LITERATURA 22, Encarna Sánchez

LITERATURA 22, Encarna Sánchez

LITERATURA.

 22

LA FRONTERA AFRICANA HISPÁNICA Y EL GALLARDO ESPAÑOL DE MIGUEL DE CERVANTES

Encarnación Sánchez García

 

A la memoria de Soledad Carrasco Urgoiti

 

Durante los Reinados de los Reyes Católicos y de Carlos I los españoles experimentaron, pilule la extraordinaria sensación de vivir dentro de una entidad política cuya frontera estaba en constante evolución, lo que ampliaba el horizonte de espectativas de sus esperanzas de libertad[1].

En la fase de estabilización de los límites de Imperio -por la que tanto trabajó Felipe II- esta conciencia, alimentada especialmente por la empresa de la conquista y evangelización de América pero también por el poder de la Corona Católica en ámbito europeo y mediterráneo, se adaptó al reconocimiento de la “frontera” como un objetivo del dominio español sea en el Viejo sea en el Nuevo Mundo. Por lo que respecta al Viejo –que es el que aquí interesa- “tras la campaña de Lepanto en 1571 y los subsiguientes acuerdos de tregua con los turcos, Felipe desechó nuevas ofensivas y optó por una política defensiva en el Mediterráneo occidental. La frontera mediterránea se basaría de un lado en una red de pequeñas guarniciones defensivas, de otro en acuerdos de paz suscritos con los soberanos musulmanes del norte de Africa”.[2]

Esta importancia dinámica de la idea de frontera en la elaboración del proyecto político de la Corona de España tiene su recaída en la alta valencia simbólica de la “frontera” dentro del sistema cultural hispánico, con numerosas cristalizaciones objetuales en el código literario; en efecto la serie literaria áurea ofrece, en todos los géneros, ejemplos de la presencia de la frontera como una variante poderosa del imaginario de los españoles y de su uso como icono en torno al cual se elaboran discursos celebrativos de una determinada hibridación cultural, vocación de modernidad que le aseguran un espacio en ciertos debates específicos de la era de la globalización.

En efecto, característica de las dos últimas décadas del siglo pasado la teorización sobre la tendencia a la hibridación en las culturas que, heredadas del pasado, se iban enfrentando progresivamente al proceso de globalización ha ido aumentando de forma tan vertiginosa cuanto caótica sea en Occidente sea en ciertos ámbitos del Oriente asiático. La atención hacia las tendencias que las culturas globalizadas muestran a la hibridación ha producido una imponente literatura crítica de valor muy desigual, y, al intentar enumerar y describir paradigmas nuevos, las nuevas teorías han señalado la Frontera como uno de los objetos simbólicos preferidos, por su poder convocador en el momento en que se desdibujan muchas de las líneas de separación tradicionales y se crean infinitas otras -invisibles y movedizas- dentro de las sociedades globalizadas[3].

La idea de una nueva ocupación del globo por una humanidad transterrada se ha ido abriendo paso y ha alcanzado valor figural en corrientes filosóficas que, dejando a un lado los parámetros epistemológicos, afrontan la cuestión de la identidad con planteamientos hermenéuticos: Paul Ricoeur especialmente en Soi-même comme un autre[4] pero tambien en textos anteriores, define su propuesta como una filosofía del rodeo que abandona concepciones esencialistas de la identidad y aspira a una certeza subjetiva de la conciencia proponiendo una “réplica poética” al problema de la identidad.

Esta propuesta metodológica se centra en el uso de la literatura como instrumento para la autocomprensión, lo que, en cierto modo, promueve una tendencia a la espacialización de las teorías sobre lo humano. En tal dirección, Gilles Deleuze  propone metodologías sobre una nueva forma de “estar” en el mundo que, de hecho, parece superar la idea de frontera:

 

Habrá pues que hacer lo siguiente: instalarse en un estrato, experimentar las posibilidades que nos ofrece, buscar en él un lugar favorable, los eventuales movimientos de desterritorialización, las posibles líneas de fuga, experimentarlas, asegurar aquí y allí conjunciones de flujo, intentar segmento por segmento continuums de intensidades, tener siempre un pequeño fragmento de nueva tierra[5]

 

 

 Desde la ladera creativa los libros del escritor italiano Claudio Magris (novelista y ensayista) han representado en los últimos años esta nueva instancia filosófica y han  elegido la frontera como eje de indagación y de ficcionalización[6].

