«VIAJE A ORIENTE» 027

III. El harem – IV. Primeras lecciones de árabe… Le hice una señal a la esclava para que cogiera una silla, ya que yo había tenido la debilidad de comprar sillas, pero sacudió la cabeza, y comprendí que mi idea era ridícula por la escasa altura de la mesa. Así que puse unos cojines en el suelo, y me senté, invitándola a hacer lo propio al otro lado; pero no hubo manera. Volvía la cabeza y se llevaba la mano a la boca. “Criatura, le dije, ¿es que me quiere usted hacer morir de hambre?”.

Pensé que era preferible hablar, aún en la certeza de no ser entendido, que librarse a una ridícula pantomima. Me respondió con algunas palabras que probablemente significaban que no me comprendía, y a las que yo le replicaba: Tayeb. Al menos era un principio de diálogo.

Lord Byron decía por experiencia que el mejor medio de aprender una lengua era vivir solo durante cierto tiempo con una mujer*; pero aún habría que añadir algunos libros elementales; de otro modo, sólo se aprenden sustantivos, falta el verbo. Por otra parte es bastante difícil retener las palabras sin escribirlas, y el árabe no se escribe con nuestras letras, o al menos, éstas últimas no dan más que una idea imperfecta de la pronunciación. Y aprender la escritura árabe es algo tan complicado por las elisiones, que el sabio Volney[**] había encontrado más sencillo inventar un alfabeto mixto, cuyo empleo, desgraciadamente no apoyaron otros eruditos.*** A la ciencia le gustan las dificultades, y jamás tiende a vulgarizar mucho el estudio: si uno pudiera ser autodidacta, ¿qué sería e los profesores?.

Después de todo, me dije, esta joven, nacida en Java, puede que profese una religión hindú; y no se alimente más que de frutas y hierbas. Le hice una señal de adoración, pronunciando en tono interrogativo el nombre de Brama; que pareció no comprender. De todos modos, mi pronunciación debía ser muy mala. Aún así, me puse a enumerar todos los nombres que sabía relacionados con esa cosmogonía; era igual que si hablara en francés. Entonces comencé a lamentar haber despedido al dragomán. Me irritaba especialmente con el tratante de esclavos por haberme cedido este hermoso pájaro dorado sin decirme lo que había que darle de comer.

Le ofrecí únicamente pan, y del mejor que se hace en el barrio franco; y me dijo con un tono melancólico: ¡mafish! Palabra desconocida cuya expresión me entristeció mucho. Recordé entonces a las pobres bayaderas llevadas a París hace unos años, a las que tuve ocasión de ver en una casa de Los Campos Elíseos. Aquellas hindúes sólo tomaban los alimentos que preparaban ellas mismas en vasijas nuevas. Ese recuerdo me tranquilizó un poco, y me resolví a salir, después de comer, con la esclava para aclarar este punto.

La desconfianza que me había inspirado el judío hacia mi dragomán había surtido como efecto secundario el que me pusiera en guardia también contra él; lo que me había conducido a esta incómoda situación. Se trataba de encontrar un intérprete de confianza, para por lo menos saber algo sobre mi adquisición. Se me ocurrió por un instante que el Sr. Jean, el mameluco, hombre de una edad respetable. Pero, ¿cómo iba a llevar a esta mujer a un cabaret?. Y tampoco podía dejarla en la casa sola con el cocinero y el criado para ir a buscar al Sr. Jean. E incluso si enviaba afuera a esos dos sirvientes resultaba arriesgado ¿sería prudente dejar a una esclava sola en un recinto clausurado con un cerrojo de madera?.

Un ruido de esquilillas resonó en la calle. Vi a través de la celosía a un cabrero con una disdasah azul que llevaba algunas cabras hacia el barrio franco. Se lo mostré a la esclava, que me dijo sonriendo ¡aioua! Lo que interpreté como un sí.

