«VIAJE A ORIENTE» 003
I Las bodas coptas: II. Una boda a la luz de las antorchas
La dificultad consistió en alcanzar al cortejo, que se había perdido en el laberinto de calles y vericuetos sin salida. El dragomán había encendido una especie de linterna de papel y estuvimos corriendo a la buena ventura, guiados o extraviados de vez en cuando por los sonidos de una cornamusa que se oía a lo lejos, o por los destellos de luz reflejados en las esquinas de las encrucijadas.
Al fin alcanzamos la puerta de un barrio muy diferente al nuestro. En los hogares comenzaban a verse las primeras luces, los perros ladraban, y de pronto dimos con una larga calle, resplandeciente y bulliciosa, rebosante de gente que incluso se aglomeraba en las terrazas de las casas.
El cortejo avanzaba lentamente al son melancólico de los instrumentos, imitando el obstinado ruido de una puerta que chirría o de un carruaje probando ruedas nuevas. Los responsables de esta algarabía eran una veintena de hombres que desfilaban rodeados de gente con lanzas de fuego.
Detrás de este cortejo, venían los niños cargados de enormes candelabros cuyas velas lanzaban una viva claridad por doquier. Los luchadores seguían con sus juegos de esgrima durante los numerosos altos de la comitiva, y algunos, subidos en zancos y con un tocado de plumas en la cabeza, simulaban atacarse con largos bastones.
Más allá, unos jovencitos portaban banderolas y estandartes con emblemas y atributos de oropeles, al igual que en los tiempos de la vieja Roma; otros, mostraban unos arbolillos adornados con guirnaldas y coronas, engalanados con velas encendidas que resplandecían con sus destellos, y semejaban árboles de Navidad.
Grandes placas de cobre dorado, izadas sobre perchas y engalanadas con ornamentos recubiertos de inscripciones, reflejaban aquí y allá el resplandor de las luminarias.
Inmediatamente después, venían las cantantes (oualems) y las bailarinas (ghavasies), vestidas con trajes de seda a rayas, gorrito turco bordado con hilillos de oro (tarbouche) y largas trenzas, rutilantes de zequíes. Algunas tenían la nariz perforada con largos anillos, y mostraban sus rostros maquillados de colorete y aleña, mientras que otras, aunque cantando y bailando, seguían cuidadosamente tapadas.
Se acompañaban, por lo general, de címbalos, sistros y tamboriles. Dos largas filas de esclavas marchaban detrás, llevando cofres y cestos en los que brillaban los presentes hechos a la novia por su esposo y su familia; luego, el cortejo de los invitados: las mujeres en medio, cuidadosamente engalanadas con sus largos mantos negros y veladas con máscaras blancas, como corresponde a las personas de calidad; los hombres, ricamente vestidos, ya que ese día, me contaba el dragomán, hasta el más humilde de los campesinos (fellahs) sabía procurarse el vestuario adecuado.
Por fin, en medio de una cegadora claridad de antorchas, candelabros y pebeteros, avanzaba lentamente el rojo fantasma que yo había vislumbrado desde la ventana, es decir, la recién casada (el arouss), enteramente cubierta con un velo de cachemira que le llegaba hasta los pies, y cuya ligera seda permitía, sin duda, que la novia pudiera ver sin ser vista.
Nada más exótico que esta alargada figura, avanzando bajo ese tocado de rectos pliegues, coronado por una especie de diadema piramidal resplandeciente de pedrería y que agrandaba aún más su figura. Dos matronas, vestidas de negro, la sostenían por los codos, de tal manera, que la novia parecía deslizarse lentamente sobre el suelo. Cuatro esclavas mantenían sobre su cabeza un dosel de púrpura, y otras acompañaban al cortejo con el clamor de címbalos y tamboriles.
Por entonces, se había producido una nueva parada mientras yo admiraba la cabalgata, y los niños distribuyeron asientos para que la esposa y sus parientes pudieran reposar.
Las oualems, volviendo sobre sus pasos, nos amenizaron con improvisaciones y coros acompañados de música y danzas, y todos los asistentes repetían algunas estrofas de sus cánticos.
Yo, que en ese momento me encontraba expuesto a la vista de todos, abría la boca como los demás, imitando lo mejor que podía los eleysson y los amén que servían de réplica a las coplillas más profanas; pero un peligro mayor amenazaba mi incógnito.
No me había percatado de que unos esclavos recorrían la multitud desde hacía un buen rato, escanciando un líquido claro en pequeñas tazas que iban distribuyendo entre la gente.
