Mario Vargas Llosa, El sueño del celta

NADADORES’s Docs Mario Vargas Llosa, El sueño del celta

ROGER CASEMENT NADADOR EN RÍOS EXÓTICOS Y PELIGROSOS.

Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, Madrid, 2010, Alfaguara.

 

El irlandés Roger Casement (1864-1916) es el protagonista de la novela de Mario Vargas Llosa, editada al mismo tiempo que le concedían el premio Nobel de literatura de 2010, y puede leerse como una biografía muy documentada de un experto analista del sistema colonial europeo que algunos llegaron a comparar con el padre Bartolomé de las Casas por su fuerza crítica y por la  repercusión de su trabajo de información, de sus avisos.

 

Con veinte años, el irlandés Casement, huérfano de madre católica desde muy niño y con un padre anglicano exmilitar colonial en la India que se vino abajo con la viudez, decidió ir a África, y en 1884 realizó su primera expedición “bajo el mando de su héroe Henry Morton Stanley”; es en su evocación de esa primera expedición africana cuando aparece el perfil de Casement como nadador:

 

“Había vivido en los bosques, visitado innumerables aldeas indígenas,

acampado en claros cercados por empalizadas de árboles

donde chillaban los monos y rugían las fieras.

Estuvo tenso y feliz pese a las laceraciones de los mosquitos y otros bichos

contra los que eran inútiles las frotaciones y el alcohol alcanforado.

Practicaba la natación

en lagunas y ríos de belleza deslumbrante,

sin temor a los cocodrilos, convencido todavía de que haciendo lo que hacían,

él, los cuatrocientos cargadores, guías y ayudantes africanos,

la veintena de blancos –ingleses, alemanes, flamencos, valones y franceses–

que componía la expedición, y, por supuesto, el propio Stanley,

eran la punta de lanza del progreso

en este mundo donde apenas asomaba la Edad de Piedra

que Europa había dejado atrás hacía muchos siglos.” (p.38).

 

Aún no se le habían abierto los ojos sobre el hecho colonial, aún no se había desengañado. Aún consideraba al rey Leopoldo II de Bélgica y a su experimento colonial de un Estado Independiente del Congo surgido tras la Confernecia de Berlín de 1885, un año después de su llegada allí, basado en la explotación del caucho, un gran proyecto civilizador y hasta humanitario. Era el inicio del viaje sin retorno de aquel joven veinteañero y nadador hacia el conocimiento y la acción.

 

Pero fue su viaje de 1903, después de un tiempo de recuperación de la salud tras varias crisis de malaria, cuando se le abrieron los ojos sobre aquella realidad; un verdadero <Desvirgamiento> a su ver y con sus propias palabras, similar al sufrido por el polaco Josep Conrad, a quien conoció Casement como Konrad Korneziowski, capitán del vaporcito Le Roi des Belges, durante su viaje remontando el río Congo, desde Leopolville (Kinshasa) hasta las cataratas de Stanley, y viaje que está en la base de su reflexión tremenda que fue la novela El corazón de las tinieblas. Es en el inicio de ese viaje de Casement iniciado en junio de 1903 cuando surge otra bella evocación del nadador:

 

“Partió de Matadi el 5 de junio de 1903,

en el ferrocarril construido por Stanley y en el que él mismo

había trabajado de joven.

Los dos días de viaje que tomó el lento trayecto hasta Leopolville

estuvo pensando, de manera obsesiva,

en una proeza deportiva de sus años mozos:

haber sido el primer blanco que nadó en el río más grande

de la ruta de las caravanas entre Manyanga y Stanley Pool: el Nkissi.

Ya lo había hecho, con total inconsciencia, en ríos más pequeños

del Bajo y Medio Congo, el Kwilo, el Lukungu, el Mpozo y el Lunzadi,

donde había también cocodrilos, y nada le ocurrió.

Pero el Knissi era más grande y torrentoso,

tenía cerca de cien metros de ancho y estaba lleno de remolinos

por la cercanía de la gran catarata.

Los indígenas le advirtieron que era imprudente,

podía ser arrastrado y estrellado contra las piedras.

