«VIAJE A ORIENTE» 056
VII. La montaña – II. El kief… Beirut, aun cuando solo se considerara el espacio comprendido dentro de sus murallas y sus habitantes, respondería mal a la idea que de esa ciudad se hacen en Europa y que reconocen como la capital del Líbano. A esa idea, habría que añadir también unos cuantos centenares de mansiones rodeadas de jardines que ocupan el vasto anfiteatro, cuyo centro es el puerto. Conglomerado disperso y vigilado por una alta construcción cuadrada, ocupada por una guarnición turca, y que es conocida como “La torre de Fakardin”.
Yo me alojaba en una de esas mansiones que salpican la costa, muy parecidas a las que rodean Marsella, y presto a partir para visitar la montaña; sólo me quedaba tiempo para bajar a Beirut a buscar un caballo, una mula o incluso un camello. Hasta habría aceptado uno de esos hermosos borriquillos de cola enhiesta y pelaje de cebra, que en Egipto prefieren a los caballos, y que galopan por la arena con un ardor infatigable; mas en Siria no se considera a este animal lo suficientemente robusto como para escalar los pedregosos senderos del Líbano. Pero ¿acaso no debería ser bendita su raza entre todas las demás por haber servido de montura al profeta Balaam y al Mesías?.
Andaba yo con estas reflexiones mientras me encaminaba a pié hacia Beirut en ese momento del día en que, según dicen los italianos, no se ve vagar bajo el sol más que a gli cani e gli Francesi[1]. Ahora bien, ese dicho siempre me ha parecido falso en lo que se refiere a los canes que, a la hora de la siesta, saben muy bien tenderse tranquilamente a la sombra y no se arriesgan a coger una insolación. En cuanto a los franceses, intente usted retenerles sobre un diván o sobre una manta a poco que tenga en la cabeza un asunto que resolver, un deseo, o una simple curiosidad; el demonio del mediodía raramente le pesa sobre el pecho, y poco o nada le importa que el deforme Smarra[2] haga girar sus amarillentas pupilas en su gruesa cabezota de enano.
Así que allí estaba yo, atravesando el llano a esa hora del día que la gente del sur consagra a la siesta y los turcos al kief. Un hombre que va errando de esa manera cuando todo el mundo duerme, en Oriente corre el gran riesgo de excitar las mismas sospechas que en nuestro país levantaría un vagabundo nocturno; aunque así y todo, los centinelas de la Torre de Fakardin me prestaron la misma atención que el soldado vigía presta a un viandante retrasado. A partir de esa torre, una llanura bastante extensa permite abarcar de un vistazo todo el perfil oriental de la ciudad, cuya muralla y torres almenadas se extienden hasta el mar. Presenta aún el aspecto de una ciudad árabe de la época de Las Cruzadas; traicionado únicamente por una influencia europea que sólo se percibe en los numerosos mástiles de las mansiones consulares que en domingos y días festivos se engalanan con sus banderas.
Por lo que se refiere a la dominación turca, aquí ha aplicado, como en todas partes, su sello personal y extravagante. Al Pachá se le ha ocurrido demoler una parte de la muralla de la ciudad, en la que se adosa el palacio de Fakardin, para construir allí uno de esos kioscos de madera pintada, tan a la moda en Constantinopla, y que los turcos prefieren a los más suntuosos de piedra o de mármol. ¡Y vaya usted a saber por qué los turcos viven en casas de madera, o por qué incluso los palacios del sultán, aunque adornados con columnas de mármol, tienen los muros de madera de pino!. Y es que, conforme a un particular prejuicio de la raza de Othman, la casa que se haga construir un turco no debe durar más que él; no ha de ser más que una jaima tendida sobre una tierra de paso, un abrigo momentáneo, en donde el hombre no debe intentar luchar contra el destino eternizando su huella, intentando ese difícil himen de tierra y familia al que tienden los pueblos cristianos.
El palacio forma un ángulo en el que se abre la puerta de la ciudad, con su pasadizo oscuro y umbroso, donde poder refrescarse un poco del ardor del sol reverberado por la arena de la llanura que se acaba de atravesar.