Un egipcio enorme, vestido de rojo, y que probablemente era de la familia, presidía el reparto y recibía las congratulaciones de los bebedores.
Se encontraba a tan sólo dos pasos de mí, y yo no tenía ni la menor idea de cómo dirigirme a él.
Afortunadamente, había tenido tiempo de observar todos los movimientos de mis vecinos, y cuando me llegó el turno, agarré la taza con la mano izquierda y me incliné llevando la mano derecha a la altura del corazón, luego sobre la boca, y después sobre la frente. Estos movimientos son fáciles, no obstante hay que tener cuidado de no invertir el orden y reproducirlos con toda naturalidad.
Desde ese instante adquirí el derecho de tomarme el contenido de la taza; pero aquí mi sorpresa fue aún mayor, ya que se trataba de un aguardiente, o más bien de una especie de anisete.
¿Cómo interpretar que musulmanes distribuyeran tales licores en sus nupcias?. De hecho, yo no me esperaba nada más allá de una limonada o de un sorbete. Aunque en realidad, era bastante evidente que tanto las almeas como los músicos y saltimbanquis del cortejo se habían beneficiado en numerosas ocasiones de esta espirituosa distribución.
Por fin, la novia se levantó, y prosiguió la marcha; las campesinas (felahs) vestidas de azul, se agruparon e iniciaron de nuevo sus gritos salvajes, y todo el cortejo continuó su paseo nocturno hasta la casa de los recién casados.
Satisfecho de haber pasado por un auténtico cairota, y de haberme desenvuelto bastante bien en esta ceremonia, hice una señal para llamar a mi dragomán, que se había ido algo más lejos para colocarse al paso de los repartidores de aguardiente; pero él ya no tenía prisa por retirarse y le había cogido gusto a la fiesta.
– Vamos a seguirles hasta la casa –me susurró en voz baja.
– Pero, ¿cómo voy a responder si me hablan?
– Usted diga tan sólo ¡Táyeb! Es un término que vale para todo… y de todos modos, aquí estoy yo para cambiar de conversación.
Ya sabía yo que en Egipto la palabra Táyeb era un comodín. Es un término que, según la entonación que se le dé, significa cualquier cosa, y ni siquiera se puede comparar al goddam de los ingleses, a menos que no sea para marcar la diferencia que hay entre un pueblo ciertamente muy educado, y una sociedad totalmente formalista y cortés. La palabra Táyeb, quiere decir al mismo tiempo: muy bien, o esto va muy bien, o eso es perfecto, o a su disposición. El tono y sobre todo el gesto añaden matices infinitos.
Esta vía me parecía mucho más segura que la utilizada por un célebre viajero, Belzoni, creo; que se había introducido en una mezquita, disfrazado admirablemente, y repitiendo todos los gestos que veía hacer a sus vecinos, pero no pudiendo responder a una pregunta que le hicieron, su dragomán tuvo que contentar a los curiosos diciendo “¡No comprende, es un turco inglés!”
Habíamos entrado por una puerta adornada con flores y guirnaldas en un hermoso patio bien iluminado con farolillos de colores. Las mashrabeyas proyectaban la marquetería de filigrana sobre el fondo de luz anaranjado de las habitaciones repletas de gente.
Había que detenerse e intentar buscar un sitio en las galerías interiores. Sólo las mujeres subían a la casa, en donde se despojaban de sus velos, aunque desde abajo sólo se percibían de forma vaga, los colores, las listas de los vestidos y sus joyas, a través de los enrejados de las celosías.
Mientras, las damas eran acogidas y agasajadas en el interior de las habitaciones por la recién casada y las mujeres de ambas familias. El marido, que había descendido de su asno, vestido con una túnica rojo y oro, recibía los cumplidos de los hombres, y les invitaba a colocarse frente a las numerosas y guarnecidas bandejas colocadas en los salones de la entrada, y repletas de platos dispuestos en pirámide.
Bastaba con cruzar las piernas en el suelo, coger un plato o una taza, y comer limpiamente con los dedos. Yo no me atrevía a arriesgarme a tomar parte en el festín, por miedo a contravenir las normas. Además, la parte más interesante de la fiesta se desarrollaba en el patio, en donde las danzas continuaban con gran estruendo. Un grupo de bailarines nubios ejecutaba extraños pasos en medio de un vasto círculo formado por los invitados; iban y venían guiados por una mujer velada, tocada con un amplio manto estampado de anchas bandas y con un sable curvo en la mano con el que parecía amenazar de pronto a los danzantes, poniéndoles en fuga.
