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“VIAJE A ORIENTE” 012

II. Las esclavas – II. El señor Jean…   El señor Jean es un resto glorioso de nuestra armada en Egipto. Fue uno de los treintaitrés franceses que se pasaron al servicio de los mamelucos tras la retirada de la expedición. Durante muchos años tuvo, sovaldi sale al igual que los otros, shop un palacio, mujeres, caballos, esclavos: en la época de la disgregación de esta poderosa milicia, él fue jubilado como francés; pero al pasar a la vida civil, sus riquezas se fundieron poco a poco. Pensó en vender al público vino, algo entonces nuevo en Egipto, en donde cristianos y judíos sólo se embriagaban con aguardiente de arak, y con una especie de cerveza llamada bouza. Desde entonces, los vinos de Malta, Siria y el archipiélago, hicieron la competencia a los espirituosos, y los musulmanes de El Cairo no parecieron ofenderse por esta innovación. El señor Jean admiró la resolución que yo había tomado de escapar de la vida de los hoteles; pero me dijo: usted va a tener dificultades para montar una casa. En El Cairo hay que tomar tantos criados como necesidades diferentes se precisen. Cada cual tiene como prurito no hacer más que una sola cosa, y además, son tan perezosos, que ni siquiera se sabe a ciencia cierta si  esa dedicación exclusiva no sea calculada. Cualquier detalle complicado les fatiga o se les escapa, e incluso la mayoría le abandonarán en cuanto hayan ganado suficiente para pasar unos cuantos días sin hacer nada.  “Entonces, ¿cómo hacen los del país? –                     ¡Ah!, les dejan actuar a su aire, y cogen a dos o tres personas para cada menester. De cualquier modo, un efendi, siempre lleva con él a su secretario (KHATIBECSIR), a un tesorero (KHAZINDAR) a su portador de pipa (TCHIBOUKJI) al SELIKDAR que le lleva las armas, al SERADJBACHI para cuidar de su caballo, al KAHWEDJI-BACHI para hacerle un café allá donde se detenga, sin contar a los YAMAKS para ayudar a todo el mundo. En casa, se necesita aún más servicio, ya que el portero no consentirá en ocuparse de las estancias, ni el cocinero de hacer el café, incluso necesitará un aguador a sus expensas. Bien es cierto que distribuyéndoles una piastra y media, unos veinticinco a treinta céntimos al día, usted será contemplado por esos inútiles como un patrón opulento. –                     ¡Estupendo!, dije, ese precio queda aún lejos de las sesenta piastras que hay que pagar todos los días en los hoteles. –                     Pero es una complicación que no puede aguantar ningún europeo. –                     Voy a intentarlo, así aprenderé. –                     Le van a cocinar una comida abominable. –                     Así conoceré los platos del país. –                     Tendrá que abrir un libro de cuentas y discutir el precio de todo. –                     Eso me ayudará a aprender la lengua. –                     Inténtelo usted, yo por mi parte, le enviaré a los más honestos, y usted escoja. –                     ¿Es que son muy ladrones? –                     Raterillos todo lo más, me dijo el viejo soldado, recordando la jerga militar: ¡ladrones!, los egipcios… no tienen el valor suficiente.” En general, me da la impresión de que este pobre pueblo de Egipto es excesivamente despreciado por los europeos. El franco de El Cairo, que hoy en día comparte los privilegios de la raza turca, hereda también sus prejuicios. Esta gente es pobre, sin duda, ignorante, y la vieja costumbre de la esclavitud les mantiene en una especie de abyección. Son más soñadores que activos, y más inteligentes que industriosos; pero yo los considero buenos y de un carácter análogo al de los hindúes, que quizá se deba a su alimentación, casi exclusivamente vegetariana. Nosotros los que nos alimentamos de carne, respetamos más al tártaro y al beduino, nuestros iguales, y estamos dispuestos a abusar de nuestra energía a expensas de las poblaciones mansas. Después de dejar al señor Jean, atravesé la plaza de El-Esbekieh, para llegar hasta el hotel Domergue, un vasto campo situado entre la muralla de la ciudad y la primera línea de casas del barrio copto y del barrio franco. Hay muchos palacios y hoteles espléndidos. Sobre todo destaca la casa en que fue asesinado Cléber, y la mansión en donde se celebraban las reuniones del Instituto Egipcio. Un pequeño bloque de sicomoros y de higueras del faraón, son vestigios de la época de Bonaparte, que los hizo plantar. Durante el periodo de inundación, toda esta plaza se cubre de agua y la surcan canoas y barquichuelas pintadas y doradas, pertenecientes a los propietarios de las casas vecinas. Esta transformación anual de una plaza pública en lago de placer, no evita el que se tracen jardines, y se excaven canales en los períodos de sequía. Allí he contemplado a un buen número de fellahs abriendo una zanja. Los hombres cavaban la tierra, y las mujeres desescombraban transportando la pesada carga en cestones hechos de paja de arroz. Entre estas mujeres había muchas jovencitas, unas con camisolas azules, y otras, las de menos de ocho años, enteramente desnudas, tal y como se las puede ver, por lo demás, en las aldeas de las márgenes del Nilo. Inspectores provistos de un bastón supervisan el trabajo, y golpean de vez en cuando a los menos activos. Toda la cuadrilla estaba bajo la dirección de una especie de militar, tocado con un tarbouche, calzado con unas fuertes botas con espuelas, ceñido de un sable de caballería, y con una fusta de piel de hipopótamo trenzada en la mano. Esta última se dirigía hacia las nobles espaldas de los inspectores, al igual que el bastón de estos se encaminaba hacia las espaldas de los fellahs.  El vigilante, al verme allí parado mirando a las pobres muchachas encorvadas bajo los canastos de tierra, se dirigió a mí en francés. Se trataba de nuevo, de un compatriota. Ni se le había pasado por la cabeza enternecerse por los bastonazos distribuidos a los hombres, bastante flojos, dicho sea de paso. África piensa de forma diferente a nosotros en este punto. Pero ¿por qué –dije- hacer trabajar a esas mujeres y a esos niños?. –         No se les fuerza a hacerlo, me dijo el inspector francés; son sus padres o sus maridos quienes prefieren hacerles trabajar sin perderles de vista, que dejarles solos en la ciudad. Luego se les paga de 20 paras a 1 piastra, según su fuerza. Una piastra (25 céntimos) es en general, el precio de la jornada de un hombre. –         Entonces, ¿por qué hay algunos que están encadenados?, ¿son forzados?. –         Son maleantes que prefieren pasar el tiempo durmiendo o escuchando historias en los cafetines que siendo útiles. –         Y en ese caso, ¿de qué viven? –         ¡Aquí se vive con tan poca cosa! En caso de necesidad, ¿no encontrarán siempre fruta o verdura que robar en los campos?. El Gobierno encuentra enormes dificultades para hacer ejecutar los trabajos más necesarios, pero cuando es absolutamente indispensable, las tropas asedian un barrio o cortan una calle, se detiene a la gente que pasa y nos los traen. Y así son las cosas. –         ¡Cómo!¿todo el mundo sin excepción? –         ¡Claro! Todo el mundo, sin embargo, una vez detenidos, cada uno se explica. Los Turcos y los Francos se identifican. Entre los otros, los que tienen dinero, se liberan de las labores, muchos de ellos son rescatados por sus señores o patrones. El resto, forma brigadas y trabaja durante unas semanas o algunos meses, según la importancia del trabajo que se vaya a ejecutar. ¿Qué decir de todo esto?. Egipto está aún en la Edad Media. Estas prestaciones se hacen mientras tanto en beneficio de los beys mamelucos. El Pachá es hoy en día el único soberano; la caída de los mamelucos ha suprimido tan solo la servidumbre individual, pero eso es todo.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Bonaparte, Cléber, el señor Jean, Kahwedji-bachi, Khatibecsir, Khazindar, Las esclavas, los mamelucos, Selikdar, Seradjbachi, Tchiboukji, Yamaks
“VIAJE A ORIENTE” 013

II. Las esclavas – III. Los Khowals (cafetines)…Tras haber desayunado en el hotel, ed fui a sentarme al café más bonito de El Mousky. Allí donde vi por vez primera bailar a las Almés en público. Me gustaría situar un poco la escena, ya que en verdad la decoración se halla desprovista de trebolados, columnillas, artesonados de yesería o huevos de avestruz suspendidos del techo: solo en París se encuentran cafetines tan orientales. En lugar de ese panorama, hay que imaginar una miserable estancia cuadrangular, blanqueada con cal, y en la que por todo arabesco hay repetida hasta la saciedad la imagen pintada de un reloj de péndulo colocado en medio de una pradera entre dos cipreses. El resto de la decoración se compone de falsos espejos igualmente pintados, cuya utilidad consiste en reflejar los destellos de unos ramos de palmera cargados de recipientes de vidrio en donde nadan unas lamparillas que, por la noche proporcionan un efecto agradable. Divanes de una madera bastante resistente, están dispuestos en torno al salón y rodeados por una especie de jaulas de palma trenzada, que sirven de taburetes y reposapiés de los fumadores, entre los que, de vez en cuando, se distribuyen  las pequeñas y elegantes tazas que ya he mencionado con anterioridad. Aquí es donde el fellah de blusa azulada, el turbante negro del copto o el beduino de albornoz rayado, toman asiento a lo largo del muro, y ven sin sorprenderse ni desconfiar, cómo el franco se sienta a su lado. Para este último, el KAHWEDJI sabe bien que hay que azucarar la taza, y el paisanaje sonríe ante esta extraña preparación. El horno ocupa uno de los rincones del cafetín y en general, es el adorno más preciado. La rinconera que lo remata, taraceada de loza esmaltada, se recorta en festones y rocallas, y tiene cierto aire de fogón alemán. El hogar está siempre repleto de una multitud de pequeñas cafeteras de cobre rojizo, pues para cada una de estas tazas, grandes como hueveras, hay que hacer hervir una cafetera. Y entre una nube de polvo y el humo del tabaco aparecieron las ALMÉES. Al principio me impresionaron por el destello de los casquetes de oro que adornaban sus cabellos trenzados. Los tacones golpeando el suelo, a la par que los brazos en alto, seguían el ritmo del taconeo, haciendo resonar ajorcas y campanillas. Las caderas se movían en un voluptuoso vaivén; el talle aparecía desnudo o cubierto por una muselina transparente, entre la chaquetilla y el rico cinturón suelto y muy bajo, como el CESTOS de Venus. Apenas, en medio de los veloces giros, podían distinguirse los rasgos de estos personajes seductores, cuyos dedos agitaban pequeños címbalos, del tamaño de las castañuelas, y que se empleaban a fondo con los primitivos sones de la flauta y el tamboril. Había dos especialmente hermosas, de rostro orgulloso, ojos árabes realzados por el kohle, de mejillas plenas y delicadas, ligeramente