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Tiramisú. La historia de un postre, o cómo se prestigia y difunde un producto italiano

Tiramisú. La historia de un postre, o como se prestigia y difunde un producto italiano Este postre, una creación italiana que se ha difundido por todo el mundo, es de invención moderna, pero los italianos, que tienen muy en cuenta que para vender un producto hay que vestirlo muy bien, le han sabido proporcionar una leyenda, que hace posible su introducción en el elenco de platos ancestrales Según cuenta una historia, el Gran Duca Cóssimo III, apodado el “Vanidoso” por la ostentación constante que hacía de todo lo que fuese lujo, incluyendo los placeres de la mesa, hizo una visita a las autoridades de Siena, a finales del Siglo XVII y en la cena, con que le agasajaron, le pusieron de postre un plato especial, creado en su honor, al que denominaron “Zuppa del Duca”. Tanto le gustó que pidió la receta y exigió que figurase, como postre, en los grandes eventos que se celebrasen en la Toscana y sobre todo en la Corte de Florencia, ciudad en la que se concentraban los intelectuales y artistas de todo el mundo, que sirvieron de embajadores de este postre, cuando trasladaron su elaboración a sus países de procedencia. No consta la composición de esta especialidad, aunque si alguna de sus características, que aunque difieren de las que presenta en la actualidad, si tienen algunas similitudes, que bien utilizadas le hacen entrar en la leyenda. Es un poco ajustada la fecha, porque precisamente por esa época es cuando llegó el café (ingrediente fundamental de la receta) a Italia y su utilización, en repostería, es posiblemente algo más tardía. Es un poco más difícil de entender la utilización de otro componente fundamental de esta receta, que es un queso, que tiene el curioso nombre de mascarpone palabra que deriva de mascherpa, utilizada, en el dialecto lombardo, para designar a la nata, que flota sobre la leche cuando no se homogeniza, es decir exactamente igual que ocurría en España, hasta hace aproximadamente unos sesenta años, antes de que las centrales lecheras monopolizasen el comercio de la leche líquida. Este producto era consumido directamente con un poco de azúcar, pero también era la materia prima esencial, para hacer en casa las llamadas galletas de nata. Para utilizarla en la elaboración de este queso, se calienta leche al baño maría, para que alcance una temperatura ligeramente más baja que los 100º C., y en ese momento se añade la nata, que se mezcla con la leche, mediante una agitación constante, con la ayuda de una pala de madera. A continuación, con la mezcla todavía caliente, se procede al cuajado mediante la adición gradual de un ácido, generalmente cítrico ahora, y antes de otras procedencias, aunque se asegura que nunca se usó cuajo de origen animal. Primero se forman unos pequeños grumos, que se van agrupando hasta formar un coagulo muy denso, que debe dejarse desuerar durante veinticuatro horas, para obtener una crema compacta, blanda de color blanco amarillento, que se caracteriza por un sabor muy delicado, algo dulce y ligeramente ácido, que está entre el de la nata y el de la mantequilla. Por sus características organolépticas, se presta muy bien para ser utilizado en muchas preparaciones culinarias regionales, tanto saladas como dulces y especialmente con los “risottos”, a los que les da una especial mantecosidad. Este queso, típico de Lodi, es de elaboración muy antigua, pero su consumo siempre estuvo limitado a su región de origen, porque su acidificación era muy frecuente, y precoz, en cuanto no estuviese a temperaturas muy bajas, por lo que su elaboración y por lo tanto su consumo, estaban limitados al invierno, porque además, por su valor energético, es muy apropiado para combatir el frío. Aunque Siena y Lodi hoy nos parece que están relativamente próximos, con los medios actuales de transporte, es muy difícil que el queso mascarpone se pudiese trasladar tantos kilómetros.   Las nuevas historias del tiramisú La leyenda descrita es en la actualidad poco reconocida, por las circunstancias apuntadas y sobre todo, porque en los recetarios de la época, italianos o de otros países, no figura con su nombre original de “zuppa”, ni mucho menos con el de tiramisú, pero como es conveniente que en torno a cualquier producto haya leyenda, la discusión de su origen sigue estando vigente, aunque en versiones nuevas. Hay una, que se data en el siglo XIX, que afirma se hizo este postre en honor de Camillo Paolo Filippo Giulio Benso, conte di Cavour, di Cellarengo e di Isolabella, Camilo de Cavour para entendernos, que proclamó la Unidad de Italia, fue el primer presidente del Consejo de Ministros del nuevo estado y murió muy poco después. Es considerado el padre de la patria italiana y en su honor se han hecho muchas manifestaciones artísticas en todas las ramas, literatura, pintura, escultura y como es lógico, no podía faltar la gastronomía y por eso, según cuentan, en una pastelería de Turín se creo este postre. También hay quien opina que nació en una “Casa Chiusa”, burdel, de Venecia, hacia 1950, en donde un cocinero observador, consideró que era conveniente que los clientes repusiesen fuerzas, tras las prestaciones, por lo que colocó, sobre un bizcocho, una mezcla de queso, que aporta calorías, batida con chocolate y café que son reconstituyentes. Esta versión se debe a Arturo Filippini propietario de la cadena de restaurantes Toulá, que visitaba estos lugares con su amigo, y cocinero famoso, Alfredo Beltrame que según este autor es el auténtico creador del postre, basado en el dulce que la “madama” ofrecía a los clientes, y a las señoritas que habían cumplido con profesionalidad suficiente. Hacia 1980 el postre fue presentado, según Filippini por primera vez, en el restaurante Toulá de Milán. Pero el caso es que por entonces ya se conocía y triunfaba el tiramisú, aunque su nombre no aparece en los diccionarios de la lengua italiana hasta 1980, que se destaca en la edición del Sabatini Coletti. Un año después Giuseppe Maffioli, en la revista “Vin Veneto: rivista trimestrale di vino, grappa, gastronomia e varia umanita del Veneto”, cuenta que la creación de este postre acontece hacia 1960, en el restaurante “Alle Beccherie” de Treviso, que disfrutaba de las labores de un prestigioso repostero, llamado Roberto Linguanotto, familiarmente conocido como “Loly”, que había trabajado en Alemania, en donde había aprendido la técnica de elaboración repostera. El autor del artículo define al tiramisú como un “postre de cucharilla”, al que identifica como una variable muy acertada de la “zuppa inglese”. Tambien Loly, el cocinero, dió su opinión, definiendo a su obra como un batido de yema de huevo con azúcar, preparación utilizada ancestralmente, a la que simplemente le había añadido queso mascarpone, que por entonces ya se comercializaba, convenientemente refrigerado, en toda Italia, lo había adornado con chocolate molido y colocado, el conjunto, en un bizcocho bañado en café. Un par de años después se publica un libro titulado “Los dulces del Véneto”, de Giovanni Capnist, en el que se publica la receta actual, aunque en ese momento todavía no se la denomina tiramisú. Hay todavía otra reivindicación de autoría, hecha por Carminantonio Iannaccone, un cocinero residente en Estados Unidos, que asegura que la inventó en Treviso, en los años setenta del pasado siglo, y algunas fuentes periodísticas mantienen que su cuna está en Carnia, región montañosa, perteneciente al Friuli, en la que se tienen noticias que se hacía bastante tiempo atrás. Siena, Florencia, Lodi, Venecia, Carnia, Treviso y seguramente algún lugar más, se discuten el privilegio de haber creado este postre, que ha sido muy bien acogido por el público y difundido por casi todos los restaurantes italianos que en el mundo hay. Poco a poco se ha considerado que el tiramisú ha pasado a formar parte del patrimonio de todos los italianos, de la misma forma que el gazpacho lo es de todos los españoles. Hay que considerar también algunos otros aspectos, que han contribuido a la imagen de este dulce y como no podía ser menos, en casi todos los productos que se precien aprovechando, en este caso la teoría del nacimiento prostibulario, se le atribuye efectos afrodisíacos, los mismos que despertaba en los clientes de la “Casa Chiusa” de Venecia. Al chocolate, sobre todo, a veces al café y al licor que, algunas veces, moja el bizcocho se les han atribuido estas propiedades, pero la realidad es que sus efectos están muy lejos de los que causa la viagra, por mucho que se hayan querido reflejar en el nombre de tiramisú, que en traducción libre se puede leer que equivale a “elévame”, “colócame” y en traducción más libre todavía “ponme” o “vente arriba”. Es un excelente postre energético, que destaca por su sabor, su aroma y su textura, cualidades que están presentes en el producto industrial, cuando se hace bien, como sucede con el elaborado por los hermanos Bindi, que han convertido una pequeña pasticceria-gelateria de Milán, en una considerable industria internacional gracias a la calidad de su tiramisú. Pero hay que señalar que el producto artesano, recién hecho, tiene unas características mucho mejores que las que ofrecen la mayoría de las elaboraciones industriales que, en helados o frescas, dejan bastante que desear e incurren en el delito de apropiación indebida de una imagen. La receta es muy compleja y además variada, aunque exige siempre la presencia de cinco ingredientes fundamentales que son: queso mascarpone, yemas de huevo, bizcocho, café y chocolate fundente. También admite la presencia de algún licor, de vino de Marsala e incluso de vermú. El bizcocho, generalmente saboyardo, puede sustituirse por “pan de Spagna”, elaboración muy frecuente en toda Italia. Modernamente, y casi siempre con objeto de rebajar las calorías, han aparecido nuevos productos, como el tiramisú al limón que consiste en que el zumo de esta fruta sustituya al café que embebe al bizcocho. También se hace tiramisú desestructurado, creación de Maurizio Santín, prestigioso cocinero italiano; a las frutas del bosque; al jugo de fresas salvajes; al yogur, que sustituye el queso mascarpone y otras presentaciones que la imaginación italiana, que es mucha, está siempre dispuesta a introducir, para colocar mejor sus productos en el mercado y nos dan una lección a los españoles, de cómo se pueden y deben prestigiar nuestras maravillas gastronómicas ISMAEL DÍAZ YUBERO        