En efecto, a las pocas brazadas, Roger se sintió tironeado de las piernas

y aventado hacia el centro de las aguas por corrientes encontradas

de las que, pese a su pataleo y a sus enérgicos manotazos, no conseguía zafarse.

Cuando le faltaban ya las fuerzas –había tragado alguna bocanada de agua–

consiguió acercarse a la orilla haciéndose revolcar por una ola.

Allí se aferró a unas rocas, como pudo.

Cuando trepó la pendiente estaba lleno de arañazos.

El corazón se le salía por la boca.” (p.80).

 

El viaje duró todo el verano de 1903, tres meses y diez días, y los horrores presenciados le transformaron radicalmente; a su regreso a Boma se le habían quitado hasta las ganas de nadar.

 

“En Boma, como en Leopolville-Kinshasa,

Roger evitó hasta donde pudo a la gente del Gobierno,

incluso rompiendo el protocolo, algo que no había hecho

en todos sus años en el servicio consular.

En vez de visitar al gobernador general le envió una carta,

excusándose de no ir a presentarle su saludo en persona,

alegando problemas de salud.

Ni una sola vez jugó al tenis, ni al billar, ni a las cartas,

ni dio ni aceptó almuerzos o cenas.

Ni siquiera fue a nadar temprano en la mañana en los remansos del río,

algo que solía hacer casi a diario, incluso con mal tiempo.

No quería ver gente, ni hacer vida social. No quería, sobre todo,

que le preguntaran por su viaje y verse obligado a mentir.

Estaba seguro de que nunca podría describir con sus amigos y conocidos de Boma

lo que pensaba de todo aquello que había visto, oído y vivido

en el Medio y Alto Congo en las últimas catorce semanas.” (p.112).

 

El Informe sobre el Congo que elaboró Roger Casement para el Foreing Office confirmaba denuncias anteriores que habían ido apareciendo en Europa, como las del periodista Edmund D. Morel, con quien se entrevistó con permiso del Foreing Office a finales de año con la disculpa de cotejar con él algunos datos; un Casement de treinta y nueve años y un Morel de treinta y dos, ambos consideraron aquella entrevista y larga conversación como importantísimas en sus vidas. La publicación del informe sobre el Congo tuvo una gran repercusión política y en la opinión pública, fue condecorado  y se convirtió el irlandés en un hombre famoso, a la vez que se sentía cada vez más atraído por el pasado y problemática de su tierra, de Irlanda, a la que consideraba ya de alguna manera también colonizada por la Inglaterra a la que estaba sirviendo.

 

Entre 1906 y 1910 Roger Casement desempeñó cargos consulares en Brasil, comenzando como cónsul de Santos, y en Pará tuvo por primera vez noticia de los excesos en las explotaciones del caucho del Amazonas;  en el verano de 1910 estaba en Iquitos, formando parte de una comisión inglesa para investigar los posibles excesos de la compañía cauchera de Julio C. Arana en la Amazonia peruana, en el Putumayo. Fue otro viaje terrible en el que constató los mismos excesos – mano de obra esclava, torturas y asesinatos crueles sin medida, destrucción y barbarie – que había denunciado para África y que dio lugar a otro informe que trajo consigo el escándalo y la ruina de la Peruvian Amazon Company de  Arana, radicada en Inglaterra.

 

Desde el inicio del nuevo viaje hacia la barbarie del Putumayo generada por la Peruvian Amazon Company aparece de nuevo el Roger Casement nadador:

 

“Apenas salió la luz del alba,

abandonó la casa donde se alojaba y bajó la cuesta hacia el río.

Se bañó desnudo, luego de encontrar una pequeña poza

en la que se podía resistir la corriente.

El agua fría le hizo el efecto de un masaje.

Cuando se vistió se sentía fresco y reconfortado…” (p.222).

 

En plena labor de recogida de testimonios, repetía la misma ceremonia, de alguna manera purificadora, si no bautismal:

 

“En las mañanas, bajaba a zambullirse en el río,

sacaba algunas fotos y luego no paraba de trabajar hasta el anochecer.

Caía rendido en su camastro. Su sueño era entrecortado y febril.

Notaba cómo día a día se iba adelgazando.” (p.243).