La superación del concepto de límite que la frontera representa no es, por otra parte, exclusiva de la postmodernidad; al contrario, encontramos signos continuos de su presencia en la literatura clásica, pues, como escribía Claudio Guillén en uno de sus últimos libros, a propósito de un pasaje de Plutarco sobre el exilio,

 

el ser humano conforme se muda de lugar y de sociedad, se encuentra en condiciones de descubrir o de comprender más profundamente todo cuanto tiene en común con los demás hombres, uniéndose a ellos más allá de las fronteras de lo local y de lo particular: las dimensiones cósmicas de la naturaleza[7].

 

Este papel de la frontera como límite y como acicate del hombre para superar lo doméstico y lo propio a favor de lo universal ha sido, por otra parte, reconocido por la literatura desde la antigüedad a causa de su potencial temático pero también por su funcionalidad estructural, y ha habido textos literarios que se han ocupado de esa línea de demarcación que llamamos frontera con especial énfasis.

Por otro lado, y atendiendo en concreto al ámbito de las literaturas occidentales, la atención retórica hacia la idea de frontera está seguramente en relación  con los procesos de territorialización que atraviesan las literaturas romances a partir del Renacimiento, en correspondencia y como resultado de la afirmación de las nacionalidades y, en ciertos casos, de las naciones modernas.

En concreto, al principio de la edad moderna, la literatura se interesa por la frontera sea como tema sea como función,  paralelamente a la toma de conciencia de la nacionalidad y en relación dinámica con las variantes que constituyen las características principales de esa nacionalidad. Los libros magistrales que Soledad Carrasco Urgoiti escribió sobre el tema de la frontera en la literatura española del Renacimiento español, con extensiones a los siglos siguientes, son un suficiente botón de muestra[8].

En relación con el tema de la frontera como línea de demarcación de dos civilizaciones podemos poner el de la elaboración de un discurso representativo del “Otro”, ámbito vasto en el que la serie literaria española genera una imponente producción, sin parangón en las otras literaturas contemporáneas, a las que se anticipa con una antelación aproximada de dos siglos. En efecto entre las innumerables cristalizaciones formales del discurso literario en el Siglo de Oro español, y atravesando variadísimos géneros (desde el histórico, al dialógico, desde las relaciones de sucesos a las misceláneas, desde el teatro a la poesía) emerge con fuerza la elaboración de un discurso representativo del “Otro”, es decir de todo lo que está fuera del propio sistema epistemológico y que por razones políticas, de dinámicas de bloques, de relaciones comerciales y culturales, entra en contacto con dicho sistema; al hacerlo produce una eclosión de discursos que dan razón de esa otredad esforzándose por colocarla dentro de la propia welstanchauung según la   codificación propia de cada uno de aquellos géneros.

Con cierta independencia de la altura del resultado estético, digamos que el discurso literario sobre el “Otro” produce objetos simbólicos cuyo valor es fundamental en el interior del sistema pues ayudan a establecer sus contornos y a afinar la percepción de la propia identidad.  Son objetos de distanciación que, creando espacio dentro de la civilización que los elabora, la enriquecen y completan.

En esta dinámica compleja el signo material que probablemente representa el símbolo más potente de la distanciación es la frontera, un signo que a veces tiene su razón de ser en contrastes o distanciamientos humanos creados por la naturaleza, mientras que otras veces es un signo arbitrario y depende exclusivamente de circunstancias y caprichos o intereses de potentes. Tan fuerte es el valor representativo de la frontera en el imaginario colectivo que podríamos incluso llamarla icono de la distanciación. Ella se constituye, paradójicamente, como una demarcación con la que dos grupos humanos distintos se separan y como una demarcación a cuyos bordes dos grupos humanos distintos se tocan.