Pedro Plasencia Fernández 3 febrero, 2017 3 febrero, 2017
Loco Fundanio. (Horacio gastrónomo)

LOCO FUNDANIO En la Sátira VIII del Libro Segundo de las Sátiras de Horacio, el poeta mantiene una conversación de alto interés gastronómico (y, evidentemente, literario) con su amigo Fundanio, exitoso comediógrafo romano; texto del que me serví para un capítulo de mi libro El vino en los clásicos de Grecia y Roma (Ediciones El Almendro de Córdoba, 2013). Utilicé la traducción de la espléndida edición de la Editorial Porrúa (México 1980). Reproduzco aquí seguido mi texto fundido con el fragmento (en cursiva) de la Sátira horaciana: Apenas pasada la hora abrasadora de la siesta, aún con el sopor en las sienes y el regüeldo de los pepinos en el esófago, echa Horacio la llave del portón, y toma cuesta abajo a través del revuelto de calles que conducen al Foro. Allí espera encontrar a su amigo Fundanio, e invitarle a cenar. En verdad, piensa mientras camina, ninguna compañía más placentera en las cálidas noches de agosto que la del loco Fundanio, sin duda el más ingenioso de los comediógrafos de Roma. Horacio arde en deseos de arrancar los precintos del ánfora de vino añejo, volcar su contenido en grandes copas, y beber a la salud del amigo. El poeta no desea la presencia de Fundanio como podría desear la de un grácil muchacho tumbado sobre un lecho de rosas; la pulsión que le mueve no es erótica, y aun así, es grande su ansiedad por hallarse recostado junto al querido confidente, las copas de vino desbordando, el ánimo dispuesto para la risa. Pero, triste suerte, Horacio no encuentra a Fundanio en el Foro. No se halla entre los que se sientan en las gradas del templo, ni en los agitados corrillos de parleros, que se protegen del sol bajo los porches del atrio. Lo busca luego en los baños y en el gimnasio. Todo inútil: nadie ha visto en todo el día al comediógrafo. Contrariado, el poeta se encamina hacia el Campo de Marte, fuera ya de los muros de la ciudad, donde Fundanio tiene su morada. Aunque va escogiendo las aceras sombreadas, el calor agudiza el cansancio de sus piernas; pero el poeta se consuela: “nunca es largo el camino que conduce a la casa del amigo”. Tampoco encuentra Horacio a Fundanio en su casa. La esclava que le atiende, y le prepara los guisos, no sabe dar razón de su paradero. Lo más que la vieja Clea puede decir a Horacio es que, poco antes del mediodía, a la hora del primer vino, se presentó en busca de su amo el repulido Nasidieno, y que juntos salieron los dos de casa sin dejar recado. Es suficiente. Ahora todo está claro: sin duda Fundanio cena hoy en casa del nuevo rico, el vulgar y pretencioso Nasidieno, empeñado en impresionar a todo el mundo con sus banquetes costosos y estrafalarios. Cae la noche y, con paso cansino, el poeta recorre de vuelta el largo y empinado camino a su casa. Allí le esperan las humildes legumbres y el añejo Cécubo. Triste el ánimo, Horacio cena en soledad. Sin la agradable compañía del amigo, el vino le sabe peor que de costumbre, aunque al menos sus vapores acaban por conducirlo al sopor del sueño. Al día siguiente, en el fulgor de la hora tercia, Horacio encuentra por fin a su amigo haciendo corro en el Foro con un grupo de diletantes: Horacio -¿Querido Fundanio; te agradó la cena del bendito Nasidieno? Porque ayer, al buscarte para que fueras mi convidado, me dijeron que estabas bebiendo en su casa desde el mediodía. Fundanio – Ya lo creo que me agradó, diría que jamás en la vida comí mejor. Horacio. – Y dime, si no te es molesto: ¿cuál fue el primer plato que aplacó tu rabioso apetito? Fundanio. – En primer lugar nos regalamos con un jabalí de la Lucania, cazado con un suave viento del sur, según dijo el anfitrión; y acompañado de rábanos picantes, lechugas, raíces, y esas cosas que excitan el estómago inapetente, como anchoas, apio, y salsa de arrope hecha con vino de Cos. Cuando se retiraron de la mesa estas viandas, y un esclavo con la túnica levantada limpió la mesa de pino con un paño de púrpura, mientras otro recogía del suelo los restos, se adelantó el negro Hisdapes, llevando los vinos de Cécubo y Alcón, junto con los de Quíos no mezclados con agua del mar. A continuación nos sirvieron aves, mariscos, y pescados de un sabor muy diferente del habitual, como pude comprobar cuando Nomentano me ofreció intestinos de platija y de rodaballo, jamás por mí saboreados. Por cierto que el mismo Nomentano me enseñó después que las peras dulces se ponen rojas si se las coge con luna menguante, y otras curiosidades culinarias. Entonces dijo Vibidio a Baladrón: “Si no bebemos hasta arruinar a Nasiadeno, moriremos de vergüenza”. Y pidió copas más grandes. La palidez cambiaba el rostro del que daba el banquete, que nada temía tanto como a los buenos bebedores. Nos sirvieron después una murena en medio de cangrejos que nadaban en un plato ancho. Lo que dio pie a Nasidieno para lucirse con un discurso: “Esta murena ha sido pescada en hueva; su carne no hubiera sido tan buena después de la freza. La salsa está compuesta de aceite de Venafro de primera prensa, garo hecho con extracto de pescados de España, vino italiano de cinco años, mezclado mientras se está cociendo (después de cocido le viene el vino de Quíos mejor que ningún otro), pimienta blanca, y un chorro de vinagre hecho con la fermentación del vino de Metimna. Por cierto que yo, y no otro, fui el primero que enseñó a cocer las verdes orugas de mar y las amargas ínulas conyzas, y Curtilo los erizos sin lavar, puesto que lo que da el caparazón de este animal marino es mejor que cualquier salmuera”. Después de la murena, los esclavos trajeron en una gran fuente, partidos en trozos, los miembros de una grulla muy espolvoreada de sal y con algo de harina, y el hígado de un ánsar blanco cebado con higos carnosos, y los puros cuartos traseros de una liebre, que son mucho más sabrosos que si se la come con sus lomos. Luego vimos que se nos servían mirlos con la pechuga asada y pichones sin vientre, bocados exquisitos, si el dueño no nos hubiese contado sus orígenes y propiedades. Pero nosotros, en venganza, huimos de él sin probar absolutamente nada, como si sobre aquellas viandas hubiese soplado la hechicera Canidia, que es más venenosa que las serpientes africanas. Acabado por fin el tedioso recuento de los manjares ofrecidos por Nasidieno a sus invitados, Horacio toma a Fundanio por el brazo, y llevándoselo despaciosamente, le susurra al oído: “Olvídate ya, querido, del fatuo Nasidieno y de sus historiados platos. Ahora vamos a mi casa. Comeremos la olla casera de verduras, que desde primera hora del día quedó orillada al rescoldo, despidiendo perfumado humo. Empezaremos un sudoroso pernil, y beberemos hasta emborracharnos un vino corriente, que yo mismo sellé en tinajas. Pues dulce cosa es perder la razón cuando uno reencuentra a su amigo”.

