Corsarios o reyes 4-4: historias trágicas de moriscos y papaces

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4.4.- Moriscos españoles en Argel, su odio a los «papaces» o eclesiásticos católicos y a la Inquisición, como culpables de su desdicha; con la trágica historia del corsario morisco Alicax y la venganza de su hermano Caxetta, valencianos de Oliva, en la persona del fraile Miguel de Aranda, también valenciano, narrado por el «papaz» Sosa en el tiempo de cautiverio de Cervantes y del reinado de Ramadán Bajá.

Son 1.017 los documentos reseñados por Cabrillana, para un corto periodo de tiempo y un área geográfica restringida, de los que hemos extraído, casi al azar, unos pocos. En Argel el número de cautivos, «ordinariamente cerca de 25.000 cristianos» (11), era elevado. En la España del momento no lo era menos. La propia palabra ahorro, sentido recogido por Corominas, procede de aquella lamentable realidad; «con la `carta de horro o de libertad’ finaliza el largo proceso del rescate», en ocasiones después de que el esclavo haya pasado años reuniendo el dinero para el pago de su rescate, ahorrando (12). De la palabra árabe que significa libertad, es palabra de importancia cotidiana y popular fuera de toda duda.

Las fuentes –y Antonio de Sosa es fuente privilegiada– resaltan la estrecha unión entre el problema morisco y la realidad de Berbería (13). Aunque Sosa opine que «hace mal el que aquella esclavitud de tierra de cristianos llama y la nombra esclavitud; esta nuestra (la de Argel), sí; éste es cautiverio, y cautiverio muy de veras y no de burlas» (14), es afirmación inserta en discurso polémico y apasionado, propagandístico en fin. Cuando pone algún ejemplo ilustrativo de esta afirmación –muy pocos en texto tan prolijo–, se capta también el otro gran telón de fondo: el hambre o la necesidad. «Viéndose los moros y turcos tan bien tratados allá y con tanto regalo, cuando para acá se huyen –de no poder conseguir aquel vicio–, y se ven aquí hambrientos, desnudos, descalzos y sin bien o remedio alguno, suspiran tanto y se quejan, y aún maldicen el día en que determinaron huirse, como yo mismo oí decir a muchos que de Nápoles, Sicilia y de España han huido» (15). No dejarían de ser anecdóticos aquellos casos al lado de la migración morisca hacia Berbería, aunque luego muchos volvieran a España como el morisco cervantino Ricote, personaje literario, o el renegado navarro que cita Torres, personaje real, todos ellos sin duda múltiples veces renegados con toda la carga de desarraigo físico y psíquico que ello podía significar.

Para los moriscos instalados en Berbería los verdaderos culpables de las desdichas de su pueblo –de su «nación», que diría Cervantes– eran los religiosos o eclesiásticos en general y la Inquisición; el odio a los «papaces», como llamaban en Argel a curas y frailes, es una constante con automáticas manifestaciones agresivas. En Argel se podía decir misa y atender a los cristianos espiritualmente con relativa facilidad, de manera que se podía hablar de un ambiente de «libertad religiosa» impensable en la España de la época. Era algo que había sucedido en España hasta 1500 –la posibilidad de un estatuto de mudéjar, imposible ya tras el viaje a Granada de Cisneros de ese año—y que Jean Bodin recoge como una característica del mundo otomano frente a la intransigente política religiosa europea de su época:

«El rey de los turcos, cuyo dominio se extiende a gran parte de Europa,
observa tan bien como cualquiera otro su religión,
pero no ejerce violencia sobre nadie; al contrario,
permite que todos vivan de acuerdo con su conciencia
y hasta mantiene cerca de su palacio, en Pera, cuatro religiones diversas:
la judía, la romana, la griega y la mahometana;
y envía limosna a los calógeros, es decir,
a los buenos padres o monjes cristianos del monte Athos,
para que rueguen por él» (16).