A finales del siglo XIX el ilustre antropogeógrafo Ratzel acuñó la siguiente definición del concepto de frontera:

 

La frontera está constituida por innumerables puntos, en los cuales un movimiento orgánico ha acabado por detenerse[9]

 

Abarcaba esta definición sea las sociedades del universo de la naturaleza sea las sociedades humanas y hundía sus raíces en la idea del movimiento “que es proprio de todo ser viviente”. La frontera es, pues, algo móvil, que no hay que identificar como una línea definitiva sino más bien como un espacio en donde los vectores de fuerza de una comunidad se han arrestado, se han detenido sea por la hostilidad del medio sea a causa de la resistencia presentada por otro movimiento en sentido contrario. Al haber dos o más movimientos opuestos, la frontera presenta a menudo caracteres contradictorios pues es el espacio en donde se detienen las fuerzas de una civilización pero es también el espacio a través del cual pasan hombres, ideas, mercancías, de una civilización a otra, es el espacio en el que dos epistemes se tocan y se comunican.

 

La historia depende tanto del concepto de frontera que parece superfluo dedicar ahora una reflexión a esta ligazón. Sobre la lógica y la pervivencia de la fronteras puede bastar esta cita de Braudel en La Mediterranèe et le Monde méditerranéen à l’epoque de Philippe II:

 

[cada civilización] “está solidamente enraizada en un espacio determinado: el espacio que es uno de los indispensables componentes de su realidad. Antes de ser aquella unidad en las manifestaciones del arte en que Nietzsche veía su mayor verdad, una civilización es, básicamente, un espacio trabajado, organizado por los hombres y por la historia. Dado que hay límites culturales, espacios culturales de extraordinaria perennidad: nada pueden todas las mezclas del mundo”[10].

 

 

Braudel mete aquí el acento sobre la especificidad de cada civilización y sobre el valor que el espacio tiene en la definición de esa visión del mundo determinada y original que es una civilización. Una materialidad geográfica, ante todo, parece constituir la base fundamental que distingue a una civilización de otra. Es un punto de vista que contradice, en cierto modo, la idea de mobilidad, de dinamismo y transformación que, en general, caracteriza el progreso de las civilizaciones, y sobre todo, el mundo moderno. Para Braudel hay un nucleo perenne en cada cultura que garantiza su continuidad, su pervivencia, frente a las otras, y es de ahí que brota su especificidad (ligada a la territorialización de la misma).

La frontera es, pues, esa línea que limita un espacio trabajado, la grieta en donde quiebra una civilización, es el borde de una unidad histórica, signo indispensable de su propio existir como tal unidad histórica.

La literatura, al funcionar como representación del mundo, ha tenido en cuenta con frecuencia esa solución de continuidad que la frontera constituye y la ha elegido como eje extructural de muchas de sus obras maestras

El caso de la España islámica es ejemplar de lo que voy diciendo. España (o más bien Hispania) constituye a partir del 711 por una parte la frontera occidental del Islam respecto al Imperio Carolingio y, por otra, un espacio en el que se va construyendo una conciencia de pertenencia que tiene como horizonte vital una frontera en movimiento casi continuo. El valor de esta línea es diametralmente opuesto para los dos grandes grupos en que se dividen los habitantes de ese espacio peninsular: hasta el siglo XI constituye una afirmación extraordinaria del Califato cordobés y de sus gentes y es una obsesión para los cristianos del norte cuya identidad coagula gracias a esa línea divisoria, mientras que a partir del siglo XII la frontera va a ser el principal motor de crecimiento para los del norte y motivo de fragmentación y de conciencia de pérdida para los del sur.

Además el dinamismo de esta línea fronteriza entre las dos civilizaciones crea una reverberación, una mise en abîme de la frontera en ámbito social produciendo su introyección en el imaginario colectivo y construyendo infinitas versiones de ella en las mentes de los españoles de uno y otro lado. Mozárabes, muladíes y mudéjares van a ser el resultado demográfico de la proliferación fronteriza de la España medieval, moriscos y renegados lo van a ser de la España imperial de los Austrias.

Naturalmente la literatura, siempre reelaboradora de la historia y siempre mitizadora de conflictos, va a nutrirse en España de esta especificidad del choque y de la convivencia de culturas propia de la Península. La serie literaria hispánica absorbe la proliferación fronteriza transformando las líneas de separación en tema de infinitas posibilidades: desde el Cantar de Mio Cid a los Romances fronterizos del Renacimiento, a la novela morisca del mismo periodo, podemos seguir la evolución de ese choque y de esa convivencia a través de la gran metáfora de la literatura que, por una parte, esquematiza la realidad al tipificarla, descubriendo por otra parte su significado profundo.

