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“VIAJE A ORIENTE” 045

VI. La Santa Bárbara – I. Un compañero… –                     Istamboldan! Ah! Yélir firman! –                     Yélir, site Yélir, Istanboldan[1]! Era una voz grave y dulce a la vez; una voz que bien podría pertenecer a un hombre rubio o a una joven morena; de un timbre fresco y penetrante, resonando como un canto de cigarra, alterado a través de la bruma polvorienta de una mañana de Egipto. Había entreabierto, para escucharlo mejor, una de las ventanas de la barcaza, cuya celosía dorada se recortaba sobre una costa árida. Estábamos ya lejos de los llanos cultivados y de los ricos palmerales que rodean Damieta. Habiendo salido de esta ciudad al caer la noche, llegamos en poco tiempo a las orillas de Esbeh, escala marítima y primitivo emplazamiento de la ciudad de los cruzados. Apenas me desperté, extrañado de no ser mecido por las olas, cuando aquel canto seguía sonando a intervalos, como procedente de alguien sentado sobre la arena, pero oculto por lo alto de la ribera. Y la voz resonaba de nuevo con una dulzura melancólica: –                      Kaïkélir! Istamboldan!… –                      Yélir, Yélir, Istanboldan!” Tenía la sensación de que ese cántico celebraba a Estambul en un lenguaje nuevo para mí, una lengua que no tenía las roncas consonantes del árabe o del griego, de las que mi oído se encontraba tan fatigado. Esa voz era el anuncio lejano de nuevas poblaciones, de nuevas orillas; ya podía entrever, como en un espejismo, a la reina del Bósforo entre sus aguas azules y su umbrosa vegetación… ¿lo iba a sentir?. Ese contraste con la naturaleza monótona y quemada de Egipto me atraía irresistiblemente; así que me dispuse a dejar para más tarde los llantos por las orillas del Nilo; y bajo los verdes cipreses de Péra, recurrir al refugio de mis adormecidos sentidos a causa del verano, con el aire vivificante de Asia. Afortunadamente, la presencia en el barco del jenízaro al que nuestro cónsul había encargado que me acompañara, me aseguraba una próxima partida. Esperábamos la hora favorable para pasar el boghaz, es decir, la barra formada por las aguas del mar luchando contra el curso del río, y una djerme, cargada de arroz, que pertenecía al cónsul, debía transportarnos a bordo de la Santa-Bárbara, anclada a una milla mar adentro. Mientras tanto, la voz continuaba: –  Ah! Ah! Drommatina! –   Drommatina dieljédélim!…”    ¿Qué podrían significar esas palabras? Me dije; debe ser turco, y pregunté al jenízaro si él lo entendía. “Es un dialecto de las provincias, respondió; yo sólo entiendo el turco de Constantinopla; en cuanto a la persona que canta, no es nada del otro mundo: un pobre diablo sin asilo, un banian!” Siempre he observado con tristeza el desprecio constante que el hombre dedicado a tareas serviles siente hacia el pobre que busca fortuna o que vive libre. Salimos del barco y en lo alto de una colina distinguí a un hombre joven acostado indolentemente en medio de unas matas de juncos secos. Vuelto hacia el sol naciente, que perforaba poco a poco la bruma extendida sobre los arrozales, continuaba con su canción, de la que yo iba recogiendo con facilidad las palabras repetidas por numerosos estribillos: –   Déyouldoumou! Bourouldoumou! –    Aly Osman yadjénamdah!” Hay en algunas lenguas meridionales un cierto encanto silábico, una gracia de entonación, más adecuada a la voz de las mujeres y de los muchachos jóvenes, que podría quedarse escuchando uno durante horas aunque no entendiera el significado de la canción. Y después, esa voz lánguida, esas modulaciones temblorosas que recuerdan a nuestras viejas canciones de los pueblos; todo ello me entusiasmaba por lo poderoso del contraste y de lo inesperado; algo de pastoril y de ensueño amoroso surgía para mí de esas palabras ricas en vocales y cadencias como los cantos de los pájaros. Esto puede ser, pensaba, alguna tonada de un pastor de Trebisonda o del Mármara. Me parecía escuchar palomas zureando sobre las ramas de los tejos.  