proximidades de Yedo y a Bungo respectivamente a finales de ese verano que con la gestión del capitán Juan Bautista Molina.   El 25 de julio salieron de Cavite los galeones San Francisco, Santa Ana y San Antonio con las mercancías y despachos que los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco[7]. Juan Cevicós era el capitán y maestro del galeón San Francisco, en el que viajaba Vivero y Velasco de regreso a México, y como capitán del Santa Ana iba Sebastián de Aguilar. A la salida de Cavite, a la altura de Maribélez, el San Francisco, que era la capitana, se separó de los otros dos a causa del mal tiempo. Poco después se separaron también los otros dos galeones y el San Antonio, que era la nao almiranta, consiguió llegar a Nueva España. El Santa Ana tuvo que tomar puerto en Bungo, en donde estaba el 13 de septiembre y en donde fue bien acogido merced a los permisos o chapas que llevaban para este viaje.   El galeón San Francisco tuvo peor fortuna. En circunstancias similares al galeón San Felipe trece años antes en Tosa, tras repetidas tormentas el 30 de septiembre se hizo pedazos cerca de Yedo, en el Kantó, pereciendo parte de los tripulantes y perdiéndose mucha mercancía. Otra mucha mercancía se salvó en las playas de la zona; el galeón quedó inservible y los hispanos se salvaron gracias a las autoridades locales japonesas. Rodrigo de Vivero hubo de salir a nado tras estar, como la mayoría de los supervivientes, desde las diez de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente colgados de las cuerdas y jarcias del galeón. Se iniciaba, con este naufragio, uno de los momentos culminantes de las relaciones hispano-japonesas.   Ese mismo verano, en julio, el galeón de Macao –el Madre de Dios– enviado anualmente por los portugueses llegó a Nagasaki con sus mercancías y una gestión especial que, en principio, no debía suponer ningún problema. Después de unos incidentes en Macao entre japoneses súbditos del daimyo de Arima y portugueses, las autoridades habían hecho ejecutar a varios japoneses; el capitán del Madre de Dios, Andrés Pesoa, debía informar de los sucedido a las autoridades japonesas de ello, al tiempo que llevaba a cabo su misión comercial. Desde su llegada a finales de julio, como dijimos –mal aconsejado según algunos contemporáneos en cómo debía llevar a cabo la gestión–, fue víctima de diversas intrigas que culminaron, el 6 de enero de 1610, de manera dramática; Andrés Pesoa, antes de entregar la nave a las autoridades japonesas, tras una larga resistencia, prendió fuego al Madre de Dios y murió en el incendio. La quema del galeón de Macán fue un suceso que causó gran impresión en los medios hispano-portugueses y levantó una nueva polémica[8].   Contemporánea a estas desgracias, fue la segunda aparición de los holandeses en Japón. El primero de agosto de 1609 –en octubre el almirante Witter sufriría un descalabro naval en Manila, a la altura de Marivélez, en donde encontró la muerte– llegaron naves holandesas a Hirado y fueron bien recibidos como todos los barcos extranjeros a los que estaban habituados en el sur japonés. La buena acogida que les dieron las autoridades japonesas alarmaron a los hispanos y a los portugueses, en pleno conflicto con el capitán Andrés Pesoa del Madre de Dios. Desde el primer momento, el capitán Juan Bautista Molina y los frailes castellanos rogaron a Ieyasu y al shogún que no permitiesen en sus costas a aquellos súbditos rebeldes de Felipe III, e invocaban para ello la amistad hispano-japonesa[9]. En aquellos momentos, el gobernador Silva armaba la flota que se había de enfrentar a Witter y que iba a romper el verdadero bloqueo del puerto de Manila que estaban consiguiendo los holandeses, como peculiar celebración de unas treguas que los convertían en vencedores de la Monarquía Católica.   Entre las razones que movieron a Rodrigo de Vivero a quedarse en Japón y  no embarcarse en el galeón Santa Ana para proseguir viaje a Nueva España, para visitar a Ieyasu y negociar con él, estaban estos sucesos que el ex-gobernador de Filipinas captó como decisivos para Extremo Oriente.         3. RODRIGO DE VIVERO EN YEDO Y SURUGA.  Los pormenores de la estancia de Rodrigo de Vivero en Japón los narra él mismo en una extensa relación que escribió bastantes años después de los hechos y que, dada su minuciosidad, es presumible que estuviese basada en notas conservadas por el autor y protagonista de la narración. En ella, como en otros escritos de Vivero, aparece la eficacia narrativa de un gran prosista.   El 30 de septiembre de 1609 el galeón San Francisco, tras más de dos meses de navegación e innumerables desventuras, encalló en unos arrecifes en 35 grados de altura”. Desde las diez de la noche de aquel día hasta el amanecer del siguiente, los tripulantes del galeón lucharon contra el mar colgados de jarcias y cuerdas, porque la nave se fue partiendo en pedazos; y el más animoso esperaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar. Al amanecer consiguieron llegar a tierra, unos en maderos, otros en tablas; y los que se quedaron últimamente, en un pedazo de la popa, que fue el más fuerte y el que más se conservó hasta llegar a tierra. Los supervivientes, unas trescientas personas, no habían podido salvar nada del galeón ni sabían siquiera si aquello era tierra poblada o no; los pilotos, fiados de las cartas marinas, decían que aquella tierra no podía ser del Japón pues su cabeza estaba señalada en los 33 grados y medio, mientras que ellos se encontraban a más de 35 grados. Poco después vieron arrozales y tierras cultivadas, y unos campesinos les informaron de que estaban en Japón, con gran alegría de los naúfragos. Los primeros momentos fueron de gran desconcierto; los campesinos de una aldea cercana y pobre, que Vivero llama Yubanda, los ayudaron con ropa y comida; posteriormente supieron que un consejo de la aldea los había condenado a muerte. Pudieron entenderse con aquellas gentes por medio de un japonés cristiano y les hicieron saber que Rodrigo de Vivero era el ex-gobernador de Luzón. El señor de aquellas tierras ordenó que los trataran bien, en particular a Vivero, pero que no dejasen salir a ninguno del lugar. Pocos días después el mismo señor visitó a Vivero, con gran acompañamiento y ceremonia, llevándole como regalo cuatro kimonos, una catana, una vaca, gallinas, fruta y vino de arroz; les prometió alimentos para el tiempo en que se quedaran en su tierra, que fueron en total treinta y siete días.   Vivero envió a la corte japonesa al capitán del galeón, Juan Cevicós, y al alférez Antón Pequeño, tras recibir permiso para ello. Cevicós cuenta[10] que fueron recibidos por los consejeros de Hidetada en Yedo, a los que les expusieron que, habiendo podido arribar a Manila, no lo habían intentado por sernos más cómodo para proseguir el viaje de la Nueva España el repararnos en su tierra; y que viniendo a ella, fiados de su amistad y chapas, nos habíamos perdido; les pidieron también la devolución de la hacienda que los japoneses habían tomado del naufragio. Al día siguiente los consejeros les comunicó el pesar del shogún Hidetada y el agradecimiento por la confianza que habían tenido en su padre Ieyasu y en él; ordenó que les diesen cartas para los bugíos –que son como en España jueces de comisión– enviados al lugar para que les entregasen lo recogido y los dejasen venderla libremente. Más tarde se vio que el contenido de la carta no era como pensaban los españoles, sino sólo que recogiesen y beneficiasen la hacienda que escapase. La orden de entrega a los españoles llegó al día siguiente del regreso de Cevicós y Antón Pequeño a donde estaban sus compañeros, y la traía un enviado de Ieyasu con disculpas por no haberla concedido con anterioridad, culpando a su hijo el shogún del retraso. El 6 de noviembre, al fin, tras un mes de estancia en el lugar, les fue devuelta la hacienda del galeón.   Juan Cevicós –que comienza a mostrarse más crítico que Vivero en su visión de la realidad de las relaciones hispano-japonesas– comenta que hubo muchas sustracciones y robos, a veces ante los mismos españoles, otras con asentimiento de Hidetada, así como que pusieron condiciones en la fijación de los precios de las mercancías; si lo que nos tomaron y nos volvieron –escribía Cevicós– nos lo dejaran libremente vender, como publicaron, sé sin duda que sacáramos arriba de quinientos mil pesos. Vivero reseña la llegada de un enviado de Ieyasu y de su hijo el shogún con disculpas y órdenes de devolución de la hacienda, pero pasa por alto estas sustracciones, sin duda anécdotas menores para su análisis de la situación. Su versión, además, perfila mucho más el asunto. La entrega de la ropa salvada a los hispanos la presenta como un favor del shogún; según las leyes de Japón, todo lo que salía a tierra procedente de un naufragio, ya fuese japonés o extranjero, pasaba a propiedad del shogún; en el caso del San Francisco, éste se lo entregaba a Vivero como gracia personal. Entre los naúfragos se discutió sobre la validez de la concesión y el derecho del ex-gobernador de Filipinas a hacerse cargo de todo; aunque era el tiempo más estrecho de mi vida –escribió luego Vivero–, y no faltaban opiniones favorables de mi parte, lo entregó todo al capitán Juan Cevicós para que volviese aquellos géneros y mercadurías a Manila, o su procedido, y lo entregase a quien de derecho perteneciese. Quizá sea en estos momentos mismos cuando surgieron las discrepancias entre Rodrigo de Vivero y Juan Cevicós; aunque no se nombraron el uno al otro de forma ofensiva, sí defendieron posturas opuestas con ardor. Ambos fueron los más claros exponentes de los dos grupos antagónicos en que se comenzaba a dividir el que llamáramos partido castellano mendicante.   