«VIAJE A ORIENTE» 002
LAS MUJERES DEL CAIRO – I. Las bodas coptas – I. La máscara y el velo
El Cairo es la ciudad de Levante con las mujeres más herméticamente veladas. En Constantinopla, en Esmirna, una muselina blanca o negra permite en ocasiones adivinar los trazos de las hermosas musulmanas y es raro que los edictos más rigurosos consigan espesar ese velo sutil.
Son doncellas graciosas y coquetas que, aunque consagradas a un solo esposo, no les molesta, en cuanto surge la oportunidad, coquetear con otros. Pero Egipto, severo y piadoso, fue siempre el país de los enigmas y misterios. La belleza se rodea, igual que antaño, de velos y tapadas. Y ese talante gris desalienta muy pronto al frívolo europeo que a los ocho días abandona El Cairo y apresura su marcha hacia las cataratas del Nilo en busca de otras decepciones que le reserva la ciencia pero que jamás reconocerá como tales.
La paciencia era la mayor virtud de los antiguos iniciados ¿Por qué, pues, apresurarse? Vamos a detenernos e intentemos levantar un borde del austero velo de la diosa de Saïs.
Por lo demás ¿acaso no es estimulante comprobar –en un país en el que las mujeres pasan por estar prisioneras— que los bazares, calles y jardines las muestran a miles: solas y a la ventura, o en pareja, o acompañadas de un niño? Desde luego, las europeas no disfrutan de tanta libertad: aquí, las mujeres distinguidas salen, es cierto, encaramadas en pollinos y en una posición inaccesible; pero, en Europa, las mujeres del mismo rango apenas si salen y cuando lo hacen se ocultan en un coche. Por supuesto está el velo que…tal vez, no establezca una barrera tan hostil como aparenta.
Entre los ricos trajes árabes y turcos que la reforma ha desechado, el mismo vestido de las mujeres da a la muchedumbre que se agolpa en las calles el alegre aspecto de un baile de máscaras; el tinte de las túnicas varía tan sólo del azul al negro. Las grandes damas se tapan cuerpo y rostro con la habbarah de ligero tafetán, mientras que las mujeres del pueblo se envuelven con gracia en un simple ropón azul de lana o algodón (khamiss) como en la antigua estatuaria egipcia.
La imaginación se aviva ante esta incógnita de los rostros femeninos. Incógnita que no se extiende a todos sus encantos. Hermosas manos adornadas con anillos-talismanes y brazaletes de plata. A veces, brazos de pálido mármol se escapan por completo de sus amplias mangas remangadas por encima del hombro; pies cargados de ajorcas que la babucha abandona a cada paso y sus tobillos, que van cantando con un rumor argentino. Esto es lo que está permitido admirar, adivinar, sorprender, sin que la gente se inquiete o sin que la mujer aparente notarlo.
En ocasiones, los pliegues flotantes del velo estampado en blanco y azul que cubre cabeza y hombros se deslizan ligeramente y la abertura que se manifiesta entre ese velo y la larga máscara llamada borghot, permite vislumbrar una graciosa sien en la que los cabellos castaños se rizan en bucles apretados, como en los bustos de Cleopatra; o una pequeña y firme oreja, sacudiendo sobre el cuello y la mejilla racimos de cequíes de oro, o alguna placa taraceada de turquesas y filigrana de plata.
En ese instante se siente la necesidad de dialogar con los ojos de la egipcia velada y esto es precisamente lo más peligroso. La máscara es una pieza de crin negra estrecha y larga que desciende de la cabeza a los pies, y tiene dos agujeros a la altura de los ojos, como los del capirote de un penitente. Algunos anillos brillantes son enfilados entre el intervalo que une la frente con la barbilla de la máscara y justo tras esa muralla os aguardan unos ojos ardientes, armados de todas las seducciones que puedan prestarse a tal arte. La ceja, la órbita del ojo, la pupila misma y entre las pestañas reciben un afeite, el kohl , que las resalta y es imposible destacar mejor lo poco de su persona que una mujer aquí tiene derecho a mostrar.
Yo tampoco había comprendido al principio el poder de atracción que ejercía este misterio en el que se oculta la mitad más interesante del pueblo de Oriente; pero han bastado tan sólo algunos días para enseñarme que si una mujer se siente observada, generalmente encuentra el medio de dejarse ver, si es bella. Las que no lo son, saben que es mejor mantenerse veladas y no se les ha de tomar en cuenta. La fealdad se oculta como un crimen, pero siempre se puede adivinar alguna cosa con tal de que sea bien formada, graciosa, joven y bella.