Llamé al cabrero, un muchacho de quince años, de tez oscura, ojos enormes, nariz prominente y labios carnosos, como los de las esfinges. Un tipo egipcio de la más pura raza. Entró en el patio con sus animales, y se puso a ordeñar a una de las cabras en una jarra de cerámica nueva que le mostré a la esclava antes de dársela. A lo que me obsequió con un nuevo ¡aioua!, y miró desde lo alto de la galería, aunque velada, el quehacer del cabrero.

Hasta aquí, todo fácil, como un idilio, y hasta encontré de lo más natural que ella le dirigiera al cabrerillo estas dos palabras: ¡talé bukra!, pues comprendí que le pedía que volviera mañana. Cuando el cabrero llenó todo el jarro, me miró con un aire más bien de salvaje, gritándome: ¡at foulouz!. Yo ya había frecuentado bastante a los que alquilaban burros como para entender lo que aquello significaba: “Dame dinero”. Cuando hube pagado, gritó de nuevo ¡bakchis!, otra de las expresiones favoritas del egipcio, que reclama una propina por cualquier motivo. Le respondí ¡talé bukra! Como había oído a la esclava; y con esto se alejó satisfecho. Así es como se aprenden las lenguas, poco a poco.

La esclava se contentó con beber la leche sin querer mojar pan. No obstante, el que se tomara ese ligero refrigerio me tranquilizó un poco, ya que me estaba temiendo que no fuera a pertenecer a esa raza javanesa que se alimenta de una especie de tierra grasa, comida que, es muy posible, no habría podido procurarme en El Cairo. Después mandé a buscar los burros y le indiqué a la esclava que cogiera su manto milayeh. Lanzó una ojeada despectiva al tejido de algodón (quadrillé?), lo que más se llevaba en El Cairo, y me dijo: ¡An’ aouss habbarah!****.

¡Qué rápido se aprende! Entendí al momento que ella esperaba vestirse de sedas en lugar de algodón; es decir, con la ropa de las grandes damas, en lugar de la de las simples burguesas. Le contesté con un vigoroso ¡Lah! ¡Lah!, acompañado de una sacudida de mano y moviendo la cabeza a la manera de los egipcios.



* “Don Juan”. II. 164 (GR)

** Constantin-François Chassebœuf de La Giraudais, conde de Volney, conocido simplemente como Volney (Craon, Anjou, 3 de febrero de 1757París, 25 de abril de 1820), fue un escritor, filósofo, orientalista y político francés. Fue amigo de Cabanis y de Destutt de Tracy y, en su obra, el heredero del racionalismo de Helvétius y de Condorcet. Después de estudiar derecho y medicina, viajó por el Líbano, Egipto y Siria, viaje que relató en Viaje por Egipto y Siria (1788). Poco antes de ese viaje, adoptó el seudónimo de Volney, forma contraída de Voltaire y Ferney. En los albores de la Revolución Francesa, es representante por el Tercer Estado en los Estados Generales de 1789 (rechazando sentarse en las filas de la nobleza), y fue secretario de la Asamblea Nacional Constituyente en 1790. Es autor de Ruinas o Meditaciones sobre las revoluciones de los imperios (1791), su obra más famosa, en la que proclama un ateísmo tolerante, la libertad y la igualdad. Napoleón le otorgó el título de conde, y durante el reinado de Luis XVIII fue senador y miembro de la Cámara de los Pares, aunque siguió defendiendo ideas liberales. Entre sus obras destacan una Cronología de Heródoto (1781), Nuevas investigaciones sobre historia antigua (1814) y diversos trabajos sobre el hebreo (http://es.wikipedia.org/wiki/Conde_de_Volney)

 *** VOLNEY, “L’Alfabet européen appliqué aux langues asiatiques (1819)”. Su “Voyage en Egypte et en Syrie pendant les années 83-85” (1787) fue muy leido en el s. XIX y era conocido por Nerval.

**** “Yo me cubro con una habbarah” (GR) – “Yo quiero una habbarah” (EDL)

 

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