«VIAJE A ORIENTE» 013
II. Las esclavas – III. Los Khowals (cafetines)…Tras haber desayunado en el hotel, fui a sentarme al café más bonito de El Mousky. Allí donde vi por vez primera bailar a las Almés en público. Me gustaría situar un poco la escena, ya que en verdad la decoración se halla desprovista de trebolados, columnillas, artesonados de yesería o huevos de avestruz suspendidos del techo: solo en París se encuentran cafetines tan orientales. En lugar de ese panorama, hay que imaginar una miserable estancia cuadrangular, blanqueada con cal, y en la que por todo arabesco hay repetida hasta la saciedad la imagen pintada de un reloj de péndulo colocado en medio de una pradera entre dos cipreses. El resto de la decoración se compone de falsos espejos igualmente pintados, cuya utilidad consiste en reflejar los destellos de unos ramos de palmera cargados de recipientes de vidrio en donde nadan unas lamparillas que, por la noche proporcionan un efecto agradable.
Divanes de una madera bastante resistente, están dispuestos en torno al salón y rodeados por una especie de jaulas de palma trenzada, que sirven de taburetes y reposapiés de los fumadores, entre los que, de vez en cuando, se distribuyen las pequeñas y elegantes tazas que ya he mencionado con anterioridad. Aquí es donde el fellah de blusa azulada, el turbante negro del copto o el beduino de albornoz rayado, toman asiento a lo largo del muro, y ven sin sorprenderse ni desconfiar, cómo el franco se sienta a su lado. Para este último, el KAHWEDJI sabe bien que hay que azucarar la taza, y el paisanaje sonríe ante esta extraña preparación.
El horno ocupa uno de los rincones del cafetín y en general, es el adorno más preciado. La rinconera que lo remata, taraceada de loza esmaltada, se recorta en festones y rocallas, y tiene cierto aire de fogón alemán. El hogar está siempre repleto de una multitud de pequeñas cafeteras de cobre rojizo, pues para cada una de estas tazas, grandes como hueveras, hay que hacer hervir una cafetera.
Y entre una nube de polvo y el humo del tabaco aparecieron las ALMÉES. Al principio me impresionaron por el destello de los casquetes de oro que adornaban sus cabellos trenzados. Los tacones golpeando el suelo, a la par que los brazos en alto, seguían el ritmo del taconeo, haciendo resonar ajorcas y campanillas. Las caderas se movían en un voluptuoso vaivén; el talle aparecía desnudo o cubierto por una muselina transparente, entre la chaquetilla y el rico cinturón suelto y muy bajo, como el CESTOS de Venus. Apenas, en medio de los veloces giros, podían distinguirse los rasgos de estos personajes seductores, cuyos dedos agitaban pequeños címbalos, del tamaño de las castañuelas, y que se empleaban a fondo con los primitivos sones de la flauta y el tamboril.
Había dos especialmente hermosas, de rostro orgulloso, ojos árabes realzados por el kohle, de mejillas plenas y delicadas, ligeramente regordetas; pero la tercera, todo hay que decirlo, traicionaba un sexo menos tierno, con una barba de ocho días; de suerte que un examen más profundo de la situación al terminar la danza, hizo posible que distinguiera mejor los rasgos de las otras dos, y que no tardara en darme cuenta de que nos las teníamos que ver con ALMÉES… varones.
¡Ay, vida oriental! ¡cuántas sorpresas! Y yo, que iba ya a enardecerme imprudentemente con esos seres dudosos; que me disponía a colocarles en la frente algunas piezas de oro, conforme a las más puras tradiciones de Levante… No se me crea pródigo por esto; me apresuro a aclarar que hay piezas de oro llamadas GHAZIS, que van de los 50 céntimos a los 5 francos. Naturalmente es con las más pequeñas con las que se fabrican máscaras de oro a las bailarinas que, tras un gracioso paso, vienen a inclinar su frente húmeda ante cada uno de los espectadores. Mas, para simples bailarines vestidos de mujer, uno puede muy bien privarse de esta ceremonia arrojándoles algunos paras.
Francamente, la moral egipcia es algo muy peculiar. Hasta hace pocos años, las bailarinas recorrían libremente la ciudad, animaban las fiestas públicas y hacían las delicias de los casinos y de los cafés. Hoy en día sólo se pueden mostrar en las casas y en las fiestas particulares, y las gentes escrupulosas encuentran mucho más convenientes estas danzas de hombres de rasgos afeminados, largo cabello, cuyos brazos, talle y desnudo cuello parodian tan deplorablemente los atractivos semivelados de las bailarinas.
Ya he hablado de éstas, bajo el nombre de ALMÉES cediendo, para ser más claro, al prejuicio europeo. Las bailarinas se llaman GHAWASIES; las ALMÉES son las cantantes; el plural de esta palabra se pronuncia OUALEMS. Y en cuanto a los bailarines, autorizados por la moral musulmana, estos se llaman KHOWALS.
Al salir del café, atravesé de nuevo la estrecha calle que conduce al bazar franco, para entrar en el pasaje WAGHORN y llegar al jardín de Rossette. Vendedores de ropa me rodearon, extendiendo ante mis ojos las más ricas vestiduras bordadas, cinturones drapeados en oro, armas con incrustaciones de plata, tarbouches guarnecidos de sedosos flecos a la moda de Constantinopla, artículos sumamente atractivos, que excitan en el hombre un femenino sentimiento de coquetería. Si me hubiera podido mirar en los espejos del café, que no existían ¡vaya por Dios!, más que en pintura, me hubiera permitido el placer de probarme algunos de estos ropajes; pero estoy seguro de que no voy a tardar mucho en vestirme a la oriental. Aunque antes, tengo que intentar sanarme interiormente.