 En el siglo XVI la elaboración literaria del mito de la frontera cristiano-islámica elige como espacio privilegiado el territorio andalúz de la baja Andalucía, una línea que pasa y corta en dos la actual provincia de Málaga, que separa luego el sur del Reino cristiano de Jaén (el llamado Santo Reino) del territorio de Granada y el sur de la cristiana Murcia de Almería. Ahí el mito de la frontera cuaja en una serie de textos poéticos y en prosa que celebran a los héroes guerreros que se contienden palmo a palmo cada uno de los castillos, de las fortalezas y de los núcleos de población que constituyen el minúsculo reino de la Granada nasrí.

 

 Miguel de Cervantes es el gran heredero de esa tradición, capaz de utilizar las múltiples fronteras interiores de la España de su tiempo como materiales temáticos de poderosa trascendencia. Pero, además, su trayectoria vital favorece una visión del concepto de frontera que no se limita al ámbito peninsular: su etapa de soldado en Italia y  a través del Mediterráneo, su participación en Lepanto, sus cinco años de cautiverio en Argel van a ofrecer a este español, hidalgo y desgraciado, elementos para otras tantas variaciones sobre la idea de frontera en la elaboración de su escritura.

Los textos en los que encontramos esa presencia son numerosos y pertenecen a géneros diversos: desde El español gallardo a Los tratos de Argel, desde La gran Sultana a Los baños de Argel, desde El amante liberal a El ingenioso hidalgo.

En todas estas obras la frontera no es un motivo marginal, o un adorno narrativo; al contrario, se impone como un elemento extructural de la obra y a menudo como eje de ella. Hay además una elaboración de la idea de frontera no sólo como línea territorial de separación, es decir como frontera geográfica y geopolítica, sino como cañamazo de líneas simbólicas que establecen una distancia entre personas o entre grupos dentro de un mismo territorio. En esta segunda acepción hallamos en Cervantes una gran variedad de marcas, una proliferación de fronteras que impiden la comunicación o que establecen vacíos y oposiciones entre grupos o entre individuos. Se trata de fronteras lingüísticas e ideológicas fundamentalmente, y, dentro de éstas, el alcalaíno dedica una especialísima atención a las que crea la religión.

Encontramos numerosas líneas divisorias en un grupo de textos dramáticos, recogidos en Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados, publicados en 1615, pero probablemente escritos con anterioridad (en las últimas décadas del XVI); no vamos a entrar en el espinoso asunto de las fechas, aunque tendría sentido hacerlo; lo importante es ahora remachar que si, como sostienen algunos especialistas del teatro cervantino, las comedias El gallardo español y Los tratos de Argel están entre los textos más antiguos escritos por Cervantes después de su vuelta del cautiverio, resulta claro que la cuestión del encuentro y desencuentro entre civilizaciones atraviesa toda la trayectoria creadora de nuestro autor pues va desde estos primeros textos teatrales, al Quijote de 1605 y de ahí a las Novelas ejemplares, que son de 1613, y a La gran sultana y Los baños de Argel que son de hacia 1615.

Lo apabullante es que desde el principio Cervantes elabora el tema de la frontera con una riqueza de esquemas narrativos, de recursos expresivos, de facetas, de tramas, que sería difícil, si nos atuviéramos únicamente a este aspecto de su escritura, dar un orden cronológico a su producción.

En el caso de El gallardo español vamos a encontrar una tal cantidad de variaciones, de motivos que podría muy bien pasar por uno de los últimos textos.

Respecto a El Abencerraje, o Las guerras civiles de Granada, u otros textos del siglo XVI, lo que ahora salta a la vista es el deslizamiento al continente africano de la línea de frontera entre Catolicismo e Islam. La acción de El gallardo español se desarrolla toda en esa avanzadilla africana que los españoles habían construido en la costa occidental de Argelia aprovechando la relativa facilidad de comunicaciones con Cartagena -que queda a sólo cuarenta millas de distancia. En esa avanzadilla cristiana en Africa, la precaria situación de los españoles, rodeados de un inmenso territorio hostil, no  impide el ejercicio de virtudes caballerescas pertenecientes al mismo código moral al que se apelaban los héroes de El Abencerraje.