Entre los rescatadores de cautivos que iban a Argel había muchos «papaces» y a su llegada a la ciudad eran bien recibidos por lo que su misión suponía de movimiento económico favorable o «entrada de divisas», que se diría hoy. Pero en la menor oportunidad que se ofreciese, la violencia popular estallaba incontrolable contra ellos, a los que culpaban de las desdichas de sus correligionarios españoles, los moriscos. Para comprender mejor a Antonio de Sosa hay que tener en cuenta que era un «papaz» cautivo, en Argel, con toda la agresividad hacia su persona que ello traía consigo.

Precisamente eran los moriscos de origen español los que manifestaban mayor odio. En Argel, con turcos, árabes, cabiles y suawa (azuagos), los moriscos españoles constituían una minoría apreciable:

«La cuarta manera de moros
son los que de los reinos de Granada, Aragón, Valencia y Cataluña
se pasaron a aquellas partes y de continuo se pasan con sus hijos y mujeres
por la vía de Marsella y de otros lugares de Francia,
do se embarcan a placer, a los cuales llevan los franceses
de muy buena gana en sus bajeles. Todos ellos se dividen, pues,
entre sí de dos castas o maneras, en diferentes partes,
porque unos se llaman mudéjares («Modexares») –y éstos son solamente
los de Granada y Andalucía–, otros tagarinos, en los cuales se comprenden
los de Aragón, Valencia y Cataluña.
Son todos éstos blancos y bien proporcionados,
como aquellos que nacieron en España o proceden de allá.
Ejercitan éstos muchos y diversos oficios, porque todos saben alguna arte.
Unos hacen arcabuces, otros pólvora, otros salitre,
otros son herreros, otros carpinteros, otros albañiles,
otros sastres y otros zapateros, otros olleros
y de otros semejantes oficios y artes. Y muchos crían seda,
y otros tienen boticas en que venden toda suerte de mercería.
Y todos en general son los mayores y más crueles enemigos
que los cristianos en Berbería tenemos, porque nunca jamás se hartan
o se les quita el hambre grande y sed que tienen entrañable de la sangre cristiana.
Visten todos éstos al modo y manera que comúnmente visten los turcos…
Habrá de todos éstos en Argel hasta mil casas» (17).

Uno de los relatos de martirios de Sosa puede servir para ilustrar aquella realidad. Es el más largo, casi una «novela» corta, de los que evoca en su diálogo de los mártires; en él se barajan todos los elementos necesarios para comprender aquella situación: moriscos valencianos de Oliva instalados en Cherchell (Sargel), con parientes en Valencia y uno de los suyos, corsario, en poder de la Inquisición; «papaz» cautivo comprado por los familiares del reo con intención de cangearlo por su pariente preso, «papaz» redentor que intenta interceder y final terrible. Todo ello pocos años después de la guerra de las Alpujarras y de la batalla de Lepanto, en 1576, recién llegado Antonio de Sosa a Argel y algunos meses después de la llegada del cautivo Miguel de Cervantes.

«En tiempo de… Rabadán Bajá, renegado sardo, en el año de 1576, un lunes, dos del mes de junio (sic, por julio), hasta veinte turcos y moros de una fragata –que así llaman a los bergantines–, que era de once bancos», desembarcaron en la costa catalana e hicieron cautivos a «nueve cristianos que iban hacia Tarragona y otras partes», entre ellos a un religioso valenciano de la orden de Montesa llamado fray Miguel de Aranda; al día siguiente cautivaron

«cuatro cristianos que pescaban en una barca más adelante…,
en un lugar que se dice el Torno; y satisfechos de esta presa
de trece cristianos, se volvieron a Berbería en dos días.
Y a los cinco del mismo mes llegaron con su presa a Sargel,
un lugar de razonable puerto que está, para poniente,
distante de Argel sesenta millas, que será de hasta mil casas
y todas de moriscos que de Granada, Aragón y Valencia han huido
y pasado a Berbería para vivir en la ley de Mahoma libres a su placer».