La misma ciudad, al igual que sus habitantes, va desvelando muy lentamente sus rincones más ocultos, sus interiores más turbadores. La noche en que llegué a El Cairo estaba mortalmente triste y desanimado. Un paseo de algunas horas a lomos de un asno y en compañía de un dragomán, habían conseguido demostrarme que iba a pasar allí los seis meses más aburridos de mi vida, y encima todo había sido arreglado por adelantado a fin de que no pudiera quedarme ni un día menos. Pero, ¡cómo! ¿esto es –me decía yo— la ciudad de «Las mil y una noches»? ¿la capital de los califas fatimíes y sudaneses?…Y me perdía en el enmarañado laberinto de callejuelas estrechas y polvorientas, en medio de la muchedumbre harapienta, del estorbo de los perros, camellos y burros, cercana ya la noche cuya sombra desciende rápida, por la polvareda que empaña el cielo y la altura de las casas.
¿Qué esperar de esa confusa maraña, tal vez tan vasta como Roma o París? ¿de esos palacios y mezquitas que se cuentan por miles? Todo fue espléndido y maravilloso, no cabe duda, pero han pasado ya treinta generaciones; la piedra se desmorona por todas partes y la madera se pudre. Da la impresión de viajar en un sueño por una ciudad del pasado, únicamente habitada por fantasmas, que la pueblan sin animarla.
Cada barrio se encuentra rodeado de murallas almenadas, cerrado con pesados portones como en la Edad Media, y aún conserva el aspecto de la época de Saladino. Largos pasadizos abovedados que conducen acá y allá de una calle a otra, encontrándose uno con frecuencia en un callejón sin salida que obliga a desandar lo andado.
Poco a poco todo se cierra; tan solo queda luz en los cafés, y los fumadores, sentados sobre cestos tejidos con hojas de palmera, al vago resplandor de los candiles, escuchan alguna larga historia narrada en una monótona cantinela. En tanto, las mashrabeyas -celosías de madera, talladas y entrelazadas con esmero- se iluminan y cuelgan sobre la calle a guisa de miradores.
La luz que se filtra a través de estos balcones es insuficiente para guiar la marcha del caminante que, consciente de la proximidad del toque de queda, se habrá de proveer de un farolillo, pues afuera sólo se encuentran, y muy raramente, europeos o soldados haciendo la ronda.
Desde luego, no acababa de ver qué iba a hacer yo por esas calles pasada esa hora, las diez de la noche, así que me fui a la cama bastante taciturno, diciéndome que seguro que esto se repetiría así todos los días y desesperando ya de los placeres de esta capital desoladora…
Mi primer sueño se cruzaba de forma inexplicable con los vagos sonidos de una cornamusa y de una ronca viola que me estaban crispando los nervios. Esa música obstinada repetía siempre en tonos diferentes el mismo melisma y despertaba en mí los ecos de una antigua fiesta de Navidad borgoñona o provenzal.
¿Pertenecía todo esto al ensueño o a la vida? Mi espíritu aún se debatió algún tiempo antes de despertarse totalmente. Me daba la impresión de descender a la tierra de una forma grave y burlona al mismo tiempo, entre cánticos de parroquia y borrachines coronados de pámpanos, una especie de alegría patriarcal y de tristeza mitológica que mezclaba sus impresiones en ese extraño concierto, donde quejumbrosas cantinelas de iglesia formaban la base de un aire bufón apropiado para marcar los pasos de una danza de Coribantes.
El ruido se acercaba y se hacía cada vez más penetrante. Me levanté, aún soñoliento, cuando una gran luz, que penetraba por el enrejado de la ventana, me avisó por fin de que se trataba de un espectáculo real.
Lo que había creído soñar se materializaba en parte: hombres casi desnudos, coronados como luchadores antiguos, combatían en medio del tumulto con espadas y escudos; pero se limitaban a golpear el escudo con el acero siguiendo el ritmo de la música y, retomando la marcha, volvían a empezar un poco más lejos la misma lucha simulada.
Numerosas antorchas y pirámides de velas llevadas por niños brillaban en la calle y guiaban un largo cortejo de hombres y mujeres, del que no pude distinguir todos los detalles.
Algo como un fantasma rojo tocado de una corona de pedrería avanzaba lentamente entre dos matronas de gran porte, y un grupo confuso de mujeres vestidas de azul cerraba la marcha lanzando en cada parada un gorjeo de albórbolas de singular efecto.
Se trataba de una boda, no cabía la menor duda. En París ya había visto, en los grabados del ciudadano Cassas, un mosaico completo de estas ceremonias; pero lo que acababa de percibir a través de las artesas no bastaba para apagar mi curiosidad y quería a toda costa seguir al cortejo y observarlo más a mi gusto.
Mi dragomán, Abdallah, al que comuniqué esta idea, simuló estremecerse de mi osadía, inquietándose un poco por el hecho de recorrer las calles en medio de la noche y hablándome del peligro de ser asesinado o asaltado.
Por suerte yo había comprado uno de esos mantos de piel de camello llamados machlah que cubren a un hombre de arriba abajo, y con mi barba ya crecida y un pañolón retorcido en torno a la cabeza, el disfraz estaba a punto.