 

Tanto sus baños en el Congo como en el Amazonas aparecen como liberadores, de alguna manera, ante una realidad monstruosa que presencia y denuncia. Por ello no es extraño que el nadador Casement evoque en su memoria, desde la celda de la cárcel al final de su vida,  uno de sus perfiles más problemático y perturbador, aún hoy, la atracción sexual por los jóvenes indígenas, su homosexualidad, en el marco de un baño en el río:

 

“El África, aquel continente atroz pero hermosísimo, de enormes sufrimientos,

era también tierra de libertad,

donde los seres humanos podían ser maltratados de manera inicua

pero, asimismo, manifestar sus pasiones, fantasías, deseos, instintos y sueños,

sin las bridas y prejuicios que en Gran Bretaña ahogaban el placer.

Recordó aquella tarde de calor sofocante y sol cenital, en Boma,

cuando ésta ni siquiera era una aldea sino un asentamiento minúsculo.

Asfixiado y sintiendo que su cuerpo echaba llamas

había ido a bañarse a aquel arroyo de las afueras que, poco antes

de precipitarse en las aguas del río Congo, formaba

pequeñas lagunas entre las rocas, con cascadas murmurantes,

en un paraje de altísimos mangos, cocoteros, baobabs y helechos gigantes.

Había dos bakongos jóvenes bañándose, desnudos como él.

Aunque no hablaban inglés, contestaron su saludo con sonrisas.

Parecían jugando entre ellos, pero, al poco tiempo, Roger

advirtió que estaban pescando con sus manos desnudas.

Su excitación y sus carcajadas se debían a la dificultad que tenían

para sujetar a los escurridizos pececillos que se les escapaban de los dedos.

Uno de los dos muchachos era muy bello.

Tenía un cuerpo largo y azulado, armonioso, ojos profundos y de luz vivísima

y se movía en el agua como un pez.

Con sus movimientos trasparecían, brillando por las gotitas de agua

adheridas a su piel, los músculos de sus brazos, de su espalda, de sus muslos.

En su cara oscura, con tatuajes geométricos, de miradas chispeantes,

asomaban sus dientes, muy blancos.

Cuando por fin atraparon un pez, con gran bullicio,

el otro salió del arroyo, a la orilla, donde, le pareció a Roger,

comenzaba a cortarlo y limpiarlo y a preparar una fogata.

El que había quedado en el agua lo miró a los ojos y le sonrió.

Roger, sintiendo una especie de fiebre, nadó hacia él, sonriéndole también.

Cuando llegó a su lado no supo qué hacer.

Sentía vergüenza, incomodidad, y, a la vez, una felicidad sin límites.

 

–          Lástima que no me entiendas – se oyó decir, a media voz –.

Me hubiera gustado tomarte fotos. Que conversáramos. Que nos hiciéramos amigos.

 

Y, entonces, sintió que el muchacho, impulsándose con los pies y los brazos,

cortaba la distancia que los separaba. Ahora estaba tan cerca de él

que casi se tocaban. Y, en eso, Roger

sintió las manos ajenas buscándole el vientre,

tocándole y acariciándole el sexo que hacía rato tenía enhiesto.

En la oscuridad de su celda, suspiró, con deseo y angustia.

Cerrando los ojos, trató de resucitar aquella escena de hacía tantos años:

la sorpresa, la excitación indescriptible, que, sin embargo,

no atenuaba su recelo y temor, y su cuerpo, abrazando el del muchacho

cuya verga tiesa sintió también frotándose contra sus piernas y su vientre.

 

Había sido la primera vez que hizo el amor,

si es que se podía llamar hacer el amor excitarse y eyacular en el agua

contra el cuerpo del muchacho que lo masturbaba

y que sin duda eyaculó también sobre él, aunque eso Roger no lo notó.

Cuando salió del agua y se vistió, los dos bakongos le convidaron

unos bocados del pescado que ahumaron en una pequeña fogata

a orillas de la poza que formaba el arroyuelo.

 

Qué vergüenza sintió después. Todo el resto del día estuvo aturdido,

sumido en unos remordimientos que se mezclaban con chispazos de dicha,

la conciencia de haber franqueado los límites de una cárcel

y alcanzado una libertad que siempre deseó, en secreto,

sin haberse atrevido nunca a buscarla…” (pp. 280-282).