Pedro Plasencia Fernández 13 enero, 2017 13 enero, 2017
DIONISIO DE HALICARNASO: NADADORES EN SU HISTORIA ANTIGUA DE ROMA…

Quiero preparar para el Archivo de la Frontera algunas piezas de Nadadores de historiadores romanos, y he comenzado por Dionisio de Halicarnaso; aquí os dejo el resultado de esta primera cata, a la espera de la que estoy haciendo ahora con Tito Livio, para el mismo periodo, para ver sus variantes, pues parece que recoge las mismas historias de Nadadores… Espero que me digáis alguno qué os parece y alguna sugerencia al respecto… http://www.archivodelafrontera.com/wp-content/uploads/2016/11/DIONISIO-DE-HALICARNASO-LIBROS-I-VI-Nadadores.pdf  

Emilio Sola 20 noviembre, 2016 20 noviembre, 2016 Dionisio de Halicarnaso, Hércules, historia antigua, nadadores, Roma
Las tórtolas de Pedro Margarite

LAS TÓRTOLAS DE MOSÉN PEDRO MARGARITE Pocos espíritus tan nobles entre los varones que partieron del Puerto de Palos con Colón el 2 de agosto de 1492, como el de mosén Pedro Margarite, primer alcaide que fue de la fortaleza de Santo Tomás, la cual mandó construir el Almirante en las minas de oro de Cibao, a orillas del río Janico al Noroeste de la isla Española. Fue fundada la ciudadela en el año 1494, siendo la segunda que los españoles edificaron en la Indias, y le dio Colón el nombre del santo apóstol, porque existiendo dudas acerca de la existencia de oro en el roquedal de aquel valle, como aseguraban los nativos, al igual que Santo Tomás en Emaús, díjose el Almirante: ‘si no lo veo no lo creo’, y metió el dedo en la llaga, que fue excavar las minas que finalmente allí se descubrieron. Fundado que hubo la fortaleza, partió Colón a Tierra Firme para seguir con sus descubrimientos, y, como queda dicho, dejó de alcaide al mosén al mando de un retén de hasta treinta hombres. Margarite, pulido clérigo de noble estirpe catalana, era hombre de mundo, sensible y valeroso, de buen comer y gustos exquisitos; de modo que no sin fatigas sobrellevó los ayunos forzosos y la dieta a base de pan de raíces y vianda de animales repugnantes que tocó aquel año, en el que ni tan siquiera se dispuso de maíz, porque al poco de partir Colón, los indios taínos, hartos de los abusos que sufrían, abandonaran los sembrados y huyeron la tierra adentro, dejando a los españoles sin más comida que los escasos bastimentos que aún tenían almacenados, los cuales pronto se agotaron. Cuenta la crónica de Pedro Mártir de Anghiera, que lo último que aquellos treinta cristianos consumieron de la despensa real fueron unos bizcochos revenidos y unos restos rancios de tocino, que por causa de la humedad y del paso del tiempo se había podrido por completo, de modo que los escrupulosos soldados comían de noche para no tener que contemplar los gusanos que engullían, los cuales eran tantos que en cuanto ponían un trozo de tocino en la mesa, se desplazaba por la madera como un semoviente, de modo que se diría que el difunto puerco aún estuviese vivo. Pero también estas míseras provisiones fueron presto despachadas, y en ese punto, para no morir de hambre los hambrientos soldados tuvieron que alimentarse con las raíces de la tierra y la carne de los perros que había en la fortaleza; y luego, cuando el último mastín fue sacrificado, hubieron de comer sapos, roedores, lagartijas, culebras y cualesquiera otras sabandijas que por el campo encontraban. Fue entonces cuando apareció la enfermedad que pone la piel del color del azafrán y deja a los hombres delirantes, pero aún con hambre, porque, para desgracia del género humano la gusa maldita es lo último que se pierde. Con la mucha hambre y la enfermedad fueron llegando las muertes, y como quiera que por causa de la debilidad de los vivos, y por no disponer de cal viva, los fiambres eran enterrados de cualquier manera, el olor comenzó a hacerse nauseabundo por todas las esquinas de la fortaleza. Ya había muerto la mitad de la población de Santo Tomás, cuando un día de buena mañana se presentó a las puertas del castillo un indio de bondadoso corazón, el cual guardaba lealtad al comendador porque, al contrario de lo que hicieron otros mal llamados cristianos, nunca mosén Pedro había mostrado violencia, ni causado daño alguno a él o a sus hermanos. Iba el indito alegre y gesticulante, agitando en el aire un par de lustrosas tórtolas que llevaba vivas en la mano. El alcaide, que lo vio llegar, mandó que le dejaran subir al aposento de la torre en la que se hallaba, desde cuyo ventanuco contemplaba con ojos melancólicos el vuelo de las avecillas en espera de su última hora. Subió el indio y ofreció a Margarite las tórtolas a la mano. Al sentir mosén Pedro sobre la fría piel el calor animal, el pálpito de vida bajo la suavidad de las plumas, y percibir el olor de la presa que sirve de vianda, dejó volar su pensamiento muy lejos, años atrás, hasta aquellas perfumadas mañanas de caza en las navas de Andalucía cuando las guerras de Granada. Las lágrimas brotaron entonces de sus ojos, y los jugos gástricos comenzaron a desmandársele. Sin dejar de acariciar las tórtolas, pensó primero Margarite en un escabeche con su aceite frito, su vinagre de vino, los granos de pimienta negra, el laurel y la cebolla; mas al rato le asaltó la imagen olfativa de un estofado caliente con mucho ajo y bien especiado, preparado a fuego lento al amor de la lumbre. ¡Qué demonios! Ni en escabeche ni estofadas, se las comería asadas tan solo con un poco de unto. Era lo más rápido, y al fin y al cabo como mejor están las tórtolas es sencillamente bien asadas en la parrilla. Devorados solo en su imaginación el escabeche, el asado y el estofado, y por ende aún con hambre, le vino a mosén Pedro el recuerdo y como el aroma de las tórtolas guisadas al modo de Alcántara, aquel sublime preparado en salsa de trufas y almendras, y apretó los animalitos contra la nariz, aspirando con fuerza su penetrante acidez, hechos los ojos cántaros, el corazón alcanzado por la flecha de la nostalgia, la cabeza repleta de dulces recuerdos. Al cabo de un rato volvió el comendador de sus ensoñaciones, y se percató de que en la estancia media docena de sus hombres le contemplaban babeando. Rápido como un águila, el indito advirtió con buen juicio y clara voz que, para todos los presentes, y aún más contando con los que quedaban abajo en la explanada, aquellas dos tristes tórtolas eran plato de poco provecho, pero que sólo para el alcaide harían buena mesa; y apoyó su discurso con el razonamiento de que, siendo Margarite el que más enfermo se encontraba, la comida le ayudaría a pasar aquel día, y a confortar un tanto su maltrecho estómago. Todos asintieron con resignación, el indio recibió sus cuentas de colores, y contento como unas pascuas se fue por donde había venido. Uno de los soldados acudió entonces con el perol y los utensilios con los que aderezar las tórtolas para el comendador, pero en esto mosén Pedro se acercó a la ventana de la torre, y soltando las avecillas, que raudas se alejaron volando, dijo con voz tonante: Nunca plegue a Dios que ello se haga como lo decís: que pues me habéis acompañado en la hambre y los trabajos hasta aquí, en ella y en ellos quiero vuestra compañía, y pareceros, viviendo o muriendo, hasta que Dios sea servido que todos muramos de hambre o que todos seamos de su misericordia socorridos. Y cuenta Pedro Mártir de Anghiera que todos los hombres del fuerte de Santo Tomás que estaban aquel día con el alcaide, quedaron tan hartos y tan contentos con aquel gesto y aquellas palabras del comendador, como si cada uno de ellos se hubiera comido él solo la pareja de tórtolas guisadas a la manera de su pueblo. Unos pocos de aquellos españoles salieron con vida de la gran hambruna y de otros muchos trabajos que hubieron de padecer, entre ellos el comendador Margarite, que, de vuelta a España en el año de 1496, fue llamado a besar las manos de Sus Majestades Católicas, quienes mucho le acariciaron, y agradecieron sus grandes servicios con parecidos favores. Y retirado para su sosiego a las tierras que le fueron concedidas en Andalucía, el bueno de mosén Pedro se dedicó hasta el término de sus días, que fueron muchos y felices, a beber vino y hartarse de tórtolas y de perdices guisadas de mil formas diferentes, en recuerdo de los tiempos pasados. No haciendo nunca caso de la sentencia latina que dice: Omnia saturatio mala, perdicis autem pésima. Esto es, que si todo hartazgo de comida es malo, el de perdiz es el peor.