regordetas; pero la tercera, todo hay que decirlo, traicionaba un sexo menos tierno, con una barba de ocho días; de suerte que un examen más profundo de la situación al terminar la danza, hizo posible que distinguiera mejor los rasgos de las otras dos, y que no tardara en darme cuenta de que nos las teníamos que ver con ALMÉES… varones. ¡Ay, vida oriental! ¡cuántas sorpresas! Y yo, que iba ya a enardecerme imprudentemente con esos seres dudosos; que me disponía a colocarles en la frente algunas piezas de oro, conforme a las más puras tradiciones de Levante… No se me crea pródigo por esto; me apresuro a aclarar que hay piezas de oro llamadas GHAZIS, que van de los 50 céntimos a los 5 francos. Naturalmente es con las más pequeñas con las que se fabrican máscaras de oro a las bailarinas que, tras un gracioso paso, vienen a inclinar su frente húmeda ante cada uno de los espectadores. Mas, para simples bailarines vestidos de mujer, uno puede muy bien privarse de esta ceremonia arrojándoles algunos paras. Francamente, la moral egipcia es algo muy peculiar. Hasta hace pocos años, las bailarinas recorrían libremente la ciudad, animaban las fiestas públicas y hacían las delicias de los casinos y de los cafés. Hoy en día sólo se pueden mostrar en las casas y en las fiestas particulares, y las gentes escrupulosas encuentran mucho más convenientes estas danzas de hombres de rasgos afeminados, largo cabello, cuyos brazos, talle y desnudo cuello parodian tan deplorablemente los atractivos semivelados de las bailarinas. Ya he hablado de éstas, bajo el nombre de ALMÉES cediendo, para ser más claro, al prejuicio europeo. Las bailarinas se llaman GHAWASIES; las ALMÉES son las cantantes; el plural de esta palabra se pronuncia OUALEMS. Y en cuanto a los bailarines, autorizados por la moral musulmana, estos se llaman KHOWALS. Al salir del café, atravesé de nuevo la estrecha calle que conduce al bazar franco, para entrar en el pasaje WAGHORN y llegar al jardín de Rossette. Vendedores de ropa me rodearon, extendiendo ante mis ojos las más ricas vestiduras bordadas, cinturones drapeados en oro, armas con incrustaciones de plata, tarbouches guarnecidos de sedosos flecos a la moda de Constantinopla, artículos sumamente atractivos, que excitan en el hombre un femenino sentimiento de coquetería. Si me hubiera podido mirar en los espejos del café, que no existían ¡vaya por Dios!, más que en pintura, me hubiera permitido el placer de probarme algunos de estos ropajes; pero estoy seguro de que no voy a tardar mucho en vestirme a la oriental. Aunque antes, tengo que intentar sanarme interiormente.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 almées, ghawasies, ghazis, Khowals, kohle, oualems
“VIAJE A ORIENTE” 014

II. Las esclavas – IV. La Khanoun (La anciana dama)… Me volví reflexionando sobre todo aquello, salve ya que  hacía un buen rato que había despedido al trujimán, diciéndole que me esperara en casa, pues yo ya comienzo a orientarme en la calles; pero al llegar, la encontré llena de gente. De entrada, había unos cocineros enviados por el señor Jean, que fumaban tranquilamente abajo en el vestíbulo, en donde se habían hecho servir un café; luego, el judío Yousef, en la primera planta, se estaba librando a las delicias del narguilé, y más gente aún que armaba un gran alboroto en la terraza. Desperté al trujimán que sesteaba en la habitación del fondo y que me gritó como alguien que estuviera al borde de la desesperación: –         “¡Ya se lo había advertido esta mañana! –         ¿Pero qué? –         Que hacía usted mal en permanecer en la terraza. –         Pero si usted me dijo que estaba bien subir por la noche para no inquietar a los vecinos. –         Sí, pero usted se quedó hasta el amancecer. –         ¿Y qué? –         Pues que ahí arriba hay unos obreros trabajando a su costa, que el sheij del barrio ha enviado hace una hora.” En efecto, me encontré a unos carpinteros que se empeñaban en ocultar la vista de todo un extremo de la terraza. “A este lado, me dijo Abdallah, está el jardín de una Khanoun (dama principal de una casa) que se ha quejado de que usted ha estado mirando hacia su casa. –         Pero si yo no la he visto… (por desgracia) –         Ella le ha visto a usted, y eso basta. –         ¿Y qué edad tiene esa dama? –         ¡Ah!, es una viuda que pasará sobradamente de los cincuenta años.” Todo esto me pareció tan ridículo, que arrojé a la calle los cañizos que comenzaban a amurallar la terraza. Los trabajadores sorprendidos, se retiraron sin decir nada, ya que en El Cairo nadie, a menos que sea de raza turca, osaría resistirse a un franco. El trujimán y el judío menearon la cabeza sin pronunciarse demasiado. Hice subir a los cocineros y retuve de entre ellos al que me pareció más inteligente. Era un árabe de ojos negros, que se llamaba Mustafá, y que parecía satisfecho con la piastra y media diaria que le prometí. Otro se ofreció a ayudarle por una piastra solamente; pero no juzgué oportuno aumentar hasta ese extremo mi tren de vida. Había empezado a charlar con el judío, que me explicaba sus ideas sobre el cultivo de las moreras y la cría de los gusanos de seda, cuando llamaron a la puerta. Era el viejo sheij que volvía con sus obreros. Me hizo comprender que yo le estaba comprometiendo, que no estaba respondiendo bien a su amabilidad al haberme alquilado su casa. Añadió que la Khanoun estaba furiosa sobre todo porque había arrojado a su jardín los cañizos que habían intentado colocar en mi terraza, y que muy bien podría querellarse ante el qadi. Pude entrever toda una serie de molestias, y traté de excusarme alegando mi ignorancia de los usos, asegurándole que no había visto ni podido ver nada de la casa de esa dama. “Comprenda usted, insistió, cuánto se temerá aquí que una mirada indiscreta penetre en el interior de los jardines y los patios, cuando se elige siempre a viejos ciegos para llamar a la oración desde los alto de los minaretes. –         Eso ya lo sabía, le dije. –         Convendría, añadió, que su mujer hiciera una visita a la Khanoun, y le llevara algún presente, un pañuelo, una bagatela. –         Pero ya sabe usted…, repuse incómodo, que hasta ahora… –         ¡Machallah! Exclamó dándose una palmadita en la frente, ¡no había vuelto a pensar en eso!. ¡Ay!, ¡qué fatalidad tener frenguis en este barrio!. Le había dado a usted ocho días para seguir la ley. Aunque usted fuera musulmán, un hombre sin mujer sólo puede habitar en el OKEL (Khan o caravanserrallo). Usted no puede quedarse aquí.” Le calmé lo mejor que pude y le recordé que aún me quedaban dos días del plazo acordado. En el fondo quería ganar tiempo y asegurarme de que no hubiera en todo aquello alguna superchería para obtener una suma mayor sobre el alquiler pagado por adelantado. Así que, tras la marcha del sheij, tomé la resolución de ir a ver al cónsul francés.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Khanoun, Mustafá el cocinero, Okel.
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II. Las esclavas – V. Visita al cónsul de Francia…  Cuando viajo procuro evitar lo más que puedo las cartas de recomendación. En cuanto eres conocido en una ciudad es imposible ver nada. Nuestra gente de mundo, view incluso en Oriente, order no consentirían ser vistos fuera de determinados lugares reconocidos como apropiados, ni charlar públicamente con gentes de clase inferior, ni pasearse vestidos de manera informal a ciertas horas del día. Me dan pena esos caballeros siempre tan repeinados, empolvados, enguantados, que no se atreven a mezclarse con la gente ni para ver un detalle curioso, una danza, una ceremonia; que temblarían si fueran vistos en un café o en una taberna, o siguiendo a una mujer, incluso confraternizando con un árabe expansivo que os ofrece cordialmente la boquilla de su larga pipa, os hace servir un café a sus expensas, a poco que os descubra parado, ya sea por curiosidad o por fatiga. Los ingleses, sobre todo, son el prototipo, y cada vez que les veo pasar aprovecho para divertirme de lo lindo. Imagínense a un señor subido en un pollino, con sus largas y escuálidas piernas colgando hasta casi tocar el suelo. Su sombrero redondo forrado de un espeso revestimiento de algodón blanco perforado; lo que pretende ser un invento contra el ardor de los rayos del sol que se absorben, dicen, con este tocado, mitad colchón, mitad fieltro. El caballero se parapeta los ojos con algo así como dos cáscaras de nuez montadas en acero azul, para evitar la luminosa reverberación del sol y de los muros, y sobre toda esa parafernalia se pone un velo verde de mujer para protegerse del polvo. Su gabán, de caucho, está además recubierto por un sobretodo de tela encerada para garantizarle protección contra la peste y el contacto fortuito de los viandantes. Sus manos enguantadas sostienen un bastón largo que utiliza para apartar de él a todo árabe sospechoso, y generalmente no sale a la calle si no es flanqueado a derecha e izquierda por su GROOM y su trujimán. Raramente está uno expuesto a trabar conocimiento con esos fantoches, ya que el inglés jamás se dirige a nadie que no le haya sido presentado; pero nosotros tenemos bastantes compatriotas que viven hasta cierto punto a la manera inglesa y, desde el momento en que uno ha sido presentado a esos amables viajeros, ya está perdido, pues toda la sociedad le invadirá. De todos modos, acabé por decidirme a buscar en el fondo de la maleta una carta de recomendación para nuestro cónsul general, que de momento vivía en El Cairo. Por supuesto, que esa misma noche me encontré cenando ya en su casa, sin ingleses y sin nadie de su especie. Tan solo estaba el doctor Clot-Bey, cuya casa colindaba con el consulado, y el Sr. Lubbert, antiguo director de La Ópera, convertido en historiógrafo del pachá de Egipto.