Uno de aquellos moriscos, Caxetta, originario de Oliva en Valencia, acudió al puerto a ver la nave corsaria y al enterarse que todos los cautivos eran valencianos y catalanes,

«entró luego al bajel y llegándose a los cristianos de Valencia que le fueron mostrados comenzó a rogarles que le diesen nuevas de un hermano suyo que le dijeron estar en Valencia preso».
«Y fue el caso desta manera:
«Al tiempo que este moro se vino del reino de Valencia huido a Berbería,
vino con él otro su hermano mayor, el cual se llamaba Alicax.
Y ambos trujeron sus hijos y mujeres y algunos parientes.
Después que ya estaban de asiento en aquel lugar de Sargel,
como el Alicax, hermano mayor, era hombre animoso
y muy plático en la mar, y particularmente
en la costa del reino de Valencia en que naciera y se criara,
haciendo muchos años él oficio de pescador,
armó, en compañía de otros moros de Sargel –y también
pláticos en España y que de allá habían huido–,
un bergantín de doce bancos; con el cual
robaba por toda aquella costa muy gran número de cristianos
que vendía en Argel. Y también
traía otros muchos de los moriscos de aquel reino, pasándolos a Berbería.

«Con el próspero suceso de estas cosas andaba el Alicax tan ufano
que, para mostrar a todos cuánto era venturoso,
pintaba todo de verde su bergantín
y le traía con muchas banderas y gallardetes, que era cosa de ver.

«Pero al cabo de algunos tiempos sucedióle lo contrario;
porque encontrando con él en la costa del reino de Valencia
ciertas galeras de España, le cautivaron con el bergantín.
Tomado de esta manera y puesto luego al remo, como suelen
a tales hacer, el señor conde de Oliva, cuyo vasallo fuera,
que eso supo, procuró de traerle a sus manos para castigarle
porque en sus tierras más que en otras, como en ellas
era nacido y plático, había hecho notables daños;
y particularmente llevado a Berbería gran número de moriscos sus vasallos.
Mas los inquisidores de aquel reino de Valencia,
informados de lo mismo y siendo los delitos de este moro
tan enormes y el castigo de ellos tocante al Santo Oficio,
le hicieron llevar a Valencia a las cárceles de la Inquisición;
donde estaba este tiempo que el hermano
preguntaba a los cristianos cautivos si habían nuevas de él».

Fue uno de los cautivos, «Antonio Esteban, casado en Valencia en la parroquia de San Andrés a la Morera –de quien yo supe todo este cuento– y que conocía muy bien a ambos los hermanos moros porque cuando ellos estaban en España pescara algunas veces juntamente con ellos», quien dijo a Caxetta «que muy bien conocía a su hermano Alicax, que vivo era y que estaba en Valencia preso, y que placiendo a Dios presto habría libertad, no osando decir que estaba en las cárceles del Santo Oficio». La razón era sencilla: la prisión en la Inquisición hacía improbable el rescate de Alicax, mientras que si estaba cautivo de un particular bien podía ser que el rescate fuera posible.

Fue grande la «cólera y furia» del hermano del corsario y poco después, tras consultar con la mujer e hijos de su hermano y con otros parientes, decidieron «comprar alguno de aquellos cristianos que fuese de Valencia natural para que éste se obligase y les prometiese de dar en trueque y cambio de su persona a su pariente» preso en Valencia. Y se decidieron por el fraile Miguel de Aranda, «el más principal» de los cautivos como «persona honrada y religioso sacerdote». El domingo 15 de julio, en Argel, y después de los tres días preceptivos –«que por costumbre y usanza de la tierra tantos ha de andar en pregón el cautivo antes que su precio y compra se remate»–, Caxetta recibió al esclavo Aranda después de pagar «650 doblas, que hacen 260 escudos de oro de España». Y comenzó el calvario del fraile valenciano; dos días de camino hasta Cherchell, las cadenas, el trabajo «noches y días cavando la tierra’ y otros trabajos domésticos para forzarle «a darles lo que pedían», seguridades en el cange con el pariente preso.