 Vamos a verlo: El protagonista don Fernando de Saavedra, soldado de la fortaleza española de Orán, por honorar un desafío que le lanza el noble moro Alimuzel, abandona la plaza fuerte en vísperas de un asedio que han preparado contra ella los reyes de Argel, y de otros territorios cercanos, como el llamado Cuco (cuyo nombre recoge Covarrubias en su Tesoro (“Nombre de un capitán o rey alárabe que en nuestros tiempos vive en las montañas de Africa”)[11] y el Alabez; en estas circunstancias dramáticas para la fortaaleza cristiana, Fernando se pasa a los moros, siendo recibido en el aduar de Arlaja, la noble y bella mora de quien está enamorado Alimuzel; Fernando va a permanecer ahí un tiempo hasta que vuelva a los pies de las murallas de Orán cuando ya el asedio marítimo de los reyes africanos está a punto de dar fruto. La reincorporación de Fernando a las fuerzas de los cristianos asediados cambia el resultado del asalto asegurando la victoria de los españoles. La llegada a tierras africanas de la enamorada de Fernando, Margarita, vestida de hombre, y la de su hermano don Juan de Valderrama -que la busca para reducirla al convento donde la ha tenido encerrada hasta su fuga- acaba de complicar una trama caracterizada por el continuo ajetreo de la línea fronteriza, que en este caso está formada por la muralla que rodea a Orán y, de forma más genérica y ambivalente, por el mar.

Hay que tener muy en cuenta que el héroe de esta pieza dramática, el gallardo español, lo es precisamente porque se atreve a desobedecer las órdenes de su general, el conde de Alcaudete, el cual le prohíbe exáctamente eso, que pase la línea fronteriza, que salte el foso que lo separa del territorio moro circunstante.

El diccionario de Autoridades dedica cuatro entradas al adjetivo “gallardo” acumulando acepciones muy variadas pero todas positivas: bizarro, liberal, desembarazado, airoso y galán (I), grande o especial en alguna cosa perteneciente al ánimo (II), desinteresado (III), animoso, valiente y arrestado (IV). Por arrestado entienden los académicos “con arrestos”, es decir persona con mucho coraje. Es un héroe de estas características el que da el salto, el que pasa de una episteme a otra, para poder responder al desafío del moro Alimuzel.

El tal desafío es la consecuencia de la fama de don Fernando en el Reino de Argel, fama que ha llegado a los oídos de la bella y noble Arlaja cuyo enamorado Alimuzel va a llevar a cabo la provocación a duelo a petición de ella, que quiere a toda costa conocer a don Fernando. Don Fernando de Saavedra salta, pues, y sigue con ello a su fama, que ya lo ha precedido. Pero al no encontrar a Alimuzel al pie de la muralla, en lugar de volver a Orán decide alejarse e ir a buscarlo hasta donde haga falta; este abandono de su puesto lo transforma inmediatamente en traidor a los ojos de los cristianos, y en la plaza fuerte cunde la voz de que se ha pasado al moro porque se ha hecho moro, porque ha renegado;  al contrario, con tal de hacer honor al desafío, don Fernando se entrega a los moros declarando que es cristiano y que quiere ser cautivo voluntariamente “por no poder tolerar ser valiente y mal pagado” (vv.823-4); esconde pues los verdaderos motivos de su alejamiento de Orán y muestra una adhesión a las modalidades ideológicas de los adversarios que tiende a superar las distancias que los separan con el ejercicio de la valentía, de la hombría de bien, de la lealtad, del decoro, del respeto del otro.

No está solo Fernando en esta actitud; Alimuzel, a su vez, sostiene, por ejemplo, que “no es enemigo el cristiano, contrario, sí” y Fernando le reconoce por ello su talante “comedido” (vv.1035-40) hasta afirmar

              […] la ley que divide

nuestra amistad no me impide

de mostrar hidalgo el pecho

                               (vv.1045-48)

 

Hay pues por ambas partes un reconocimiento de la existencia de una frontera ideológica creada por la religión, límite que, sin embargo, no impide que se establezcan lazos de amistad, de lealtad, gracias al ejercicio de la hidalguía.