Una hermosa fuente de piedra protegida por la sombra de un magnífico sicómoro[3]; las cúpulas grises de una mezquita y sus esbeltos minaretes; una casa de baños de reciente construcción y arquitectura moresca; todo esto es lo que se ofrece a primera vista al entrar en Beirut como promesa de una estancia apacible y alegre. Más allá, sin embargo, las murallas se elevan y cobran un aspecto sombrío y claustral.
Pero, ¿por qué no entrar al hamam[4] durante estas horas de intenso y desapacible calor en lugar de pasarlas tristemente recorriendo las calles desiertas? Andaba con estos pensamientos cuando el movimiento de una cortina azul ante la puerta de la casa de baños me señaló que esta era la hora en la que el recinto quedaba restringido a las mujeres. Los hombres únicamente pueden usarlo por la mañana y por la tarde…¡y pobre del que se quede allí dentro, debajo de un banco o una colchoneta, a la hora en que un sexo sucede al otro! Francamente, sólo un europeo sería capaz de idear algo así y que tanto pudiera perturbar el espíritu de un musulmán.
Yo nunca había entrado en Beirut a una hora tan inapropiada, y me encontraba como ese hombre de Las mil y una noches penetrando en una ciudad de magos a cuyas gentes habían convertido en estatuas de piedra[5]. Todo dormía aún profundamente: los centinelas bajo la puerta; en la plaza los jumentos que esperaban a las damas, probablemente también adormecidas en las galerías altas de los baños; los vendedores de dátiles y sandías dispuestos cerca de la fuente; el cafedji en su cafetín con sus consumidores; el hamal (mozo de cuerda) con la cabeza apoyada sobre su fardo; el camellero reposando cerca de su animal, y los diabólicos albaneses formando cuerpos de guardia delante del serrallo del pachá. Todos ellos dormían el sueño de la inocencia, dejando la villa a su abandono.
Fue un día, en una hora y durante una somnolencia como estas, cuando trescientos drusos se apoderaron de Damasco. Les bastó con entrar por separado, mezclarse con la multitud de campesinos que durante la mañana llenaban bazares y plazas; para luego simular que se dormían, igual que el resto; pero sus grupos, hábilmente distribuidos, se apoderaron en el mismo instante de los principales lugares, mientras la mayoría de la tropa saqueaba los ricos bazares y los prendía fuego. Los habitantes, despertados en medio de ese sobresalto, creyendo que se enfrentaban a todo un ejército, se encerraron en sus casas; al igual que hicieron los soldados, protegiéndose dentro de los cuarteles, mientras que al cabo de una hora, los trescientos caballeros drusos se marchaban, cargados con el botín, a su retiro inexpugnable de las montañas del Líbano.
A esto se arriesga una ciudad que duerme en pleno día. No obstante, en Beirut no toda la colonia europea se entrega a las dulzuras de la siesta. Caminando hacia la derecha, muy pronto distinguí cierto movimiento en una de las calles que se abrían a la plaza; un olor penetrante de fritura revelaba la vecindad de una trattoria, y el letrero del célebre Battista no tardó en llamarme la atención. Conozco lo suficientemente bien los hoteles destinados en Oriente a los viajeros europeos, como para haber pensado ni por un momento en aprovecharme de la hospitalidad del Sr. Battista, único posadero franco de Beirut. Los ingleses han mimado por todas partes sus establecimientos, en general más modestos en sus instalaciones que en sus precios. Y en ese momento pensé que no estaría mal en disfrutar de la buena mesa, si se me admitía en ella. Me arriesgué y subí a ver.
[1] “a los perros y a los franceses”
[2] Smarra es el demonio de las pesadillas en el cuento de Nodier, Smarra, ou les Démons de la nuit (1821). Para más información sobre este escritor, consultar http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Nodier
[3] árbol frondoso, de copa amplia y tronco robusto.
[4] Nombre que se da a una casa de baños en árabe.
[5] Es una mujer, Zubeyda, la que en las noches 63 a 66 de “Las mil y una noches”, cuenta cómo visitó una ciudad de magos en la que todos sus habitantes, salvo uno, habían sido convertidos en estatuas de piedra.