«VIAJE A ORIENTE» 051
VI. La Santa Bárbara – VII. ¡Catástrofe!… El armenio me venía bien para matar el aburrimiento de semejante travesía; pero también veía con placer que su alegría, su incansable charlatanería, sus cuentos y consejos, daban a la pobre Zeynab la ocasión, tan querida por las mujeres de estos países, de expresar sus ideas con esa volubilidad de consonantes nasales y guturales de las que me resulta tan difícil alcanzar no sólo el sentido, sino el sonido mismo de las palabras.
Con la magnanimidad de un europeo, yo sufría incluso sin dificultad que uno u otro de los marineros que se podían encontrar sentados cerca de nosotros, sobre los sacos de arroz, le dirigieran algunas palabras. En Oriente, la gente del pueblo es en general muy familiar, en primer lugar porque el sentimiento de igualdad aquí se establece más sinceramente que entre nosotros, y en segundo, porque en todas las clases existe una especie de cortesía innata. En cuanto a la educación, es prácticamente la misma, muy sumaria, pero universal. Lo que hace que el hombre de condición humilde pueda llegar sin transición alguna a convertirse en el favorito de un dignatario, y llegue a las máximas responsabilidades sin encontrarse jamás desplazado por ello.
Entre nuestros marineros había un turco de Anatolia, bastante moreno, con la barba entrecana, y que hablaba con la esclava con más frecuencia y durante más tiempo que los otros; yo me había dado cuenta, y pregunté al armenio que qué podía estar diciendo; entonces se puso a escuchar la conversación, y me dijo: “Hablan de religión”. Esto me pareció bastante respetable, teniendo en cuenta que era este hombre el que dirigía a los demás -en calidad de hadji o peregrino que había ido a La Meca- la oración de la mañana y de la tarde. Ni por un instante se me habría ocurrido interrumpir a esta pobre mujer en sus prácticas habituales, que por otra parte no son más que una fantasía. Sólo en El Cairo, en un momento en el que ella estaba algo enferma, yo intenté hacerla renunciar a la costumbre de sumergir en agua fría sus pies y sus manos, todas las mañanas y todas las tardes, antes de hacer las plegarias, pero no hacía mucho caso de mis preceptos higiénicos, y no había consentido abstenerse más que del tinte de henné, que, al no durar más que cinco o seis días, obliga a las mujeres de oriente a renovar con frecuencia un preparado poco agradable cuando se aprecia de cerca. Yo no me opongo al colorete de cejas y párpados; incluso admito el carmín aplicado en mejillas y labios; ¿pero de qué vale colorearse de amarillo unas manos ya bastante cobrizas, que, a partir de ahí, pasan a presentar un color azafrán? Me mostré inflexible en este punto.
Su cabello reposaba sobre la frente; y se recogía a ambos lados en largas trenzas anudadas con cordones de seda y temblorosos cequíes perforados (desde luego, falsos cequíes) que flotaban desde el cuello hasta los talones, conforme a la moda levantina. El taktikos festoneado de oro, se inclinaba con gracia sobre su oreja izquierda, y sus brazos se adornaban con pesados brazaletes de cobre plateado, toscamente esmaltados en rojo y azul, al gusto totalmente egipcio. Otras ajorcas resonaban en sus tobillos, a pesar de la prohibición del Corán, que no permite que una mujer haga tintinear las joyas que adornan sus pies[1].
Yo la admiraba de esa guisa, graciosa con su vestimenta de rayas de seda y cubierta con la milayeh azul, con esos aires de estatua antigua que sin duda alguna poseen las mujeres de Oriente. La animación de su gesto, una expresión poco habitual de sus rasgos, me impresionaban a veces, sin inspirarme inquietud; el marinero que charlaba con ella podría haber sido su padre, y no parecía temer que sus palabras fueran escuchadas.
“¿Sabe usted lo que pasa? Me dijo el armenio, que, un poco más tarde se había acercado a los marineros para hablar con ellos; esas gentes dicen que la mujer que está con usted no le pertenece.
– Se equivocan, le repuse; dígales que me fue vendida en El Cairo por Abd-el-Kérim, por cinco bolsas. Tengo el recibo en mi billetera. Y además, todo esto es algo que no les concierne.
– También comentan que el mercader no tenía derecho de vender una mujer musulmana a un cristiano.
– Su opinión me da igual, y en El Cairo saben más de esto que esa gente. Todos los Francos allí tienen esclavas, sean cristianas o musulmanas.
