«VIAJE A ORIENTE» 039
V. La embarcación – I. Preparativos de navegación… La embarcación que me llevaba hasta Damieta, transportaba también todo el menaje que había amontonado en El Cairo durante los ocho meses de mi estancia en la ciudad. A saber: la esclava de tez dorada que me vendió Abd-el-Kerim, el cofre verde con los efectos que le había regalado; otro baúl provisto de todo lo que yo mismo había ido coleccionando; uno más con mi ropa de francés, último vestigio de mala suerte, como ese vestido de mendigo, que un emperador había conservado para acordarse de su primitiva condición162, además de todos los utensilios y muebles con los que tuve que acomodar mi domicilio del barrio copto, y que consistían en cántaras y botijas para refrescar el agua; pipas y narguiles; colchones de algodón y cajones de palma trenzada, que podían servir como divanes, camas o mesas, y que además tenían la ventaja de poder utilizarse como jaulas para aves de corral o palomar, durante la travesía.
Antes de partir, fui a despedirme de la Sra. Bonhomme, esa rubia y encantadora mujer, viático para el viajero. “¡Vaya!, me dije, no veré durante mucho tiempo más que rostros de color; voy a luchar contra la peste que reina en el delta de Egipto, y con las tormentas del golfo de Siria, que habrá que atravesar en frágiles barcos; pero su visión será para mí la última sonrisa de la patria”.
La Sra. Bonhomme pertenece a ese tipo de belleza rubia, del Midi, que Gozzi1 celebraba en Las Venecianas, y que Petrarca ha cantado en honor de las mujeres de nuestra Provenza. Parece ser que esas peculiares anomalías son fruto de la proximidad de los países alpinos “el oro encrespado” de sus cabellos, y que sus ojos negros se deben a los profundos ardores del Mediterráneo. La piel, fina y clara como el satín rosa de los flamencos, se colorea en los lugares tocados por el sol, de un ligero tinte ambarino, que nos hace pensar en los viñedos de otoño, cuando los racimos de uvas doradas se cubren a medias bajo los pámpanos bermejos. ¡Ay, imágenes amadas por Ticiano y el Giorgione!163, ¿aún tenéis que dejarme esta melancolía y ese recuerdo de las riberas del Nilo?. Y eso que yo tenía a mi lado a otra mujer de cabello negro como el ébano, de faz tan sólida que parecía tallada en mármol de portore, belleza severa y grave, como los antiguos ídolos de Asia, y cuya gracia, a un tiempo servil y salvaje, recordaba a veces, si se pueden unir ambos conceptos, a la triste alegría del animal cautivo.
Madame Bonhomme, me había conducido a través de su almacén, colmado de artículos de viaje, y yo la escuchaba y la admiraba mientras iba detallando los méritos de todos aquellos encantadores artículos que, para los ingleses, representaban su necesidad en el desierto de reproducir todo el confort de la vida moderna. Me explicaba, Madame Bonhomme, con su ligero acento provenzal cómo se podían colocar al pie de una palmera o de un obelisco, apartamentos completos para los señores y sus criados, con mobiliario y cocina, todo ello transportable a lomos de camello; ofrecer cenas europeas, en las que no faltase de nada, ni los raguts, ni los aperitivos, gracias a las latas de conservas que, hay que reconocer, a veces son un gran recurso.
“¡Vaya! Le dije, yo me he convertido en un auténtico beduino (nómada árabe): almuerzo estupendamente con una dourah (torta de pan) cocida sobre una placa de barro, dátiles machacados con manteca, pasta de albaricoque, saltamontes ahumados… e incluso se un medio de obtener una gallina hervida en medio del desierto, sin tan siquiera tomarse la molestia de desplumarla.
– Desconocía tal refinamiento, repuso madame Bonhomme.
– Ésta es la receta, le contesté, que me dio un renegado muy habilidoso, que la vió practicar en el Hedjaz. Se coge una gallina…
– ¿Se necesita una gallina? Dijo madame Bonhomme.