 

Al evocar la experiencia de cuatro misioneros franciscanos irlandeses que habían intentado organizar una misión en El Encanto, cerca de Iquitos, surge de nuevo la imagen de los nadadores en su abandono final de la experiencia. Cuando se suspendieron los transportes de la Peruvian Amazon Clompany sin previo aviso por el desorden causado por los informes de Roger Casement y sus compañeros comisionados en el Putumayo, los cuatro misioneros tuvieron serios problemas para volver a Manaos, de donde los dos supervivientes serían repatriados a Irlanda.

 

“Unos indígenas los ayudaron a bajar por el Putumayo en piragua

hasta su encuentro con el Yavarí. En la larga travesía

la balsa zozobró un par de veces y tuvieron que alcanzar las orillas nadando.

Así perdieron las pocas pertenencias que tenían.

Ya en el Yavarí, después de larga espera, un barco aceptó llevarlos hasta Manaos…” (p.338).

 

Fue a la vuelta a Inglaterra e Irlanda de Roger Casement cuando se comprometió por entero con la causa de la independencia irlandesa que le había de llevar a la deshonra y la condena a muerte por alta traición, después de haber viajado a Estados Unidos y a Alemania, ya en plena primera guerra mundial, para gestionar la ayuda alemana a los independentistas que preparaban un levantamiento. Su llegada clandestina a Irlanda, en la primavera de 1916, el Viernes Santo 16 de abril, con el capitán  Robert Monteith y el sargento Daniel Julian Beverly, alias Julian Beberly, fue muy accidentada; un submarino alemán los dejó a los tres en una barca frente a la costa irlandesa y a punto estuvieron de ahogarse por no saber remar, aunque sí nadar.

 

“Tuvo de nuevo la horrible sensación de impotencia,

tratando de sujetar ese bote encabritado por las olas y los tumbos,

y la incapacidad de los improvisados remeros para enderezarlo

en dirección a la costa, que ninguno sabía dónde estaba.

La embarcación giraba, subía, bajaba, saltaba, trazaba círculos de radio variable,

y, como ninguno de los tres conseguía capearlas, las olas,

que golpeaban al bote de costado,

lo zarandeaban de tal modo que en cualquier momento lo volcarían.

En efecto, lo volcaron.

Durante unos minutos los tres estuvieron a punto de ahogarse.

Chapoteaban, tragaban agua salada, hasta que consiguieron enderezar el bote

y, ayudándose, encaramarse de nuevo en él…” (p.180).

 

Apresado por los británicos y condenado a muerte por alta traición al gestionar la alianza y apoyo alemán a los independentistas irlandeses en plena guerra mundial o global, fue condenado a la horca y ejecutado tras una campaña denigratoria que incluyó la publicación de sus diarios íntimos, en los que evocaba de manera cruda y directa su vida sexual dramática y heterodoxa.

 

Su diversidad e inconformismo se puede decir que eran absolutos, radicales, antisistémicos, tanto en su militancia anticolonial en África, en el Amazonas o en Irlanda, pues arraigaba en el hondón mismo de su ser erótico y estético; de alguna manera era hipersensible, sin duda, al espectáculo de la crueldad y la destrucción voraz de una humanidad desdichada a la que amaba con todas las fibras de su ser físico y moral. Esta vez, tal vez, un carácter que moldea un destino.

 

Hay un trasfondo de añoranza de una Edad de Oro, de la inocencia perdida, común en los grandes, hasta Shakespeare y Cervantes, cercana al mito del Buen Salvaje, que un Leviatán hobbesiano estaba a punto de deglutir para luego defecar como vil metal amonedado y excremental. Con una fuerza de imagen apta para un ensayo audiovisual, como suele suceder con todo texto en el que por cualquiera que sean las razones aparece un Nadador en escena.

  
Roger Casement nadador en ríos exóticos y peligrosos
en la Vakería de la Libertad: http://vinculos.carlosmiragaya.name/index.php?id=1099&vaqueria=1&pasador=46