El emisario trajo también la invitación para que Rodrigo de Vivero pasara a la corte de Yedo y de Suruga. La corte de Hidetada, en Yedo, estaba a unas cuarenta leguas del lugar del siniestro; en la ciudad que Vivero denomina Hondaque –quizá la ciudad de Odaki, cerca de Katsuura, ciudad cercana al lugar del naufragio–, recibió la invitación del señor de la tierra para visitar su palacio; lo describe someramente y alaba su fortaleza, a pesar de ser uno de los señores más modestos del Japón. Fue bien acogido y hospedado en el trayecto y en la ciudad y corte shogunal –en donde se quedó ocho días– fue recibido por una gran multitud. Muchos notables japoneses visitaron al ex-gobernador hispano y la afluencia continua de gente obligó a las autoridades japonesas a poner guardias en la casa en donde lo alojaron. Hidetada lo recibió con la magnificencia y ceremonia que tantas veces admirara a los occidentales, con palabras afables y alentadoras; le preguntó con interés sobre asuntos de navegación, le regaló doce catanas y diez cuerpos de armas y le dio permiso para pasar a Suruga, ciudad en donde estaba la corte de Ieyasu. La ciudad y el palacio del shogún impresionaron a Rodrigo de Vivero; las describió minuciosamente, como luego hizo con otras ciudades y palacios que visitó.   A Suruga llegó a finales de noviembre; también acudió mucha gente atraída por la novedad de los extranjeros. Durante la semana de espera para la recepción en el palacio, Ieyasu le envió regalos a diario, así como algún criado que hablase con él de cosas de España, de su rey y de otros asuntos similares. A las dos de la tarde de un día de primeros de diciembre fue conducido al palacio de Ieyasu y dos secretarios concretaron el protocolo. Vivero expuso lo que creyó conveniente para salvar las viejas desconfianzas en torno al reconocimiento y vasallaje: les resaltó la imposibilidad de que los hispanos pudieran dar reconocimiento a un rey diferente al rey de España. El ex-gobernador dio mucha importancia a esta exposición de principios, de alguna manera, y recomendó que se cuidara mucho su traducción; los secretarios así lo debieron hacer, pues durante media hora Vivero esperó en la antesala del viejo Tokugawa antes de que éste le recibiera para hacerme la mayor merced y honra que jamás se había hecho a nadie en aquellos reinos. Merece la pena recoger el discurso elaborado pro Vivero para la ocasión, aunque algo extenso y prolijo por su carácter modélico de alguna manera:   Le referí que el rey don Felipe, mi señor, había honrado con servirse de mí en el gobierno de las Filipinas; y que volviendo a darle cuenta de lo que a mi cargo estuvo, –sin ser la derrota llegar a Japón ni con muchas leguas, como sería posible que nunca llegase otro de mis sucesores que fuese tan desdichado–, la nao en que venía, con una tormenta recia, violentada de la fuerza del viento y de las corrientes, había venido a dar a unos arrecifes y peñas en la costa de Japón, donde se hizo pedazos. Y los que escapamos de ella salimos en maderas y tablas, juzgando que estábamos en alguna isla despoblada, hallándonos después gozosísimos de que fuera tierra de Japón y donde reinara un rey tan grande y tan piadoso para los forasteros. Pero aunque en esto se nos había mejorado la suerte, estaba claro que hombres desnudos y a quien la fortuna había echado allí sin dejarles más que la vida, y esa a voluntad del Emperador, que cualquier gracia que se les hiciese era estimable. Y que yo, como uno de ellos y que había estado con nombre de cautivo tantos días, no cabía en razón que pusiese demanda y pleito a la cortesía que me quisiese hacer quien en habérmela hecho de la vida me había honrado tanto. Pero advirtiese que por dos caminos me podía recibir y tratar el Emperador; el uno como a un caballero particular que en su reino se perdió, y el otro (como) a criado de mi rey y que tan próximo había representado su persona. Que en el primer camino no se me ofrecía qué dificultad pues para lo que yo por mi solo merecía, cualquier honra que su alteza me hiciese me sobraba de ancha. Pero que determinándose a tratarme como a criado y ministro de mi rey, que todavía tenía que pensar. Porque el rey don Felipe, mi señor, era conocidamente el más poderoso y mayor rey del mundo, pues sus monarquías e imperio se extendían por toda la India Oriental y por lo demás del Nuevo Mundo, sin lo que en Europa poseía, con que se habían tenido por grandes sus antecesores. Y que siendo amigo suyo el Emperador, como profesaba serlo, todo lo que esforzase y llevase adelante esta amistad y su conservación, sin interrumpirla por dejar de hacer merced a los vasallos y criados de mi rey, entendía yo que su alteza lo procuraría, sin embargo de que por mi parte aseguraba que de cualquier manera que me tratase me hallaría muy favorecido y honrado.   Se intercambiaron frases diplomáticas y amigables, Ieyasu ofreció a Vivero lo que le pidiese y presenciaron juntos tres recepciones oficiales, dos a nobles japoneses y una a fray Alonso Muñoz, comisario de los franciscanos, portador del presente de la nave de Manila, todo con un ceremonial lleno de muestras de sumisión y en silencio. Según la costumbre japonesa, Rodrigo de Vivero no trató directamente con Ieyasu los asuntos de interés, sino en sucesivas entrevistas con un secretario al que Vivero llama Consecundono. El resumen, fueron las tres peticiones que Vivero envió por escrito a Ieyasu: A. Protección y libertad para los religiosos, muy queridos por el rey de España. B. Mantener la amistad entre el rey de España y el de japón. C. Expulsión de Japón de los holandeses, enemigos del rey de España y ladrones.   Al día siguiente de estas peticiones Ieyasu respondió afirmativamente a las dos primeras solicitudes, pero no accedió a la expulsión de los holandeses por tener ya empeñada su palabra con ellos. Ofreció, sin embargo, una nave a Rodrigo de Vivero para volver a Nueva España, así como el dinero necesario para ello, tres mil taes que el ex-gobernador rechazó por no obligarse a una costosa correspondencia. En aquel momento pensaba llegar a Nueva España en el Santa Ana, todavía en Bungo. El secretario de Ieyasu pidió a Vivero que enviasen los hispanos a Japón algunos mineros para la explotación de sus minas de plata; de alguna manera, el viejo proyecto diseñado por Ieyasu y Jerónimo de Jesús parecía volver a poder desarrollarse, una vez se había normalizado la base de aquel proyecto, el navío anual de Manila al Kantó. Vivero respondió con prudencia a esta petición explicándole que debía conocer la voluntad del rey de España antes de prometer nada al respecto.   Ya en la ciudad de Meaco, residencia del mikado, otra vez por encargo de Ieyasu un principal de la ciudad y unos ricos mercaderes ofrecieron a Vivero una nave para volver a Nueva España, con la única condición de traer a la vuelta mercaderes y abrir una ruta comercial que a ambas partes favorecería. Tal vez por entonces decidiera el ex-gobernador de Filipinas aprovechar aquella situación excepcional que se le presentaba, y en aquellas circunstancias también excepcionales. El 24 de octubre se había dado un gran combate naval hispano-holandés que puso fin a un verdadero bloqueo de Manila que Molina calcula de cinco meses[11] y que debía seguirse en Japón con excepcional interés por japoneses, holandeses e hispano-portugueses. El virrey de México, marqués de Salinas, justifica que su sobrino no embarcase en el Santa Ana y decidiese quedarse en Japón al enterarse de cómo el emperador del Japón trataba de dar puerto y entrada en su tierra a los holandeses, a que asistían allí dos navíos de ellos, de los que fueron sobre el Maluco, y para procurar impedirlo y el daño que a la mar del Sur le podría venir haciendo allí pie esta gente[12]. Fuera la que fuera la razón, Rodrigo de Vivero aceptó finalmente el ofrecimiento de la nave, a condición de que estuviera lista y aviada para el viaje antes de un año.   Y comenzó una intensa actividad negociadora, con un proyecto de capitulaciones entre España y Japón que llevan fecha del 20 de diciembre de ese año de 1609, año tan denso de episodios relevantes para la Monarquía Católica de Felipe III; dos meses después de aquel combate naval de Silva contra Witter que ya tenía que ser conocido en Japón por avisos recientes; aunque no se mencione expresamente tal vez por parecerles un incidente más de aquel enfrentamiento sin duda mítico en la oralidad de los medios marineros y comerciales de Extremo Oriente.     4. GESTACIÓN DE LA EMBAJADA DE ALONSO SANCHEZ A ESPAÑA.  