«VIAJE A ORIENTE» 008

I. Las bodas coptas VII. Una mansión peligrosa…

Las damas han desaparecido por alguna escalera sombría de la entrada. Me vuelvo con la firme intención de ganar la puerta, pero un esclavo abisinio, enorme y fornido está bloqueándola. Busco una palabra para convencerle de que me he equivocado de casa y que creía haber llegado a la mía; pero la palabra tayeb, por muy universal que sea, no me parecía suficiente para expresar todo ese discurso. Mientras tanto, se oyó un estruendo en el interior de la casa, y unos caballerizos extrañados salieron del interior de los establos; bonetes rojos se dejan ver en las ventanas del primer piso, y un turco de lo más majestuoso avanza desde el fondo de la galería principal.

En momentos así, lo peor es quedarse callado, pues considero que muchos musulmanes comprenden la lengua franca, que en el fondo no es sino una mezcla de todo tipo de palabras meridionales, empleadas al azar hasta hacerse entender. Es la lengua de los turcos de Molière. De modo que reuní todo lo que podía saber de italiano, español, provenzal y griego, y compuse con todo ello un discurso bastante capcioso. A fin de cuentas, me dije a mi mismo, mis intenciones son puras, y al menos, una de las mujeres podría ser su hija, o su hermana; así que en el peor de los casos, la tomo en matrimonio y me pongo el turbante. En esta vida, ya se sabe, hay cosas que no se pueden evitar, y yo creo en el destino.

Además, ese turco tenía pinta de ser un buen tipo, y su aspecto, bien alimentado, no parecía sintomático de crueldad. Me guiñó el ojo con cierta malicia al verme acumular los sustantivos más barrocos que se hubieran jamas oído en los puertos del Levante, y me dijo, tendiendo hacia mí una mano regordeta y cargada de anillos:

–  Mi querido señor, haga el favor de entrar por aquí; hablaremos más cómodamente.

¡Vaya sorpresa!, este bravo turco era un francés como yo!.

Entramos en una hermosa sala cuyas ventanas se recortaban sobre los jardines, y nos acomodamos en un rico diván. Trajeron café y unas pipas. Charlamos. Expliqué lo mejor que pude cómo había llegado hasta su casa, creyendo haber tomado uno de los numerosos pasajes que atraviesan El Cairo por medio de los principales bloques de casas; pero comprendí por su sonrisa que mis bellas desconocidas habían tenido tiempo de traicionarme; lo cual no impidió que nuestra conversación tomara al poco tiempo  un cariz más íntimo. En un país turco rápidamente se traba conocimiento entre compatriotas. Mi huesped quiso invitarme a su mesa, y, cuando llegó la hora, vi entrar a dos hermosas señoras, una era su mujer, y la otra, la hermana de su esposa. Se trataba de mis dos queridas desconocidas del bazar de los circasianos, y las dos, ¡francesas!…¡para colmo de mi humillación!.

Se me había rebelado la ciudad ante mi pretensión de recorrerla sin la obligada compañía de un trujimán y un asno.

Se divirtieron narrando mi asidua persecución de las dos enigmáticas enmascaradas, que evidentemente sólo dejaban entrever muy poco de lo que había dentro, y que igual podía haberse tratado de unas viejas o unas negras. Estas damas no tenían ni la más mínima idea de que la elección había sido totalmente al azar, y ninguno de sus encantos había estado en juego, pues hay que reconocer que la habbarah negra, menos atractiva que el velo de las sencillas muchachas campesinas, convierte a cualquier mujer en un paquete sin formas, y, cuando el viento lo hincha, les da el aspecto de un globo a medio inflar.

 Tras la cena, servida enteramente a la francesa, me hicieron entrar en un salón aún más rico, de paredes resvestidas de porcelana pintada y un elaborado artesonado de cedro esculpido. Una fuente de mármol arrojaba en el centro sus menudos chorrillos de agua; tapices y cristal de Venecia completaban el ideal del lujo árabe. Pero la sorpresa que me esparaba allí concentró muy pronto toda mi atención. En torno a una mesa oval había ocho jovencitas que realizaban diversas labores. Se levantaron, me saludaron, y las dos más jóvenes vinieron a besarme la mano, ceremonia a la que yo sabía que no se podía renunciar en El Cairo. Lo que más me admiraba de esta seductora aparición  es que el color de estas muchachas, vestidas a la oriental, variaba del muy moreno al oliváceo, y llegaba, en la última, al chocolate más oscuro. Habría sido una inconveniencia haber citado ante la más blanca el verso de Goethe: “¿Conoces tú la tierra en donde maduran los limones…?”107  Todas ellas podían pasar por bellezas de razas mestizas. La señora de la casa y su hermana se habían sentado en el diván ante mi escandalosa admiración, y las dos niñas nos trajeron licores y café.