«Y como estos moros tornadizos y huídos de España
sean los mayores y crueles enemigos que los cristianos tenemos,
y principalmente siendo como son una viva llama de odio entrañable
contra todo español, no se hartaban sus amos,
como los demás moros de aquel lugar, de maltratarle
y decirle infinitas desvergüenzas, vituperios e injurias».

Pocos meses después la familia de Alicax tuvo noticias de su muerte por boca de «algunos moros que de Valencia huyeron –como hacen cada día–» y cómo

«Alicax, después de estar preso en el Santo Oficio algún tiempo,
al último fuera condenado por sus grandes culpas y delitos,
por haber estado siempre pertinaz en todas las audiencias que le dieron,
sin jamás reconocer sus culpas, antes muy obstinadamente
diciendo que era moro y que moro quería morir;
y, finalmente, que relajado a la justicia seglar fuera,
en principio de noviembre del año de 1576,
públicamente quemado en la ciudad de Valencia.
No se puede declarar el dolor, llanto y pesar que esta nueva causó
en aquellos moros, y la rabia y furia con que al momento
se embravecieron contra el inocente padre fray Miguel».

El desenlace se anunciaba dramático, aunque no llegaría hasta seis meses después. Miguel de Aranda había escrito a Valencia relatando su situación y la llegada a Argel del mercedario fray Jorge Olivar (Geoge Oliver, escribe Sosa), comendador de la Merced de Valencia, como redentor de los cautivos de la corona de Aragón, hizo albergar esperanzas de la posibilidad de rescate del fraile cautivo ya que sus amos eran «más pobres que ricos». La reacción de Caxetta y sus parientes fue muy otra a la que pensaran, sin embargo, y deseosos de que su venganza fuera más ostentosa decidieron quemar al fraile Aranda en Argel, «donde tanto número de cristianos había de todas las tierras de la cristiandad, para que en todas partes fuese el caso más sabido y sonado».

Una vez en Argel, Caxetta se puso en contacto con la colonia morisca de aquella ciudad y comenzaron la negociación oficial para lleva a cabo su intento. «Y primero de todo, señalaron allí cuatro de los más graves y de más reputación para que acompañasen al moro Caxetta cuando fuese a hablar al rey (Rabadán Bajá) y pedir aquella licencia» para quemar al fraile cautivo. Las razones de los moriscos eran de peso en aquellas circunstancias:

«que era servicio de Dios poner freno y miedo a los inquisidores de España
para que no maltratasen a los moriscos que a Berbería se fuesen
y volviesen al servicio y ley de Mahoma; importaría, y aún era necesario,
quemar dos o tres, o más, y aún cuantos pudiesen
de los más principales cristianos que hallasen; y que si fuesen sacerdotes
–a los cuales llaman ellos papaces– sería tan mejor
y más agradable a Dios. Porque éstos, decían ellos,
son los que aconsejan en España y predican
que los nuestros sean perseguidos y maltratados».

La colonia morisca en Argel estaba tan decidida a llevar a cabo aquel proyecto que entró en tratos con Morat Raez Maltrapillo, un renegado español natural de Murcia, para que le vendiese un cautivo suyo, también sacerdote y valenciano, con el fin de quemarle a la vez que al fraile Aranda; este eclesiástico había sido capturado hacía poco en la galera San Pablo, de la orden de Malta, precisamente en la que había llegado cautivo a Argel Antonio de Sosa, a principios de 1576. «Pero como el renegado tenía ya tallado y casi que rescatado al cristiano, no se movió a hacer lo que le pedían, y principalmente porque el padre fray George Olivar, redentor, le rogó no permitiese cosa de tanta crueldad». Finalmente, el 17 de mayo, después de una entrevista con el rey de Argel en la que volvieron a insistir en la conveniencia de «dar alguna muestra de cuánto sentían el mal tratamiento y persecución que a los moros de España se hacía», Ramadán Bajá permitió a los moriscos argelinos que hiciesen «como mejor les pareciese… Ya tenían licencia para quemar vivo a un papaz cristiano».