Rodrigo de Vivero decidió aprovechar aquella ocasión única. Para entonces ya estaba a su lado el franciscano sevillano Luis Sotelo, llegado a Japón tres años antes y que iba a ser el mayor entusiasta de una amplia alianza hispano-japonesa, a la consecución de la cual dedicaría el resto de su vida. A él le encargó Vivero, con el permiso de Alonso Sánchez, en las Navidades de ese año de 1609, llevar a Ieyasu una carta del ex-gobernador en la que le comunicaba que, a pesar de no llevar poderes del rey de España para tratar aquellos asuntos de tanta envergadura, sabía que a su rey le agradaría la correspondencia entre Japón y España con algunas condiciones; con la carta le enviaba unas posibles capitulaciones sobre las que negociar. Luis Sotelo debía recoger también una carta de Ieyasu que pudiera servir para negociar en la corte hispana aquel proyecto.   La primera redacción de las capitulaciones de Vivero es muy extensa y trata de tres puntos fundamentales: comercio Japón/Nueva España, técnicos para la minería de la plata y expulsión de los holandeses[13]. En cuanto al comercio, destaca la petición de que los productos hispanos pudieran venderse sin ponerles pancada ni tasas. Trato aduanero de favor, pues. Sobre el envío de mineros, Vivero se comprometía a gestionar el envío de cien o doscientos, con condición de que de los tales sea la mitad de la plata que se sacare, y de la otra mitad se hagan dos partes, una para Ieyasu y otra para el rey de España; tal un contrato campesino de aparcería; esto para las minas que descubrieran los hispanos, pues para las ya descubiertas debían concertarse éstos con los dueños de la mina. En los pueblos mineros debía haber sacerdotes y representantes del shogún y del rey de España; sobre los españoles tendría jurisdicción el embajador y otras autoridades hispanas que estuvieran en Japón. Ofrecía Vivero que, si Ieyasu le daba chapa y provisión real con expresa declaración de los diversos puntos y de que los llevase a la corte española, se obligaba a tratarlo con Felipe III y en dos años enviar respuesta y conclusión de todo.   Es admirable la modernidad de planteamientos desplegados por hispanos y japoneses, que muy bien hubieran podido transformar las prácticas coloniales al uso. Y hasta el devenir histórico, de alguna manera, si fuera permitido pensarlo así, mero futurible histórico.   Luis Sotelo debió cumplir su misión ante Ieyasu con eficacia y entusiasmo; a mediados de enero, Ieyasu había determinado enviarle por embajador al virrey de México y a España con cartas, presentes, capitulaciones y asiento de paz y trato entre Nueva España y Japón, a la vez que ordenaba armar una nave que habría de salir para allá en mayo o junio[14]. El 21 de enero Sotelo estaba de nuevo en la corte de Ieyasu para asesorar en la redacción de las cartas, papel, estilo diplomático, etc. Las cartas para España se dirigieron al duque de Lerma y aún se conservan en el Archivo General de Indias de Sevilla, con una elegante y sobria traducción del Dr. Hidehito Higashitani[15]. El texto hace referencia únicamente al comercio hispano-japonés entre México y Japón con dos frases: El ex-gobernador de Luzón trató de que venga navío de Nueva España a Japón. Le declaro que dicho navío puede venir a cualquier puerto de japón con toda libertad. Ese era el motivo de la embajada para Sotelo: asentar las paces con el rey de España y establecer comercio entre Japón y México.   De más interés que las cartas en sí son las capitulaciones que Ieyasu ofreció –contrapropuesta de las enviadas por Vivero– para que se negociasen en México y Madrid. Se referían únicamente al comercio, ofreciendo libertad de elección de puerto y escala para los galeones de Manila a Acapulco. En un apartado, una breve referencia a los religiosos: se les consiente estén donde quisieren en todo Japón. Nada se decía de los mineros –las condiciones eran algo leoninas, a simple vista– ni de la expulsión de los holandeses de sus tierras.   Mientras Luis Sotelo llevaba a cabo esta negociación, Rodrigo de Vivero, a finales de diciembre, se embarcó en Osaka hacia el sur, hacia Bungo, en un viaje por muy lindos lugares; llegó allá poco después de la quema del galeón de Macao –el 6 de enero de 1610. Portugueses e hispanos de Filipinas –Cevicós, el gobernador Silva– juzgaron el hecho como un acto mezquino; si no del propio Ieyasu, sí de algunos notables japoneses que confundieron con sus indicaciones a Andrés Pesoa y le enemistaron con el shogún y con Ieyasu. Rodrigo de Vivero, sin embargo, se atuvo a la explicación oficial; además de lo visto, a Sotelo en la corte japonesa le habían dado también satisfacción del suceso de la nao de Macán, y cómo la culpa había sido de los portugueses.   Años más tarde, Rodrigo de Vivero recordaría aquellos sucesos. Recordaba que Ieyasu le había escrito una carta a raíz de la quema del galeón portugués, y le había rogado volver a la corte para tratar sobre aquello, así como del asunto de los mineros y sobre los holandeses. Ello significaba perder la oportunidad de embarcarse en el Santa Ana; la carta que escribió a Ieyasu a primeros de marzo y al capitán del galeón hispano Sebastián de Aguilar dejan en claro, sin embargo, que aquel decidió su permanencia en Japón y aceptar la oferta para viajar en la nao que Ieyasu aprestaba para enviar a Nueva España en esos momentos.   Así se lo comunicó a Ieyasu en la citada carta del 8 de marzo. La nave que estaban aprestando para este viaje en Yedo había sido construida bajo la dirección de William Adams y estaban equipándola con una tripulación experta –Vivero cita entre ella al piloto Juan de Bolaños–, así como con japoneses que debían aprender la ruta. Le pusieron el nombre de San Buenaventura. En ella iría la embajada de Luis Sotelo, ahora reforzada por la presencia de Vivero, mayor garantía para el éxito comercial de la operación. La decisión tomada por Vivero la justificó así: Asegurar a Vuestra Alteza el gusto con que en Nueva España serán recibidos sus criados y vasallos, y que saliendo esa nao sin persona de respeto y autoridad se podría poner esto en duda; y porque los marineros y pilotos, llevándome por su cabeza, harán su viaje derecho y como conviene[16]. Era una muestra también de agradecimiento a Ieyasu por la buena acogida y alegró al Tokugawa, que ya se lo había pedido a través de algunos notables en su corte de Meaco con anterioridad.   Pero había otra razón más poderosa, que es la que hará llegar al virrey de México –a través del capitán Aguilar–, a Felipe III y la que da en la relación posterior. La nota al capitán del Santa Ana es escueta: Me hallo, a pena de mal criado de mi rey, obligado a volver a la corte del emperador (Ieyasu) a tratar de que los holandeses se despidan de su reino, causa gravísima a su real servicio[17]. Aún no se conocía la tregua hispano-holandesa de abril de 1609, pero la agresividad holandesa que la acompañó –la tregua se aplicaba en Extremo Oriente con un año de retraso con respecto a Europa– era llamativa. El capitán Aguilar salió de Usuki el 17 de mayo sin Vivero, por lo tanto, y llegó a Nueva España el 7 de octubre con los avisos de lo sucedido en Japón y de las negociaciones de Vivero[18].   En la corte de Ieyasu de nuevo, en Suruga, Rodrigo de Vivero trató personalmente de lo ya acordado con Sotelo, sin ningún progreso nuevo en las capitulaciones. Alonso Muñoz se encargó, finalmente, de hacer llegar a Madrid la embajada de Ieyasu a Felipe III; Luis Sotelo seguiría en Japón. Se llegó a un acuerdo también sobre el San Buenaventura y los cuatro mil ducados que fueron necesarios para aviarla; la cesión fue en concepto de préstamo, con orden –escribía Vivero– que si a mi me pareciese venderla acá se vendiese y le enviase empleado su procedido. La idea de Vivero y de Ieyasu era, sin embargo, que la nave retornase con mercancías y se abriese ruta comercial permanente entra Japón y Nueva España. Los veintitrés japoneses que se embarcaron en el San Buenaventura, capitaneados por Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay, debían ilustrarse en los usos de la mar y comerciales de los hispanos.   Estos conciertos terminaron el 4 de julio de 1610[19] y el San Buenaventura salió de Yedo el primero de agosto; tras una navegación sin incidentes llegó a Matachel, en la boca de las Californias, el 27 de octubre. Vivero se quedó en México, recién nombrado conde del Valle y gobernador de Panamá; Alonso Muñoz continuaría su viaje a Madrid, con los proyectos esperanzadores para un régimen político que intentaba reciclar su política exterior con urgencia; y que veía en Oriente y en el Mediterráneo –la expulsión de los moriscos había sido firmada simbólicamente el mismo día de abril que la tregua de los 12 Años con los holandeses– un buen escenario para recuperar la reputación perdida en la guerra del Norte.       5. RODRIGO DE VIVERO Y JUAN CEVICÓS, DOS POSTURAS ENFRENTADAS.  