«VIAJE A ORIENTE» 041
V. La embarcación – III. El Muth?hir (el circunciso)… Al descender en la orilla, me di cuenta de que simplemente acabábamos de desembarcar en el Choubrah; los jardines del Pachá, con los arriates de mirto que decoran la entrada, estaban ante nosotros. Un amasijo de casas humildes, hechas de adobe, se extendían a nuestra izquierda, a ambos lados de la avenida. El café que había adivinado antes bordeaba el río, y la casa vecina era la del raïs, que nos rogó que entráramos.
Desde luego que merecía la pena, me dije, pasar todo el día en el Nilo, salvo por un pequeño detalle, ¡aquí estamos tan solo a una milla de El Cairo!, y lo que en realidad me hubiera apetecido era volver y pasar la tarde leyendo la prensa en donde madame Bonhomme. Pero el raïs ya nos había conducido ante su casa y estaba claro que allí se celebraba una fiesta a la que había que asistir.
En efecto, los cantos que habíamos escuchado partían de allí. Una muchedumbre de tez curtida, mezclada con auténticos negros, parecían librarse a la alegría. El raïs, al que entendía de una manera bastante imperfecta su dialecto franco, salpimentado con el árabe, por fin consiguió hacerme comprender que aquello era una celebración familiar en honor de la circuncisión de su hijo. Entonces capté el porqué habíamos recorrido tan poco camino.
La ceremonia se había llevado a cabo el día antes en la mezquita, y nosotros llegábamos tan solo al segundo día de alborozos. Las fiestas familiares, incluso las de los egipcios más humildes, son fiestas públicas, y la calle estaba llena de gente. Una treintena de compañeros de escuela del joven circunciso (mutahir) llenaba una sala de la parte baja; las mujeres, parientes o amigas de la esposa del raïs, hacían corrillo en la habitación del fondo, y nosotros, nos detuvimos cerca de esa puerta. El raïs indicó desde lejos a la esclava que me seguía, un lugar cercano a su esposa, y ésta se fue sin titubear a sentarse sobre la alfombra de la KHANOUN (dama) tras hacer los saludos al uso.
Se comenzaron a distribuir café y pipas, y unos nubios empezaron a danzar al son de los TARABOUKS* (tambores de barro cocido) que numerosas mujeres sostenían con una mano y golpeaban con la otra. La familia del raïs era demasiado pobre sin duda para tener “lamées blancas”; pero los nubios danzaban por gusto y para su propio placer. El LOTI o corifeo hacía las bufonadas habituales guiando el paso de cuatro mujeres que se dedicaban a dar los saltos enloquecidos que ya he descrito, y que sólo cambia en razón, más o menos, del ardor de los ejecutantes.
Durante uno de los intervalos de la música y las danzas, el raïs me había colocado cerca de un vejete que me dijo era su padre. Ese buen hombre, al saber cuál era mi país, me acogió con una palabra totalmente francesa, pero que con su pronunciación se convertía en algo cómico. Era todo lo que había conservado de la lengua de los vencedores del 98 (1798?) Yo le respondí gritando “¡Napoleón!” Y no pareció que me comprendiera. Eso me extrañó; pero caí bien pronto en la cuenta de que ese nombre databa tan sólo de la época imperial. “¿Ha conocido usted a Bonaparte” le dije en árabe. Echó la cabeza hacia atrás, como en una ensoñación llena de solemnidad, y se puso a cantar a pleno pulmón:
¡Ya salam, Bounabarteh!
¡Salut à toi! ¡ô Bounabarteh!
Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas al escuchar a aquel anciano repetir el viejo canto de los egipcios en honor de aquel al que llamaban el sultán KÉBIR*. Le pedí que lo cantara todo entero, pero su memoria sólo había retenido unos pocos versos.
“Tú nos has hecho suspirar por tu ausencia,
¡oh! general que tomas el café con azúcar
¡tú, que con el sable has golpeado a los Turcos!
¡Salud a ti!
¡Oh, tú, el de hermosos cabellos!