[1] El cabello rasurado, la barba y la piel ligeramente bronceada que se adquiere en los países cálidos, pronto convierten a un europeo en un turco más que aceptable. Ojeé rápidamente los diarios franceses apilados sobre el sofá del cónsul. ¡Debilidad humana!, ¡leer los periódicos en el país del papiro y de los jeroglíficos!; no poder olvidar, como Mme. Staël al borde del Leman, el arroyo de la calle del Bac[2]. Durante la cena nos ocupamos de un asunto que se había juzgado como muy grave y había hecho mucho ruido en la sociedad franca. Un pobre diablo francés, un criado, había resuelto hacerse musulmán, y lo que aún resultaba más extraordinario era que su mujer quería también abrazar el islamismo. Se andaban ocupando del modo de evitar este escándalo: el clérigo francés se había tomado la cosa a pecho, pero el clérigo musulmán ponía todo su amor propio, por su parte, para triunfar. Los unos ofrecían a la pareja de infieles dinero, un buen trabajo y diferentes ventajas; los otros, decían al marido: “Es un buen asunto hacerte musulmán, si te quedas cristiano, siempre estarás igual; tu vida seguirá como hasta ahora. Jamás se ha visto en Europa a un criado convertirse en señor. Aquí, en cambio, el último de los sirvientes, un esclavo, un simple pinche, puede llegar a emir, pachá o ministro; se puede casar con la hija del sultán; la edad no cuenta; la esperanza de llegar a lo más alto sólo nos abandona cuando morimos”. El pobre diablo, que es posible que tuviera sus ambiciones, se dejaba llevar por estas esperanzas. También para su mujer la perspectiva no era menos halagüeña: se convertía rápidamente en una señora igual a las grandes damas, con derecho a despreciar a toda mujer cristiana o judía; a llevar la habbarah negra y las babuchas amarillas; se podía divorciar, y aún algo más seductor, podría casarse con un gran personaje, heredar, poseer tierras, cosa que estaba prohibida a los YAVOURS (infieles) sin contar las posibilidades de convertirse en favorita de una princesa o de una sultana madre gobernando el imperio del fondo de un serrallo. Esa era la doble perspectiva que se abría a esas pobres gentes, y hay que reconocer que esa posibilidad de los de clase baja de llegar, gracias al azar o a su inteligencia natural, a las más elevadas posiciones, sin que su pasado, su educación o condición primera puedan ser un obstáculo, acuña bastante bien ese principio de igualdad que, para nosotros, no está escrito más que en las leyes. En Oriente, el criminal incluso, si ha pagado su deuda con la ley, no encuentra ninguna carrera cerrada; el prejuicio moral desaparece delante de él. ¡Pues bien! Hay que reconocerlo, a pesar de todas estas seductoras promesas de la ley turca, las apostasías son muy raras. La importancia que se estaba dando a este asunto del que hablo es una buena prueba. El cónsul había concebido la idea de hacer secuestrar al hombre y a la mujer durante la noche y hacerles embarcar en un navío francés. ¿Pero cómo transportarles desde El Cairo hasta Alejandría. Se necesitan cinco días para descender por el Nilo. Metiéndoles en una barca cerrada se corría el riesgo de que sus gritos se escucharan durante la travesía. En país turco, el cambio de religión es la única circunstancia en la que cesa el poder de los cónsules sobre los nacionales. “Pero ¿por qué hacer secuestrar a esa pobre gente?, le dije al cónsul; ¿tendría usted derecho a ello al amparo de la legislación francesa? –         Desde luego; en un puerto de mar, yo no vería ninguna dificultad. –         Pero ¿y si se les supone una convicción religiosa? ¿Aún concediéndoles el beneficio de la duda de una conversión sincera? –         ¡No me diga!, ¿hacerse turco? –         Usted conoce a algunos europeos que han adoptado el turbante. –         Sin duda, pero se trata de altos funcionarios del pachá, que de otro modo no hubieran podido llegar a hacerse obedecer por los musulmanes. –         Me gustaría pensar que la mayor parte de esta gente fue sincera al convertirse al Islam; de otro modo, yo no vería en todo esto más que un puro motivo de interés. –         Pienso como usted, de ahí que, en casos ordinarios, nos opongamos con todo nuestro poder a que un individuo francés abandone su religión. Para nosotros, la religión y la ley civil son asuntos completamente aparte y bien diferenciados, mientras que para los musulmanes, estos dos principios se confunden. El que abraza el mahometismo se convierte en un ciudadano turco desde todos los aspectos posibles, perdiendo incluso su nacionalidad. No podemos ejercer de ningún modo acción alguna contra él, ya que desde ese momento, el individuo converso pasa a pertenecer “al sable y al bastón”, y si quisiera volver al cristianismo, la ley turca le condenaría a muerte. Al hacerse musulmán, no se pierde únicamente la fe católica, sino que también abandona su nombre, el de su familia, su patria, jamás volverá a ser el mismo hombre, se habrá convertido en un turco. Como usted podrá apreciar se trata de un asunto bastante grave. Mientras tanto, el cónsul nos andaba invitando a paladear una buena colección de vinos griegos y chipriotas de los que yo no acertaba a apreciar los diversos matices a causa de su pronunciado sabor a alquitrán lo que, según el cónsul, probaba su autenticidad. Se necesita algún tiempo para acostumbrarse a este refinamiento helénico, necesario sin duda para la conservación de la auténtica malvasía, del vino de Encomienda[3] o del de Tenedós. A lo largo de la visita por fin encontré un momento para exponer mi situación doméstica. Le conté la historia de mis fallidos matrimonios y de mis modestas aventuras. “Ni se me habría ocurrido, añadí, hacerme pasar aquí por un seductor. He venido a El Cairo para trabajar, para estudiar la ciudad, interrogar a los recuerdos, y mira por dónde resulta imposible vivir aquí por menos de sesenta piastras diarias, lo cual, debo reconocer, no se adecua a mis previsiones. –         Comprenda, me dijo el cónsul, que en una ciudad por la que los extranjeros sólo pasan durante determinados meses del año, camino de Las Indias; en donde se dan cita lores y nababs; los tres o cuatro hoteles que existen se ponen de acuerdo fácilmente para elevar el precio y evitar así cualquier tipo de competencia. –         Sin duda; precisamente por eso alquilé una casa por algunos meses. –         Es lo más acertado. –         ¡Pues bien! Ahora me quieren echar a la calle so pretexto de no tener esposa. –         Tienen derecho a ello; el señor Clot-Bey ha señalado ese detalle en su libro. Mister William Lane, el cónsul inglés, cuenta en el suyo que él mismo ha sido sometido a esta exigencia. Aún más, lea usted la obra de Maillet, el cónsul general de Luis XIV, y verá que lo mismo sucedía en su época. Tiene usted que casarse. –         He renunciado. La última mujer que me propusieron me ha hecho olvidar a las otras y por desgracia, no dispongo de una dote suficiente para conseguirla. –         Comprendo. –         Dicen que las esclavas son mucho menos costosas, y mi dragomán me ha aconsejado comprar una e instalarla en mi casa. –         Es una buena idea. –         ¿Cumpliría así con la ley? –         Perfectamente. La conversación se prolongó en torno a este tema. Me extrañaba un poco ese tipo de facilidades que se otorgaba a los cristianos, de adquirir esclavas en país turco, y me explicaron que esto sólo se permitía con las mujeres de color; pero que dentro de esta categoría, se podían encontrar abisinias casi blancas. La mayoría de los hombres de negocios establecidos en El Cairo poseían alguna. El señor Clot-Bey se encargaba de educar a varias para el oficio de comadronas. Una prueba más que me aportaron de que esta costumbre era totalmente aceptada, fue lo acontecido a una esclava negra que se había escapado hacía poco de la casa del señor Lubbert, y que le había sido devuelta por la propia policía turca. Todavía andaba yo sumido en los prejuicios inherentes a un europeo mientras me iba enterando bastante sorprendido de todos esos detalles. Hay que vivir durante un tiempo en Oriente para comprender que en estas tierras el concepto de esclavo no es, en principio, sino una especie de adopción. Aquí, la condición de esclavo es, desde luego, mejor que la del fellah o la del rayah aunque estos dos sean hombres libres. Y tras lo aprendido acerca de los matrimonios, me iba percatando de que no existía una gran diferencia entre la egipcia vendida por sus padres y la abisinia expuesta para la venta en el bazar. Los cónsules de Levante difieren de opinión en lo tocante al derecho de los europeos sobre los esclavos. El código diplomático no contiene ninguna formalidad ni procedimiento a ese respecto. Nuestro cónsul me afirmó además que esperaba que la actual situación no cambiara al respecto, alegando que los europeos no pueden ser propietarios de derecho en Egipto; pero, mediante la ayuda de ficciones legales, explotan propiedades y fábricas a pesar de la dificultad que supone el hacer trabajar a la gente de este país que, en cuanto ganan lo mínimo, dejan el trabajo para darse a la buena vida, tumbándose al sol  hasta que se les acaba el último céntimo. Otra dificultad que tienen con frecuencia aquí los europeos es el enfrentamiento ante la mala voluntad de los cheikhs o de altos cargos de la administración turca, sus rivales en la industria que de un golpe les pueden arrebatar a todos los trabajadores so pretexto de utilidad pública. Con los esclavos, al menos, pueden conseguir un trabajo regular y continuado, siempre que estos últimos consientan en ello, pues el esclavo descontento de su dueño siempre le puede forzar a revenderlo en el bazar; detalle éste que ilustra mejor la suavidad de la esclavitud en Oriente. [1] Acerca de Clot-Bey, ver n.11. Émile Lubbert (1794-1859) salió de Francia por problemas administrativos y financieros, a la cabeza de La Ópera Cómica. Méhémet-Ali le nombró director de Bellas Artes y de la Instrucción Pública (GR). Respecto al cónsul, Nerval le menciona en la carta a su padre, de 18 de marzo de 1843. Se trata de Gauttier d’Arc, “un hombre conocido por toda la Europa intelectual, un diplomático y erudito, cosa que raramente va emparejada” (p. 151, t.II) [2] En el exilio, en su castillo de Coppet, Mme. De Staël decía: “Para mí no hay fuente que valga tanto como la de la calle del Bac” (GR) [3] Vino de Chipre.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 "al sable y al bastón", el doctro Clot-Bey, Emile Lubbert, Gauttier d'Arc, Maillet, mister William Lane, Mme. Staël, Yavours
“VIAJE A ORIENTE” 016