Juan Cevicós, llegó a Japón con Rodrigo de Vivero como capitán del galeón San Francisco; fue el encargado de comunicar a Hidetada el naufragio y, más tarde, de hacer llegar a Manila lo que se había podido recuperar de la hacienda del San Francisco. De Yedo pasó a Nagasaki para embarcarse desde allí para las Filipinas, y la quema del Madre de Dios y muerte de su capitán Pesoa en enero de 1610 sucedió estando él en Osaka. Finalmente, consiguió embarcar en Nagasaki en marzo de ese año después de seis meses por el país. Como había sucedido con otros capitanes de las naves naufragadas en Japón –Matías de Landecho o Lope de Ulloa–, este episodio debió influir en la dureza de juicio hacia los japoneses. De regreso a Manila, Cevicós fue apresado por los holandeses; liberado a continuación tras otro combate naval, llegó a Manila a principios del verano[20]. La extensa relación que redactó en Manila a raíz de estos sucesos, le convierten en otro lúcido analista de las relaciones hispano-japonesas, a la altura de Vivero pero opuesto a sus tesis. Suponía una escisión en las filas de los castellano-mendicantes, con intereses comerciales de fondo también.   Con anterioridad a la llegada a Manila de Cevicós, el gobernador Silva recibió los avisos de Japón por Juan Bautista Molina; había ido el verano de 1609 con el navío anual hispano y también había pedido a Ieyasu la expulsión de los holandeses de sus tierras, en atención a la paz asentada; él fue el que trajo el resumen más conciso de aquella presencia: los holandeses tenían factoría y habían prometido llevar a Japón tres naves anuales, así como gente de guerra y armas[21]. Estas ofertas, paralelas al bloqueo de Manila de Witter del otoño de 1609, eran la repercusión directa en Extremo Oriente de la política agresiva de la Compañía de las Indias Orientales frente a las concesiones de Oldenbarnevelt en las treguas ya para entonces asentadas y que habían comenzado a entrar en vigor también para Oriente en la primavera de 1610.   Como unos quince años atrás, en tiempo de Gómez Dasmariñas, se volvió a insistir en la petición de refuerzos a la corte hispana y se aceleraron los trabajos de fortificación de Manila. El gobernador Silva lo expresó de forma dramática: Como vuestra majestad no envía armada tiene muy perdido el crédito en estas partes, escribía en el verano de 1610[22]. Y particularmente, los japoneses iban ya desestimando (a los hispanos) y haciendo mucha estima de los holandeses. Un incidente enojoso –con su fuerte simbolismo, muy eficaz en medios populares fronterizos como aquellos– debió ser muy comentado; un barco japonés había llegado a Manila con una bandera japonesa en la popa y escrito en flamenco viva Holanda[23]. El gobernador de Filipinas decidió no enviar ese año el navío anual a Japón, aunque sí preparó un presente y las cartas habituales a los Tokugawa, que habría de llevar Juan Cevicós, el capitán del desaparecido galeón San Francisco.   Las cartas del gobernador Silva concretaban sus peticiones en tres puntos claros: A. Pedía la expulsión de los holandeses de los puertos de Japón; no podían cumplir su oferta de llevar a Japón seda china y otras mercancías si no era robando a los comerciantes que iban a Manila, pues ni en Holanda ni en China las podrían conseguir. B. Pedía que las mercancías hispanas que iban a Japón se vendieran libremente –sin pancada– como hacían los japoneses que iban a Manila. C. Pedía que los japoneses no trajesen plata a Filipinas para comprar seda porque las encarecían hasta un ciento por ciento; si deseara seda para sí o para sus criados, podían enviar plata y se les haría la compra en Manila.   Entretanto, Rodrigo de Vivero perfilaba, en los días mismos de su estancia en Japón, un nuevo plan de actuación de los hispanos más ambicioso para Extremo Oriente, en el que la nave de comercio  anual del Japón debía de pasar a Nueva España, a Acapulco. Criticaba el navío anual de Manila a Japón por servir más a los intereses de los particulares que de la corona y por estar desaprovechado su potencial comercial, por lo tanto; la afluencia de japoneses a Manila era peligrosa para la ciudad y provocaba la salida hacia China de la plata generada por ese comercio[24]. De alguna manera, coincidía con las tesis jesuítico-portuguesas aunque por motivos contrarios. Estas propuestas habían de llegar a la corte hispana con el embajador Alonso Muñoz.   Para el ex-gobernador de Luzón el Japón era más importante que las mismas islas Filipinas, y aún la mayor empresa que vuestra majestad tiene en estas partes mantener su amistad y alianza[25]. Y aducía varias razones para ello:   A. El bien espiritual, pues era imposible mantener y acrecentar la cristiandad sin la amistad de los Tokugawa. B. El bien del rey de España, pues con su amistad podrían llevarse a cabo conquistas nuevas en Asia, en Corea y luego en China. C. Era fundamental para la navegación del océano Pacífico la amistad del Japón –así como que no la asentasen con los holandeses–, como punto de apoyo para la navegación Manila/Acapulco, de manera que podía prescindirse de la jornada organizada para buscar las Islas Rica de Oro y Rica de Plata, posible escala de aquella navegación. D. Se podría mantener más fácilmente el Maluco que desde las Filipinas, por las inmejorables condiciones para construir barcos en puertos japoneses y por lo barato del hierro, jarcias, cables, salitre o arroz; la especiería del Maluco, llegaría más fácilmente a Nueva España a través de Japón. E. El comercio entre Nueva España y Japón canalizaría el oro y la plata japonesas hacia México con más beneficios que el obtenido con el comercio entre Japón y Manila.   A esta postura de Rodrigo de Vivero había de oponerse con rotundidad Juan Cevicós. Para el capitán del siniestrado galeón San Francisco la idea de Vivero era descabellada: Tan solamente… se puede llevar del Japón hierro, cobre y plomo… Pero esto, ¿quién no ve que resulta en menoscabo de los reales derechos que en España se pagan de lo que allá pasa a las Indias y en daño de los más próximos y necesitados vasallos de vuestra majestad cuales son los de Castilla?[26]. El tono de la réplica de Cevicós a los planes de Vivero tenía tono polémico y se enmarcaba en la disputa hispano-portuguesa; al radicalizarse para contrarrestar el excesivo castellanismo de Vivero, Cevicós –en principio defendiendo los intereses de los hispano-filipinos frente a los novo-hispanos– se aproximaba a las tesis portuguesas: De lo que el Japón carece y de lo que principalmente tiene gasto en aquel reino es de sedas y otros frutos de la China, los cuales se pueden llevar hasta la cantidad que sea necesaria y tenga salida con alguna ganancia, o por Macán solamente, como los años atrás se hacía, o solamente por Filipinas, caso que de Macán no fuesen. Pero si llevan por entrambas partes, además de que serán las ganancias más tenues, dase ocasión al Japón –respecto de ser naturalmente tirano, violento y cruel– para que desestime y haga demasías a los que de entrambas repúblicas fuesen a su reino.   Con argumentos estrictamente comerciales –tan diferentes a los de Vivero, más amplios y políticos– Cevicós terminaba recomendando el monopolio de Macao por la sencilla razón de que allí la seda era más barata que en Manila y el tráfico podía resultar más rentable. Y abiertamente sugería la cancelación de la ruta comercial entre Manila y Japón; los abastecimientos de harinas, clavazón, cobre o salitre podían llevarse de China; por experiencia –su experiencia personal primaba en este argumento–, los puertos japoneses no servían de escala para la navegación a Acapulco; en la predicación de Japón era mejor la presencia única de los jesuitas; los japoneses eran peligrosos para las Filipinas, y tanto más lo serían cuanto mayor fuera el trato, como se había visto en otros lugares de Asia. Podría hablarse de una escisión en el partido castellano-mendicante, de alguna manera, y hasta el Consejo de Portugal recomendó el informe de Cevicós en el momento en que llegaba a señalar la conveniencia de que las Filipinas pasaran a la corona de Portugal[27].               [1] Morga, op. cit. p. 166. Colin, op. cit. p. 153. A.G.I. Filipinas, legajo 7, ramo 2, número 82. Carta de Rodrigo de Vivero al rey de 8 de julio de 1608. R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Copia de la relación de don Rodrigo de Vivero de 1610. Sobre Adams, Lera, op. cit. p. 442, así como las cartas de Vivero de esta embajada, pp. 442-443. Sobre este problemático viaje se tratará más adelante. [2] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, noviembre/diciembre, 1924, nº 66, pp. 327-383. [3] Lera, op. cit. p. 443. [4] A.G.I. Filipinas, legajo 173, ramo 1, número 1. Copia de un capítulo de carta de la Audiencia de Manila al rey de 8 de julio de 1608. [5] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco, que se halló en diferentes cuadernos y papeles sueltos, de lo que le sucedió volviendo de gobernador y capitán general de las Filipinas y arribada que tuvo en Japón…, en copia de Muñoz. Sola, op. cit. pp. 290-337. [6] Lera, op. cit. p. 444. [7] Los acontecimientos que siguen los narra con amplitud Vivero en la citada Relación… [8] En R.A.H. Manuscritos 9-2666, hay gran cantidad de documentos procedentes de medios jesuítico-portugueses sobre estos momentos. Una detallada descripción del suceso, A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación de Juan Cevicós de 20 de junio de 1610. También Juan de Silva, en carta al rey de 16 de julio de 1610 narra el incidente, A.G.I. México, legajo 2488. [9] A.G.I. México, legajo 2488. Relación sobre la penetración de los holandeses en Japón, de 1610, anexo a carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [10] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas de Japón, por Juan Cevicós, de 20 de junio de 1610. [11] Op. cit. p. 107. