«VIAJE A ORIENTE» 038
IV. Las pirámides – IV. El retorno… Dejo con pesar esta vieja ciudad, El Cairo, en donde he encontrado los últimos vestigios de la grandeza árabe, que en ningún momento ha defraudado la idea del Oriente que yo me había hecho a través de narraciones y tradiciones. La había visto tantas veces en mis sueños de juventud, que me daba la impresión de haber vivido allí en alguna otra época. Yo reconstruía mi Cairo de otros tiempos, en medio de los barrios desiertos o de las mezquitas derruidas. Me parecía que pisaba sobre las huellas de mis antiguos pasos. Iba diciéndome… al dar la vuelta a este muro, voy a ver tal cosa…, y esa cosa estaba allí; en ruinas, pero real.
No pensemos más. Este Cairo languidece bajo la ceniza y el polvo; el espíritu y los progresos modernos han triunfado como la muerte. Unos cuantos meses más, y calles de estilo europeo habrán troceado en ángulos rectos la vieja ciudad muda y polvorienta, que se derrumba pacífica sobre los pobres campesinos. Lo que reluce o brilla y crece es el barrio de los francos, la ciudad de los italianos, provenzales y malteses, el futuro cimiento de la India inglesa. El Oriente de antaño se precia de usar sus viejos atuendos, sus viejos palacios, sus viejas costumbres, pero ya ha llegado a sus últimos días, y puede decir como uno de sus sultanes: “La muerte ha disparado su flecha y me alcanzó: ya soy el pasado”.
La que todavía protege el desierto, ocultándola poco a poco en sus arenas es, fuera de la ciudad de El Cairo, la ciudad de las tumbas, el valle de los califas, que asemeja, como Herculano, haber abrigado generaciones desaparecidas, y cuyos palacios, arquerías y columnas, los mármoles preciosos, los interiores pintados y dorados, las murallas, las cúpulas y los minaretes, multiplicados hasta la locura, no han servido más que para recubrir ataúdes. Este culto a la muerte es un distintivo eterno del carácter de Egipto. Sirve, al menos, para proteger y transmitir al mundo la extraordinaria historia de su pasado.