II. Las esclavas – VI. Los derviches…             Cuando dejé la casa del cónsul, cure la noche estaba ya avanzada. El barbarín me esperaba a la puerta, enviado por Abdallah, que había juzgado oportuno retirarse a dormir. Nada que objetar. Cuando se tienen muchos criados, se reparten las obligaciones, es natural… Por lo demás, Abdallah nunca se dejaría catalogar en esta última categoría. Un dragomán es a sus propios ojos un hombre instruido, un filólogo, que consiente en poner su ciencia al servicio del viajero. No le importaría hacer el oficio de cicerone, e incluso no rechazaría y se tomaría con agrado las amables atribuciones del señor Pandarus de Troya, pero hasta ahí llega su especialidad. ¡Y ya tiene usted servicios de sobra para las veinte piastras diarias que le paga!. Vendría bien, por lo menos, que estuviese allí para explicar todas las cosas que se me escapan. Por ejemplo, me hubiera gustado saber el motivo de cierto movimiento en las calles, que a esa hora de la noche me resultaba extraño. Los cafetines permanecían abiertos y abarrotados de gente; las mezquitas iluminadas, resonaban con cantos solemnes, y sus esbeltos minaretes se adornaban con anillos de luz. Se habían montado tenderetes en la plaza de Ezbekieh, y por todas partes se escuchaba el sonido del tambor y de la flauta de caña. Nada más dejar la plaza y adentrarnos en las calles, a duras penas pudimos dar un paso entre la multitud que se apiñaba a lo largo de los puestos, abiertos como en pleno día, alumbrados todos ellos, por centenares de velas y adornados con cadenetas y guirnaldas de papel dorado y de colores. Ante una pequeña mezquita situada en medio de la calle, había un inmenso candelabro formado por multitud de pequeñas lámparas de vidrio en forma de pirámide del que pendían, suspendidos a su alrededor, racimos de farolillos. Unos treinta cantores, sentados en óvalo en torno al candelabro, parecían formar un coro en el que otros cuatro, de pie y en medio de ellos, entonaban sucesivamente las distintas estrofas. Había dulzura y un punto de expresión amorosa en este himno nocturno que se elevaba al cielo con un sentimiento de melancolía, típico de la gente de Oriente, que con tanta facilidad se da a la alegría o a la tristeza. Me detuve a escucharlo, a pesar de la insistencia del barbarín, que pretendía arrancarme fuera de la muchedumbre, y entonces me percaté de que la mayoría de los oyentes eran coptos, reconocibles por su turbante negro. Quedaba claro, pues, que los turcos admitían de buen grado la presencia de cristianos en esta solemnidad. Esperaba tener suerte y que la tiendecilla de Ms. Jean no estuviera lejos de esta calle, y conseguí hacer que el barbarín comprendiera mi petición de que me condujera hasta allí. Encontramos al otrora mameluco bien despierto y en pleno ejercicio de su comercio de espirituosos. Un tonel, al fondo de la trastienda, reunía a coptos y a griegos, que venían a refrescarse y a reposar de vez en cuando, de los trajines de la fiesta. Ms. Jean me informó de que acababa de asistir a una ceremonia de cánticos religiosos, o ZIKR, en honor de un santo derviche enterrado en la vecina mezquita, que por estar situada en el corazón del barrio copto, disfrutaba del privilegio de que los gastos anuales de esta fiesta corrieran a cargo de las familias coptas más adineradas. Esto explicaba la profusión y mezcla de turbantes negros con los de otros colores. Además, a las clases populares cristianas también les gustaba celebrar las fiestas en conmemoración de ciertos derviches o santones religiosos, cuyas extrañas prácticas, con frecuencia no pertenecían a ningún culto determinado, sino que se remontaban a supersticiones de la antigüedad. En efecto, cuando volví al lugar de la ceremonia, adonde Ms. Jean se empeñó en acompañarme, me encontré con que la escena había tomado un carácter aún más extraordinario. Los treinta derviches, cogidos de la mano, se balanceaban con una especie de movimiento cadencioso, mientras los cuatro corifeos, o ZIKKERS, entraban poco a poco en un frenesí poético, entre tierno y salvaje; su cabello de largos bucles, conservado sin cortar, en contra de la costumbre de los musulmanes, flotaba con el balanceo de sus cabezas, tocadas, no con el TARBOUCHE turco, sino con una especie de bonete de formas primitivas, parecido al pétase romano. Su salmodia zumbante iba tomando por momentos acentos dramáticos. Por supuesto, los versos eran respondidos y se dirigían entre ternuras y lamentos a un incierto objeto de amor desconocido. Es posible que los antiguos sacerdotes de Egipto celebraran de este modo los misterios de Osiris perdido o hallado. Así debieron ser sin duda, los lamentos de los coribantes o cabirios, y este extraño coro de derviches aullando y golpeando la tierra con una monótona cadencia puede que aún obedezcan a esa vieja tradición de arrebatos y trances que antaño resonaran en esta parte del Oriente, desde los oasis de Ammón, hasta la fría Samotracia. Solo con escucharles se me llenaban los ojos de lágrimas, mientras el entusiasmo iba ganando poco a poco a todos los asistentes. Ms. Jean, viejo escéptico de la armada republicana, no compartía esta emoción. Encontraba todo aquello bastante ridículo, y me aseguró que incluso los musulmanes consideraban a esos derviches como mendigos dignos de lástima. “Es el populacho quien les anima, me decía, además, es lo menos ortodoxo y parecido al auténtico mahometanismo, incluso, aún dándoles algún beneficio de ortodoxia, lo que cantan no tiene sentido. No es nada, me dijo, son canciones amorosas que dedican a no se sabe qué propósito. Yo conozco muchas de ellas, por ejemplo, ésta es una de las que acaban de cantar: Mi corazón está turbado de amor, mis párpados ya no se cierran ¿volverán a ver mis ojos a la amada? En la consunción de las noches tristes, la ausencia hace morir la esperanza. Mis lágrimas ruedan como perlas y mi corazón yace abrasado. ¡Oh, paloma!, dime, ¿por qué te lamentas así? ¿también la ausencia te hace a ti gemir? ¿o es que  tus alas ya  no encuentran el cielo? La paloma responde: Nuestras penas son parejas, yo me consumo de amor, ¡así es! sufro del mismo infortunio, y la ausencia de mi amado es la que me hace llorar. Y el estribillo con el que los treinta derviches acompañan a estas coplas siempre es el mismo: “¡No hay más Dios que Dios!”. –  Me parece, dije, que esta canción bien puede dirigirse en efecto, a la divinidad; y no cabe duda de que se trata del amor divino. –   De ninguna manera; porque en otras coplillas se les oye comparar a su amada con la gacela del Yemen; decirle que tiene la piel suave y que apenas ha dejado el tiempo de lactancia…Esto es, añadió, lo que nosotros llamaríamos cantares picarescos”. Yo no estaba convencido, y más bien encontraba en los otros versos que me citó, un cierto parecido con el Cantar de los Cantares. “Además, prosiguió Ms. Jean, aún les verá realizar considerables locuras pasado mañana, durante la fiesta de Mahoma; tan solo le aconsejo que se vista de árabe, ya que esta fiesta coincide este año con el regreso de los peregrinos de La Meca, y entre estos últimos hay muchos magrebíes (musulmanes del oeste) que no gustan de los atuendos de los francos, en especial tras la conquista de Argel”. Me prometí seguir su consejo y regresé a mi casa en compañía del barbarín. La fiesta debía continuar aún toda la noche.

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II. Las esclavas – VII. Contrariedades domésticas…   Al día siguiente, prostate por la mañana, physician llamé a Abdallah para que encargara mi almuerzo al cocinero Mustafá, viagra quien de inmediato contestó que, de entrada, habría que adquirir los utensilios necesarios. Nada más cierto, y es más, debo añadir que el menaje no era muy complicado. En cuanto a las provisiones, las fellahas (campesinas) andan por todas partes, en las calles, con banastas llenas de gallinas, palomas y patos. Incluso se venden al celemín los pollitos recién salidos de los tan célebres hornos de huevos del país. Los beduinos, por la mañana, vienen cargados de urogallos y codornices, sujetas las patas entre los dedos, formando un ramillete en torno a la mano. Todo esto, sin contar con los peces del Nilo, las verduras, y las enormes frutas de esta vieja tierra de Egipto, que se venden a precios fabulosamente moderados. Echando cuentas, por ejemplo, las gallinas a 20 céntimos y las palomas, a la mitad, podía vanagloriarme de escapar durante mucho tiempo del régimen de los hoteles. Por desgracia, era imposible encontrar aves gordas; no había más que pequeños esqueletos con plumas. Los campesinos encuentran más ventajas vendiéndolos así que nutriéndolos durante más tiempo con maíz. Abdallah me aconsejó comprar un cierto número de jaulas, a fin de poder cebarlas. Una vez hechas todas las compras, se dejaron las gallinas en libertad por el patio, y a las palomas las soltaron dentro de una habitación; Mustafá, que le había echado el ojo a un pequeño gallo menos huesudo que los otros, se dispuso, bajo mis órdenes, a preparar un couscoussou. Jamás olvidaré el espectáculo que ofrecía este bravo árabe, desenvainando su cimitarra destinada a matar a un desventurado pollastre. El pobre bicho tenía buen aspecto, y su plumaje ostentaba algo del esplendor del faisán dorado. Al sentir la cuchilla, lanzó unos roncos cacareos que me partieron el alma. Mustafá le cortó enteramente la cabeza, y le dejó aún arrastrarse revoloteando por la terraza, hasta que se detuvo con las patas tiesas, y cayó en un rincón. Estos sangrientos detalles bastaron para quitarme el apetito. Me gustan mucho los guisos que no veo preparar…y me sentía como infinitamente más culpable de la muerte del pollo que si hubiera perecido a manos de un cocinero. Puede que encuentren este razonamiento cobarde, pero ¿qué quieren? Yo no podía sustraerme a los recuerdos del antiguo Egipto, y en ciertos momentos sentía escrúpulos de hundir yo mismo el cuchillo en el cuerpo de un repollo, por temor a ofender a algún antiguo dios. Tampoco quería abusar de la piedad que puede sentirse por la muerte de un pollo flaco, en legítimo interés del hombre forzado a alimentarse; hay otras muchas provisiones en la gran ciudad del Cairo, y los dátiles frescos y las bananas serían suficientes para un almuerzo normal; pero no pasó mucho tiempo sin que reconociera la pertinencia de las observaciones de Ms. Jean. Los carniceros de la ciudad no venden más que cordero, y los de los alrededores, añaden a esto, como variedad, carne de camello, cuyos inmensos cuartos aparecen suspendidos al fondo de las carnicerías. En el camello no hay dudas acerca de su identidad; pero con el cordero, la broma menos pesada de mi dragomán era la de pretender que se trataba de perro; aunque tengo que confesar que en ese punto no me había dejado engañar. Lo único que no pude comprender nunca fue el sistema de pesas y la preparación de la comida, que hacía que cada plato me costara alrededor de diez piastras; hay que añadir, bien es cierto, la guarnición obligada de MELOUKIA o de BAMIA, verduras sabrosas de las que una de ellas reemplaza un poco a la espinaca, y la otra, no tiene analogía con ninguna de nuestras verduras de Europa. Volvamos a las generalidades. Me parece que en Oriente los hosteleros, guías, mayordomos y cocineros se confabulan todos ellos contra el viajero. Me doy perfecta cuenta de que si no se muestra una fuerte resolución e incluso imaginación, se necesita una enorme fortuna para poder vivir allí una temporada. El Sr. De Chateaubriand confiesa que él se arruinó; el Dr. Lamartine hizo unos gastos desorbitados; del resto de los viajeros, la mayor parte no se alejó de los puertos, o no hicieron más que atravesar rápidamente el país. Yo voy a intentar un proyecto que considero mejor: me compraré una esclava, y puesto que me hace falta una mujer, llegaré poco a poco a que reemplace al guía; posiblemente al criado, y a llevarme correctamente las cuentas con el cocinero. Calculando los gastos de una larga estancia en El Cairo y de lo que pueda estar aún en otras ciudades, está claro que obtendré algunos ahorros. Casándome, habría conseguido justo todo lo contrario. Decidido tras estas reflexiones, le dije a Abdallah que me condujese al bazar de las esclavas.

