«VIAJE A ORIENTE» 017
II. Las esclavas – VII. Contrariedades domésticas… Al día siguiente, por la mañana, llamé a Abdallah para que encargara mi almuerzo al cocinero Mustafá, quien de inmediato contestó que, de entrada, habría que adquirir los utensilios necesarios. Nada más cierto, y es más, debo añadir que el menaje no era muy complicado. En cuanto a las provisiones, las fellahas (campesinas) andan por todas partes, en las calles, con banastas llenas de gallinas, palomas y patos. Incluso se venden al celemín los pollitos recién salidos de los tan célebres hornos de huevos del país. Los beduinos, por la mañana, vienen cargados de urogallos y codornices, sujetas las patas entre los dedos, formando un ramillete en torno a la mano. Todo esto, sin contar con los peces del Nilo, las verduras, y las enormes frutas de esta vieja tierra de Egipto, que se venden a precios fabulosamente moderados.
Echando cuentas, por ejemplo, las gallinas a 20 céntimos y las palomas, a la mitad, podía vanagloriarme de escapar durante mucho tiempo del régimen de los hoteles. Por desgracia, era imposible encontrar aves gordas; no había más que pequeños esqueletos con plumas. Los campesinos encuentran más ventajas vendiéndolos así que nutriéndolos durante más tiempo con maíz. Abdallah me aconsejó comprar un cierto número de jaulas, a fin de poder cebarlas. Una vez hechas todas las compras, se dejaron las gallinas en libertad por el patio, y a las palomas las soltaron dentro de una habitación; Mustafá, que le había echado el ojo a un pequeño gallo menos huesudo que los otros, se dispuso, bajo mis órdenes, a preparar un couscoussou.
Jamás olvidaré el espectáculo que ofrecía este bravo árabe, desenvainando su cimitarra destinada a matar a un desventurado pollastre. El pobre bicho tenía buen aspecto, y su plumaje ostentaba algo del esplendor del faisán dorado. Al sentir la cuchilla, lanzó unos roncos cacareos que me partieron el alma. Mustafá le cortó enteramente la cabeza, y le dejó aún arrastrarse revoloteando por la terraza, hasta que se detuvo con las patas tiesas, y cayó en un rincón. Estos sangrientos detalles bastaron para quitarme el apetito. Me gustan mucho los guisos que no veo preparar…y me sentía como infinitamente más culpable de la muerte del pollo que si hubiera perecido a manos de un cocinero. Puede que encuentren este razonamiento cobarde, pero ¿qué quieren? Yo no podía sustraerme a los recuerdos del antiguo Egipto, y en ciertos momentos sentía escrúpulos de hundir yo mismo el cuchillo en el cuerpo de un repollo, por temor a ofender a algún antiguo dios.
Tampoco quería abusar de la piedad que puede sentirse por la muerte de un pollo flaco, en legítimo interés del hombre forzado a alimentarse; hay otras muchas provisiones en la gran ciudad del Cairo, y los dátiles frescos y las bananas serían suficientes para un almuerzo normal; pero no pasó mucho tiempo sin que reconociera la pertinencia de las observaciones de Ms. Jean. Los carniceros de la ciudad no venden más que cordero, y los de los alrededores, añaden a esto, como variedad, carne de camello, cuyos inmensos cuartos aparecen suspendidos al fondo de las carnicerías. En el camello no hay dudas acerca de su identidad; pero con el cordero, la broma menos pesada de mi dragomán era la de pretender que se trataba de perro; aunque tengo que confesar que en ese punto no me había dejado engañar. Lo único que no pude comprender nunca fue el sistema de pesas y la preparación de la comida, que hacía que cada plato me costara alrededor de diez piastras; hay que añadir, bien es cierto, la guarnición obligada de MELOUKIA o de BAMIA, verduras sabrosas de las que una de ellas reemplaza un poco a la espinaca, y la otra, no tiene analogía con ninguna de nuestras verduras de Europa.
Volvamos a las generalidades. Me parece que en Oriente los hosteleros, guías, mayordomos y cocineros se confabulan todos ellos contra el viajero. Me doy perfecta cuenta de que si no se muestra una fuerte resolución e incluso imaginación, se necesita una enorme fortuna para poder vivir allí una temporada. El Sr. De Chateaubriand confiesa que él se arruinó; el Dr. Lamartine hizo unos gastos desorbitados; del resto de los viajeros, la mayor parte no se alejó de los puertos, o no hicieron más que atravesar rápidamente el país. Yo voy a intentar un proyecto que considero mejor: me compraré una esclava, y puesto que me hace falta una mujer, llegaré poco a poco a que reemplace al guía; posiblemente al criado, y a llevarme correctamente las cuentas con el cocinero. Calculando los gastos de una larga estancia en El Cairo y de lo que pueda estar aún en otras ciudades, está claro que obtendré algunos ahorros. Casándome, habría conseguido justo todo lo contrario. Decidido tras estas reflexiones, le dije a Abdallah que me condujese al bazar de las esclavas.