«VIAJE A ORIENTE» 034

III. El harem – XI. Los “’ifrít[1]”… En más de una ocasión había pensado estudiar, a través de una mujer oriental, el probable carácter de muchas otras, pero temía darle demasiada importancia a las minucias. Y sin embargo, cuál no sería mi sorpresa, cuando al entrar una mañana a la habitación de la esclava, me encontré con una guirnalda de cebollas dispuesta con simetría encima del lugar en el que dormía. Como creí que esto era un simple capricho infantil, descolgué estos ornamentos poco apropiados para engalanar la habitación, y los arrojé con negligencia al patio; pero de pronto, la esclava se levantó furiosa y desolada, se fue a recoger las cebollas llorando y las volvió a colocar en su lugar con grandes signos de adoración. Tuve que esperar a que viniera Mansur para que nos explicara. Mientras tanto yo recibí una sarta de imprecaciones de las que la más clara era ¡”faraón”!. No sabía muy bien si debía enfadarme o quejarme. Por fin llegó Mansur, y me hizo saber que había roto un sortilegio, que yo sería la causa de las desgracias más terribles que caerían sobre ella y sobre mí. Después de todo, le dije a Mansur, estamos en un país donde las cebollas han sido dioses, si yo les he ofendido, nada mejor que reconocerlo. Además, ¡debe haber algún medio de apaciguar el resentimiento de una cebolla de Egipto!. Pero la esclava no quería escuchar nada, y repetía volviéndose hacia mí “¡faraón!”. Mansur me ilustró diciéndome que ese insulto era lo mismo que decir “impío y tirano”. Me afectó este reproche, pero sobre todo saber que el nombre de los antiguos reyes de este país se había convertido en algo injurioso. De todos modos no había por qué enfadarse, me explicaron que esta ceremonia de las cebollas era común en las casas de El Cairo un determinado día del año, y que servía para conjurar las enfermedades epidémicas.

Los temores de la pobre muchacha se verificaron, es posible que por su imaginación traumatizada. Cayó enferma de bastante gravedad, y nada de lo que yo pudiera hacer a ella le convenía, ni quiso seguir ninguna prescripción médica. Durante mi ausencia, hizo llamar a dos mujeres de las casa vecinas, llamándolas desde la terraza, y me las encontré instaladas junto a ella recitando plegarias, y haciendo, como me dijo Mansur, conjuros contra los genios o malos espíritus. Al parecer, la profanación de las cebollas había revolucionado a estos últimos y había dos especialmente hostiles a cada uno de nosotros: uno, que se llamaba El Verde, y el otro, El Dorado.

Viendo que la enfermedad era sobre todo imaginaria, dejé hacer a las dos mujeres, que finalmente trajeron a otra muy vieja. Se trataba de una Santona de renombre. Trajo un brasero que colocó en medio de la habitación, y en el que hizo quemar una piedra que me pareció que era de “alun[2]”.

Este hechizo tenía como objeto el de contrariar mucho a los genios que las mujeres veían claramente en las volutas de humo, y a los que pedían gracia. Pero había que extirpar el mal de raíz. Hicieron levantarse a la esclava que se arrojó sobre las fumarolas, lo que le provocó un fuerte ataque de tos; mientras tanto, la vieja le iba dando golpecitos en la espalda, y todas ellas cantaban a voz en cuello rezos e imprecaciones árabes.

A Mansour, como cristiano copto, le chocaban todas esas prácticas; pero, si la enfermedad provenía de una causa mental, ¿qué de mal hay en dejarla tratar mediante un método análogo?. La realidad fue que al día siguiente hubo una mejora evidente seguida de su total curación.

La esclava no quiso separarse de las dos vecinas que había llamado, y siguió haciéndose servir por ellas. Una se llamaba Cartoum, y la otra, Zabetta. Yo no veía la necesidad de que hubiera tanta gente en la casa, y me abstuve de ofrecerles ninguna recompensa; pero la esclava les hacía regalos de sus propios efectos personales; y como eran los que Abd-el-Kerim le había dejado, no había nada que objetar, hasta que hubo que reemplazarlos por otros y llegar hasta la adquisición de la tan deseada habbarah y del chaleco.

La vida oriental nos juega estos avatares. En principio todo parece sencillo, poco costoso, fácil; pero pronto, todo se complica con necesidades, usos, fantasías, y uno se ve arrastrado a una existencia “pachalesca” que, junto con el desorden y la nula fiabilidad de las cuentas, vacía los bolsillos mejor guarnecidos. Yo había querido iniciarme durante algún tiempo en la vida íntima de Egipto, pero poco a poco veía desaparecer los recursos futuros de mi viaje.

«Mi pequeña, dije a la esclava, haciéndole explicar la situación, si quieres quedarte en El Cairo, eres libre”.

Yo esperaba una explosión de reconocimiento.

¡Libre!, dijo ¿y qué quiere usted que haga? ¡Libre! ¿Pero adónde podría ir? ¡Revéndame de nuevo a Abd-el-Kerim!

–  Pero querida, un europeo no vende a una mujer. Recibir dinero por ello sería una deshonra.

–  ¡Pues bien! Dijo llorando, ¿es que yo puedo ganarme la vida? ¿acaso se hacer algo?

–  ¿No puedes colocarte al servicio de una dama de tu religión?

–  ¿Yo sirvienta?. Jamás. Vuelva a venderme. Seré comprada por un musulmán, por un cheikh, puede que incluso por un pachá. ¡Puedo llegar a ser una gran dama! Si quiere dejarme… lléveme al bazar”.

¡Curioso país es éste, en el que los esclavos no quieren la libertad!. Por otra parte, me daba cuenta de que ella tenía razón, y yo ya sabía bastante sobre el verdadero estado de la sociedad musulmana para que no me cupiera duda alguna de que su condición de esclava era muy superior a la de las pobres egipcias empleadas en los trabajos más rudos y desgraciadas con sus miserables maridos. Darle la libertad, era condenarla a la condición más triste, puede ser que al oprobio, y yo me consideraría moralmente responsable de su destino.

– Ya que no quieres quedarte en El Cairo, le dije al fin, tendrás que seguirme a otros países.

–   Ana enté sava sava (Tu y yo iremos juntos) me dijo.

Su decisión me hizo feliz y me fui al puerto del Boulac para alquilar una barca que debía llevarnos por el brazo del Nilo que conducía de El Cairo a Damieta.


[1] El ifrit o efrit (en lengua árabe, ?????) es un ser de la mitología popular árabe. Generalmente se considera que es un tipo de genio dotado de gran poder y capaz de realizar tanto acciones benignas como malignas, con lo que presentan un carácter dual que no comparten los otros genios (http://es.wikipedia.org/wiki/Ifrit)

[2] También se conoce como alumbre y es un tipo de sulfato doble compuesto por el sulfato de un metal trivalente y otro de un metal monovalente. Generalmente se refiere al alumbre potásico. Se usa ampliamente en química para la fabricación del papel y como base de desodorantes axilares. En la Edad Media la piedra de alumbre adquirió un gran valor debido a su utilización para la fijación de tintes en la ropa, entre otros usos.

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