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II. Las esclavas – VIII. El Okel de Jellab (El mercado de esclavas)     Cruzamos toda la ciudad hasta el barrio de los grandes bazares, remedy y allí, store tras continuar por una calle oscura que atravesaba la principal, cialis entramos en un patio irregular, sin que nos obligaran a bajar de los burros. En el centro, un pozo bajo la sombra de un sicómoro; a la derecha, a lo largo del muro, una docena de negros se alineaban de pie, con aire más bien inquieto que triste; la mayor parte vestidos con un ropaje azul típico de los campesinos, y con el aspecto más variopinto que uno se pueda imaginar. Nos dirigimos hacia la izquierda, en donde había una serie de pequeñas habitaciones, cuyo entarimado avanzaba sobre el patio como un estrado, a unos dos pies del suelo. Numerosos mercaderes de piel oscura nos rodeaban ya preguntándonos: ¿Essouad?, ¿abesch? – ¿negras?, ¿abisinias?. Avanzamos hacia la primera habitación. Allí, cinco o seis negras, sentadas en círculo sobre unas esteras, fumaban en su mayoría, y nos acogieron riendo a carcajadas. Sólo iban medio vestidas con unos andrajos azules, y desde luego, si algo no se podía reprochar a sus vendedores es que ocultasen su mercancía. Sus cabellos, peinados en diminutas y apretadas trenzas, estaban en general, recogidos por un turbante rojo que asemejaba a dos voluminosas moñas. La raíz del pelo estaba teñida de cinabrio; llevaban ajorcas de estaño en los brazos y en las piernas, collares de vidrio, y algunas de ellas, anillos de cobre en la nariz y en las orejas, lo que completaba su tocado bárbaro con ciertos tatuajes y pinturas en la piel, que resaltaban aún más su naturaleza. Eran unas negras del Sennaar, la especie más alejada, desde luego, del tipo de belleza convencional entre nosotros. La prominencia de la mandíbula, la frente deprimida, el labio grueso, ponen a estas pobres criaturas en una categoría casi bestial, y en cambio, aparte de esa cara extraña que les ha dado la naturaleza, el cuerpo es de una rara perfección, formas virginales y puras se dibujan bajo sus túnicas, y su voz sale dulce y vibrante de una boca pletórica de frescura. ¡Pues no!, no me voy a enardecer por esos bonitos monstruos; pero seguro que a las hermosas damas cairotas les debe gustar rodearse de tales doncellas. De esta forma pueden darse bellos contrastes de color y formas; esas nubias no son feas en el estricto sentido de la palabra, sino que forman un perfecto contrapunto a la belleza, tal y como nosotros la apreciamos. Una mujer blanca debe resaltar admirablemente en medio de estas hijas de la noche, cuyas siluetas esbeltas parecen destinadas a trenzar cabellos, mullir almohadas, llevar los perfumes y ungüentos, como en los frescos antiguos. Si estuviera en disposición de llevar una vida a la oriental durante mucho tiempo, no me privaría de estas pintorescas criaturas, pero, como no deseo adquirir más que una sola esclava, le he pedido ver otras con un ángulo facial más abierto y de un color negro menos pronunciado. “Eso depende del precio que usted quiera pagar, me dijo Abdallah. Esas que usted ve ahí no cuestan más allá de dos bolsas (doscientos cincuenta francos); se garantizan por ocho días, y pueden devolverse en ese tiempo si tienen algún defecto o enfermedad”. –          Pero, apunté, yo pagaría con gusto un poco más; supongo que lo mismo cuesta alimentar a una guapa que a una fea. Abdallah no parecía compartir mi opinión. Pasamos a otras habitaciones, todas con mujeres de Sennaar. Las había más jóvenes y más hermosas, pero los rasgos faciales dominaban con una singular uniformidad. Los comerciantes ofrecieron hacerlas desnudarse, les abrían la boca para mostrar su dentadura, les hacían pasearse, y que resaltaran la elasticidad de sus pechos. Estas criaturas se dejaban manejar con notable indiferencia, y la mayoría estallaban en risotadas casi constantemente, lo que hacía el espectáculo menos penoso. Y pronto se comprendía que cualquier condición era para ellas preferible a vivir en el “okel”, e incluso que volver a su anterior existencia en su país. Al no encontrar allí más que negras de pura raza, le pregunté al dragomán si no íbamos a ver a las abisinias. “¡Ni hablar!, me dijo, a esas no se las muestra en público; hay que subir a la casa y que el tratante esté bien convencido de que usted no ha venido aquí por pura curiosidad, como la mayoría de los viajeros. Por lo demás, las abisinias son mucho más caras y quizá usted podría encontrar alguna esclava que le conviniese entre las mujeres Dongola. Aún hay otros “okel” que podemos visitar. Aparte del de Jellab, en el que estamos ahora, está el de Kouchouk y el Khan Ghafar”. Un tratante se nos acercó e indicó que me dijeran que acababan de llegar unas etíopes que se habían instalado fuera de la ciudad para no pagar los derechos de entrada. Estaban en el campo, más allá de la puerta Bab-el-Madbah. Opté por ver primero a aquellas esclavas. Recorrimos un barrio medio desierto y, tras muchas vueltas, nos encontramos en la planicie, o sea, en medio de las tumbas que rodean toda esta parte de la ciudad. Los mausoleos de los califas los habíamos dejado a la izquierda, y atravesamos entre colinas polvorientas, cubiertas de molinos y de restos de antiguos edificios. Descendimos de los burros a la puerta de un pequeño cerco de muros, restos probablemente de lo que fuera una mezquita. Tres o cuatro árabes, vestidos con un atuendo extraño para El Cairo, nos hicieron pasar, y me encontré en medio de una especie de tribu cuyas jaimas se extendían por aquel recinto cerrado por todas partes. Al igual que en el “okel”, las risas de unas cuantas negras me acogieron. Estas naturalezas primitivas manifiestan a las claras todos sus estados de ánimo, y no comprendo porqué el traje europeo les parece tan ridículo. Todas esas muchachas se ocupaban de diversos trabajos hogareños, y en medio de ellas, una, alta y hermosa, vigilaba atentamente el contenido de un ventrudo caldero colocado sobre el fuego. Nada podía arrancarla de esta ocupación. Hice que me mostraran las otras, que se apresuraban a abandonar su trabajo, y a exhibir ellas mismas sus bondades. Entre sus detalles de coquetería estaba el de lucir un peinado en capas de un volumen extraordinario, algo que yo ya había visto antes, pero enteramente impregnado de manteca, que chorreaba sobre sus espaldas y sus pechos. Pensé que esto lo hacían por protegerse la cabeza del ardor del sol, pero Abdallah me aseguró que se trataba de una moda para resaltar el lustre del cabello y de la piel. “Tan solo, me dijo, una vez compradas, uno se apresura a enviarlas a los baños y a que les desengrasen ese peinado de trencillas, que sólo lo usan por la Montañas de la Luna”. El examen no fue largo. Estas pobres criaturas tenían pinta de salvajes, sin duda un curioso aspecto, pero poco seductor desde el punto de vista de la cohabitación. La mayoría estaban desfiguradas por un montón de tatuajes, de incisiones grotescas, de estrellas y de soles azules que se extendían sobre el negro un poco grisáceo de su epidermis. Al ver estas lamentables hechuras, que hay que reconocer como humanas, uno se reprocha con filantropía el haber podido, en ocasiones, adolecer de falta de miramiento para con el mono, ese pariente desconocido que nuestro orgullo de raza se obstina en rechazar. Los gestos y las actitudes añadían un punto más a esa semejanza. Incluso me fijé en que sus pies, alargados y desarrollados, sin duda por la costumbre de subir a los árboles, se emparentaban sensiblemente con la familia de los cuadrumanos. Aquellas jóvenes gritaban desde todas partes: ¡bakhchis, bakhchis! Y yo, dudoso, saqué del bolsillo algunas piastras, temiendo que fueran los mercaderes quienes finalmente se apropiasen de ellas. Aunque los dueños, para tranquilizarme, se ofrecieron a repartir dátiles, sandías, tabaco, e incluso aguardiente: entonces por doquier hubo una explosión de alegría, y muchas se pusieron a bailar al son de la darbuka y la zommarah, el tambor y el melancólico pínfano de los pueblos africanos. La hermosa mozarrona encargada de la cocina apenas se volvió, y continuaba removiendo en el caldero una espesa sopa de sorgo. Me acerqué; me dedicó una mirada desdeñosa, y sólo mis guantes negros llamaron su atención. Entonces cruzó los brazos y lanzó gritos de admiración.  ¿Cómo podía tener yo las manos negras y el rostro blanco?. Aquello sobrepasaba su comprensión. Su sorpresa fue aún mayor cuando me quité uno de los guantes, lo que la impulsó a gritar: “¡Bismillah! Enté effrit? Enté sheytán? ¡Dios me proteja! ¿eres un espíritu o un diablo?” Las otras no demostraron menos extrañeza, y ya no digamos la que causaba mi atuendo a aquellos seres tan simples. Estaba claro que en su país me podría haber ganado la vida sólo con exhibirme. Pero la principal de esas bellezas nubias, no tardó en retomar su ocupación previa, con esa inconstancia de los monos que todo les distrae, y nada consigue hacer que se fijen en algo, más allá de un instante. Fantaseé preguntando lo que costaba, pero el dragomán me avisó que justo esa era la favorita del tratante de esclavos, y que no quería venderla hasta que le hiciera padre…a menos que yo pagase un precio mucho más elevado. No insistí sobre ese punto. “Francamente, le dije al dragomán, encuentro todas estas pieles demasiado oscuras; pasemos a otros tonos. ¿Así que la abisinia es una pieza rara en el mercado?. –          De momento escasea un poco, me dijo Abdallah, pero ahí llega la caravana de La Meca. Se ha detenido en Birket-el-Hadji para entrar mañana al alba, y entonces tendremos donde escoger, ya que muchos peregrinos, cuando les falta dinero para acabar el viaje, se deshacen de alguna de sus mujeres, y hay también mercaderes que vienen del Hedjaz”. Salimos de ese “okel” sin que nadie se extrañara de que yo no hubiese comprado nada. Un cairota había concluido un trato durante mi visita y retomaba el camino de Bab-el-Madbah con dos jóvenes negras bastante bien plantadas. Caminaban delante de él, soñando con lo desconocido, preguntándose sin duda si se convertirían en favoritas o en criadas, y la manteca, más que las lágrimas, se escurría por su pecho descubierto a los ardientes rayos del sol.