Desde el día que entraste en El Cairo
Esta ciudad brilla con el resplandor de una lámpara de cristal.
¡Salud a ti!”
Mientras tanto, el raïs, indiferente a esos recuerdos, había ido junto a los niños, porque al parecer todo estaba preparado para una nueva ceremonia.
En efecto, los niños no tardaron en alinearse en dos filas, y el resto de la gente reunida en la casa se levantó, ya que se trataba de mostrar al niño por toda la aldea, y que ya había paseado el día antes por El Cairo. Trajeron un caballo ricamente enjaezado, y el pequeño, que tendría unos siete años, vestido y adornado como una mujer (probablemente todo de prestado) fue izado sobre la silla, donde dos de sus familiares le sostenían por cada lado. Estaba orgulloso como un emperador, y llevaba, conforme al uso, un pañuelo sobre la boca. No me atrevía a mirarle demasiado atentamente, porque sabía que la gente de Oriente temen en esos casos al “mal de ojo”, pero me fijé en todos los detalles del cortejo, que nunca había podido distinguir bien en El Cairo, en donde esas procesiones de Muth?hirs apenas difieren de las de las bodas.
En ésta no había bufones desnudos, simulando combates con lanzas y escudos; pero algunos nubios subidos en zancos, se perseguían con largos bastones: esto era para atraer a la muchedumbre; después, los músicos abrían la marcha, luego los niños, ataviados con sus mejores galas y guiados por cinco o seis faquires o santones, que cantaban moals** religiosos; después venía el niño a caballo, rodeado de sus parientes, y, por último, las mujeres de la familia, entre las que marchaban las bailarinas sin velo que, en cada parada, retomaban sus voluptuosas contorsiones. No faltaban ni los que llevaban las bacinillas perfumadas, ni los niños que sacuden los kumkan, frascos de agua de rosas con las que se rocía a los espectadores. Pero el personaje más importante del cortejo era sin lugar a dudas, el barbero, que llevaba en la mano el misterioso instrumento, que el pobre niño tendría que probar, mientras su ayudante agitaba en el extremo de una lanza, una especie de enseña cargada con los atributos de su oficio. Delante del MUTAHIR estaba uno de sus camaradas, llevando atada al cuello la pizarra de escribir, decorada por el maestro de escuela con artísticas caligrafías. Tras el caballo, una mujer lanzaba sal continuamente para conjurar a los malos espíritus. El cortejo lo cerraban las mujeres contratadas, que sirven de plañideras en los entierros y que acompañan las ceremonias de las bodas y las circuncisiones con el mismo tipo de OLOULOULOU! Cuya tradición se pierde en lo más remoto de los tiempos.
Mientras el cortejo recorría las calles poco concurridas de Choubrah, yo me quedé con el abuelo del MUTAHIR, y con infinitas dificultades para impedir que la esclava siguiera a las otras mujeres. Tuve que emplear el MAFISCH, todopoderoso de los egipcios, para prohibirle lo que ella consideraba un deber religioso y de cortesía. Los negros preparaban las mesas y decoraban la sala con hojas de palma. Mientras tanto, yo intentaba sonsacar al viejo algunos fragmentos de recuerdos haciendo resonar en sus orejas, con el poco árabe que yo sabía, los gloriosos nombres de Cléber y de Menou. Sólo recordaba al coronel Barthélemy, antiguo jefe de policía de El Cairo, que dejó grandes recuerdos entre la población, a causa de su notable estatura y del magnífico atuendo que llevaba. Barthélemy ha inspirado canciones de amor guardadas no sólo en la memoria de las mujeres:
“Mi bien amado lleva un sombrero bordado
nudos y rosetas adornan su cintura
Quise abrazarle, pero me dijo: aspetta
¡Oh! Qué dulce es cuando habla italiano
¡Dios guarde al de los ojos de gacela!
¡Qué hermoso eres, Fart-el-Roumy (Barthélemy)
cuando proclamas la paz pública con un firman en la mano!”