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 7. El marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [13] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 13. Capitulaciones con el emperador del Japón de 20 de diciembre de 1610. También las evoca Vivero en su relación citada. [14] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, números 22 y 23. Certificación de las cartas que han de traerse a España, a petición de fray Luis Sotelo, de 17 de enero de 1610 y traducción de las cartas de Ieyasu y de Hidetada hecha por fray Luis Soltelo de 27 de febrero de 1610. [15] A.G.I. Varios, 2 bis (procedente de Ibid., Filipinas, legajo 193). Originales de las cartas enviadas por Ieyasu y Hidetada al duque de Lerma. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 18. Copia de carta de Vivero… [17] Ibid., número 16. Traslado de carta de Vivero… [18] A.G.I. México, legajo 73, ramo 2. Carta del fiscal Juan de Paz al rey de 31 de diciembre de 1610. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 7. Carta del marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [19] Lera, op. cit. p. 445. [20] En un discurso impreso de 1628 de Cevicós en respuesta a una carta atribuida a Luis Sotelo y publicada por fray Diego Collado, la mayoría de los datos biográficos de Cevicós. Hay una copia en R.A.H. Manuscritos, 9.2666, folios 77-94. [21] A.G.I. México, legajo 2488. Exposición sobre la penetración de los holandeses en Asia y cartas de Juan de Silva de 16 de julio y 5 de septiembre de 1610. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 20, ramo 2, número 83. Carta de Juan de Silva al rey de 16 de junio de 1610. [23] A.G.I. México, legajo 2488. Carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 14. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 3 de mayo de 1610. [25] R.A.H. Colección Muñoz, X, folios 98 vto.-104, Manuscritos 9-4789. Copia de carta de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [26] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas del Japón por Juan Cevicós de 20 de julio de 1610. [27] A.G.I. filipinas, legajo 4, ramo 1, número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 emajada, galeón San Francisco, galeones, holandeses en Japón, naufragios, piloto inglés Adams, Rodrigo de Vivero
APÉNDICE DOCUMENTAL, doc. 3: tercera carta de Ahmed el Ghazzel

Descripción / Resumen Documento 3   A.H.N.M. /S.E. / L. 3586.  Argel a 15 de julio de 1768 (1181), viagra 1 fol. En esta carta dirigida  al marqués de Grimaldi, Ahmed el Ghazzel  muestra su impaciencia por la tardanza de la llegada  de los redentores a Argel

Emilio Sola 28 febrero, 2012 28 febrero, 2012 ARGEL, canje de cautivos, carta en árabe, El Ghazzel
Beckett y Burroughs o el nadar en el vacío existencial

Descripción / Resumen: Samuel Beckett (2012). Molloy,traducción de Pere Gimferrer. Madrid: Alianza Editorial. Tercera edición, sobre la primera edición de 1970 de editorial Lumen de Barcelona. Sobre la edición de Les Éditions de Minuit. París, 1951. De interés para nuestra cultura setentera o transicional, por lo tanto. De ahí la justificación de este ensayo poemático realizado con las propias palabras de Beckett/Gimferrer, en el marco de la búsqueda de Nadadores en el mar sin fin de la literatura. Y en el marco también de la sobriedad más zen y sufí de la dicha de enmudecer. Desde Shit, Shitba o Shitbaba a Bally, Ballyba o Ballybaba, Jacques Moran viaja en compañía de su hijo en busca de Molloy, por orden del jefe Yudi, transmitida por el mensajero Gaber. Una geografía mítica y nada sentimental. William Burroughs (2009). Queer, traducción de Mariano Casas. Barcelona: Editorial Anagrama. Segunda edición. Con una introducción de 1985 de W. Burroughs muy interesante sobre su proceso de escritura y edición. En esta novela corta, tan obsesa y maniática como Yonqui, se puede decir que continúa el viaje del autor y protagonista William Lee. Dice el autor: “En mi primera novela, Yonqui, el protagonista, Lee, da la impresión de ser equilibrado e independiente, seguro de si mismo y de lo que quiere hacer. En Marica es desequilibrado, urgentemente necesitado de contacto, totalmente inseguro de sí mismo y de sus objetivos”. Es una opinión personal sin demasiado alcance. El relato es un viaje desde México a Sudamérica tras la droga mitificada del yage o ayahuasca, que hará a Lee y a su amante ocasional Allerton adentrarse en la selva y llegar al Pacífico. Y allí, en tres ocasiones, aparecen nadadores. BECKETT Y BURROUGHS O EL NADAR EN EL VACÍO EXISTENCIAL

Emilio Sola 21 agosto, 2012 26 agosto, 2016 ensayo poemático, nadadores, nota de lectura, reseña
8 Fernando de Vega, toledano de 40 años

(DECLARACIÓN DE FERNANDO DE VEGA).   Testigo. En este dicho día, rx mes y año susodicho (13-10-1580) el dicho Miguel de Cervantes, ante mí –el dicho escribano y notario apostólico–, trajo y presentó por testigo para la dicha información   a Fernando de Vega, natural y vecino de la ciudad de Toledo –donde es casado y tiene a sus padres–, del cual se tomó y recibió juramento en forma debida de derecho.   Y, así, siendo presentado por el susodicho y habiendo jurado, y siendo preguntado por el dicho pedimiento e interrogatorio, dijo lo siguiente:   I. A la primera pregunta, dijo que este testigo conoce al dicho Miguel de Cervantes que la pregunta dice habrá tiempo y espacio de dos años, poco más o menos, que será todo lo que este testigo fue cautivo y traído para Argel.   Generales. Fue preguntado por las preguntas generales.   Dijo que este testigo es de edad de cuarenta años, poco más o menos, y que no es pariente ni enemigo del dicho Miguel de Cervantes, que lo presenta por testigo, y que no le tocan las demás generales.   II. A la segunda pregunta, dijo que este testigo, después que está en Argel –que es el tiempo que tiene dicho en las preguntas antes de ésta–, halló en el dicho Argel cautivo al dicho Miguel de Cervantes, y que de atrás había estado.   Lo demás que la pregunta dice, que público lo ha oído decir este testigo.   Y esto responde a la pregunta.   III. A la tercera pregunta, dijo que este testigo por tal persona como la pregunta dice tiene al dicho Miguel de Cervantes, porque así es público y notorio en este Argel.   Y por esta razón este testigo lo tiene por lo de la calidad contenida en la dicha pregunta.   Y si otra cosa fuera, este testigo lo supiera y no pudiera ser menos.   Y esto responde a la pregunta.   IV. A la cuarta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir públicamente, (a)demás de que este testigo parte del dicho tiempo lo ha visto ser y pasar así como la pregunta lo dice, a la cual se refiere.   Y esto responde.   V. A la quinta pregunta, dijo que lo que en la pregunta se contiene –al tiempo y sazón que sucedió lo susodicho– este testigo aún no había venido para Argel.   Pero después que está en él, ha sabido por cosa que lo en la dicha pregunta contenido es la verdad porque personas honradas que se hallaron en el dicho efecto se lo dijeron y publicaron a este dicho testigo, (a)demás de saberse por otros muchos por Argel públicamente.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VI. A la sexta pregunta, dijo que todo lo en ella contenido este testigo lo ha oído decir por Argel a muchas personas, por donde este dicho testigo lo creyó y tuvo por cierto.   Y esto responde a la dicha pregunta.   VII. A la séptima pregunta, dijo lo propio que en la pregunta antes de ésta, y esto responde.   VIII. A la octava pregunta, dijo que este testigo ha oído decir por Argel que el dicho Dorador –que fue el mal cristiano que la pregunta dice que después se tornó moro– descubrió lo que la pregunta dice al rey de Argel, por donde no se efectuó el negocio.   Y que todo esto lo oyó decir este testigo a muchas gentes, en especial al sargento Yepez y a Martínez, que eran cautivos viejos que ahora están en libertad. Que, aún, el dicho Martínez era del amo de este testigo.   Y esto responde a la dicha pregunta.   IX. A la novena pregunta, dijo que este testigo ha oído decir todo lo en ella se contenido, y esto responde.   X. A la décima pregunta, dijo que este testigo lo en ella contenido lo ha oído decir públicamente por Argel, por lo cual este testigo lo creyó y tiene por cierto.   Porque si otra cosa fuera, pasaran mucho trabajo los cristianos si dicho Miguel de Cervantes confesara.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XI. A las once preguntas, dijo que este testigo lo ha oído decir muchas veces lo que la pregunta dice.   XII. A las doce preguntas, dijo que este testigo lo ha oído decir que pasó así como en ella se contiene.   XIII. A las trece preguntas, dijo este testigo que lo que pasa de ella es que de lo contenido en la dicha pregunta este testigo tiene mucha noticia de ello, porque personas principales que se hallaban en este negocio dieron cuenta de este caso.   