Esas canciones se deben cantar en los pequeños valles azulados, donde las aguas dulces aclaran con reflejos de plata las ramas sombrías del alerce; donde las rosas florecen sobre altas matas, y donde las cabras se empinan sobre verdosas rocas como en un romance de Teócrito. Mientras tanto, yo me había aproximado al joven que al fin se dio cuenta de mi presencia y, levantándose, me saludó diciendo: “Bonjour monsieur” (buenos días, señor) Era un hermoso muchacho de rasgos circasianos, ojos negros, tez blanca y de pelo muy corto y rubio, pero no afeitado a la manera árabe. Una larga túnica de tela listada, un abrigo de guata gris, componían su vestuario, y un simple tarbouch de fieltro rojo le servía de sombrero; tan sólo su tamaño algo mayor y su borla mejor tupida de seda azul, que la de los bonetes egipcios, indicaba que era un hombre de los de Abdul-Medjid[2]. Su cinturón, fabricado con un retal de cachemira barato, llevaba, en lugar de la colección de pistolas y puñales que todo hombre libre o servidor liberto exhibe en el pecho, una escribanía de cobre de medio pie de longitud. El mango de este instrumento oriental, contiene la tinta, y la vaina los cálamos que sirven de plumas (calam) Desde lejos, esto puede pasar por un puñal, pero es la insignia pacífica de un simple hombre de letras. De pronto, me sentí lleno de satisfacción al encontrar a este camarada, y tuve algo de vergüenza de mi atuendo guerrero que, al contrario que el suyo, disimulaba mi profesión. –                     “¿Vive usted en este país? Pregunté al desconocido.  –                     No señor, yo he viajado con usted desde Damieta. –                     Cómo… ¿conmigo? –                     Sí, los remeros me han recibido en la embarcación y me han traído hasta aquí. Habría deseado presentarme ante usted, pero como estaba acostado… –                     Está bien, le dije, y ¿adónde va usted así? –                     Vengo a pedirle permiso para pasar también a la djerme y llegar hasta el barco que va a tomar usted. –                     No veo ningún inconveniente, le respondí, volviéndome hacia el genízaro, que entonces me llevó aparte. –                     No le aconsejo llevar a este muchacho, me dijo, ya que no tiene otra cosa aparte de su escribanía; es uno de esos vagabundos que escriben versos y otras tonterías. Se presentó al cónsul, del que no pudo sacar otra cosa. –                     Querido amigo, le dije al desconocido, estaría encantado de ayudarle, pero apenas tengo más allá de lo imprescindible para llegar a Beirut y allí poder disponer de dinero. –                     Está bien, repuso, puedo vivir aquí durante algunos días con los campesinos. Esperaré a que llegue algún inglés. Esto último me dejó con un cierto remordimiento. Me alejé con el genízaro, que me guiaba a través de las tierras inundadas, haciéndome seguir un camino trazado aquí y allá sobre las dunas de arena para llegar hasta la ribera del lago Menzaleh; el tiempo que se necesitó para cargar la djerme con los sacos de arroz transportados por diversas barcas, nos permitió llevar a cabo esta última expedición. [1] Canción que venía a decir lo siguiente: “Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! – Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, -pero el firman no viene; – todo el pueblo está en la incertidumbre.- Un segundo barco llega; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas – y se van a divertir al campo, – porque esta vez sí que llegó el firman!” [2] Sultán de Turquía de 1839 a 1861.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Abdul-Medjid, Ali-Osmán, El poeta escribano, ESTAMBUL, firman., jenízaros, Mármara, Péra, Teócrito, Trebisonda
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