«VIAJE A ORIENTE» 030

III. El harem – VII. El viaje del virrey…  Muy pronto emprendimos de nuevo nuestro paseo y fuimos a visitar un palacio encantador adornado de rocallas y en donde las mujeres del virrey vienen a alojarse algunas veces durante el verano.

Parterres arreglados al estilo turco, representando los dibujos de un tapiz, rodeaban esta residencia a la que se nos permitió el acceso sin mayores dificultades. No había pájaros en la jaula, y en las salas los únicos seres vivientes que se podían observar eran los relojes de péndola, que cada cuarto de hora lo anunciaban con una breve sonata tomada de las óperas francesas.

La distribución de un harén es igual en todos los palacios turcos, y yo había visto ya un buen número de ellos. Siempre hay pequeños gabinetes rodeando grandes salas de reunión con divanes por todas partes, y como únicos muebles, pequeñas mesillas de madera  taraceada de nácar; receptáculos recortados en la carpintería, en forma de ojiva, aquí y allá, sirven para guardar los narguiles, los floreros y las tazas de café. Tres o cuatro habitaciones tan solo, decoradas a la europea, muestran unos cuantos muebles de pacotilla que harían el orgullo de la vivienda de una portera; pero se trata de los sacrificios al progreso, o de los caprichos de una favorita, y además, ninguno de aquellos trastos tiene utilidad alguna.

Pero lo que en general se echa de menos en los harenes más importantes son las camas.

“¿Dónde se acuestan entonces, le dije al cheikh, las mujeres y sus esclavas?

–          Sobre los divanes.

–          ¿Y no tienen cobertores?

–            Duermen vestidas. De todas formas hay cobertores de lana o de seda para el invierno.

–          No veo cuál es el lugar del marido en todo esto.

–          ¡Pero hombre!, el marido duerme en su habitación, las mujeres en las suyas, y las esclavas (odaleuk) sobre los divanes de las grandes salas. Si los divanes y los cojines no son cómodos para dormir, se colocan colchones en medio de la habitación y se duerme ahí.

–            ¿Totalmente vestidas?

–            Siempre, aunque eso sí, conservando tan solo la ropa más sencilla: el pantalón, una camisola, una túnica. La Ley prohíbe a los hombres, al igual que a las mujeres, desnudarse los unos ante los otros del cuello para abajo. El privilegio del marido es el de ver libremente la cara de sus esposas, porque si la curiosidad le llevara más lejos, sus ojos serían malditos.

–            Entonces comprendo, dije, que el marido no quiera pasar la noche en una habitación repleta de mujeres vestidas y que, por tanto, prefiera dormir en la suya; pero si se lleva con él a dos o tres de estas damas…

–          ¡Dos o tres! Exclamó el cheikh indignado, ¿pero qué clase de perros cree usted que serían los que obraran de ese modo? ¡Bendito sea dios! ¿habría una sola mujer, incluso entre las infieles, que consintiera en compartir con otra el honor de dormir con su marido?, ¿es que en Europa se actúa de ese modo?.

–          ¡En Europa!, repuse, no, desde luego que no, pero es que los cristianos sólo tienen una mujer, y se supone que los turcos, al tener muchas, viven con ellas como con una sola.

–          Si hubiera, me dijo el cheikh, musulmanes tan depravados como para actuar tal y como suponen los cristianos, sus legítimas esposas exigirían de inmediato el divorcio, y hasta las mismas esclavas tendrían derecho de abandonarles.

–          Fíjese usted, le dije al cónsul, en qué error nos movemos los europeos con respecto a las costumbres de estas gentes. La vida de los turcos representa para nosotros el ideal del placer, y ahora me doy cuenta de que ni siquiera ellos mandan en su propia casa.

–          Casi todos, me repuso el cónsul, en realidad no viven más que con una sola mujer. De ese modo, las hijas de buenas familias, siempre imponen sus condiciones en sus alianzas. El hombre bastante rico para alimentar y mantener convenientemente a varias mujeres, es decir, darles un alojamiento privado a cada una, una doncella y dos ajuares de ropa completos al año, junto con un estipendio mensual fijo para sus casas puede, desde luego, tomar hasta cuatro esposas, pero la Ley le obliga a consagrar a cada una de ellas un día a la semana, lo que no siempre resulta tan agradable. Todo eso, sin mencionar además que las intrigas de cuatro mujeres, prácticamente con los mismos derechos, le harán la existencia aún más desafortunada, a no ser que se trate de un hombre muy rico y bien situado. E incluso, para estos últimos, el número de mujeres es un lujo como el de los caballos; y prefieren, en general, limitarse a una esposa legítima y tener bellas esclavas con las que incluso tampoco tienen siempre unas relaciones muy fáciles, sobre todo si sus esposas pertenecen a una gran familia.

–          ¡Pobres turcos!, exclamé, ¡cuánto se les calumnia!. Pues si se trata tan sólo de tener aquí y allá amantes, todo hombre rico en Europa tiene las mismas facilidades.

–          Tienen más, me dijo el cónsul. En Europa las instituciones son estrictas en estas cosas; pero los usos y costumbres se toman muy bien la revancha. Aquí, la religión, que regula todo, domina a la vez el orden social y el orden moral, y como no exige nada imposible, el hecho de observarla es un signo de honorabilidad. Eso no quiere decir que no existan excepciones; aunque son raras, y no se han podido producir hasta después de la reforma. Los devotos de Constantinopla se indignaron con Mahmoud, porque se enteraron de que había hecho construir un hammám en donde él podía asistir al aseo de sus mujeres; pero es algo poco probable, y lo más fácil es que sin duda sea una invención de los europeos”.

Recorrimos, charlando de esta forma, los senderos pavimentados con piedras ovales formando dibujos blancos y negros, y los setos de boj tallados que bordeaban el camino. Me imaginaba a las blancas jovencitas dispersándose por los caminillos, arrastrando las babuchas por el pavimento de mosaico, y reuniéndose entre los recovecos de la vegetación, en donde grandes arrayanes se transformaban en balaustradas y arquerías; y en donde las palomas a veces se posaban allí, como almas que lamentaran esa soledad…

Volvimos a El Cairo tras haber visitado el Nilómetro, en donde un pilar graduado, en la antigüedad consagrado a Serapis, se sumerge en un estanque profundo, y sirve para constatar la altura de las inundaciones de cada año. El cónsul quiso llevarnos aún al cementerio de la familia del pachá. Ver el cementerio después del harén, era hacer una triste comparación, pero, en efecto, la crítica a la poligamia está ahí. Este cementerio, consagrado sólo a los niños de la familia, parece una ciudad. Hay allí más de sesenta tumbas, grandes y pequeñas, la mayor parte nuevas, y formadas por cipos de mármol blanco. Cada uno de estos cipos está rematado bien por un turbante, bien por un tocado femenino, lo que imprime a las tumbas un carácter de realidad fúnebre. Parece como si se caminara a través de una multitud petrificada. Las tumbas más importantes están adornadas con ricas sedas y turbantes de brocado y cachemira; así, la ilusión es aún más dolorosa.

Consuela pensar que a pesar de todas esas pérdidas la familia del pachá todavía es bastante numerosa. Por lo demás, la mortalidad de los niños turcos en Egipto parece un hecho tan antiguo como incontestable. Esos famosos mamelucos, que dominaron el país durante tanto tiempo, y que hicieron venir a las mujeres más bellas del mundo, no han dejado ni un solo vástago.

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