«VIAJE A ORIENTE» 046

VI. La Santa Bárbara – II. El lago Menzaleh…  Habíamos dejado a la derecha el poblado de Esbeh, construído con adobes, y en donde se distinguen los restos de una antigua mezquita y las ruinas de arcos y torres pertenecientes a la antigua Damieta, destruida por los árabes en la época de San Luis, por estar bastante expuesta a los ataques por sorpresa. El mar bañaba los muros de aquella ciudad, que ahora se encuentra a una milla de la actual. Es la superficie que más o menos gana la tierra de Egipto al mar cada seiscientos años. Las caravanas que atraviesan el desierto para pasar a Siria encuentran en algunos puntos huellas regulares que dejan ver, de trecho en trecho, ruinas antiguas sepultadas por la arena, que en ocasiones el viento del desierto se complace en descubrir de nuevo. Estos espectros de ciudades despojadas durante un momento de su mortaja polvorienta atemorizan la imaginación de los árabes, que atribuyen su construcción a los genios. Los sabios europeos han encontrado, siguiendo su trazado, una serie de ciudades que fueron construidas junto al mar bajo las dinastías de los reyes pastores, o de los conquistadores tebanos. Gracias al cálculo de esta retirada de las aguas, junto con el estudio de las huellas dejadas en el limo por los diferentes estratos del Nilo, en los que se pueden contar las marcas formadas por las distintas erosiones, se puede llegar a la conclusión de que la tierra de Egipto se remonta a una antigüedad de unos cuarenta mil años. Esto concuerda mal con el Génesis; a pesar de que esos largos siglos consagrados a la acción mutua de la tierra y las aguas hayan podido constituir lo que las sagradas escrituras llaman “materia sin forma”[1], la organización de los seres, único principio verdadero de la creación.

Habíamos llegado al borde oriental de la lengua de tierra en la que se encuentra Damieta; la arena por la que pasábamos brillaba en algunos tramos, y me parecía contemplar  charcos de agua congelados, cuya superficie vidriosa aplastaban nuestro pies; eran costras de sal marina. Una cortina de esbeltos juncos, tal vez de los que antaño proporcionaran los papiros, nos ocultaba aún la orilla del lago; por fin llegamos a un puerto marcado por las barcas de los pescadores, y desde allí me pareció ver el mar en un día de calma. Solo las islas lejanas, teñidas de rosa por el sol de levante, coronadas aquí y allá por cúpulas y minaretes, indicaban un lugar más apacible, y barcas de vela latina circulaban a centenares sobre la superficie lisa de las aguas.

Era el lago Menzaleh, el antiguo Mareotis, en donde las ruinas de Tanis aún ocupan la isla principal, y en la que Pelusa acotaba la el extremo fronterizo de la vecina Siria; Pelusa, la antigua puerta de Egipto por donde pasaron Cambises, Alejandro y Pompeyo, éste último, como bien sabemos, para encontrar allí la muerte.

Lamentaba no poder recorrer el alegre archipiélago sembrado entre las aguas del lago, y asistir a alguna de las magníficas pescas que suministran de pescado a todo Egipto. Pájaros de especies variadas planean sobre este mar interior, nadan cerca de las orillas, o se refugian entre el follaje de los sicómoros, las casias y los tamarindos; los riachuelos y canales de irrigación que atraviesan por todas partes los arrozales ofrecen una gran variedad de vegetación marismeña, en donde cañaverales, juncos, nenúfares y sin duda también el loto de los antiguos, emergen del agua verdinosa y zumban con el vuelo de los insectos perseguidos por las aves. Así se cumple el eterno movimiento de la primitiva naturaleza en donde luchan espíritus fecundadores y asesinos.

Cuando, después de haber atravesado la llanura, remontamos sobre el espigón, escuché de nuevo la voz del joven que me había hablado, y que continuaba repitiendo: Yélir, Yélir, Istanboldan!!”. Temía haberme equivocado al rechazar su petición, y quise conversar de nuevo con él preguntándole sobre el significado de lo que cantaba. “Es, me dijo, una canción que se compuso en la época de la masacre de los genízaros[2]. Me acunaron con esa canción.”

¿Cómo, me dije a mí mismo, esas dulces palabras, ese aire lánguido pueden encerrar ideas de muerte y de carnicería? Esto nos aleja un poco de la égloga.

La canción venía a decir algo así:

Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)!
Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera;
un barco llega, pero el firman no viene;
todo el pueblo está en la incertidumbre.
Un segundo barco arriba;
por fin era el que esperaba Alí-Osmán.
Todos los musulmanes visten sus mejores galas
y se van a divertir al campo,
porque esta vez sí que llegó el firman!
 

¿Para qué profundizar más? Habría preferido ignorar el significado de esa letra. En lugar de una canción pastoral o del sueño de un viajero que piensa en Estambul, solo tenía en la memoria una insulsa cancioncilla política.

“Me hubiera gustado, le dije en voz baja al joven, dejarle subir a la djerme, pero su canción habría podido contrariar al jenízaro, aunque hiciera como si no la comprendiera…

–   ¿Él un jenízaro? Me dijo. No queda ninguno en todo el imperio; los cónsules dan aún ese nombre, por la costumbre, a sus cavas (guardaespaldas) pero ese no es más que un albanés, al igual que yo soy un armenio. No me quiere, porque cuando yo estaba en Damieta me ofrecí para guiar a unos extranjeros y enseñarles la ciudad, y ahora me voy a Beirut.”

Le convencí al jenízaro de que su resentimiento no tenía fundamento alguno. “Pregúntele si él tiene con qué pagar su pasaje para el barco.

–   El capitán Nicolás es mi amigo”, respondió el armenio.

El jenízaro sacudió la cabeza, pero no hizo ninguna otra observación. El joven se levantó lentamente, recogió un pequeño paquete que apenas se veía bajo su brazo y nos siguió. Todo mi equipaje había sido ya transportado a la djerme, que se veía con una pesada carga. La esclava javanesa, a la que el placer de cambiar de lugar no le producía ninguna nostalgia del recuerdo de Egipto, palmoteaba alegremente con sus morenas manos, viendo que íbamos a partir y cuidaba del acomodo de las jaulas de gallinas y de palomas. El temor de que falte comida actúa fuertemente sobre estas almas simples. Por lo demás, el estado sanitario de Damieta no nos había permitido reunir provisiones más variadas; y aunque el arroz no faltaba, quedábamos obligados a pasar toda la travesía a base de este alimento.


 

[1] Génesis I,2: La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.

[2] El poderoso ejército de los jenízaros fue exterminado por el Sultán Mahmud II el 12 de junio de 1826.

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