Pedro Plasencia Fernández 17 noviembre, 2016 17 noviembre, 2016
La isla de las almendras

LA ISLA DE LAS ALMENDRAS   (A Fernando Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Mendaña, Pedro Sarmiento, Juan Serrano, Pedro de Ortega.., y tantos otros españoles y portugueses navegantes de los mares del Sur).   Hacía días que todo nos daba el fin del mundo. La región de los mares por la que transitábamos no figuraba en las cartas de navegación, el astrolabio se había vuelto inservible, entre otras razones porque no alcanzábamos a divisar estrellas en el cielo, y según el piloto nos hallábamos fuera de toda coordenada geográfica conocida, tal vez al borde mismo del abismo del que antes de zarpar habíamos oído hablar en Lima a unos navegantes portugueses, una fosa de profundidad insondable que se tragaba a los barcos como un gigantesco embudo. Entonces no les hicimos caso, e incluso nos burlamos de ellos, pues aquella noche en la taberna también nos contaron que en su último viaje habían desembarcado en una tierra que llaman de los Patagones, ribereña del estrecho que comunica la mar Océano con la Mar del Sur, de la que hubieron de huir aterrorizados porque en ella los insectos eran del tamaño de los pájaros, las ovejas tan grandes vacas y los hombres no menores que formidables torres. Ya se sabe que por lo general los portugueses son dados a fantasear. Pero en efecto todo indicaba que nos hallábamos en las puertas del finis terrae, porque la siniestra extensión del mar que nos estaba devorando a lo que más se asemejaba era al zaguán del infierno, si es que éste estuviera hecho de agua y no de brasas. Aunque las olas no eran tan grandes como las que habíamos tenido que sufrir meses atrás en aguas del Golfo de Panamá, y apenas de vez en cuando barrían la cubierta, la fuerza irresistible de la corriente nos arrastraba a su antojo sin que nada pudiéramos hacer, al tiempo que una lluvia sin fin, un aguacero comparable en nuestra imaginación a aquel con el que Dios castigó a los contemporáneos de Noé, nos sumergía desde hacía más de un mes en una oscuridad que apenas permitía distinguir la noche del día. Y para colmo de nuestras desgracias, era tanta el agua caída del cielo como la que se colaba por las vías que los moluscos roedores habían perforado en las maderas sumergidas de la nave; y aunque taponábamos los agujeros más grandes con nuestras camisas, que andábamos ya medio desnudos, no dábamos a basto para achicar el agua que inundaba la bodega. Habíamos olvidado cómo era la luz del sol y hasta la de las lámparas, ya que nos habíamos bebido el aceite para ocultar el repugnante sabor mohoso de los bizcochos de pan plagados de gusanos, única comidan que nos quedaba, y las escasas velas que aún no se habían consumido se nos apagaban como sopladas por el mismísimo diablo. Solo los aterradores relámpagos iluminaban a ráfagas nuestros rostros demacrados por el hambre, nuestras bocas desdentadas y las encías sangrantes por el escorbuto, nuestros ojos hundidos en sus cuencas y enrojecidos por la malaria. De modo que un día, “ese día”, entendimos bien a las claras que todo esfuerzo por cambiar el destino era ya inútil, nos confesamos con el padre franciscano que iba de capellán en el barco, y, resignados en Cristo, dispusimos nuestros espíritus para el momento, sin duda muy cercano, en el que la tenebrosa profundidad acabara definitivamente por tragarnos. Pero siguieron pasando los días, y no acabábamos de llegar al finis terrae. Parecía que la nao se desplazara en círculos, como una noria siempre alrededor del mismo punto. Y así debió de ser en efecto, porque cuando al cabo de una semana a contar desde el día en el que nos confesamos y recibimos los santos óleos cesó la lluvia, y los pocos que quedábamos con vida vimos asomar en el ancho cielo un sol radiante, llegada la noche el piloto mayor pudo determinar por la posición de los astros en la bóveda celeste nuestra propia situación sobre el mar, y como si lo pasado no hubiese sido más que un sueño, esta resultó ser exactamente la misma que teníamos cuarenta días atrás, cuando al poco de tomar la derrota Sudoeste, en la que más allá de la línea equinoccial esperábamos hallar la Tierra de Ofir con el templo y las minas de oro del rey Salomón, llegó el diluvio y la corriente empezó a engullirnos; esto es: nueve grados de latitud Norte y 123 de longitud Este, en los confines del Mar de la Especiería. Otro día avistamos una pequeña isla a la que logramos arribar sin apenas esfuerzo, y al poner pie en seco comprobamos que nuestra suerte era dispar, pues no se veía en toda la tierra rastro alguno de ñame silvestre, cocoteros u otros árboles frutales; pero por otro lado, cosa prodigiosa, la arena de la anchurosa playa en la que desembarcamos se hallaba casi por completo cubierta de almendras. Aquello parecía cosa del diablo. ¿Cómo, no habiendo un solo almendro en la isla, podían contarse por miles las almendras dispersas por la ribera del mar? Obviamos conjeturar una respuesta lógica al enigma, y nos pasamos la tarde entera partiendo y masticando malamente los amargos frutos, del mejor modo que nuestras desdentadas y doloridas encías nos lo permitían después de machacar entre dos piedras las almendras ya peladas. Y luego al anochecer nos adentramos media legua en el interior para pasar la noche al cubierto de una espesura, en la que en la incursión que hicimos por la mañana habíamos localizado un manantial de agua dulce. Durante toda la noche oímos pasar grandes bandadas de pájaros, y cuando al día siguiente a media mañana volvimos a la playa en la que habíamos anclado el bergantín, encontramos de nuevo la vasta extensión de arena cubierta de almendras enteras, cuando la noche anterior solo habíamos dejado las cáscaras de las que nos comimos. El demonio sin duda las había esparcido, si no se trataba de un milagro de Nuestro Señor, que quería salvarnos de morir de hambre después de todo lo que habíamos padecido mediando su consentimiento. De nuevo ese día pudimos alimentarnos con el nutriente de aquellos frutos, que amargaban por estar un poco demasiado verdes, pero que no sentaban mal al estómago. Con la sed en la boca después de masticar almendras por docenas volvimos al manantial a por agua, pero habiendo recogido en vasijas suficiente cantidad, aquella noche montamos el campamento sobre la misma playa, pues el cielo estaba raso, hermosamente estrellado, de modo que no parecía que hubiera que resguardarse de la lluvia. Y entonces sí, con las primeras luces del alba contemplamos llenos de asombro la algarabía de una ingente multitud de palomas, venidas sin duda de una isla cercana, las cuales se posaban sobre la blanda arena, y allí mismo cada una de ellas vomitaba la almendra que llevaba en el buche. Así pues el prodigio era más bien cosa de Dios que del Diablo, y es que, por esos inexplicables caprichos que tiene la naturaleza, aquellas torcaces engullían cada atardecer los frutos de los copiosos almendros que había en una isla más grande a escasas millas marinas, isla que luego descubrimos, en la que los nativos mataron y se comieron a cinco de los nuestros, entre ellos el piloto mayor. (El Altísimo, que es misericordioso, no permite que suframos mucho tiempo las injusticias de este mundo, y cuando le parece nos envía al otro, que suponemos mejor que este, aunque el transporte de uno a otro tenga que hacerse en el vientre de un caníbal). Digo que las palomas tomaban al atardecer las almendras en la isla grande, y luego las llevaban en el buche durante la noche a esta otra isla pequeña a la que habíamos arribado después del diluvio, para que con los jugos gástricos se fuera reblandeciendo la primera envoltura verde del fruto, que es todo lo que las torcacess pueden digerir, de modo que hecha la digestión de la cáscara blanda, regurgitaban sobre la playa la almendra con su cáscara dura. Desvelado este proceder, un misterio nos restaba por resolver: ¿Por qué oculta razón las palomas iban a desembuchar los restos de su desayuno precisamente en aquel arenal en el que nos hallábamos, teniendo para ello que volar durante toda la noche, y luego, con las primeras luces del día emprender el vuelo de vuelta a la isla grande. Era como si aquellas avecillas llevaran siglos con ese hábito, esperando nuestra llegada a fin de salvarnos de morir de hambre. Esto pensé. No hallamos la Tierra de Ofir ni las minas del Rey Salomón, no encontramos oro ni piedras preciosas, ni islas de indios mansos en las que poblar; pero, al final de aquel malhadado viaje, los pocos que tras sobrevivir a los caníbales, las enfermedades y la hambruna tomamos tierra no en el puerto de Lima, sino a la costa de Méjico, adónde nos empujaron las mareas, supimos una cosa cierta, y es que Dios, lo mismo que nos castiga, cuando quiere también socorre a los españoles.    