Y así él como los demás anduvieron muchos días con gran contento esperando por momentos su libertad.   Y, así, esto que la pregunta dice pasa así como en ella se contiene, porque es verdad todo lo en ella contenido.   Y esto responde a esta pregunta.   XIV. A las catorce preguntas, dijo que la sabe como en ella se contiene porque este testigo lo que vio y pasa es:   que estando un día en el baño del rey, donde habitaba y estaba el dicho Juan Blanco de ordinario, estando allí este dicho testigo, –que lo metió dentro su patrón unos días por cierto enojo–, vio que en el dicho baño reñían unos dos frailes que estaban allí con el dicho Juan Blanco.   Y le llamaron al susodicho de trasleño (sic), diciendo que él había hecho perder la libertad a tanto número de cristianos principales.   Por lo cual este testigo, (a)demás de lo que dicho tiene, cree y sabe, por haberse hallado presente y visto por sus ojos lo que dicho tiene.   Y en lo demás se remite a lo que la pregunta dice.   XV. A las quince preguntas, dijo que lo en ella contenido es la verdad, público y notorio, y así la sabe este testigo como en ella se contiene, a la que se refiere.   XVI. A las diez y seis preguntas, dijo que este testigo sabe lo en ella contenido porque es así la verdad, público y notorio en Argel, así por cristianos como por moros (y) turcos.   Y este testigo, como consorte en el negocio, se escondió.   Y esto responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XVII. A las diez y siete preguntas, dijo que este testigo la sabe como en ella se contiene porque lo que pasa de este caso es que:   el dicho Miguel de Cervantes, después que estuvo en manos y en poder del rey por este negocio, vio este testigo cómo el susodicho envió a decir a muchas personas que estaban fuera escondidos sobre este negocio que no tuviesen temor ninguno ni pesadumbre, que él descargaría a todos y se haría sólo a él el daño, echándose la carga y culpa.   Y que todos, uno por uno, de mano en mano, se avisasen que si los prendiesen por el negocio que todos estuviesen advertidos de echarle a él la carga como autor del negocio. Y así muchos lo divulgaban.   Y esto dice y responde a esta pregunta, a la que se refiere.   XVIII. A las diez y ocho preguntas, dijo que lo que sabe de ella es que por tal persona como la pregunta dice este testigo tiene al dicho Miguel de Cervantes,   por ser, como es, de buen trato y conversación, (a)demás de ser de las calidades que dicho tiene.   Y esto responde a la pregunta, a la cual se refiere.   XIX. A las diez y nueve preguntas, dijo que este testigo sabe la dicha pregunta como en ella se contiene por las causas y razones en la pregunta contenidas.   Y esto responde a la dicha pregunta, a la cual se refiere.   XX. A las veinte preguntas, dijo que este testigo dice lo que dicho tiene en las preguntas antes de ésta.   Y que en el tiempo que ha que conoce al dicho Miguel de Cervantes, nunca le ha visto hacer cosa fea ni oído que haya cometido contra la fe de Jesucristo, antes le ve este testigo vivir, proceder, tratar y comunicar cosas cristianas, limpias, honestas y virtuosas.   Y esto responde y dice a la pregunta, a la cual se refiere.   XXI. A las veintiuna preguntas, dijo que lo que en ella se contiene este testigo lo cree y tiene por cierto por las causas dichas contra el dicho Juan Blanco.   Que todos los que se hallaban en este negocio de la fragata se quejaban del susodicho, en especial el dicho Miguel de Cervantes como autor más principal del dicho negocio.   Y, así, el susodicho Juan Blanco procuró de hacerle todo el mal y daño que ha podido, haciendo informaciones contra el dicho Miguel de Cervantes.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXII. A las veintidós preguntas, dijo este testigo que lo que pasa y sabe es que oyó decir por Argel a muchas personas que se hacía comisario del Santo Oficio el dicho Juan Blanco.   Y que sobre ello había requerido que le diesen obediencia a los padres de Castilla y de Portugal que estaban allí, en el dicho Argel, rescatando.   Y siendo requerido el dicho Juan Blanco que mostrase la comisión que tenía para usar de comisario de la Inquisición, había respondido que no los tenía, ni mostró.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXIII. A las veintitrés preguntas, dijo que este testigo dice lo que dicho tiene en las preguntas antes de ésta.   Y que ha sabido por cosa cierta que el dicho Juan Blanco de Paz ha tomado ciertas informaciones contra personas particulares, en especial contra el dicho Miguel de Cervantes.   Y esto responde y sabe de esta pregunta.   XXIV. A las veinticuatro preguntas, dijo que este testigo lo que sabe y pasa es que el dicho Juan Blanco andaba procurando testigos, prometiéndoles dineros y sobornos.   Y que tomó información contra el dicho Miguel de Cervantes, todo a fin de estorbar e impedir sus pretentos (sic) con su majestad.   Y esto responde a la dicha pregunta.   XXV. A las veinticinco preguntas, dijo que la sabe como en ella se contiene, respecto de que este testigo estuvo ciertos días en el baño con el dicho Juan Blanco de Paz –como tiene dicho en otra pregunta–, donde los cristianos tienen su iglesia donde de ordinario se dice misa y se celebran los oficios divino.   Y en todo aquel tiempo, nunca este testigo vio decir misa al dicho Juan Blanco, ni rezar sus horas acostumbradas que son obligados a decir los sacerdotes, como el susodicho.   Antes, vio este testigo cómo el dicho Juan Blanco tuvo allí dentro, en el dicho baño, cuestiones y diferencias.   En especial, tuvo cuestión con los dos religiosos que la pregunta dice, y se murmuró allí lo mal que el dicho Juan Blanco lo había hecho en haber dado y puesto manos en dos sacerdotes, en que al uno de ellos dio un bofetón  y al otro dio de coces.   Por lo cual el susodicho dio mala cuenta de sí y puso escándalo y mal ejemplo. Y este testigo, desde entonces, le tiene en mala cuenta y reputación.   Y esto dice y responde a esta pregunta, y es verdad todo lo que en este su dicho tiene dicho, público y notorio, para el juramento que hizo.   Y firmólo de su nombre, Hernando de Vega.   Pasó ante mí, Pedro de Ribera, notario apostólico.

Emilio Sola 27 enero, 2012 12 febrero, 2012 ARGEL, cautivos, Cervantes, el Dorador, información, Juan Blanco
NADANDO CON LA ESPADA ENTRE LOS DIENTES

Descripción / Resumen: Un trabajo de un estudiante de Humanidades, Ángel Rodríguez, recoge unos textos estupendos sobre soldados nadadores; con una anécdota que debió convertirse en una historia de época, vox-pop, muy conocida. He aquí el texto: NADANDO CON LA ESPADA ENTRE LOS DIENTES  

Emilio Sola 12 marzo, 2012 26 agosto, 2016 Carlos V, nadadores, soldados, valentía
Corsarios o reyes 4-4: historias trágicas de moriscos y papaces

4.4.- Moriscos españoles en Argel, su odio a los “papaces” o eclesiásticos católicos y a la Inquisición, como culpables de su desdicha; con la trágica historia del corsario morisco Alicax y la venganza de su hermano Caxetta, valencianos de Oliva, en la persona del fraile Miguel de Aranda, también valenciano, narrado por el “papaz” Sosa en el tiempo de cautiverio de Cervantes y del reinado de Ramadán Bajá. Son 1.017 los documentos reseñados por Cabrillana, para un corto periodo de tiempo y un área geográfica restringida, de los que hemos extraído, casi al azar, unos pocos. En Argel el número de cautivos, “ordinariamente cerca de 25.000 cristianos” (11), era elevado. En la España del momento no lo era menos. La propia palabra ahorro, sentido recogido por Corominas, procede de aquella lamentable realidad; “con la `carta de horro o de libertad’ finaliza el largo proceso del rescate”, en ocasiones después de que el esclavo haya pasado años reuniendo el dinero para el pago de su rescate, ahorrando (12). De la palabra árabe que significa libertad, es palabra de importancia cotidiana y popular fuera de toda duda. Las fuentes –y Antonio de Sosa es fuente privilegiada– resaltan la estrecha unión entre el problema morisco y la realidad de Berbería (13). Aunque Sosa opine que “hace mal el que aquella esclavitud de tierra de cristianos llama y la nombra esclavitud; esta nuestra (la de Argel), sí; éste es cautiverio, y cautiverio muy de veras y no de burlas” (14), es afirmación inserta en discurso polémico y apasionado, propagandístico en fin. Cuando pone algún ejemplo ilustrativo de esta afirmación –muy pocos en texto tan prolijo–, se capta también el otro gran telón de fondo: el hambre o la necesidad. “Viéndose los moros y turcos tan bien tratados allá y con tanto regalo, cuando para acá se huyen –de no poder conseguir aquel vicio–, y se ven aquí hambrientos, desnudos, descalzos y sin bien o remedio alguno, suspiran tanto y se quejan, y aún maldicen el día en que determinaron huirse, como yo mismo oí decir a muchos que de Nápoles, Sicilia y de España han huido” (15). No dejarían de ser anecdóticos aquellos casos al lado de la migración morisca hacia Berbería, aunque luego muchos volvieran a España como el morisco cervantino Ricote, personaje literario, o el renegado navarro que cita Torres, personaje real, todos ellos sin duda múltiples