Los valores caballerescos tienen, por tanto, una vigencia universal y forman parte de un código que está por encima de todas las posibles marcas separatorias creadas por jurisdicciones civiles y religiosas. No es nueva esta postura en el ámbito de la literatura española del Siglo de Oro; en realidad recoge aquí Cervantes un punto de vista que ya había sido elaborado en pleno Renacimiento, hacia mitad del Siglo XVI, cuando Villegas había escrito (si es que la escribió él) la novelita El Abencerraje, hecha luego universalmente famosa por Jorge de Montemayor, al incluirla en su segunda edición de la Diana; la enorme difusión de la Diana a través de traducciones al francés, al inglés y al italiano había dado a conocer El Abencerraje, esa primera obra maestra de la literatura morisca, en toda Europa.

Cervantes se amolda, por tanto, a un modelo ejemplar ya preexistente, modelo literario que, con perfecta elegancia, afirma  el valor moral universal de la virtud; y es ese valor universal el que atraviesa la distancia impuesta por la religión. Se respeta la frontera de la fe como una identidad estable de cada una de las dos comunidades pero se supera esa frontera, se crean puentes entre ambos lados, gracias a la adhesión a unos valores caballerescos compartidos; estos valores liman las rejas levantadas por las distintas epistemes alrededor de cada una de las dos culturas y, aunque no las abaten, las hacen más sutiles y consienten el intercambio de valores espirituales como la amistad o la cortesía. Se crea con ello un nivel de vida superior que, respetando las diferencias, construye un modelo alto de convivencia incluso en medio de los conflictos.

Pero no es ésta la meta de Cervantes en El gallardo español. Digamos que ésta es la situación de la que arranca para construir la historia específica, el conflicto concreto de don Fernando de Saavedra. En efecto tal conflicto nace de la aplicación sistemática que don Fernando hace del código caballeresco en que inspira su acción; cuando, prisionero-huesped en el aduar de Arlaja, es informado del asalto inmediato de los cristianos, va a prometer a Arlaja defenderla de éstos. Se trata naturalmente de poner en práctica la protección a la mujer como sujeto débil, una de las normas capitales del código de la caballería. Pero el respeto de esa norma lo lleva a enfrentarse con su gente, tanto es así que su amigo Oropesa, cautivo de Arlaja, afirma

O está don Fernando loco

O es ya de Cristo enemigo

(1640-41)

 

Y Fernando pide a Alí un turbante “con que pueda la cabeza estar guardada” (1649-50). Esta identificación con el grupo que lo acoge, que se traduce en los signos exteriores (el hábito sí que hace al monje en este caso), es una forma de alabanza de la sacra hospitalidad, una adhesión a valores humanos que están por encima de la fe, que son más antiguos, más universales, más clásicos. Pero esta convivencia con moros, este trastocar de vestimentas, esta aparente identificación con el mundo islámico acaba por crear en Fernando un incipiente problema de identidad, como resulta de  su monólogo interior:

 

Pregunto: ¿En qué ha de parar

este mi disimular,

y este vestirme de moro?

En que guardaré el decoro

Con que más me pueda honrar

(2003-07)

 

Es pues el deseo de mostrar su honra de la forma más excelsa el que va a encaminar a Don Fernando a los pies de las murallas de Orán; aprovechando del sitio a que los reyes moros someten a la plaza fuerte española, Fernando va a llegar a esa frontera de la que había partido en compañía de todos los del aduar (Alimuzel, Arlaja, etc.). Y es en ese trance cuando va a mostrarse el  arrojado soldado cristiano que cantaba la fama ya al principio. Ahí va a herir a Alimuzel, que ahí lo había emplazado sin esperarlo, y ahí va matar al rey Cuco. Y ahí va a querer seguir peleando hasta la muerte:

 

Yo que escalé estas murallas,

aunque no para huir de ellas,

he de morir al pie de ellas,

y con la vida amparallas.

Conozco lo que me culpa,

y, aunque a la muerte me entregue,

haré la disculpa llegue

adonde llegó la culpa.