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II. Las esclavas – IX. El teatro de El Cairo…   Volvimos a El Cairo siguiendo la calle Hazanieh, viagra que conduce a la que separa el barrio franco del barrio judío, help y bordea el Calish, atravesado de vez en cuando por puentes de un solo arco, de tipo veneciano. Allí hay un bonito café cuya trastienda da sobre el canal, y en donde se pueden tomar sorbetes y limonadas. Y desde luego no se puede decir que sean los refrescos lo que escasee en El Cairo; en donde coquetas tiendecillas exponen acá y allá copas de limonadas y bebidas mezcladas con frutas azucaradas y a unos precios realmente asequibles para todos. Al doblar la calle turca para atravesar el pasaje que conduce al Mosky, vi en las paredes carteles que anunciaban un espectáculo para esa misma noche en el teatro de El Cairo. No me disgustó encontrar ese vestigio de la civilización. Le di permiso a Abdallah y me fui a cenar al Domergue, en donde me enteré de que se trataba de unos amateurs que ofrecían una representación a favor de los ciegos indigentes, por desgracia, bastante numerosos en El Cairo. La temporada musical italiana no tardaría en comenzar, pero de momento, iba a presenciar una simple soirée de vaudeville. Hacia las siete de la tarde, la callejuela que desemboca en el cruce con el Waghorn estaba llena de gente, y los árabes se maravillaban de ver toda aquella multitud entrar en una sola casa. Era un día grande para mendigos y muleros, que se desgañitaban gritando “bakhchís!” a los cuatro vientos. El acceso, bastante oscuro, da a un pasadizo cubierto que se abre al fondo, sobre el jardín de Rosette, y cuyo interior recuerda nuestras pequeñas salas populares. El patio de butacas estaba repleto de ruidosos italianos y griegos, tocados con el tarbouche rojo; algunos oficiales del pachá se veían en la platea, y los palcos estaban ocupados por un gran número de mujeres, cuya mayoría vestía a la oriental. Se distinguía a las griegas por el “taktikos” de fieltro rojo bordado con hilillos de oro, que llevan inclinado sobre una oreja; las armenias, con sus chales y los “gazillons” que entremezclan para hacerse enormes peinados. Las judías casadas, al no poder dejar ver su cabello, según las prescripciones rabínicas, se adornan con plumas de gallo rizadas, que les cubren las sienes y asemejan rizos de su propio cabello. Tan sólo el tocado distingue a las distintas razas; el vestuario es poco más o menos el mismo para todos. Ellas llevan la chaquetilla turca ceñida al pecho, la falda con hendidura y ajustada a los riñones, el cinturón, los zaragüelles, que a cualquier mujer despojada del velo le da el caminar de un muchacho; los brazos siempre van cubiertos, pero dejan colgar a partir del codo unas mangas cuyos apretados botones, los poetas árabes comparan a flores de camomila. Añádase a esto dijes, flores y mariposas de diamantes destacando la ropa de las más ricas, y se comprenderá que el humilde teatrillo de El Cairo debe aún un cierto esplendor a estos tocados orientales. Yo estaba encantado, después de ver tanto rostro negro a lo largo del día, de reposar la vista en bellezas, simplemente algo menos oscuras. Aunque siendo menos benigno, les reprocharía el abuso de tanto maquillaje sobre los párpados, de estar todavía ancladas en la moda de los lunares en las mejillas, tan del siglo pasado, y a sus manos, de llevar puesta tanta henné. En todo caso, admiraba sin reservas los encantadores contrastes de tantas bellezas variopintas, la diversidad de las sedas, el brillo de los diamantes, de los que tanto se enorgullecen las mujeres de este país, que llevan encima la fortuna de sus maridos; en fin, que me repuse un poco durante esta soirée de un prolongado ayuno de jóvenes rostros, que ya comenzaba a resultarme pesado. Por lo demás, ninguna mujer llevaba velo, en consecuencia, ninguna mujer realmente musulmana asistía a la representación. Se alzó el telón, y reconocí las primeras escenas de “La mansarde des artistes”122 ¡Gloria del vaudeville!, ¿dónde irás a parar?. Jóvenes marselleses interpretaban los papeles principales, y la primera actriz era la misma madame Bonhomme, la profesora del aula de lectura francesa. Posé la mirada con sorpresa y satisfacción sobre un busto perfectamente blanco y rubio. Hacía dos días que soñaba con las nubes de mi patria y las pálidas bellezas del norte. Esta preocupación se debía al primer soplo del khamsín y al haber estado viendo tanta negra que, en realidad se prestan más bien poco a representar el ideal de belleza femenino. A la salida del teatro, todas estas mujeres tan ricamente ataviadas volvieron a su uniforme habbarah de tafetán negro, cubriendo el rostro con el borghot blanco, y volviendo a montar sobre los asnos, como buenas musulmanas conducidas por sus raïs. 122  Vaudeville de un acto de Scribe, Dupin y Varner.

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II. Las esclavas – X. La barbería…   Al día siguiente, sildenafil pensando en las fiestas que se preparaban para la llegada de los peregrinos, me decidí, para verlos a gusto, a ponerme la ropa del país. Ya contaba con la parte más importante del atuendo árabe, el machlah, manto patriarcal que se puede llevar indistintamente sobre la espalda o por la cabeza, sin dejar por ello de envolver todo el cuerpo. Sólo en este último caso, las piernas quedan al descubierto, y uno se asemeja a una esfinge, lo que no deja de proporcionar un cierto carácter. De momento, me limité a llegar hasta el barrio franco, en donde pensaba llevar a cabo mi transformación completa, siguiendo los consejos del pintor del Hotel Domergue. El callejón que llega al hotel se prolonga, al atravesar la calle principal del barrio franco, y describe numerosos zig-zags hasta perderse bajo las bóvedas de largos pasadizos que corresponden al barrio judío. Es, precisamente en esta caprichosa calle, tan pronto estrecha y abarrotada de tiendas de armenios y griegos, como ancha y bordeada de largos muros y casas altas, donde reside la aristocracia comercial de la nación franca; allí es donde residen banqueros, agentes de cambio, almaceneros de productos de Egipto y de las Indias. A la izquierda, en la parte más ancha, un amplio edificio, que visto por fuera nadie hubiera adivinado su uso, alberga a la vez que la principal iglesia católica, el convento de los dominicos. El convento consta de una infinidad de pequeñas celdas sobre una galería alargada. La iglesia es una vasta sala en el primer piso, con columnas de mármol de sobria elegancia y de estilo italiano. Las mujeres se sitúan aparte, en tribunas con celosías, y no se desprenden de sus mantillas negras, confeccionadas al estilo turco o maltés. Pero no nos detuvimos en la iglesia , entre otras cosas, porque se trataba de perder, al menos, la apariencia cristiana para poder asistir a las fiestas musulmanas. El pintor me condujo aún más lejos, hasta un punto en donde la calle se estrechaba y hacía más oscura, hasta una barbería que posee una maravillosa ornamentación. Allí se puede admirar uno de los últimos monumentos del antiguo estilo árabe, sustituido en todas partes, tanto la decoración, como la arquitectura, por el gusto turco de Constantinopla, triste y frío pastiche a medio camino entre lo tártaro y lo europeo. Fue en esta encantadora barbería, cuyas ventanas graciosamente recortadas dan sobre el Calish , donde perdí mi cabellera europea. El barbero paseó la navaja con suma destreza y, atendiendo a mis órdenes expresas, me dejó un único mechón en lo alto de la cabeza, como el que llevan los chinos y musulmanes. Hay discrepancias sobre el motivo de esta costumbre: unos, pretenden que es para ofrecer un agarradero a las manos del ángel de la muerte; los otros, creen ver en este mechón una razón más bien material: al turco, que siempre prevé que le puedan cortar la cabeza, y que una vez cortada se acostumbra a exhibir al pueblo, no le gustaría que la mostrasen agarrándola por la nariz o por la boca, cosa que sería bastante ignominiosa. Los barberos turcos les suelen tomar el pelo a los cristianos, rapándoles toda la cabeza, pero yo, aunque escéptico, nunca rechazo de plano ninguna superstición. Terminado su trabajo, el barbero me hizo sostener una palanganilla de estaño, y sentí inmediatamente una columna de agua correr sobre el cuello y las orejas. Se había subido a un banco junto al mío, y vació un gran balde de agua fría en un pellejo de cuero suspendido sobre mi frente. Cuando se me pasó la sorpresa, aún tuve que someterme a un lavado a fondo con agua jabonosa, tras lo cual me rasuró la barba a la última moda de Estambul. Después se dedicó a la labor, desde luego no muy ardua, de peinarme. La calle estaba llena de mercaderes de “tarbouche” y de campesinas cuya industria consiste en confeccionar los pequeños bonetes blancos, llamados Takies, que se ponen sobre la cabeza rapada; algunos están delicadamente elaborados en hilo o en seda; otros, están rematados por un encaje blanco hecho para sobresalir por debajo del bonete rojo. Estos últimos, son generalmente de fabricación francesa. Creo que es nuestra ciudad de Tours la que tiene el privilegio de poner tocado a todo Oriente. Con los dos bonetes superpuestos, el cuello al descubierto y la barba recortada, apenas pude reconocerme en el elegante espejo incrustado de carey que me ofreció el barbero. Completé la transformación comprando a los revendedores un ancho calzón de algodón azul y un chaleco rojo brocado con un bordado de plata bastante aparente; tras lo cual el pintor me comentó que de esta guisa podría pasar por un montañés sirio venido de Saida o de Trípoli. Los ayudantes me concedieron el título de Chélebi, apelativo que se les da en el país a los elegantes.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 chélebi, La barbería, machlah, takies, tarbouche
Historia de un desencuentro: Capítulo 9

