«VIAJE A ORIENTE» 010
I. Las bodas coptas – IX. El jardín de Rosette…
El barbarín que Abadallah había puesto a mi disposición, tal vez un poco celoso de la asiduidad del judío y de su wékil, me trajo un día a un joven bien vestido, hablando italiano y llamado Mahoma, que me propuso una boda de auténtica relevancia.
«Para esta boda, me dijo, hay que ir ante el Cónsul. Es gente rica, y la niña tiene sólo doce años.
– Es algo joven para mí; pero me parece que aquí esa es la única edad en donde no hay riesgo de encontrarlas viudas o divorciadas.
– Signor, è vero!, están deseosos de verle, ya que usted ocupa una casa en la que estuvieron ingleses, por lo que se tiene muy buena opinión de su posición. Les he dicho que usted era un general.
– Pero yo no soy general.
– Veamos: no es un trabajador, ni un negociante…¿es que usted no hace nada?
– No gran cosa
– ¡Pues claro! Eso aquí representa el grado de un Myrliva[1]
Ya sabía yo que tanto en El Cairo como en Rusia, se clasificaban todas las posiciones sociales en base a los grados militares. En París hay algunos escritores para los que hubiera sido casi un insulto el haberles asimilado a un general egipcio. Yo, en todo esto, sólo podía ver la exageración oriental.
Subimos a los asnos y nos dirigimos hacia el Mousky. Mahoma llamó a una casa de apariencia bastante buena. Nos abrió la puerta una negra que se puso a gritar de alegría; otra esclava negra se asomó con curiosidad a la balaustrada de la escalera y comenzó a aplaudir y a reírse a carcajadas. Mientras tanto, yo oía el rumor de las conversaciones de las que sólo adiviné que se trataba del Myrliva anunciado.
En la primera planta me encontré a un personaje vestido con propiedad, tocado con un turbante de cachemira, que me invitó a sentarme y me presentó a su hijo, un joven mocetón. Éste era el padre, y al instante apareció una mujer de unos treinta años, todavía bonita. Sirvieron café y unos narguiles, y me enteré, gracias al intérprete, de que eran oriundos del Alto Egipto, lo que le otorgaba al padre el derecho de adornarse con un turbante blanco. Poco después, llegó la joven seguida de unas sirvientas negras, que se quedaron a la puerta, y a las que cogió la bandeja para ofrecernos unas confituras en recipiente de cristal, de las que se toman con unas cucharillas bermejas.
La jovencita era tan pequeña y tan bonita, que yo no podía concebir que pudiera desposarla. Sus rasgos aun no estaban bien formados, pero se parecía tanto a su madre, que te podías dar cuenta por la cara de esta última, del futuro carácter de su belleza. La enviaban a las escuelas del barrio franco, y ya sabía algunas palabras de italiano. Toda esta familia me parecía tan respetable, que me arrepentí de haberme presentado allí sin llevar intenciones realmente serias. Me cumplimentaron de mil maneras, y yo les dejé prometiéndoles una respuesta muy en breve. Había mucho en qué pensar con la debida madurez.
En dos días se celebraría la pascua judía, el equivalente a nuestro domingo de ramos, y en lugar del boj, como en Europa, todos los cristianos llevaban la palma bíblica, y las calles rebosaban de críos que se repartían los restos de las palmas.
Atravesé el jardín de Rosette para llegar al barrio franco, por ser el paseo con más encanto de El Cairo. Un verde oasis en medio de casas polvorientas en el límite del barrio copto con El Mousky. Dos mansiones de cónsules y la del doctor Clot-Bey[2] ciñen uno de los extremos de ese retiro; del otro, se extienden las casas francas que rodean el impasse Waghorn. La distancia es lo bastante considerable como para ofrecer a la vista un hermoso horizonte de datileras, naranjos y sicomoros.
No es fácil encontrar el camino de ese misterioso edén que carece de puerta pública. Hay que atravesar por la casa del cónsul de Cerdeña, dando unos cuantos paras a los sirvientes, y de pronto uno se encuentra en medio de vergeles y parterres pertenecientes a las casas vecinas. Un sendero que los divide concluye en una especie de pequeña granja rodeada de una verja, por donde se pasean un gran número de jirafas, que el doctor Clot-Bey hace criar por los nubios. Un espeso bosque de naranjos se extiende más allá, a la izquierda del camino. A la derecha, han plantado unos madroños entre los que se cultiva el maíz. Después, el sendero serpentea y el vasto espacio que se percibe de este lado se cierra con un telón de palmeras entremezcladas de bananos, con sus largas hojas de un verde resplandeciente. Allí mismo se encuentra un pabellón sostenido por altos pilares, que recubre un aljibe cuadrado, a cuyo alrededor grupos de mujeres vienen con frecuencia a reposar y a buscar su frescor. El viernes, son las musulmanas, siempre veladas lo más posible; el sábado, las judías; el domingo, las cristianas. Los dos últimos días, los velos son algo menos discretos, muchas mujeres hacen a sus esclavos extender tapices cerca del aljibe, y se hacen servir fruta y dulces. El paseante puede sentarse en el mismo pabellón sin que una retirada violenta le advierta de su indiscreción, cosa que sí sucede algunas veces los viernes, día de los turcos.
