«VIAJE A ORIENTE» 035

Actualmente estás viendo una revisión titulada «"VIAJE A ORIENTE" 035», guardado en el 13 febrero, 2012 a las 20:04 por Esmeralda de Luis y Martínez
Título
"VIAJE A ORIENTE" 035
Contenido
IV. Las pirámides – I. La ascensión... Antes de partir, había resuelto visitar las pirámides, y me fui a ver de nuevo al Cónsul General para pedirle consejo sobre esta excursión. Quiso hacer esa visita conmigo, y nos dirigimos hacia el viejo Cairo. Durante el camino me dio la impresión de que estaba triste. Tosía mucho, con unos espasmos secos, mientras atravesábamos la planicie de Karafeh. Yo ya sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo, y él mismo me había dicho que al menos quería ver las pirámides antes de morir. Pensé que exageraba sobre su estado de salud; pero cuando llegamos al borde del Nilo, me dijo: “Yo ya me siento muy fatigado...; prefiero quedarme aquí. Tome usted la barca que le he hecho preparar; yo le seguiré con la mirada y me haré a la idea de que estoy con usted. Le ruego tan solo que cuente el número exacto de escalones de la gran pirámide, sobre el que los sabios no están de acuerdo, y si va a las otras pirámides, la de Saqqarah, le quedaría muy agradecido si me trajera una momia de ibis...me gustaría comparar el antiguo ibis egipcio con el de esta raza degenerada de zarapitos que aún se encuentran en las riberas del Nilo”. Tuve pues que embarcarme solo en la punta de la isla de Roddah, pensando con tristeza en esa confianza de los enfermos que pueden soñar con colecciones de momias al borde mismo de su propia tumba. El brazo del Nilo entre Roddah y Gizeh tiene tal anchura que se necesita cerca de media hora para atravesarlo. Después de cruzar Gizeh, pasar por su escuela de caballería y sus asaderos de pollo; y de analizar sus restos ruinosos, cuyos gruesos muros están construidos con un arte peculiar: recipientes de tierra superpuestos y sujetos con yeso, una edificación más ligera y aérea que sólida; aún se tienen por delante dos millas de llanuras cultivadas que hay que recorrer antes de llegar a las mesetas estériles en las que se alzan las grandes pirámides, en la frontera del desierto líbico. Cuanto más se acerca uno, más disminuyen esos colosos. Es un efecto de perspectiva que sin duda se debe a que su altura es igual a su anchura. En cambio, cuando se llega a sus pies, en la misma sombra de esas montañas construidas por la mano del hombre, uno se admira y se espanta. Lo que hay que trepar hasta llegar a la cúspide de la primera pirámide asemeja a una escalera en la que cada peldaño tiene alrededor de un metro de alto. Una tribu de árabes es la encargada de proteger a los viajeros y de guiarlos en su ascensión a la pirámide principal. En cuanto esas gentes se dan cuenta de que un curioso se encamina hacia su dominio, corren a su encuentro con sus caballos al galope, haciendo una fantasía pacífica y disparando al aire tiros de pistola para indicar que están a su servicio; todos ellos prestos a defenderle contra los ataques de ciertos beduinos pillastres que por casualidad podrían presentarse. Hoy en día ese supuesto hace sonreír a los viajeros, seguros de antemano sobre este punto; pero, en el siglo pasado, es cierto que en realidad se encontraban a merced de una banda de falsos bandidos que, tras haberles aterrorizado y despojado, se rendían con sus armas a la tribu protectora que, de inmediato, recogía una fuerte recompensa por los peligros y heridas sufridas en un simulacro de combate. Me han asignado cuatro hombres para guiarme y sujetarme durante mi ascensión. Al principio no comprendía bien cómo era posible trepar unos peldaños de los que solo el primero me llegaba a la altura del pecho; pero, en un abrir y cerrar de ojos, dos árabes se subieron sobre ese escalón gigantesco, cogiéndome cada uno por un brazo. Los otros dos me colocaron sobre sus hombros, y los cuatro juntos, a cada movimiento de esta maniobra, cantaban al unísono una melopea árabe terminada por ese antiguo estribillo parecido al eleyson!. De este modo llegué a contar hasta doscientos siete escalones, y no se precisó más de un cuarto de hora en alcanzar la plataforma de la cúspide. Y si te detienes un instante para recuperar el aliento, verás venir hacia ti a unas niñitas, apenas cubiertas con una camisola de tela azul que, desde la última grada a la que uno ha trepado, tienden, a la altura de nuestra boca unos cantarillos de arcilla de Tebas, cuya agua helada nos refrescará por un instante. Nada tan increíble como esas pequeñas beduinas trepando como monos con sus pequeños pies descalzos, que conocen todas las anfractuosidades de aquellos enormes bloques de piedra superpuestos. Ya en la plataforma, se les da un bajchis, un abrazo y después uno se siente izado en brazos de los cuatro árabes que te llevan en triunfo a los cuatro puntos del horizonte. La superficie de esta pirámide es de unos cien metros cuadrados. Bloques irregulares indican que se encuentra así debido a la destrucción de la cúspide, parecida sin duda a la de la segunda pirámide, que se conserva intacta y que puede admirarse a poca distancia con su revestimiento de granito. Las tres pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, estaban igualmente revestidas con planchas de piedra rojiza, que todavía podían verse en tiempos de Herodoto. Fueron despojadas poco a poco, cuando se tuvo necesidad en El Cairo de construir los palacios de los califas y de los sudaneses. Como ya se pueden imaginar, la vista es hermosa desde lo alto de esta plataforma. El Nilo se extiende al oriente desde la punta del delta hasta más allá de Sakkarah, en donde se distinguen once pirámides más pequeñas que las de Gizeh. Al oeste, la cadena de montañas líbicas se desarrolla marcando las ondulaciones de un horizonte polvoriento. El bosque de palmeras que ocupa el lugar de la antigua Menfis, se extiende del lado del mediodía como una sombra verdosa. El Cairo, adosado a la cadena árida de Mokatam, eleva sus cúpulas y minaretes hasta la entrada del desierto de Siria. Todo esto es de sobra conocido como para dedicar demasiado tiempo a su descripción. Pero, dejando a un lado la admiración y recorriendo con la mirada las piedras de la plataforma, allí se encuentra con qué compensar los excesos de entusiasmo. Todos los ingleses que se han arriesgado a hacer esta ascensión, desde luego que han grabado sus nombres sobre las piedras. Algunos especuladores han tenido la idea de dar su dirección al público, y un vendedor de cera de Picadilly, incluso ha hecho grabar con esmero sobre un bloque pétreo entero los méritos de su descubrimiento garantizado por la Improved Patent de Londres. Ni qué decir tiene que allí también se encuentra el Crédeville Voleur, tan pasado de moda hoy en día, la carga de Bouginier[1], y otras excentricidades transplantadas por nuestros artistas viajeros como un contraste a la monotonía de los grandes souvenirs.         
[1] Crédeville: tipo popular de ladrón o contrabandista, “que tiene la deplorable costumbre de dejar su nombre en todas las murallas de Francia y de París” (Crédeville ou le Serment du gabelou”, vaudeville de Leuven y Dumanoir, 1832) Bouginier es desconocido (GR)
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el 13 febrero, 2012 a las 19:04 Esmeralda de Luis y Martínez

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