(vv.2848-2855)

 

Y cuando, por orden de sus superiores, entre en Orán, la fama de su nombre va a desanimar tanto a los reyes moros que van a levantar el cerco a la ciudad. El triunfo militar cristiano y la restitución del héroe en su honra le consienten ahora restablecer los lazos de amistad que había creado con Arlaja y Alimuzel. El estilizado final dramatiza primero la entrega simbólica de Fernando en manos de Alimuzel, que cumple así con la palabra dada a Arlaja cuando, al principio de la acción, le había prometido llevar prisionero al famoso gallardo español, y despues el doble matrimonio de Fernando con Margarita y de Arlaja con Alimuzel, celebrado dentro de Orán. Este epílogo es una apoteosis de alegría y de amistad que representa la abolición de la frontera y, a la vez, la vuelta de cada uno a su correspondiente westalschauung.

En fin, espero que esta descripción sea suficiente para hacernos ver cómo la línea divisoria que separa al principio la excelencia militar y moral de Fernando de la curiosidad y del deseo de Arlaja sirve en todo momento como canal de comunicación más que como impedimento; por encima de la muralla van y vienen noticias, símbolos, mitos, y el intercambio humano que se produce como consecuencia de este flujo y reflujo constituye un estímulo para cada uno de los protagonistas, un acicate para superar sus propios límites y mejorarse a sí mismos.  La personalidad de Arlaja es además, dentro del sistema al que pertenece, tan excelente como la de Fernando: ella en ningún momento dice o piensa que quiere conocer a Fernando por motivos lascivos (y sabemos que en la tipología de caracteres de la serie literaria hispánica las mujeres musulmanas a menudo representan este tópico). Su curiosidad parece dictada por una indagación sobre la virtud del valor que la empuja a querer pasar de oídas a vistas: no sólo conocer de oídas al sujeto que representa el heroísmo, la valentía en su máxima expresión, sino verlo, experimentar que la imagen del héroe corresponde a esa fama. Es una curiosidad que responde a un impulso de la inteligencia (y, en efecto, Alimuzel la define en la segunda jornada “hermosa, honesta y sabia”); esa aspiración noble de Arlaja recae sobre otros aspectos de su imago tópica: por ejemplo al final, cuando concede su mano al enamorado Alimuzel Arlaja afirma: “aunque mora, valor tengo/ para cumplir mi palabra” (3080-81), con lo que supera el tópico ideológico-literario del moro mentiroso y sin firmeza.

Mucho más se podría decir de El gallardo español con referencia a nuestro tema pero podemos concluir que el Cervantes dramaturgo de los primeros tiempos, concibe la frontera como un eje, un motor que fomenta la virtud; virtud que, a su vez, genera virtud, es decir contagia de nobleza a quien aspira a ella, a quien entra en contacto con ella; finalmente, este afán de superación mutuo se lleva a cabo sin violentar el sistema epistemológico de pertenencia de cada uno de los grupos humanos que ocupan ambos lados del limes. No hay, por lo tanto, ningún afán misionero, en ningún momento las drammatis personae lanzan alegatos a favor de su proprio sistema o contra el de los otros. La relación entre ambos frentes parece recalcar la de la frontera andaluza del siglo XV, es un equilibrio similar al que recoge el Romancero llamado fronterizo y morisco en torno a la Granada nasride de los últimos tiempos. Lo que cambia es el horizonte: ahora estamos en Africa y los asediados son los cristianos. Pero esa actitud humana de casi familiaridad entre los contrarios, esa postura de conocimiento del otro y de aceptación que nace de un continuo y viejo trato es similar en ciertos textos del Romancero y en el Cervantes de El gallardo español.

 

 

Bibliografía:

 

 

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Ricoeur, P., Soi-même comme un autre. Paris, 1990.

 

 



[1] Kamen (2003), p. 279.

[2] Ivi, pp. 297-298; a este propósito Kamen cita  a Miguel Angel De Bunes Ibarra, (1998), pp. 100-102.

[3] Vid. Anzaldúa (1987), Bhabha (1990), García Canclini (2001), Pratt (1999).

[4] Ricoeur (1990).

 

[5] Deleuze (1980), p. 105.

[6] Aversa.

[7] Guillén (2007), p. 33.

[8] Carrasco Urgoiti (1989).

[9] Ratzel (1899), pp. 259.

[10] F. Braudel (1986),  II, p. 815. La traducción es mía.

 

[11] Covarrubias (2006), p. 640. Cervantes llama Cuco y Alabez a los personajes y a los reinos que les están sometidos.