CAPÍTULO IX. 1. RODRIGO DE VIVERO Y VELASCO EN LAS ISLAS FILIPINAS.  En el verano de 1608, viagra sale tras un periodo de gobierno de la Audiencia, llegó a Manila Rodrigo de Vivero y Velasco como gobernador interino, mientras llegaba a Filipinas el nuevo gobernador Juan de Silva, que lo haría en abril de año siguiente. En la ciudad acababan de terminar una serie de disturbios de la población japonesa, considerados por el oidor Antonio de Morga como uno de los momentos de mayor peligro para el dominio español en Filipinas; el nuevo gobernador se encontró con los responsables ya castigados por la Audiencia, con unos doscientos encarcelados. También se encontró con el piloto inglés William Adams, como enviado de Japón para asuntos comerciales[1].   Rodrigo de Vivero encontró despachado ya el navío anual que los hispanos enviaban a Japón. Y actuó con decisión. Mandó liberar a los doscientos japoneses presos, y encargó al oidor de la Vega sacarlos de la ciudad y buscarles pasaje para su tierra, lo que logró a lo largo del mes de junio. Años después recordaba el incidente y reseñaba que Ieyasu se había mostrado agradecido con ese gesto. Por el navío hispano ya preparado para viajar a Japón escribió a Tokugawa Ieyasu y a su hijo Hidetada –ya shogún, aunque siguiera llevando el peso del poder su padre–, con imperio y no con sumisión, y le relataba lo que había sucedido en Manila con aquellos japoneses que le rogaba fueran castigados; también le pedía que en adelante no dejara pasar a Manila sino a mercaderes y gente necesaria para la contratación.   Pero iban mucho más allá las cartas. Tenían un tono de gran sencillez y mostraban un positivo deseo de continuar las buenas relaciones ya asentadas, que evocaba como una antigua amistad hispano-japonesa: lejos de abandonarla o dejar que se consuma o se entibie, con diligencia trataré de apretar los nudos de esa larga amistad. Expresaba su deseo de que el navío llegara al Kantó, aunque quitaba importancia al hecho de que no sucediera así ya que todos los puertos del país estaban bajo su dominio, como se lo había comunicado a Anjin –nombre dado por los japoneses al piloto inglés. Finalmente, la obligada recomendación de que hiciera merced a los frailes.   La carta a Hidetada era más concisa, pero de no menor interés: A. Convenía conservar la amistad mutua. B. El navío anual al Kantó era una manifestación de esa amistad. C. Que permita la venida de comerciantes japoneses a Manila en no más de cuatro naves anuales. D. Que mostrase benignidad a los frailes predicadores.   El viaje de William Adams, portador de estas cartas tras entrevistarse con Rodrigo de Vivero en Manila, no fue reseñado por los españoles de Filipinas –al menos en la correspondencia oficial; ni siquiera por el mismo Vivero en sus escritos contemporáneos a estos sucesos ni en los que –años después, ya en México– dedicó a sus gestiones con los japoneses. El viaje lo haría el piloto inglés por sugerencias de Moreno Donoso a Tokugawa durante su estancia en la corte japonesa en 1606[2]. En fuerza de los consejos y diligencias de William Adams se abrió a los españoles el puerto de Uraga, dice Lera al relatar estos momentos. En este viaje, realmente, el navío español llegó a ese puerto, en el Kantó, por primera vez y ello debió contribuir al éxito de esta primera gestión de Rodrigo de Vivero con los Tokugawa. Para los japoneses los informes del piloto inglés debieron ser importantes en ese momento, mientras que para los hispanos había pasado desapercibido –al menos en la documentación oficial– como generalmente, salvo en el caso de Harada, sucedía con los embajadores que llegaban a Manila, pocas veces identificados con su nombre; tal vez confundidos con los comerciantes mismos.   El viaje de Adams de regreso con las cartas para Ieyasu se hizo en el verano de 1608, y ese mismo verano, en agosto, un decreto del shogún prohibía inquietar a las naves de mercaderes de Luzón, bajo graves penas. El decreto fue fijado en Uraga, a la entrada del puerto[3]. Era el puerto más estimado y de mayor porvenir de los dominios tradicionales de los Tokugawa, cerca de Yedo, la actual Tokio. El viejo deseo de Ieyasu parecía comenzar a cumplirse.   Su respuesta fue también inmediata. La carta de Ieyasu lleva fecha de 14 de septiembre y la de su hijo el shogún de 2 de octubre. En su estilo de gran concisión, la de Ieyasu incluye, sin embargo, expresiones amistosas como puedo aseguraros que la amistad que nos une será siempre inalterable. Acusaba la llegada del navío hispano a Uraga y agradecía la notificación que de su nombramiento le hacía el nuevo gobernador Vivero. Le concedía poder para castigar a los japoneses revoltosos hasta con la pena de muerte y le aseguraba el buen trato a los comerciantes hispanos que fueran a Japón. La carta de Hidetada era igual de breve y amistosa; por parte de Japón se seguirían los contactos con los españoles, que es de desear que nuestras comunicaciones se multipliquen; a ambos países beneficiaban las relaciones comerciales.   Es una novedad en las relaciones hispano-japonesas a principios del XVII la desaparición de la desconfianza ante las expresiones retóricas de sentido ambiguo en lo referente al reconocimiento y vasallaje, que tanto había frenado a las autoridades de Manila en la época de Hideyoshi Toyotomi. Era un nuevo estilo, pues, el adoptado desde el primer momento por Ieyasu, con aquel embajador excepcional que había sido Jerónimo de Jesús, uno de nuestros primeros niponólogos. Rodrigo de Vivero comprendió que los únicos intereses de los japoneses eran económicos y comerciales. La Audiencia de Manila también aprobaba y defendía esta relación amistosa con Japón, con beneficios claros para la colonia hispana, pero deseaba una confirmación expresa de Felipe III de la posibilidad de abrir ruta comercial con Japón, y así lo pidió explícitamente en julio de 1608[4]. Al mismo tiempo que en la corte española, desde el Consejo de Indias, se comenzaba a admitir esta posibilidad, en el marco de la nueva política que se estaba diseñando para Extremo Oriente acorde con las pretensiones castellano-mendicantes.       2. EL VIAJE ACCIDENTAL DEL GALEÓN SAN FRANCISCO A JAPÓN.  En abril de 1609 llegó a Manila el nuevo gobernador Juan de Silva, en el momento en que en Cavite se aprestaban los navíos que habían de viajar a Japón y a Nueva España, al puerto de Acapulco ya. Rodrigo de Vivero, años después, en la evocación de estos tiempos, reprochó al gobernador Silva su poca diligencia en los despachos de estas naves que debían salir con rapidez dadas las características complejas de su largo viaje; a esa tranquilidad, si no negligencia, de Silva, entre otras causas, atribuía el ex-gobernador Vivero la pérdida del San Francisco y el Santa Ana en el verano de 1609[5].   El 25 de julio salieron de Cavite los tres galeones que aquel año los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco. Semanas antes había salido el navío anual a Japón, con Juan Bautista Molina como capitán y las cartas y regalos habituales del gobernador. Silva, como había hecho Vivero un año antes, se presentaba como nuevo gobernador a los Tokugawa, mencionaba los problemas creados por la colonia japonesa en Manila –el espíritu batallador y violento de los japoneses radicados en el Archipiélago, resume el Sr. Lera– y pedía favor para los frailes, obligado final en este tipo de correspondencia. El 5 de agosto Ieyasu respondía al gobernador con la brevedad acostumbrada; le recordaba el poder que había concedido a las autoridades de Manila para castigar a japoneses revoltosos y le enviaba las leyes japonesas que en casos similares se aplicaban y que los españoles siempre juzgaron de excesiva dureza. Daba la bienvenida al nuevo gobernador, se alegraba de que continuara la comunicación comercial con el Kantó y terminaba la carta con la expresiva frase de Los padres son tratados con simpatía y buena voluntad[6].   El Sr. Lera sitúa tras esta embajada la concesión del shogún Hidetada de permisos para que pudiesen fondear en cualquier puerto de Japón los galeones de viaje a Acapulco con problemas en la navegación; transcribe, incluso, el texto de uno de esos permisos con fecha de noviembre de 1609. Estos permisos, también llamados chapas por los hispanos castellanizando la denominación japonesa, habían sido usados ya por el galeón Espíritu Santo en 1602, cuando por fuerza había tenido que refugiarse en un puerto japonés; desde entonces los galeones de Acapulco llevaban consigo uno de estos permisos o chapas para mayor seguridad; el que reproduce Lera del 2 de noviembre de 1609 debió estar más relacionado con la llegada de los galeones San Francisco y Santa Ana a las proximidades de Yedo y a Bungo respectivamente a finales de ese verano que con la gestión del capitán Juan Bautista Molina.   El 25 de julio salieron de Cavite los galeones San Francisco, Santa Ana y San Antonio con las mercancías y despachos que los hispanos de Filipinas enviaban a Acapulco[7]. Juan Cevicós era el capitán y maestro del galeón San Francisco, en el que viajaba Vivero y Velasco de regreso a México, y como capitán del Santa Ana iba Sebastián de Aguilar. A la salida de Cavite, a la altura de Maribélez, el San Francisco, que era la capitana, se separó de los otros dos a causa del mal tiempo. Poco después se separaron también los otros dos galeones y el San Antonio, que era la nao almiranta, consiguió llegar a Nueva España. El Santa Ana tuvo que tomar puerto en Bungo, en donde estaba el 13 de septiembre y en donde fue bien acogido merced a los permisos o chapas que llevaban para este viaje.   El galeón San Francisco tuvo peor fortuna. En circunstancias similares al galeón San Felipe trece años antes en Tosa, tras repetidas tormentas el 30 de septiembre se hizo pedazos cerca de Yedo, en el Kantó, pereciendo parte de los tripulantes y perdiéndose mucha mercancía. Otra mucha mercancía se salvó en las playas de la zona; el galeón quedó inservible y los hispanos se salvaron gracias a las autoridades locales japonesas. Rodrigo de Vivero hubo de salir a nado tras estar, como la mayoría de los supervivientes, desde las diez de la noche a las ocho de la mañana del día siguiente colgados de las cuerdas y jarcias del galeón. Se iniciaba, con este naufragio, uno de los momentos culminantes de las relaciones hispano-japonesas.   Ese mismo verano, en julio, el galeón de Macao –el Madre de Dios– enviado anualmente por los portugueses llegó a Nagasaki con sus mercancías y una gestión especial que, en principio, no debía suponer ningún problema. Después de unos incidentes en Macao entre japoneses súbditos del daimyo de Arima y portugueses, las autoridades habían hecho ejecutar a varios japoneses; el capitán del Madre de Dios, Andrés Pesoa, debía informar de los sucedido a las autoridades japonesas de ello, al tiempo que llevaba a cabo su misión comercial. Desde su llegada a finales de julio, como dijimos –mal aconsejado según algunos contemporáneos en cómo debía llevar a cabo la gestión–, fue víctima de diversas intrigas que culminaron, el 6 de enero de 1610, de manera dramática; Andrés Pesoa, antes de entregar la nave a las autoridades japonesas, tras una larga resistencia, prendió fuego al Madre de Dios y murió en el incendio. La quema del galeón de Macán fue un suceso que causó gran impresión en los medios hispano-portugueses y levantó una nueva polémica[8].   