veces renegados con toda la carga de desarraigo físico y psíquico que ello podía significar. Para los moriscos instalados en Berbería los verdaderos culpables de las desdichas de su pueblo –de su “nación”, que diría Cervantes– eran los religiosos o eclesiásticos en general y la Inquisición; el odio a los “papaces”, como llamaban en Argel a curas y frailes, es una constante con automáticas manifestaciones agresivas. En Argel se podía decir misa y atender a los cristianos espiritualmente con relativa facilidad, de manera que se podía hablar de un ambiente de “libertad religiosa” impensable en la España de la época. Era algo que había sucedido en España hasta 1500 –la posibilidad de un estatuto de mudéjar, imposible ya tras el viaje a Granada de Cisneros de ese año—y que Jean Bodin recoge como una característica del mundo otomano frente a la intransigente política religiosa europea de su época: “El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa, observa tan bien como cualquiera otro su religión, pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario, permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas: la judía, la romana, la griega y la mahometana; y envía limosna a los calógeros, es decir, a los buenos padres o monjes cristianos del monte Athos, para que rueguen por él” (16). Entre los rescatadores de cautivos que iban a Argel había muchos “papaces” y a su llegada a la ciudad eran bien recibidos por lo que su misión suponía de movimiento económico favorable o “entrada de divisas”, que se diría hoy. Pero en la menor oportunidad que se ofreciese, la violencia popular estallaba incontrolable contra ellos, a los que culpaban de las desdichas de sus correligionarios españoles, los moriscos. Para comprender mejor a Antonio de Sosa hay que tener en cuenta que era un “papaz” cautivo, en Argel, con toda la agresividad hacia su persona que ello traía consigo. Precisamente eran los moriscos de origen español los que manifestaban mayor odio. En Argel, con turcos, árabes, cabiles y suawa (azuagos), los moriscos españoles constituían una minoría apreciable: “La cuarta manera de moros son los que de los reinos de Granada, Aragón, Valencia y Cataluña se pasaron a aquellas partes y de continuo se pasan con sus hijos y mujeres por la vía de Marsella y de otros lugares de Francia, do se embarcan a placer, a los cuales llevan los franceses de muy buena gana en sus bajeles. Todos ellos se dividen, pues, entre sí de dos castas o maneras, en diferentes partes, porque unos se llaman mudéjares (“Modexares”) –y éstos son solamente los de Granada y Andalucía–, otros tagarinos, en los cuales se comprenden los de Aragón, Valencia y Cataluña. Son todos éstos blancos y bien proporcionados, como aquellos que nacieron en España o proceden de allá. Ejercitan éstos muchos y diversos oficios, porque todos saben alguna arte. Unos hacen arcabuces, otros pólvora, otros salitre, otros son herreros, otros carpinteros, otros albañiles, otros sastres y otros zapateros, otros olleros y de otros semejantes oficios y artes. Y muchos crían seda, y otros tienen boticas en que venden toda suerte de mercería. Y todos en general son los mayores y más crueles enemigos que los cristianos en Berbería tenemos, porque nunca jamás se hartan o se les quita el hambre grande y sed que tienen entrañable de la sangre cristiana. Visten todos éstos al modo y manera que comúnmente visten los turcos… Habrá de todos éstos en Argel hasta mil casas” (17). Uno de los relatos de martirios de Sosa puede servir para ilustrar aquella realidad. Es el más largo, casi una “novela” corta, de los que evoca en su diálogo de los mártires; en él se barajan todos los elementos necesarios para comprender aquella situación: moriscos valencianos de Oliva instalados en Cherchell (Sargel), con parientes en Valencia y uno de los suyos, corsario, en poder de la Inquisición; “papaz” cautivo comprado por los familiares del reo con intención de cangearlo por su pariente preso, “papaz” redentor que intenta interceder y final terrible. Todo ello pocos años después de la guerra de las Alpujarras y de la batalla de Lepanto, en 1576, recién llegado Antonio de Sosa a Argel y algunos meses después de la llegada del cautivo Miguel de Cervantes. “En tiempo de… Rabadán Bajá, renegado sardo, en el año de 1576, un lunes, dos del mes de junio (sic, por julio), hasta veinte turcos y moros de una fragata –que así llaman a los bergantines–, que era de once bancos”, desembarcaron en la costa catalana e hicieron cautivos a “nueve cristianos que iban hacia Tarragona y otras partes”, entre ellos a un religioso valenciano de la orden de Montesa llamado fray Miguel de Aranda; al día siguiente cautivaron “cuatro cristianos que pescaban en una barca más adelante…, en un lugar que se dice el Torno; y satisfechos de esta presa de trece cristianos, se volvieron a Berbería en dos días. Y a los cinco del mismo mes llegaron con su presa a Sargel, un lugar de razonable puerto que está, para poniente, distante de Argel sesenta millas, que será de hasta mil casas y todas de moriscos que de Granada, Aragón y Valencia han huido y pasado a Berbería para vivir en la ley de Mahoma libres a su placer”. Uno de aquellos moriscos, Caxetta, originario de Oliva en Valencia, acudió al puerto a ver la nave corsaria y al enterarse que todos los cautivos eran valencianos y catalanes, “entró luego al bajel y llegándose a los cristianos de Valencia que le fueron mostrados comenzó a rogarles que le diesen nuevas de un hermano suyo que le dijeron estar en Valencia preso”. “Y fue el caso desta manera: “Al tiempo que este moro se vino del reino de Valencia huido a Berbería, vino con él otro su hermano mayor, el cual se llamaba Alicax. Y ambos trujeron sus hijos y mujeres y algunos parientes. Después que ya estaban de asiento en aquel lugar de Sargel, como el Alicax, hermano mayor, era hombre animoso y muy plático en la mar, y particularmente en la costa del reino de Valencia en que naciera y se criara, haciendo muchos años él oficio de pescador, armó, en compañía de otros moros de Sargel –y también pláticos en España y que de allá habían huido–, un bergantín de doce bancos; con el cual robaba por toda aquella costa muy gran número de cristianos que vendía en Argel. Y también traía otros muchos de los moriscos de aquel reino, pasándolos a Berbería. “Con el próspero suceso de estas cosas andaba el Alicax tan ufano que, para mostrar a todos cuánto era venturoso, pintaba todo de verde su bergantín y le traía con muchas banderas y gallardetes, que era cosa de ver. “Pero al cabo de algunos tiempos sucedióle lo contrario; porque encontrando con él en la costa del reino de Valencia ciertas galeras de España, le cautivaron con el bergantín. Tomado de esta manera y puesto luego al remo, como suelen a tales hacer, el señor conde de Oliva, cuyo vasallo fuera, que eso supo, procuró de traerle a sus manos para castigarle porque en sus tierras más que en otras, como en ellas era nacido y plático, había hecho notables daños; y particularmente llevado a Berbería gran número de moriscos sus vasallos. Mas los inquisidores de aquel reino de Valencia, informados de lo mismo y siendo los delitos de este moro tan enormes y el castigo de ellos tocante al Santo Oficio, le hicieron llevar a Valencia a las cárceles de la Inquisición; donde estaba este tiempo que el hermano preguntaba a los cristianos cautivos si habían nuevas de él”. Fue uno de los cautivos, “Antonio Esteban, casado en Valencia en la parroquia de San Andrés a la Morera –de quien yo supe todo este cuento– y que conocía muy bien a ambos los hermanos moros porque cuando ellos estaban en España pescara algunas veces juntamente con ellos”, quien dijo a Caxetta “que muy bien conocía a su hermano Alicax, que vivo era y que estaba en Valencia preso, y que placiendo a Dios presto habría libertad, no osando decir que estaba en las cárceles del Santo Oficio”. La razón era sencilla: la prisión en la Inquisición hacía improbable el rescate de Alicax, mientras que si estaba cautivo de un particular bien podía ser que el rescate fuera posible. Fue grande la “cólera y furia” del hermano del corsario y poco después, tras consultar con la mujer e hijos de su hermano y con otros parientes, decidieron “comprar alguno de aquellos cristianos que fuese de Valencia natural para que éste se obligase y les prometiese de dar en trueque y cambio de su persona a su pariente” preso en Valencia. Y se decidieron por el fraile Miguel de Aranda, “el más principal” de los cautivos como “persona honrada y religioso sacerdote”. El domingo 15 de julio, en Argel, y después de los tres días preceptivos –“que por costumbre y usanza de la tierra tantos ha de andar en pregón el cautivo antes que su precio y compra se remate”–, Caxetta recibió al esclavo Aranda después de pagar “650 doblas, que hacen 260 escudos de oro de España”. Y comenzó el calvario del fraile valenciano; dos días de camino hasta Cherchell, las cadenas, el trabajo “noches y días cavando la tierra’ y otros trabajos domésticos para forzarle “a darles lo que pedían”, seguridades en el cange con el pariente preso. “Y como estos moros tornadizos y huídos de España