Pedro Plasencia Fernández 5 noviembre, 2016 5 noviembre, 2016
Jean-Paul Sartre: La náusea. Una reseña para Nadadores

Una nota de lectura breve para la colección de Nadadores del Archivo de la Frontera.  http://www.archivodelafrontera.com/wp-content/uploads/2016/08/JP-SARTRE-LA-NAUSEA-2016.pdf 

Emilio Sola 26 agosto, 2016 26 agosto, 2016 existencialismo, novela, Sartre
Del Viaje a Oriente de Nerval

UN MAMELUCO COPTO NADADOR EN MARSELLA. Cuando Napoleón estuvo en Egipto, se alistaron en su ejército muchos soldados o mamelucos, sobre todo coptos, que le acompañaron a Francia, verdaderos hombres de frontera al fin. Y con la caída de Napoleón algunos lograron su salvación a nado. Uno de ellos fue el cairota copto Mansour, a quien Gérard de Nerval conoció por medio del tendero y exmameluco M. Jean, afincado allí, en El Cairo, y al que luego contrataría como criado. He aquí el breve fragmento de esa presentación precisa de un hombre en la frontera vital más emocionante: Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. *** El fragmento procede del Viaje a Oriente de Gérard de Nerval, de la traducción que está preparando Esmeralda de Luis para el AdF, una narración de gran viveza y verdadera literatura de avisos: desborda el libro de viajes para convertirse en literatura de la información más refinada, hermosas fuentes para la historia o literatura de avisos que estamos intentando tipificar aquí. Así de rotundo, impregnadas de oralidad y dialogadas, con sus garantías de veracidad explicitadas de continuo, comenzando por la propia vida del escritor inmerso en aquella realidad que narra con respeto y asombro. Es el mismo caso cervantino y el de los grandes escritores viajeros, sean estos frailes, mercaderes, exiliados, administradores o gobernantes, o de varios oficios o estados a la vez. Las secuencias y escenas en que se integra la presentación del mameluco copto del ejército napoleónico son de una riqueza expresiva que merece la pena presentar aquí el arranque completo del capítulo (III. El harem – VI. La isla de Roddah…); los personajes son el cónsul francés, un ujier del consulado con bastón de empuñadura de plata, una esclava a quien Nerval quiere proteger de sus dos criados, pues desconfía de ellos, el viejo mameluco francés M. Jean, tendero en su barrio de El Cairo, el mameluco copto Mansour, nadador en Marsella, y el cheikh Aboud Khaled, poeta y guía invitado por el cónsul, que no gustaba de la reforma del sultán Mahmoud II (1785-1839), el permiso de importar a los países turcos las ideas, costumbres e instituciones de la Europa occidental, como explica en nota la editora española. A pesar de su tolerancia, su conocimiento de los europeos y hasta su perfil crítico que Nerval ve algo volteriano; o tal vez, más que a pesar de, a causa de. La expresividad del texto nervaliano, estupenda. La dicha de enmudecer: El Cónsul General me había invitado a hacer una excursión a los alrededores del Cairo. No era esa una oferta como para dejarla pasar, los cónsules gozan de una serie de privilegios y de facilidades enormes para poder visitar todo cómodamente. Además, tenía la ventaja en este paseo de poder disponer de un coche europeo, cosa rara en Levante. Tráfico en las calles cairotas Un coche en El Cairo era un lujo y casi más bien un adorno, dado que es imposible servirse de él para circular por la ciudad. Solo los soberanos y sus representantes tendrían el derecho de aplastar a hombres y perros por las calles, siempre que su estrechura y tortuoso trazado se lo hubieran permitido. Pero hasta el propio Pachá está obligado a circular pegado a las puertas, y no puede utilizar el coche más que para que lo trasladen a sus diversas casas de campo. Así que nada resulta tan curioso como ver un “coupé” o el último grito de París o de Londres en calesas conducido por un chófer con turbante; un látigo en una mano y su larga pipa de cerezo en la otra. El ujier, los criados y la esclava Así que un día recibí la visita de un ujier del consulado, que golpeó a mi puerta con su gruesa caña de empuñadura de plata lo que me hizo más honorable a los ojos de los vecinos del barrio. Me comunicó que se me esperaba en el Consulado para la excursión convenida. Teníamos que salir al día siguiente al despuntar el alba, pero lo que el cónsul ignoraba era que desde su invitación mi residencia de soltero se había convertido en un hogar, y yo me comencé a preguntar qué podría hacer con mi amable compañía durante un día entero de ausencia. Llevarla conmigo habría sido cometer una indiscreción. Dejarla a solas con el cocinero y el portero era ir contra la más mínima de las prudencias. Todo esto me estaba contrariando muchísimo. En fin, comencé a pensar que o bien me resolvía a comprar eunucos, o a confiársela a alguien. La hice montar sobre un burro, y nos detuvimos enseguida ante la tienda de M. Jean. Pregunté al viejo mameluco si no conocía alguna familia honesta a la que pudiera confiar a la esclava por un día. M. Jean, hombre de recursos, me indicó la dirección de un viejo copto, llamado Mansour, que habiendo servido durante muchos años en el ejército francés, era digno de total confianza. El mameluco copto nadador Mansour había sido mameluco al igual que M. Jean, pero de los mamelucos del ejército francés. Estos últimos, como me explicó, se componían principalmente de coptos que, tras la retirada de la expedición de Egipto, habían seguido a nuestros soldados. Pero el pobre Mansour, como muchos de sus camaradas, fue arrojado al agua por el populacho al llegar a Marsella, a causa de haber apoyado al partido del emperador al regreso de los Borbones. Aunque, como un auténtico hijo del Nilo, consiguió salvarse a nado y ganar otro punto de la costa. La casa semiderruida del mameluco Nos fuimos a casa de aquel buen hombre, que vivía con su mujer en una casa espaciosa pero medio en ruinas. Los techos se venían abajo con grave amenaza para las cabezas de sus ocupantes. La marquetería desencajada de las ventanas se abría por todas partes como una cortina desgarrada. Restos de muebles y de harapos cubrían la antigua morada, en donde el polvo y el sol causaban una impresión tan melancólica como la que pueden producir la lluvia y el barro penetrantes en los más pobres reductos de nuestras ciudades. Se me encogió el corazón al pensar que la mayor parte de la población de El Cairo habitaba de ese modo en casas que hasta las ratas habían abandonado como poco seguras. Ni por un instante se me pasó la idea de dejar allí a la esclava, pero rogué al viejo copto y a su mujer que vinieran a mi casa. Les prometí tomarles a mi servicio; despediría a uno de mis sirvientes actuales. Por lo demás, una piastra y media, o cuarenta céntimos por cabeza y día, tampoco eran una gran prodigalidad. El poeta cheikh Aboud Khaled Una vez asegurada mi tranquilidad oponiendo, como los hábiles tiranos, una nación fiel a dos dudosos pueblos que habían podido aliarse en mi contra, no vi ninguna dificultad para irme a casa del cónsul. Su coche estaba esperando a la puerta, atiborrado de viandas, con dos janisarios (guardias de a caballo) para acompañarnos. Venía con nosotros, además del secretario de la legación diplomática, un personaje de severo aspecto vestido a la oriental, llamado cheikh Aboud Khaled, que el cónsul había invitado para que nos ilustrara con sus explicaciones. Hablaba italiano con fluidez y pasaba por ser un poeta de los más elegantes e instruidos en literatura árabe. “Es, me dijo el cónsul, un hombre anclado en el pasado. La reforma* le resulta odiosa, a pesar de que es difícil encontrar un espíritu más tolerante que el suyo. Pertenece a esa generación de filósofos árabes, podría decirse que volterianos, que en particular en Egipto, no fue hostil a la dominación francesa”. Le pregunté al cheikh si además de él había otros muchos poetas en El Cairo. -¡Qué le vamos a hacer!, repuso, ya no vivimos en aquellos tiempos en los que por un hermoso poema el soberano ordenaba llenar de cequíes la boca del poeta, tantos como pudiera contener. Hoy en día somos bocas inútiles. ¿Para qué serviría la poesía sino para entretener al populacho de las calles? – Y ¿por qué -dije- no podría ser el mismo pueblo un soberano generoso? – Es demasiado pobre, respondió el cheikh, y además su ignorancia es tal, que sólo aprecia los romances esbozados sin arte y sin preocuparse por la pureza del estilo. Basta con entretener a los parroquianos de un café con aventuras sangrientas o espeluznantes. Después, en el punto más interesante, el narrador se detiene y dice que no continuará la historia si no se le da cierta suma de dinero; pero deja el desenlace para el día siguiente, y así puede continuar durante semanas. – ¡Pero hombre! Le repuse, si es lo mismo que nos pasa a nosotros. *** Tanto el versiculado del texto en prosa de Nerval como los titulillos de los diferentes párrafos versiculados es un ensayo de presentación de fragmentos selectos, en el marco de la investigación sobre el arte de fragmentar textos, tan necesario hoy dadas las nuevas medidas espacio-temporales que marcan la velocidad de la transmisión de la información y el conocimiento. Es una manera que quiere ser Ocasión ante una nueva Necesidad, la de hacer leer a nuestros estudiantes piezas selectas y no aburrirlos con fárragos en otras ocasiones intragables sin necesidad. La traducción se basa en el texto de la excelente edición de Michel Jeanneret (París, 1980, GF-Flammarion).