Me daba cuenta del gran honor que me hacía mi huesped al introducirme en su harem, pero yo me decía para mi coleto que un francés nunca sería un buen turco, y que el orgullo de mostrar a sus amantes o a sus esposas debía dominar siempre por encima del miedo a exponerlas a las seducciones. Una vez más me equivoqué sobre este extremo. Aquellas encantadoras flores de diversos colores no eran sus mujeres, sino sus hijas. Mi huesped pertenecía a esa generación de militares que dedicó su existencia al servicio de Napoleón, y antes que reconocerse hijos de la Restauración, muchos de estos valientes se marcharon a ofrecer sus servicios a los soberanos de Oriente. La India y Egipto acogieron a buena parte de ellos, y aún se podían encontrar en ambos países hermosos vestigios de la gloria francesa. Unos cuantos adoptaron la religión y costumbres de los pueblos que les acogieron. ¿Censurarles?. La mayoría, nacidos durante la Revolución, no habían conocido otro culto que el de los Theofilántropos o el de las logias masónicas. El mahometismo, visto desde el país donde impera, posee grandezas que impresionan al espíritu más escéptico. Mi huesped se había dejado, aún joven, arrastrar por las seducciones de una nueva patria. Había obtenido el grado de Bey por su talento y por sus servicios; y su serrallo había sido reclutado, en parte, entre las bellezas del Sennaar de Abisinia, de la misma Arabia, pues él había contribuído a librar los Santos Lugares del yugo de los musulmanes sectarios 108. Más tarde, ya entrado en años, las ideas de Europa volvieron a su mente: se casó con una educada hija de cónsul, y, tal y como hizo el grán Solimán al casarse con Roxelanne 109, dio vacaciones a todo su serrallo, aunque las hijas se quedaron con él. Y esas eran las muchachas que yo estaba viendo allí; pues los chicos estaban estudiando en escuelas militares.

En medio de tantas jovencitas casaderas, sentía que la hospitalidad que se me ofrecía en esta casa presentaba ciertas características peligrosas, y no me atreví a exponer demasiado mi situación real, antes de obtener una información más amplia.

Me devolvieron a mi casa por la tarde, y he conservado de toda esta aventura un recuerdo divertido110…ya que en realidad no habría merecido la pena venir al Cairo para emparentarme con una familia francesa.

Al día siguiente, Abdallah vino a pedirme permiso para acompañar a unos ingleses hasta Suez. Sería una semana, y no quise privarle de este lucrativo viaje. Supuse que no debía de estar muy satisfecho con mi conducta del día anterior. Un viajero que pasa de trujimán durante toda una jornada, que vaga a pie por las calles de El Cairo, y que después cena ni se sabe dónde, corre el riesgo de pasar por un tipo bastante falaz. De todos modos, Abdallah me presentó a Ibrahim para sustituirle, un barbarín amigo suyo. El barbarín (aquí es el nombre que se le da a los criados ordinarios) no sabe más que un poco de patois maltés.

 


107 – “Kennst du das Land, wo die Zitronem blühn…?”. Canción de Mignon en LES ANNÉES D’APPRENTISSAGE DE WILHELM MEISTER.

108 – Sin duda, los WAHABÍES, sometidos por Ibrahim en 1818. Ver n.72*.

109 – La Sultana Roxelanne, de origen italiano o ruso, fue la favorita del Sultán Solimán el Magnífico.

110 – En una carta a su padre, fechada el 18 de marzo de 1843, Nerval menciona a este personaje, como el ingeniero Linant de Bellefonds, contratista de numerosas obras para Méhémet-Ali (G.R.)

* – Casamentera (EDL)

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