«Tras esto se desmandaron luego de tal modo contra los cautivos cristianos
que, no contentos con decirles mil afrentas de perros, canes, cornudos,
traidores y otras, como suelen, los amenazaban que presto
los habían de quemar todos como al papaz que luego verían tostar;
y, tras esto, les daban mil bofetones y puños, y trataban de tal suerte
que ningún cristiano osaba pasar por donde vía estar moro,
tagarino o mudéjar («modexar»), porque ansí llaman
a los moros que de España se huyeron».

En aquel ambiente de «la ciudad muy revuelta», el redentor Olivar –que acababa de rescatar al hermano de Miguel de Cervantes, Rodrigo, por trescientos ducados (18)–, hizo un nuevo intento de intercesión ante el rey Rabadán Bajá, aunque sin éxito, y obtuvo de él una contundente respuesta:

«que él no se podía oponer a la furia popular
y peticiones de tantos moros que aquello demandaban y querían».

En algún sector de los medios corsarios de la ciudad debió manifestarse también cierto malestar frente a la pretensión de los moriscos de origen español. Un corsario,

«Yza Raez, que era venido de Nápoles no había muchos meses
–donde con salvoconducto había ido a tratar un pleito sobre una fragata
y ciertos cautivos cristianos que pretendía habérselos tomado injustamente
en la isla de Cerdeña, por estar haciendo rescate con la bandera alzada,
y acuérdome yo haberle visto en Nápoles el enero de 1579
(sic, por 1576, sin duda)–, cómo allá el señor don Juan de Austria
le hizo muchas mercedes y, generalmente,
en todos había hallado mucha cortesía y justicia,
oyendo decir que los moros querían quemar vivo a un papaz cristiano…,
escandalizóse extrañamente»

y manifestó en público muchas veces ese rechazo. Los moriscos, enterados de ello, quisieron castigarle igualmente y Ramadán Bajá hubo de prometerles, para calmar su enojo, «que él mandaría castigar» al dicho arráez Iza.

Y, así, el 18 de mayo comenzó la gran catarsis, el suplicio del desventurado fraile cautivo. Durante todo el día prepararon en el muelle el lugar donde había de ser apedreado y quemado, atado al asta de un áncora de galera.

«Concurrió allí un gran número de turcos y moros de toda suerte,
alarbe, cabayles, azuagos y, principalmente, muchachos,
que de grande contento y alegría de aquella fiesta daban voces
y alaridos tan grandes que rompían el aire…
Andaban muchos de ellos, quien con platos y quien con pañizuelos
en las manos, demandando entre los turcos, renegados y moros limosna
para ayuda de pagar al moro que comprara al siervo de Dios
lo que costara».

A las cinco de la tarde fue llevado el fraile Aranda al suplicio y, maltratado por todos a su paso, en especial por el morisco Caxetta, «porque todos mirasen y viesen cómo vengaba a su hermano», fue apedreado y luego quemado. Antonio de Sosa narra con todo pormenor de detalles el suplicio, a la manera de los martirologios clásicos, y termina con un breve retrato –«de cincuenta años, poco más o menos, tenía en la barba y cabeza muchas canas; era más que de mediana estatura, un poquito grande, carilargo, ojos grandes y nariz longa»–, como en todos los relatos restantes de su Diálogo de los mártires (19).

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NOTAS:

(11).- Haedo, II, p. 176.
(12).- Cabrillana, art. cit. en nota (9), p. 312.
(13).- Saben a poco los estudios sobre la cuestión, como el de S. García Martínez Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia durante el reinado de Felipe II, Valencia 1977, Universidad de Valencia.
(14).- Haedo, II, p. 29.
(15).- Ib., p. 27.
(16).- Bodin, IV, VII, pp. 208-209.
(17).- Haedo, I, pp. 50-51.
(18).- Ver Canavaggio, op. cit., c. 2, pp. 76 ss.
(19).- Haedo, III, pp. 137 a 155. Este es el relato 23 de la edición de este diálogo de la ed. Hiperión, preparada por E. Sola y J.M. Parreño.

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