Emilio Sola 18 febrero, 2012 26 agosto, 2016 coptos, El Cairo, mamelucos, Napoleón, Nerval
Una tormenta en el Caribe narrada por el joven calabrés Jerónimo Pallas

VIAJE DE CALLAO A SAN LUCAR DE BARRAMEDA CON EPISODIO DE NADADOR. Jerónimo Pallas, I-VI. En el viaje a Roma en 1614 del jesuita Juan Vázquez desde Perú como Procurador de los de su orden religiosa, hay un episodio de interés en el que alguien tiene que Nadar, que es el hilo conductor que hemos elegido, de manera más o menos aleatoria o azarosa, para este “ramillete” o “flor de flores” –antología o algo así–, por seguir jugando con los textos. Está en el libro I, capítulo VI, de la amplia relación que es Misión a las Indias…, cuya edición de Paulina Numhauser se puede encontrar completa en este Archivo de la frontera. http://www.archivodelafrontera.com/grandes-fuentes/mision-a-las-indias-con-advertencias-para-los-religiosos-de-europa-que-la-hubieren-de-emprender-como-primero-se-vera-en-la-historia-de-un-viaje-y-despues-en-discurso/ Ese fragmento lo recogemos a continuación, versiculado y actualizado de la manera habitual. 1 DE SOÑADORES, TORMENTAS EN LA MAR, PRODIGIOS Y NADADORES. [Embarcación del padre Procurador General en el puerto del Callao] Partió del Puerto del Callo a 4 de mayo, día de la bienaventurada Santa Mónica, en el navío que llaman de rezagos, que suele salir algunos días después del armadilla para llevar la plata y despachos que no se han podido despachar antes. Y yendo navegando de vuelta de Panamá, con viento largo y de noche, no muy lejos de Paita, se acercaron tanto a la tierra por descuido del Piloto que sin duda vararan en ella y se perdieran si un pasajero que iba durmiendo en el castillo de popa no hubiera soñado lo que pasaba en la verdad; porque, afligido de ver en sueños su trabajo, comenzó a dar voces diciendo: –¡Tierra, tierra, que nos perdemos! Con lo cual el Piloto y los demás despertaron y hallaron que había soñado bien; y dando la vuelta a la mar escaparon aquel peligro. Lo demás del viaje fue con mucho consuelo hasta Panamá y de aquí a Puertobelo con los trabajos de fragosos caminos que se han dicho. Embarcóse en la Mar del Norte en una nao mercante llamada El Buen Jesús, y puesta en él la esperanza se hicieron a la vela para Cartagena, día de San Juan Bautista. El viaje fue borrascoso, y con los grandes calores de aquel paraje enfermaron muchos y se murieron algunos en quince días de navegación. En Cartagena estuvieron ocho, y desde allí en veinte días tomaron la Habana. [Padre Nicolás de Arnaya, procurador general de la Nueva España] Aquí le fue de mucho consuelo al padre Juan Vázquez ver al padre Nicolás de Arnaya, que en la Flota de Nueva España –que allí estaba aguardando la de Tierra Firme y galeones– iba para Roma por Procurador General de la provincia de México, adonde volvió después Provincial. En este puerto estuvieron ocho días; y el de la Transfiguración, a 6 de agosto, se hicieron a la vela las dos flotas y Armada Real con otros navíos de las islas circunvecinas, que serían por todo cuarenta y dos velas. La orden era que fueran por cuarenta y dos grados de altura, a donde los vientos son mas largos y los mares no tan peligrosos. 2 UN NIÑO QUE NADA COMO UN PEZ SALVA SU VIDA EN LA ISLA BERMUDA, Y UNA TERRIBLE TORMENTA Desembocaron el canal de Bahama, con viento favorable que les duró hasta el paraje que llaman de la isla Bermuda; [La madre de Dios socorre a un muchacho que se cayó en la mar] donde, navegando con viento largo, cayó un muchacho de nueve a once años en la mar; era el navío mas fuerte que obediente al timón, pero entonces quiso Dios que al punto tomase por avante y se atravesó; animaban los pasajeros con voces al muchacho, que Nadó como un Pez mientras le echaron un cabo; asióle y subió al navío, diciendo que la Madre de Dios le había socorrido porque la invocó en aquel riguroso conflicto. [Tormenta repentina y furiosa] Prosiguieron con viento en popa, hasta ponerse en el altura de treinta y nueve grados y como doscientas leguas delante de la Bermuda, cuando comenzó una tarde a soplar el Sueste, que se fue arreciando con la noche de manera que por buena maña y prisa que se dieron en la nao en que iba el padre Juan Vázquez, no se pudo aferrar el trinquete antes que el viento le hiciese pedazos. Quisieron ponerse mar en través, pero las olas azotaban tan fuertemente el navío por ambos costados y le hacían dar tan recios balances que con cada uno parecía hundirse y hasta en el mismo castillo de popa les derribó el farol un golpe de mar. En este tiempo entró tanta agua por las puertañolas de las piezas de artillería –que estaban mal tapadas— y por encima de cubierta y otras partes, que nadaba todo cuanto iba debajo; con que se levantó tan grande alarido y llanto que cada cual –olvidado de los fines que a España le llevaban— sólo trataban de confesarse y ponerse bien con Dios, clamando a Su Majestad y haciendo votos y plegarias; a que acudió el padre procurador confesando a muchos y animando a todos a esperar del Señor la vida eterna, cuando fuese servido quitarles en temporal. Trabajaba la gente de la mar con grande esfuerzo, unos en alijar la nao, echando cajas, anclas y todo cuanto topaban, otros en la bomba, otros a tapar las puertañolas