A su vez, las oualem (almeas) acompañaban estas danzas con sus cánticos, y golpeaban con los dedos tamboriles de tierra cocida (tarabouki) que con un brazo mantenían suspendidos a la altura de la oreja.
La orquesta, compuesta de un gran número de extraños instrumentos, hacía lo propio amenizando este conjunto, al que los asistentes se unían marcando el ritmo con palmadas.
En los intervalos, entre danza y danza, circulaban los refrescos, entre los que había uno que yo no había previsto. Esclavos negros, con pequeños ibriques de plata, rociaban acá y allá sobre la gente. Se trataba de agua perfumada, cuyo suave olor de rosas no reconocí hasta sentir las gotas lanzadas al azar deslizarse sobre las mejillas y la barba.
A todo esto, uno de los personajes más aparentes de la boda había avanzado hacia mí y me dijo unas palabras de un aire bastante cortés, a lo que yo le respondí con un tayeb, que pareció satisfacerle plenamente.
Se dirigió a mis vecinos y pude preguntar al dragomán lo que aquello quería decir:
– Les invita –me repuso este último— a subir a su casa para ver a la desposada.
Sin duda alguna, mi respuesta había sido un asentimiento, pero como después de todo, no se trataba más que de un paseo de mujeres herméticamente tapadas, alrededor de las salas de invitados, no juzgué oportuno llevar la aventura más lejos.
Bien es cierto que la novia y sus amigas se muestran entonces con los brillantes vestidos, cubiertos por el velo negro que habían lucido durante su cortejo callejero, pero yo aún no me encontraba muy seguro de mi pronunciación del táyeb como para arriesgarme hasta el seno de las familias.
Llegamos, el dragomán y yo, a alcanzar la puerta exterior, que daba sobre la plaza de El-Esbekieh.
– Es una pena –me dijo el dragomán—, podría haber asistido después al espectáculo.
– ¿Cómo?
– Sí, a la comedia.
Enseguida pensé en el ilustre Caragueuz, pero no se trataba de eso. Caragueuz no se interpreta más que en las fiestas religiosas; es un mito, un símbolo de la más alta dignidad. Este otro espectáculo en cuestión debía componerse tan solo de breves escenas cómicas, representadas por hombres, y que podrían compararse a nuestros proverbios de sociedad. Esto se hace para entretener agradablemente durante el resto de la noche a los invitados, mientras los esposos se retiran con sus padres a la zona de la casa reservada para las mujeres.
Al parecer, las fiestas de esta boda se prolongaban desde hacía ya ocho días. El dragomán me contó que el día de la firma del contrato nupcial se había realizado un sacrificio de corderos en el zaguán de la puerta, antes de que pasara por allí la novia. También me habló sobre esa ceremonia en la que se rompe un cono de azúcar donde están encerrados dos pichones, cuyo vuelo es interpretado por los augures. Todas estas costumbres seguramente se remontan a la antigüedad.
Volví a casa totalmente emocionado con esta escena nocturna. He aquí un pueblo para el que el matrimonio es algo grande y, aunque los detalles de esta boda indicaran una buena posición de los recién casados, también era cierto que la gente humilde se casaba casi con la misma brillantez y bullicio. Estos últimos no tienen que pagar a los músicos, bufones y bailarines, ya que la mayoría son amigos, o bien recaudan fondos entre la gente. Los trajes se los prestan; cada invitado lleva en la mano su farolillo, y la diadema de la novia no está menos cargada de diamantes y de rubíes que la de la hija de un pachá.
¿Dónde buscar en otra parte una igualdad más real? Esta joven egipcia, puede que ni tan bella bajo su velo, ni tan rica con todos sus diamantes, dispone de un día de gloria en el que avanza radiante a través de la ciudad, que la admira y corteja, investida de púrpura y con las joyas de una reina, pero desconocida para todos y misteriosa bajo su velo, como una antigua diosa del Nilo.
Un solo hombre poseerá el secreto de su belleza o de esa gracia ignorada. Tan sólo uno podrá perseguir en paz durante todo el día su ideal, y creerse el favorito de una sultana, o de un hada; incluso la decepción misma no dañaría su amor propio, ya que de todos modos, los hombres de este país tienen derecho a renovar más de una vez esta jornada de ilusión y triunfo.