sean los mayores y crueles enemigos que los cristianos tenemos, y principalmente siendo como son una viva llama de odio entrañable contra todo español, no se hartaban sus amos, como los demás moros de aquel lugar, de maltratarle y decirle infinitas desvergüenzas, vituperios e injurias”. Pocos meses después la familia de Alicax tuvo noticias de su muerte por boca de “algunos moros que de Valencia huyeron –como hacen cada día–” y cómo “Alicax, después de estar preso en el Santo Oficio algún tiempo, al último fuera condenado por sus grandes culpas y delitos, por haber estado siempre pertinaz en todas las audiencias que le dieron, sin jamás reconocer sus culpas, antes muy obstinadamente diciendo que era moro y que moro quería morir; y, finalmente, que relajado a la justicia seglar fuera, en principio de noviembre del año de 1576, públicamente quemado en la ciudad de Valencia. No se puede declarar el dolor, llanto y pesar que esta nueva causó en aquellos moros, y la rabia y furia con que al momento se embravecieron contra el inocente padre fray Miguel”. El desenlace se anunciaba dramático, aunque no llegaría hasta seis meses después. Miguel de Aranda había escrito a Valencia relatando su situación y la llegada a Argel del mercedario fray Jorge Olivar (Geoge Oliver, escribe Sosa), comendador de la Merced de Valencia, como redentor de los cautivos de la corona de Aragón, hizo albergar esperanzas de la posibilidad de rescate del fraile cautivo ya que sus amos eran “más pobres que ricos”. La reacción de Caxetta y sus parientes fue muy otra a la que pensaran, sin embargo, y deseosos de que su venganza fuera más ostentosa decidieron quemar al fraile Aranda en Argel, “donde tanto número de cristianos había de todas las tierras de la cristiandad, para que en todas partes fuese el caso más sabido y sonado”. Una vez en Argel, Caxetta se puso en contacto con la colonia morisca de aquella ciudad y comenzaron la negociación oficial para lleva a cabo su intento. “Y primero de todo, señalaron allí cuatro de los más graves y de más reputación para que acompañasen al moro Caxetta cuando fuese a hablar al rey (Rabadán Bajá) y pedir aquella licencia” para quemar al fraile cautivo. Las razones de los moriscos eran de peso en aquellas circunstancias: “que era servicio de Dios poner freno y miedo a los inquisidores de España para que no maltratasen a los moriscos que a Berbería se fuesen y volviesen al servicio y ley de Mahoma; importaría, y aún era necesario, quemar dos o tres, o más, y aún cuantos pudiesen de los más principales cristianos que hallasen; y que si fuesen sacerdotes –a los cuales llaman ellos papaces– sería tan mejor y más agradable a Dios. Porque éstos, decían ellos, son los que aconsejan en España y predican que los nuestros sean perseguidos y maltratados”. La colonia morisca en Argel estaba tan decidida a llevar a cabo aquel proyecto que entró en tratos con Morat Raez Maltrapillo, un renegado español natural de Murcia, para que le vendiese un cautivo suyo, también sacerdote y valenciano, con el fin de quemarle a la vez que al fraile Aranda; este eclesiástico había sido capturado hacía poco en la galera San Pablo, de la orden de Malta, precisamente en la que había llegado cautivo a Argel Antonio de Sosa, a principios de 1576. “Pero como el renegado tenía ya tallado y casi que rescatado al cristiano, no se movió a hacer lo que le pedían, y principalmente porque el padre fray George Olivar, redentor, le rogó no permitiese cosa de tanta crueldad”. Finalmente, el 17 de mayo, después de una entrevista con el rey de Argel en la que volvieron a insistir en la conveniencia de “dar alguna muestra de cuánto sentían el mal tratamiento y persecución que a los moros de España se hacía”, Ramadán Bajá permitió a los moriscos argelinos que hiciesen “como mejor les pareciese… Ya tenían licencia para quemar vivo a un papaz cristiano”. “Tras esto se desmandaron luego de tal modo contra los cautivos cristianos que, no contentos con decirles mil afrentas de perros, canes, cornudos, traidores y otras, como suelen, los amenazaban que presto los habían de quemar todos como al papaz que luego verían tostar; y, tras esto, les daban mil bofetones y puños, y trataban de tal suerte que ningún cristiano osaba pasar por donde vía estar moro, tagarino o mudéjar (“modexar”), porque ansí llaman a los moros que de España se huyeron”. En aquel ambiente de “la ciudad muy revuelta”, el redentor Olivar –que acababa de rescatar al hermano de Miguel de Cervantes, Rodrigo, por trescientos ducados (18)–, hizo un nuevo intento de intercesión ante el rey Rabadán Bajá, aunque sin éxito, y obtuvo de él una contundente respuesta: “que él no se podía oponer a la furia popular y peticiones de tantos moros que aquello demandaban y querían”. En algún sector de los medios corsarios de la ciudad debió manifestarse también cierto malestar frente a la pretensión de los moriscos de origen español. Un corsario, “Yza Raez, que era venido de Nápoles no había muchos meses –donde con salvoconducto había ido a tratar un pleito sobre una fragata y ciertos cautivos cristianos que pretendía habérselos tomado injustamente en la isla de Cerdeña, por estar haciendo rescate con la bandera alzada, y acuérdome yo haberle visto en Nápoles el enero de 1579 (sic, por 1576, sin duda)–, cómo allá el señor don Juan de Austria le hizo muchas mercedes y, generalmente, en todos había hallado mucha cortesía y justicia, oyendo decir que los moros querían quemar vivo a un papaz cristiano…, escandalizóse extrañamente” y manifestó en público muchas veces ese rechazo. Los moriscos, enterados de ello, quisieron castigarle igualmente y Ramadán Bajá hubo de prometerles, para calmar su enojo, “que él mandaría castigar” al dicho arráez Iza. Y, así, el 18 de mayo comenzó la gran catarsis, el suplicio del desventurado fraile cautivo. Durante todo el día prepararon en el muelle el lugar donde había de ser apedreado y quemado, atado al asta de un áncora de galera. “Concurrió allí un gran número de turcos y moros de toda suerte, alarbe, cabayles, azuagos y, principalmente, muchachos, que de grande contento y alegría de aquella fiesta daban voces y alaridos tan grandes que rompían el aire… Andaban muchos de ellos, quien con platos y quien con pañizuelos en las manos, demandando entre los turcos, renegados y moros limosna para ayuda de pagar al moro que comprara al siervo de Dios lo que costara”. A las cinco de la tarde fue llevado el fraile Aranda al suplicio y, maltratado por todos a su paso, en especial por el morisco Caxetta, “porque todos mirasen y viesen cómo vengaba a su hermano”, fue apedreado y luego quemado. Antonio de Sosa narra con todo pormenor de detalles el suplicio, a la manera de los martirologios clásicos, y termina con un breve retrato –“de cincuenta años, poco más o menos, tenía en la barba y cabeza muchas canas; era más que de mediana estatura, un poquito grande, carilargo, ojos grandes y nariz longa”–, como en todos los relatos restantes de su Diálogo de los mártires (19). —————— NOTAS: (11).- Haedo, II, p. 176. (12).- Cabrillana, art. cit. en nota (9), p. 312. (13).- Saben a poco los estudios sobre la cuestión, como el de S. García Martínez Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia durante el reinado de Felipe II, Valencia 1977, Universidad de Valencia. (14).- Haedo, II, p. 29. (15).- Ib., p. 27. (16).- Bodin, IV, VII, pp. 208-209. (17).- Haedo, I, pp. 50-51. (18).- Ver Canavaggio, op. cit., c. 2, pp. 76 ss. (19).- Haedo, III, pp. 137 a 155. Este es el relato 23 de la edición de este diálogo de la ed. Hiperión, preparada por E. Sola y J.M. Parreño.

Emilio Sola 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 ARGEL, cautiverio, corsarios, frailes, inquisición, moriscos, muertes crueles
Edward Abbey: La banda de la tenaza. Cuatro divertidos quijotes del ecologismo

Descripción / Resumen: Una novela de 1975: El Quijotismo puede considerarse que es uno de los corazones o motores de la cultura setentera o transicional, y nada más significativo en ese sentido que la novela de Edward Abbey. No hay nadadores en sentido estricto en toda la novela, pero sí se puede considerar que el personaje más extremado del cuarteto, el ex soldado en Vietnam, George Washington Hayduke, gana su vida a nado en una dramática huida en plena crecida de agua en el cañón del Colorado al final de la aventura. Si no queremos considerar al cuarteto de la banda de la tenaza como nadadores “a través del mar ondulado de dunas petrificadas” que es su desierto amado (p.384). Ese desierto al que otro de los miembros del cuarteto, Seldom Seen Smith, considera su casa: “Un verdadero patriota autóctono, Smith sólo jura lealtad a la tierra que conoce, no a esa maraña de inmuebles, industria y población enjambrada, formada por británicos y europeos desplazados y africanos desubicados, conocida colectivamente como Estados Unidos. Su lealtad desaparece fuera de las fronteras de la meseta del Colorado” (p.432).   Edward Abbey: La banda de la tenaza

Emilio Sola 22 agosto, 2012 26 agosto, 2016 contracultura, cultura setentera, cultura transicional, ecologismo, novela
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