que dijimos, sin cesar, continuamente, seis horas hasta ser de día, cuyas diligencias achicaron el agua bastantemente, pero aún no asegurándose el capitán y pilotos por estar el vendaval en su punto. [Les obliga a cortar los árboles] Por último, remedio en casos desesperados, se resolvieron en cortar los árboles y echarlos abajo, ayudándose a esta su resolución el haber visto que lo hacían así en otras naves. Duró la tormenta hasta allá, a la tarde, que se amansaron los vientos, se quietó la mar y se serenó el cielo, con que quedaron todos muy agradecidos a la Divina Majestad y a su Santísima Madre, a cuya Natividad hizo toda la nao, persuadidos del padre procurador, un novenario por haber recibido esta merced cerca de este día y otras muchas devociones y ejercicios santos. [Escapa el Buen Jesús destrozada y sin corredores – falta de matalotaje en el Buen Jesús] Escapó El Buen Jesús sin corredores de popa, sin chalupa, con sola una ancla y con grande falta de matalotaje, así porque se echó, entre otras cosas, parte de él a la mar, como también por haberse mojado y podrido lo demás, con que se padeció en el viaje mucha Necesidad. Y persona hubo que por unas pocas de habas y un cuartillo de agua dio una buena suma de reales. Pero quien más sintió esa falta fue la gente de la mar, que en la noche de la tempestad quedó lastimada de los encuentros y golpes que recibió haciendo sus faenas; porque aunque se les acudió con lo que hubo, todo fue tan poco que más se debe atribuir a misericordia del Señor su vida y salud que a medios humanos. [Peligro en que se hallaron dos capitanes] Peor lo pasaron las otras naos, que escaparon todas destrozadas y la mayor parte sin árboles ni corredores, ni velas, y sin matalotaje, y por poco se perdiera la Capitana de México con la Tierra Firme. Era, como dije, el viento fuerte y la cerrazón tan obscura que apenas se veían los unos a los otros para apartarse; y, así, se hallaron tan cerca las dos capitanas que no faltaba nada para envestirse. Lloraba la gente, los pasajeros y los muchachos, dábanse voces los unos a los del otro navío que arribasen, gritaban los pilotos y pedían con lágrimas y llantos a los marineros soltaran alguna vela, y nadie osaba porque al punto le arrebataba el viento, el cual los iba juntando más y amenazando ruina. Y quiso Dios que impensadamente se hallaren apartados con gran admiración de todos, que tuvieron el hecho por milagroso. 3 LOS HOBRES, JUGUETE DE LAS OLAS [Suceso admirable en la Almiranta] Y no fue menor milagro lo que le sucedió a Juan Flores de Rabanal, almirante de la flota, y Sancho de Meras, hombre rico y conocido, que estaban en el corredor de popa de la Almiranta acostados y un golpe de mar hizo sentar de suerte el galeón que –levantando las tablas del corredor– dejó sola la armazón; y por entre dos maderos, que llaman las madres, los sacó el agua; y tornando el galeón otra vez a chafurdar y asentarse, los volvió a meter adentro por la misma parte, aunque muy maltratados de los clavos y pedazos de tablas. No le sucedió así a un negro, que estaba a un lado del corredor, porque se lo llevó la mar para siempre. [Suceso más admirable en otro navío] En otro navío, arrebató a otros dos hombres una ola y los echó en la mar, y luego, al mismo tiempo, otra ola los volvió, caso admirable y espantoso, pero no muy diferente del que le sucedió a don García de Toledo en el mar Mediterráneo, corriendo tormenta, que habiéndolo sacado una ola de la galera en que iba, lo metió otra ola en otra diferente galera. Envistióle después un golpe de mar al navío, de manera que le hizo descubrir la quilla. Tuviéronse por perdidos entonces porque la nao se tuvo de un lado mucho tiempo, rendida con el peso del artillería, cajas y gente, que estaba toda a la banda. Invocóse nuestro santo padre Ignacio y fue servido el Señor hacerles merced por su intercesión, porque al punto comenzó a enderezarse, con gran contento y esperanzas de escapar. [Pérdida de siete velas] Otro Galeón del Rey, lleno de pasajeros y plata, se abrió en esta borrasca con ser nuevo; hubo tiempo de salvarse las personas y ondear las barras, con las chalupas de otros, y luego se le sorbió la mar a éste y a otros navíos, cuyos pasajeros también se salvaron. Dos patajes se perdieron con gente, y de otro navío muy interesado de Nueva España no se sabe dónde se fue a pique, que por todos fueron siete; de cuarenta y dos velas que salieron del puerto de la Habana, llegaron a España de conserva solas treinta y dos, porque a las otras esparció la tormenta de manera que más no se juntaron. Y entraron en el puerto de San Lúcar de Barrameda, a 5 de octubre, habiendo tardado cincuenta y ocho días desde la Habana y cinco meses del puerto del Callao. Una delicia de movimiento y gracia, al que el punto de vista narrativo providencialista y pío no hace desmerecer para nada, ese tono retórico y real al mismo tiempo del joven veinteañero calabrés lleno de curiosidad y entusiasmo que es Jerónimo Pallas y que tan enternecedor puede resultar hoy para un lector, y más si es también joven y curioso como el autor. FIN. (Versión y juegos, E.Sola).

Emilio Sola 28 febrero, 2012 26 agosto, 2016 América, flotas, jesuitas, navegación, tormenta
Diego de Haedo, nadador