– Pero sólo son negras o abisinias; no pueden tener esclavas de raza blanca.
– ¿Ve usted a esta mujer como de raza blanca?
El armenio sacudió la cabeza como dudando.
“Escuche, le dije; en lo que se refiere a mis derechos, no me cabe ninguna duda, ya que obtuve todas las informaciones necesarias antes de hacer la compra. Diga ahora al capitán que no conviene que sus marineros hablen con ella.
– El capitán, me dice que bien podría usted haberle prohibido eso mismo a su mujer desde el principio.
– Yo no quería, contesté, privarla del placer de hablar en su lengua, ni impedirla que se reuniera en las plegarias; de hecho, la configuración del barco, que obliga a todo el mundo a estar arracimados, hace difícil prohibir el intercambio de palabras.”
El capitán Nicolás no parecía muy bien dispuesto, lo que yo atribuía un poco al resentimiento de haber visto rechazada su propuesta de intercambio. No obstante hizo venir al marinero hadji , que yo había señalado sobre todo como malintencionado, y le habló. Yo, por mi parte, no quería decir nada a la esclava para no darle la impresión de un amo exigente.
El marinero al parecer respondió de un aire fiero al capitán, que me hizo decir a través del armenio que no me preocupara por eso; pues era un hombre exaltado, una especie de santón que sus camaradas respetaban a causa de su piedad; y que, además, lo que decía carecía de importancia.
En efecto, ese hombre, no volvió a hablar a la esclava, pero charloteaba a voces delante de ella a sus camaradas, y yo comprendí inmediatamente que se trataba de la muslim (musulmana) y del roumi (cristiano). Había que terminar con todo esto, y yo no veía ningún medio de evitar esas insinuaciones. Me decidí a hacer venir a la esclava cerca de nosotros, y, con ayuda del armenio, tuvimos más o menos la siguiente conversación:
“¿Qué te acaban de decir esos hombres?
– Que hacía mal, siendo una creyente, de quedarme junto a un infiel.
– ¿Pero no saben que te he comprado?
– Dicen que no tenían derecho de haberme vendido a ti.
– ¿Y tú piensas que eso es cierto?
– ¡Sólo Dios lo sabe!
– Esa gente se equivoca, y tú no debes hablarles más.
– Así se hará.
Yo rogué al armenio que la distrajera un poco y le contara historias. Este muchacho, después de todo, me estaba resultando de gran utilidad; le hablaba siempre con ese tono aflautado y gracioso que se usa para distraer a los niños, y comenzaba siempre con “Ked ya, siti?…– Y bien, entonces señora… ¿qué pasa?, ¿ya no reímos más?, ¿quiere saber las aventuras de la cabeza cocida en un horno?”. Entonces él le contaba una vieja leyenda de Constantinopla, en la que un sastre, creyendo recibir un vestido del sultán para repararlo, se llevó a su casa la cabeza de un aga que le había sido entregada por error, y al no saber cómo deshacerse de aquel triste depósito, la envió al horno, dentro de una vasija de arcilla, a la casa de un pastelero griego. Este último para gratificar a un barbero franco, la sustituye furtivamente por su cabeza portapelucas; el franco la peina, después, al darse cuenta de su contenido, se deshace de ella; en fin el resultado es un montón de peripecias más o menos cómicas. Este relato forma parte de las bufonadas turcas del mejor gusto.
La plegaria de la tarde llevó a las ceremonias habituales. Para no escandalizar a nadie, me fui a pasear sobre el puente de proa, espiando la aparición de las estrellas, y haciendo también, yo, mi plegaria, la de los soñadores y poetas, es decir, la admiración de la naturaleza y el entusiasmo de los recuerdos. Sí, admiraba las estrellas en ese aire de oriente tan puro que aproxima los cielos al hombre, esos astros-dioses, formas diversas y sagradas, que la divinidad ha rechazado una tras otra como máscaras de la eterna Isis… Urania, Astarté, Saturno, Júpiter, que todavía representan las transformaciones de las humildes creencias de nuestros antepasados. Los que por millones, han surcado estos mares, tomando sin duda su resplandor por la llama y el trono del dios; pero ¿quién no adoraría en los astros del cielo las pruebas mismas de la eterna potencia, y en su constante orbitar la acción vigilante de un espíritu oculto?.
[1] Corán XXIV.31. (GR)