Pasaba cerca de allí, cuando un muchacho de buen aspecto se me acercó alegremente, y reconocí en él al hermano de mi última pretendida. Iba solo y me hizo unas señas que yo no comprendí, y terminó por indicarme con una pantomima más clara que le esperara en el pabellón. Diez minutos más tarde, la puerta de uno de los pequeños jardines que bordean las casas, se abrió dando paso a dos mujeres que el joven acompañaba, y que vinieron a colocarse cerca del estanque levantándose los velos. Se trataba de su madre y de su hermana. Su casa daba sobre el paseo del lado opuesto al que yo había tomado el día anterior. Tras los primeros afectuosos saludos, nos encontramos mirándonos y pronunciando palabras al azar, sonriendo ante nuestra ignorancia. La joven no decía nada, sin duda, por reserva pero, acordándome de que estaba aprendiendo italiano, intenté algunas palabras de esta lengua, a las que respondió con el acento gutural de los árabes, lo que convertía la charla en algo confuso.
Intenté explicar la singularidad del parecido entre las dos mujeres. Una, era la miniatura de la otra. Los trazos aún indefinidos de la infancia se dibujaban mejor en la madre. Se podía prever entre ambas edades una estación llena de encantos que sería dulce ver florecer. Había allí cerca un tronco de palmera en el suelo desde hacía algunos día a causa del viento, y cuyas ramas caían sobre un extremo del aljibe. Se lo mostré, señalando con el dedo, y diciendo: Oggi è il giorno delle palme[3]. Pero las fiestas coptas se guían por el primitivo calendario de la Iglesia y no caen en las mismas fechas que las nuestras. De todos modos, la niña fue a recoger un ramo de palmera y dijo io cosi sono roumi (“Yo también soy cristiana”)
Desde el punto de vista de los egipcios, todos los francos son romanos (católicos) Yo podía tomar esto como un cumplido y por una alusión al futuro matrimonio…¡Ay himen, Himeneo!¡qué cerca te vi ese día! Sin duda tú no eres, conforme a nuestras ideas europeas, mas que un hermano menor del Amor. Y sin embargo, ¡qué delicia ver crecer y desarrollarse junto a uno a la esposa elegida, reemplazar durante un tiempo al padre antes de convertirte en amante!…¡pero qué peligro para el esposo!
Al salir del jardín sentí la necesidad de consultar a mis amigos de El Cairo. Me fui a ver a Solimán Aga. “¡Entonces cásese, hombre de Dios!”, me dijo como Pantagruel a Panurge[4]. Desde allí me marché a casa del pintor del hotel Domergue, que me espetó a pleno pulmón, como buen sordo: “Si es ante el Cónsul, ¡no se le ocurra casarse!”.
De todos modos, existe un cierto prejuicio religioso que domina al europeo en Oriente, o al menos, lo hace en circunstancias comprometidas. Casarse “a la copta”, como se dice en El Cairo, es algo bastante sencillo; pero hacerlo con una criatura que se os entrega, por así decirlo, y que contrae un lazo ilusorio, para uno mismo es, desde luego, una grave responsabilidad moral.
Mientras me abandonaba a estas delicadas reflexiones, vi llegar a Abdallah, de vuelta de Suez, y le expuse mi situación.
“Ya sabía yo, profería a gritos, que se aprovecharían de mi ausencia para inducirle a hacer tonterías. Conozco a esa familia. ¿Se ha preguntado usted cuánto le va a costar la dote?
– ¡Bah!, poco importa eso. Seguro que aquí es casi nada.
– Se habla de veinte mil piastras (cinco mil francos)
– Pues sí, me parece bien
– ¡Pero cómo!, ¡si es usted quien tiene que pagarlas!
– ¡Ah, eso es muy distinto…! o sea, que ¿soy yo el que tiene que aportar una dote en lugar de recibirla?
– Naturalmente. ¿Ignoraba que esa es la costumbre de aquí?
– Como me hablaron de un matrimonio a la europea…
– El matrimonio, sí; pero esa suma se paga siempre. Es una pequeña compensación para la familia.
Entonces comprendí las prisas de los padres en este país por casar a sus hijas. Por otra parte, nada más justo, en mi opinión, que reconocer mediante ese pago, el esfuerzo que realiza esta gente trayendo al mundo y criando para otros a una criatura tan graciosa y bien proporcionada. Al parecer, la dote, o mejor dicho, el ajuar, cuyo mínimo ya indiqué, crece proporcionalmente a la belleza de la esposa y a la posición de los padres. Súmese a todo esto los gastos de la boda, y comprobarán que un matrimonio a la copta se convierte en una formalidad bastante costosa.
Lamenté que la última proposición que me hicieran estuviera en aquellos momentos muy por encima de mis posibilidades. Por lo demás la opinión de Abdallah era que por el mismo precio se podía adquirir todo un serrallo en el bazar de las esclavas.
[1] General.
[2] Médico marsellés (1796-1868) que pasó al servicio de Méhémet-Ali como cirujano en jefe de la armada. Fundó la escuela de medicina de El Cairo y publicó en 1840 un Aperçu général sur l’Egypte del que Nerval ha tomado algunos préstamos. Ver más adelante el capítulo II, 5 y la carta a su padre del 2 de mayo de 1843 (GR)
[3] “Hoy es el Domingo de Ramos”
[4] Rabelais, Tiers Livre, chap. IX.