¡OBISPO AL AGUA!, EN PALERMO. Un hombre salvado de las aguas, de morir ahogado, a la fuerza se ha convertido en un Nadador. En el futuro, si ese hombre deviene gran hombre, será recordado aquel episodio como algo providencial, querido por la divinidad al tenerlo destinado para más grandes cosas, predestinado. Es lo que le sucedió al obispo Diego de Haedo, de Palermo, que luego llegaría a ser Presidente y Capitán General del reino de Sicilia, nombrado por Felipe II en los últimos años de su reinado. El episodio lo narra un sobrino suyo de igual nombre, el benedictino Diego de Haedo, abad de Frómista, el día de Navidad de 1605. Lo hace como dedicatoria a uno de los conjuntos textuales más interesantes del siglo de oro hispano, la Topografía e historia general de Argel, que apareció publicado a su nombre siete años después, en 1612, cuando ya el viejo arzobispo de Palermo y capitán general de Sicilia hacía tres años que había muerto, en 1609. Es una carta dedicatoria del sobrino con una alabanza de su tío, en la que resalta su solar y linaje antiguo común, descendientes de un duque de Cantabria y señor de Vizcaya, así como sus virtudes de hombre de gobierno y príncipe eclesiástico. La alabanza y dedicatoria termina precisamente con el episodio del obispo Haedo en el agua, forzado nadador, durante la recepción solemne en Palermo al virrey de Sicilia, conde de Alba de Liste, que volvía a la ciudad después de un viaje realizado para visitar el territorio de su gobernación. El texto lo recogemos de la edición que hace Ignacio Bauer y Landauer en la Sociedad de Bibliófilos Españoles en 1927, única edición española completa hasta hoy de la Topografía… y sus textos complementarios. Actualizamos y versiculamos el texto, con las mínimas variantes, como desarrollar las abreviaturas V.S. y V.S.I. en vuestra señoría y vuestra señoría ilustrísima; y, sobre todo, la puntuación y un par de palabras; ponemos Frómista en lugar de Fromesta, que es como lo escribe Diego de Haedo, y “habérnolos entregado” en lugar de “habemoslos entregado”, al principio de la carta dedicatora, que parece más exacto; se refiere a los papeles que el arzobispo tenía, procedentes de los cautivos de Argel que aparecen citados en los tres Diálogos de la Topográfía…, y que entrega a su sobrino en Palermo en bruto, base de su edición de 1612. Relacionada con el problema de la autoría de este texto excepcional, pues, la carta dedicatoria del joven de los dos Haedo adquiere un especial atractivo en su retórica barroca espléndida. He aquí la carta dedicatoria, con episodio final de Nadador:   CARTA DEDICATORIA AL ILUSTRÍSIMO Y REVERENDÍSIMO SEÑOR DON DIEGO DE HAEDO, ARZOBISPO DE PALERMO, PRESIDENTE Y CAPITÁN GENERAL DEL REINO DE SICILIA POR EL REY FELIPE II, NUESTRO SEÑOR. EL MAESTRO FRAY DIEGO DE HAEDO, ABAD DE FRÓMISTA, DE LA ORDEN DE SAN BENITO, SALUD Y PERPETUA FELICIDAD DESEA. Entre otras muchas razones que me mueven, ilustrísimo señor, para dedicar a vuestra señoría ilustrísima estos escritos, dos tengo por principales. La primera es que en su persona, sin lisonja alguna, caben muchas alabanzas y excelencias; pero es tan modesto y humilde vuestra señoría que las aborrece y huye de ellas, como de ofensas. Y, así, suplico a vuestra señoría me dé licencia para decir algo, ya que no sea todo. La segunda es haberlos compuesto vuestra señoría siendo informado de cristianos cautivos, especialmente de los que se contienen en los Diálogos, que estuvieron muchos años en Argel, y habérnoslos entregado, estando yo en Palermo a su servicio, aunque en borrón: de manera que sin el trabajo y diligencia que en ellos he puesto, dándoles la última forma y esencia, no se podían imprimir ni sacar a luz. Y pues son de vuestra señoría ilustrísima, se los vuelvo y ofrezco para que sean recibidos y estimados como el mucho valor del autor merece. En los cuales se conocerá el celo santo que en vuestra señoría ilustrísima mora, compadeciéndose de los inmensos trabajos que los cristianos cautivos padecen en Argel, y de los grandísimos daños que a la cristiandad de aquí se le siguen, manifestándolos al mundo en esta historia para que todos los que fueren piadosos se muevan a buscar su remedio. En lo cual muestra bien vuestra señoría ilustrisima su pío y generoso ánimo, y la noble sangre de su nacimiento derivada de aquel ilustrísimo duque de Cantabria, señor de Vizcaya, llamado don Heduo, y de su antiquísima casa solariega de Haedo, sita en el valle de Carranza, que por su honor la llamaban Palacio Heduo. De la cual Alonso Tegui, historiador verídico de los linajes nobles de las Montañas y Vizcaya, en sus versos heroicos dice: También los de Haedo, linaje afamado Diré cómo vienen de Duques potentes: De aquel que don Heduo fue llamado, Amado y querido de todas las gentes, Tomara de la casa el suelo apellido, Y corrompiolo el tiempo cansado; Porque de Heduo a Haedo ha venido, Quedando entre todos muy estimado, etc. Y aunque la nobleza de la sangre de vuestra señoría ilustrísima es mucha – sin mentira ni lisonja – muy mayor es la de sus virtudes, que son el verdadero ornamento del hombre, en cuya persona resplandecen con grande eminencia, especialmente la de la caridad, que se ve en vuestra señoría tan ferviente como en otro san Martín, que para poder mejor socorrer pobres y acudir al rescate de los cristianos cautivos de Argel con gruesa cantidad de dineros, y a la hospitalidad de los pasajeros que a ese Reino acuden de otros muchos, se desentraña y lo quita vuestra señoría ilustrísima del regalo de su persona y ornato de su palacio arzobispal, como varón de misericordia. Lo cual hace a vuestra señoría un muy calificado y gran príncipe eclesiástico, cual Dios tenía guardado para el bien de esa su Iglesia, donde es tan amado que parece exceso; porque estando yo presente oí decir muchas veces y a voz en grito a muchas personas que hablaban a vuestra señoría, estas palabras: “Monseñor ilustrísimo, Dios quite de mis años y los ponga en vuestra señoría ilustrísima, como puede”. Y es tan estimado que en este Reino y en otros le apellidan y llama el santo; y es de manera que, entre muchos, cuando alguna letra de vuestra señoría ilustrísima les venía a las manos, la besaban y estimaban como reliquia de santo, y decían: “Esta es de aquel santo Arzobispo de Palermo”. Y es vuestra señoría ilustrísima tan favorecido de Dios, como vio Palermo en un fracaso que sucedió por los años de 1591, que pasó así. Era virrey del reino de Sicilia el señor don Diego Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste; el cual, habiendo salido de Palermo a visitar aquel Reino, a la vuelta, como venía en galeras, hizo la ciudad un puente desde tierra que se alargaba a la mar más de cien pies, para que allí abordase la popa de la galera donde venía el dicho señor Virrey y desembarcase. Y como Palermo es la Corte del Reino, acudió lo más granado a este recibimiento; y vuestra señoría, aunque lo pudiera excusar. Y con la mucha gente que cargó antes que abordase la galera, dio el puente a la banda de manera que cayeron en el mar más de quinientas personas; y entre ellas fue la de vuestra señoría, que teniendo más de sesenta y cinco años de edad, le libró Dios de aquel peligro, donde se anegaron más de treinta hombres, quedando vuestra señoría ilustrísima sobre las aguas, sin hundirse, bendiciéndolas y signándolas hasta que llegó un barco a sacar a vuestra señoría ilustrísima, dejando en el mar tres criados ahogados. Y finalmente el gran valor de entendimiento y prudencia, la rectitud, integridad y fortaleza en administrar justicia, con las muchas letras divinas y humanas de vuestra señoría ilustrísima, merecieron que su majestad pusiese los ojos en vuestra señoría ilustrísima, nombrándole meretísimamente para Arzobispo de esa Iglesia primaria, y por Presidente y Capitán General de ese Reino. Y después de estos y otros muchos acrecentamientos acá en la tierra, se puede esperar dará Dios a vuestra señoría ilustrísima en el cielo otros muy mayores de gloria, como este su humilde Capellán suplica, etc. De Frómista 25 de diciembre, 1605. El Maesto fray Diego de Haedo. *** La fecha de la carta del joven de los Haedo, el 25 de diciembre de 1605, en Frómista, cobra también especial significación por ser el año de la publicación del Quijote, de Miguel de Cervantes, a la sazón la corte española en Valladolid; el autor de aquella novela que pronto se hizo muy popular salía en las páginas de aquellos papeles que Diego de Haedo se había traído consigo a Frómista para trabajar en su edición, y esta circunstancia debió animarle para rematar su trabajo de puesta en limpio que culminó en ese momento, y que había de aparecer publicado también en Valladolid, aunque siete años después. En un marco temporal así, cobra especial expresividad en la carta dedicatoria del joven Haedo a su tío una frase retórica del inicio de la carta: “vuestra señoría me dé licencia para decir algo, ya que no sea todo”. Y a continuación, inmediatamente, le atribuye la autoría de los textos de la Topografía sin más, al menos “en borrón” o en borrador; el texto base sobre el que el joven de los Haedo va a estructurar el libro que ya tiene preparado para la impresión. El general de los benedictinos, Gregorio de Lazcano, le había dado ya su licencia formal el 6 de octubre de 1604, un año largo atrás, tras un informe muy favorable de lectura del también benedictino Juan del Valle, y la carta de la Navidad del año siguiente de Diego de Haedo era el broche final al texto para que pasara a la aprobación cortesana; ésta llegó en octubre de 1608, con la recomendación de concesión de licencia para imprimir la Topografía firmada por Antonio de Herrera, aún en vida del arzobispo Diego de Haedo, que había de morir algunos meses después. Tiempo plenamente cervantino. Tiempo de Nadadores.

Emilio Sola 22 febrero, 2012 26 agosto, 2016 accidente, Diego de Haedo, fiesta, nadador, Palermo
NADANDO CON LA ESPADA ENTRE LOS DIENTES

Descripción / Resumen: Un trabajo de un estudiante de Humanidades, Ángel Rodríguez, recoge unos textos estupendos sobre soldados nadadores; con una anécdota que debió convertirse en una historia de época, vox-pop, muy conocida. He aquí el texto: NADANDO CON LA ESPADA ENTRE LOS DIENTES  

Emilio Sola 12 marzo, 2012 26 agosto, 2016 Carlos V, nadadores, soldados, valentía
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