«VIAJE A ORIENTE» 042
V. La embarcación – IV. La Sirafeh… Al entrar el MUTAHIR todos los niños fueron a sentarse de cuatro en cuatro en torno a unas mesas redondas, en las que el maestro de escuela, el barbero y los santones ocupaban los sitios de honor. Los demás esperaron a que estos acabaran de comer para colocarse en su lugar. Los nubios se sentaron ante la puerta y recibieron el resto de los platos, cuyas últimas sobras distribuyeron aún entre la pobre gente atraída por el ruido de la fiesta. Por último, y tras haber pasado por dos o tres series de invitados de inferior rango, llegaban los huesos a un último círculo compuesto por perros vagabundos atraídos por el olor de la comida. Nada se pierde en estos festines patriarcales, en donde, por muy pobre que sea el anfitrión, toda criatura viviente puede reclamar su parte de la fiesta. Aunque bien es verdad que la gente con más posibilidades acostumbran a pagar su participación con pequeños regalos, lo que alivia un poco la carga que se imponen en estas ocasiones las familias del pueblo.
Y mientras tanto, llegaba para el MUTAHIR, el doloroso instante que debía clausurar la fiesta. Se hizo levantar de nuevo a los niños, y entraron solos en el salón en el que se encontraban las mujeres. Allí se cantaba: “¡Oh tú, tía paterna!, ¡Oh, tú, tía materna! Ven a preparar su sirafeh!”. A partir de ese momento los detalles me los dio la esclava que estuvo presente en la ceremonia de la sirafeh (ofrenda).
Lass mujeres les dieron a los niños un chal que cuatro de ellos agarraron cada uno por un extremo. La tableta para escribir fue colocada en el centro, y el alumno más aventajado de la escuela (‘arif) se puso s salmodiar un cántico tras el cual los alumnos y las mujeres repetían a coro un estribillo. Se rogaba a Dios, que todo lo sabe, “que conoce el camino de la hormiga negra y su trabajo en las tinieblas”, que diera su bendición a ese niño, que ya sabía leer y podía comprender El Corán. Se daba las gracias, en su nombre, al padre, que había pagado las lecciones del maestro, y a la madre, que desde la cuna le había enseñado a hablar.
“¡Que Dios me conceda, decía el niño a su madre,
el verte sentada en el paraíso, saludada por María,
Zeynab, hija de Ali, y por Fátima, hija del Profeta!”
El resto de los versículos estaba dedicado al elogio de los pobres* y del maestro de escuela, por haberle explicado y hecho aprender al niño diversos capítulos del Corán. Otros cánticos menos serios se sucedían tras estas letanías.
“¡Eh, vosotras, jóvenes muchachas que nos rodeáis, decía el ‘arif,
que Dios os proteja mientras os peináis mirándoos al espejo!
Y vosotras, mujeres casadas aquí reunidas, por la virtud de la azora 37:
la de La fecundidad, seáis benditas! – Pero si hay aquí mujeres
que hubieren envejecido en el celibato, sean arrojadas fuera a alpargatazos!”
Durante esta ceremonia, los muchachos paseaban la sirafeh por toda la sala, y cada mujer depositaba sobre la tableta pequeños donativos que se colocaban después en un pañuelo que los niños debían entregar a los pobres.
Y regresando a la habitación de los hombres, el Mutahir fue colocado sobre un sillón alto. El barbero y su ayudante se colocaron de pie a ambos lados con sus instrumentos. Se colocó delante del niño una jofaina de cobre donde cada cual hubo de ir a depositar su ofrenda, tras lo cual, fue llevado por el barbero a una habitación separada de las otras, en donde la operación se celebró bajo los ojos de dos de sus parientes, mientras los timbales resonaban para tapar sus gritos.
La asamblea, sin preocuparse por este asunto, pasó todavía la mayor parte de la noche bebiendo sorbetes, café y una especie de cerveza espesa (bouza); bebida embriagante, de la que sobre todo hacen uso los negros, y que sin duda es la misma que Herodoto designa con el nombre de cebada**.