– Por supuesto, tanto como una liebre para un civet*.
– ¿Y luego?
– Luego se enciende una fogata entre dos piedras, se busca agua…
– ¡Bueno! Pero si ya hay un montón de cosas necesarias!
– Todas las proporciona la misma naturaleza. Incluso se puede hacer con agua del mar…valdría lo mismo y nos ahorraría la sal.
– ¿Y dónde hace usted intervenir a la gallina?
– ¡Ah!, ¡esto es lo más ingenioso!. Vertemos el agua en la fina arena del desierto…otro ingrediente regalo de la naturaleza. Esto produce una arcilla fina y limpia, extremadamente útil para la preparación.
– ¿Se comería usted una gallina hervida en la arena?
– Le reclamo un último minuto de atención. Formamos una bola espesa con esta arcilla, cuidando de meter dentro éste u otro volátil.
– Esto se está poniendo interesante.
– Ponemos la bola de tierra sobre el fuego, y la damos vueltas poco a poco. Cuando la envoltura se ha endurecido suficiente y ha tomado un buen color por todas partes, hay que retirarla del fuego: la gallina ya está cocinada.
– ¿Y eso es todo?
– Todavía no: se quiebra la bola que ha pasado al estado de barro cocido, y las plumas del ave, presas en la arcilla, se arrancan a medida que nos deshacemos de los fragmentos de esta marmita improvisada.
– ¡Pero eso es un banquete se salvajes!
– No. Se trata tan sólo de gallina asada.
Madame Bonhomme percibió de inmediato que no había nada que hacer con un viajero tan consumado como yo. Volvió a colocar todas sus cocinas de hierro blanco, las tiendas de campaña, cojines y camas de caucho con el sello estampado de “improved patent” inglés.
“De todos modos, le dije, me gustaría encontrar aquí algo que me fuera de utlidad”.
– Tenga, dijo Madame Bonhomme, estoy segura de que ha olvidado comprar una bandera. Usted necesita una bandera.
– ¡Pero si no me voy a la guerra!
– Usted va a descender por el Nilo…y necesita un pabellón tricolor en la popa de su barco para hacerse respetar por los fellahs”.
Y me enseñaba, a lo largo de las paredes del almacén, una colección de banderas de todas las marinas.
Yo ya había comenzado a tirar de una banderola de punta dorada en donde se mostraban nuestros colores, cuando Madame Bonhomme me detuvo el brazo.
“Usted puede escoger; no está obligado a indicar su nacionalidad. Todos “esos señores” eligen de ordinario un pabellón inglés, de ese modo, se tiene más seguridad.
– ¡Oh!, madame, le dije, yo no soy de ese tipo de gente.
– Ya me lo figuraba, me repuso con una sonrisa”.
Me gustaría pensar que no es la gente de París la que pasea los colores ingleses por este viejo Nilo, en el que se han reflejado las enseñas de la República. Los legitimistas en peregrinaje hacia Jerusalén escogen, es cierto, el pabellón de Cerdeña. Eso, por ejemplo, no lo veo mal.
162 La Fontaine, Le Berger et le roi (Fables X. 9). (GR)
1 El conde Carlo Gozzi (Venecia, 13 de diciembre de 1720 – 4 de abril de 1806), escritor italiano, fue uno de los mayores representantes de la oposición al movimiento ilustrado de la Italia del siglo XVIII.
163 En sus MEMORIE INUTILI, el autor de teatro veneciano Carlo Gozzi (1722-1806) habla bastante de sus amores con una “giovine ch’era una biondina grassotta…” (GR) Sobre este tipo femenino tan querido por Gautier y Nerval, ver el estudio de G. Poulet, citado en la nota 23. Ver también la pg. 298. Esta nota se recoge en la n.36.
* civet de liévre: encebollado de liebre.