«VIAJE A ORIENTE» 032

III. El harem – IX. La lección de francés… He encontrado mi alojamiento igual que cuando lo dejé: el viejo copto y su esposa ocupándose de poner todo en orden, la esclava durmiendo en un diván, los gallos y las gallinas en el patio, picoteando el maíz, y el criado, que estaba fumando en el cafetín de enfrente, esperándome en la misma postura en que lo dejé. La novedad es que fue imposible encontrar al cocinero. La llegada del copto le había hecho creer sin duda que iba a ser reemplazado, y se había ido de pronto sin decir nada. Es un comportamiento muy frecuente entre el personal de servicio o los obreros del Cairo. Además, hay que pagarles a diario para que se puedan procurar sus fantasías.

No vi ningún inconveniente en reemplazar a Mustafa por Mansur y su mujer, que venía a ayudarle durante el día, y me parecía una excelente guardesa de la moralidad de mi hogar. La única pega era que esta respetable pareja ignoraba totalmente los rudimentos de la cocina, incluida la egipcia, ya que su alimento se componía de maíz hervido y de verduras encurtidas, lo que no les había conducido ni al arte de las salsas, ni al de los asados. Lo que intentaron en ese campo, hizo gritar hasta a la esclava, que se puso a colmarles de improperios. Esa primera muestra de su carácter me disgustó bastante. Encargué a Mansur que le dijera que ahora ella era quien tendría que cocinar, y que, como quería llevarla conmigo en mis viajes, más valía que se fuese preparando. Creo que no podría expresar en forma alguna la visión de un orgullo tan herido, o más bien, de una dignidad tan ofendida, con la que nos obsequió a todos.

“Dile al señor, repuso ella a Mansur, que yo soy una dama (cadine) y no una sirvienta (odaleuk) y que escribiré al Pachá si no me proporciona el estatus que me corresponde.

–          ¡Al Pachá! Grité, ¿pero qué va a hacer el Pachá en este asunto?. Compro una esclava para que me sirva, y si no tengo medios para pagar a los criados, como es el caso, no veo porqué ella no podría encargarse de la casa, como hacen las mujeres de todos los países.

–          Ella dice, repuso Mansur, que dirigiéndose al Pachá, toda esclava tiene derecho a ser vendida y así cambiar de amo, que ella es musulmana y jamás realizará labores serviles”.

Aprecio los caracteres fuertes, y ya que ella tenía ese derecho, cosa que me confirmó Mansur, me limité a replicar que estaba bromeando, que tan solo tendría que excusarse ante el anciano por su comportamiento, pero Mansur le tradujo esto de tal manera que la excusa me dio la impresión, que se la dio el anciano a ella.

Quedaba claro que yo había cometido una locura comprando esta mujer. Si persistía en su idea, todo mi viaje sería objeto de mil y un gastos; al menos, habría que intentar que me pudiera servir de intérprete. Le comenté que, ya que ella era una persona tan distinguida, sería bueno que aprendiera francés, mientras yo aprendía árabe, y no pareció disgustarle esa proposición.

Entonces, le di una lección de lenguaje y escritura; le hice escribir palotes sobre el papel como a los niños; y le enseñé algunas palabras. Esto le divertía bastante, y la pronunciación del francés le hacía perder la entonación gutural, tan poco graciosa en la boca de las mujeres árabes. Yo me lo pasaba estupendamente haciéndole pronunciar frases enteras que ella no comprendía. Por ejemplo, ésta: “Soy una pequeña salvaje”, que ella pronunciaba “zoy una biquenia zalvahe”. Viéndome reír, ella creía que le hacía decir alguna cosa inconveniente, y llamó a Mansur para que le tradujera la frase. Al no encontrar nada malo, repitió con mucha gracias “¿Ana (yo)? ¿Biquenia zalvahe?…¡mafisch! (ni hablar)”. Su sonrisa era encantadora.

Aburrida de hacer palotes y trazos, la esclava me vino a decir que ella quería escribir (ktab) a su manera. Yo pensé que ella sabía escribir en árabe y le di una hoja en blanco. En seguida vi aparecer bajo sus dedos una serie de extraños jeroglíficos, que evidentemente no pertenecían a la caligrafía de ningún pueblo. Cuando hubo terminado la hoja, le pedí a Mansour que le preguntara qué era lo que había querido hacer.

“Yo os he escrito, leed!, dijo ella.

–                     Pero mi querida criatura, eso no representa nada. Es lo mismo que habría podido trazar la garra de un gato impregnada en tinta”.

Esto la extrañó mucho, ya que había creído que cada vez que se pensaba en algo, deslizando al azar la pluma sobre el papel, la idea debía así traducirse claramente al ojo del lector. Yo la saqué de su engaño, y le hice decir que ella enunciara lo que había querido escribir, visto que para instruirla haría falta mucho más tiempo de lo que ella suponía.

Sus inocentes súplicas se componían de varios puntos: el primero, renovaba la pretensión ya mencionada de llevar una HABBARAH de tafetán negro, como las damas de El Cairo, con el fin de que no la confundieran con una simple campesina; el segundo, indicaba el deseo de un vestido (yalek) de seda verde, y el tercero, concluía con la compra de unos botines amarillos, que yo no podía, en su calidad de musulmana, rechazarle el derecho a llevarlos.

Hay que señalar aquí que esos botines son horrorosos y dan a las mujeres un cierto aire de palmípedo muy poco atractivo, y el resto del vestuario las asemeja a un enorme globo; pero, en el caso de los botines amarillos en particular, se trata de una cuestión de categoría social. Le prometí que me lo pensaría.

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