Contemporánea a estas desgracias, fue la segunda aparición de los holandeses en Japón. El primero de agosto de 1609 –en octubre el almirante Witter sufriría un descalabro naval en Manila, a la altura de Marivélez, en donde encontró la muerte– llegaron naves holandesas a Hirado y fueron bien recibidos como todos los barcos extranjeros a los que estaban habituados en el sur japonés. La buena acogida que les dieron las autoridades japonesas alarmaron a los hispanos y a los portugueses, en pleno conflicto con el capitán Andrés Pesoa del Madre de Dios. Desde el primer momento, el capitán Juan Bautista Molina y los frailes castellanos rogaron a Ieyasu y al shogún que no permitiesen en sus costas a aquellos súbditos rebeldes de Felipe III, e invocaban para ello la amistad hispano-japonesa[9]. En aquellos momentos, el gobernador Silva armaba la flota que se había de enfrentar a Witter y que iba a romper el verdadero bloqueo del puerto de Manila que estaban consiguiendo los holandeses, como peculiar celebración de unas treguas que los convertían en vencedores de la Monarquía Católica.   Entre las razones que movieron a Rodrigo de Vivero a quedarse en Japón y  no embarcarse en el galeón Santa Ana para proseguir viaje a Nueva España, para visitar a Ieyasu y negociar con él, estaban estos sucesos que el ex-gobernador de Filipinas captó como decisivos para Extremo Oriente.         3. RODRIGO DE VIVERO EN YEDO Y SURUGA.  Los pormenores de la estancia de Rodrigo de Vivero en Japón los narra él mismo en una extensa relación que escribió bastantes años después de los hechos y que, dada su minuciosidad, es presumible que estuviese basada en notas conservadas por el autor y protagonista de la narración. En ella, como en otros escritos de Vivero, aparece la eficacia narrativa de un gran prosista.   El 30 de septiembre de 1609 el galeón San Francisco, tras más de dos meses de navegación e innumerables desventuras, encalló en unos arrecifes en 35 grados de altura”. Desde las diez de la noche de aquel día hasta el amanecer del siguiente, los tripulantes del galeón lucharon contra el mar colgados de jarcias y cuerdas, porque la nave se fue partiendo en pedazos; y el más animoso esperaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar. Al amanecer consiguieron llegar a tierra, unos en maderos, otros en tablas; y los que se quedaron últimamente, en un pedazo de la popa, que fue el más fuerte y el que más se conservó hasta llegar a tierra. Los supervivientes, unas trescientas personas, no habían podido salvar nada del galeón ni sabían siquiera si aquello era tierra poblada o no; los pilotos, fiados de las cartas marinas, decían que aquella tierra no podía ser del Japón pues su cabeza estaba señalada en los 33 grados y medio, mientras que ellos se encontraban a más de 35 grados. Poco después vieron arrozales y tierras cultivadas, y unos campesinos les informaron de que estaban en Japón, con gran alegría de los naúfragos. Los primeros momentos fueron de gran desconcierto; los campesinos de una aldea cercana y pobre, que Vivero llama Yubanda, los ayudaron con ropa y comida; posteriormente supieron que un consejo de la aldea los había condenado a muerte. Pudieron entenderse con aquellas gentes por medio de un japonés cristiano y les hicieron saber que Rodrigo de Vivero era el ex-gobernador de Luzón. El señor de aquellas tierras ordenó que los trataran bien, en particular a Vivero, pero que no dejasen salir a ninguno del lugar. Pocos días después el mismo señor visitó a Vivero, con gran acompañamiento y ceremonia, llevándole como regalo cuatro kimonos, una catana, una vaca, gallinas, fruta y vino de arroz; les prometió alimentos para el tiempo en que se quedaran en su tierra, que fueron en total treinta y siete días.   Vivero envió a la corte japonesa al capitán del galeón, Juan Cevicós, y al alférez Antón Pequeño, tras recibir permiso para ello. Cevicós cuenta[10] que fueron recibidos por los consejeros de Hidetada en Yedo, a los que les expusieron que, habiendo podido arribar a Manila, no lo habían intentado por sernos más cómodo para proseguir el viaje de la Nueva España el repararnos en su tierra; y que viniendo a ella, fiados de su amistad y chapas, nos habíamos perdido; les pidieron también la devolución de la hacienda que los japoneses habían tomado del naufragio. Al día siguiente los consejeros les comunicó el pesar del shogún Hidetada y el agradecimiento por la confianza que habían tenido en su padre Ieyasu y en él; ordenó que les diesen cartas para los bugíos –que son como en España jueces de comisión– enviados al lugar para que les entregasen lo recogido y los dejasen venderla libremente. Más tarde se vio que el contenido de la carta no era como pensaban los españoles, sino sólo que recogiesen y beneficiasen la hacienda que escapase. La orden de entrega a los españoles llegó al día siguiente del regreso de Cevicós y Antón Pequeño a donde estaban sus compañeros, y la traía un enviado de Ieyasu con disculpas por no haberla concedido con anterioridad, culpando a su hijo el shogún del retraso. El 6 de noviembre, al fin, tras un mes de estancia en el lugar, les fue devuelta la hacienda del galeón.   Juan Cevicós –que comienza a mostrarse más crítico que Vivero en su visión de la realidad de las relaciones hispano-japonesas– comenta que hubo muchas sustracciones y robos, a veces ante los mismos españoles, otras con asentimiento de Hidetada, así como que pusieron condiciones en la fijación de los precios de las mercancías; si lo que nos tomaron y nos volvieron –escribía Cevicós– nos lo dejaran libremente vender, como publicaron, sé sin duda que sacáramos arriba de quinientos mil pesos. Vivero reseña la llegada de un enviado de Ieyasu y de su hijo el shogún con disculpas y órdenes de devolución de la hacienda, pero pasa por alto estas sustracciones, sin duda anécdotas menores para su análisis de la situación. Su versión, además, perfila mucho más el asunto. La entrega de la ropa salvada a los hispanos la presenta como un favor del shogún; según las leyes de Japón, todo lo que salía a tierra procedente de un naufragio, ya fuese japonés o extranjero, pasaba a propiedad del shogún; en el caso del San Francisco, éste se lo entregaba a Vivero como gracia personal. Entre los naúfragos se discutió sobre la validez de la concesión y el derecho del ex-gobernador de Filipinas a hacerse cargo de todo; aunque era el tiempo más estrecho de mi vida –escribió luego Vivero–, y no faltaban opiniones favorables de mi parte, lo entregó todo al capitán Juan Cevicós para que volviese aquellos géneros y mercadurías a Manila, o su procedido, y lo entregase a quien de derecho perteneciese. Quizá sea en estos momentos mismos cuando surgieron las discrepancias entre Rodrigo de Vivero y Juan Cevicós; aunque no se nombraron el uno al otro de forma ofensiva, sí defendieron posturas opuestas con ardor. Ambos fueron los más claros exponentes de los dos grupos antagónicos en que se comenzaba a dividir el que llamáramos partido castellano mendicante.   El emisario trajo también la invitación para que Rodrigo de Vivero pasara a la corte de Yedo y de Suruga. La corte de Hidetada, en Yedo, estaba a unas cuarenta leguas del lugar del siniestro; en la ciudad que Vivero denomina Hondaque –quizá la ciudad de Odaki, cerca de Katsuura, ciudad cercana al lugar del naufragio–, recibió la invitación del señor de la tierra para visitar su palacio; lo describe someramente y alaba su fortaleza, a pesar de ser uno de los señores más modestos del Japón. Fue bien acogido y hospedado en el trayecto y en la ciudad y corte shogunal –en donde se quedó ocho días– fue recibido por una gran multitud. Muchos notables japoneses visitaron al ex-gobernador hispano y la afluencia continua de gente obligó a las autoridades japonesas a poner guardias en la casa en donde lo alojaron. Hidetada lo recibió con la magnificencia y ceremonia que tantas veces admirara a los occidentales, con palabras afables y alentadoras; le preguntó con interés sobre asuntos de navegación, le regaló doce catanas y diez cuerpos de armas y le dio permiso para pasar a Suruga, ciudad en donde estaba la corte de Ieyasu. La ciudad y el palacio del shogún impresionaron a Rodrigo de Vivero; las describió minuciosamente, como luego hizo con otras ciudades y palacios que visitó.   A Suruga llegó a finales de noviembre; también acudió mucha gente atraída por la novedad de los extranjeros. Durante la semana de espera para la recepción en el palacio, Ieyasu le envió regalos a diario, así como algún criado que hablase con él de cosas de España, de su rey y de otros asuntos similares. A las dos de la tarde de un día de primeros de diciembre fue conducido al palacio de Ieyasu y dos secretarios concretaron el protocolo. Vivero expuso lo que creyó conveniente para salvar las viejas desconfianzas en torno al reconocimiento y vasallaje: les resaltó la imposibilidad de que los hispanos pudieran dar reconocimiento a un rey diferente al rey de España. El ex-gobernador dio mucha importancia a esta exposición de principios, de alguna manera, y recomendó que se cuidara mucho su traducción; los secretarios así lo debieron hacer, pues durante media hora Vivero esperó en la antesala del viejo Tokugawa antes de que éste le recibiera para hacerme la mayor merced y honra que jamás se había hecho a nadie en aquellos reinos. Merece la pena recoger el discurso elaborado pro Vivero para la ocasión, aunque algo extenso y prolijo por su carácter modélico de alguna manera:   Le referí que el rey don Felipe, mi señor, había honrado con servirse de mí en el gobierno de las Filipinas; y que volviendo a darle cuenta de lo que a mi cargo estuvo, –sin ser la derrota llegar a Japón ni con muchas leguas, como sería posible que nunca llegase otro de mis sucesores que fuese tan desdichado–, la nao en que venía, con una tormenta recia, violentada de la fuerza del viento y de las corrientes, había venido a dar a unos arrecifes y peñas en la costa de Japón, donde se hizo pedazos. Y los que escapamos de ella salimos en maderas y tablas, juzgando que estábamos en alguna isla despoblada, hallándonos después gozosísimos de que fuera tierra de Japón y donde reinara un rey tan grande y tan piadoso para los forasteros. Pero aunque en esto se nos había mejorado la suerte, estaba claro que hombres desnudos y a quien la fortuna había echado allí sin dejarles más que la vida, y esa a voluntad del Emperador, que cualquier gracia que se les hiciese era estimable. Y que yo, como uno de ellos y que había estado con nombre de cautivo tantos días, no cabía en razón que pusiese demanda y pleito a la cortesía que me quisiese hacer quien en habérmela hecho de la vida me había honrado tanto. Pero advirtiese que por dos caminos me podía recibir y tratar el Emperador; el uno como a un caballero particular que en su reino se perdió, y el otro (como) a criado de mi rey y que tan próximo había representado su persona. Que en el primer camino no se me ofrecía qué dificultad pues para lo que yo por mi solo merecía, cualquier honra que su alteza me hiciese me sobraba de ancha. Pero que determinándose a tratarme como a criado y ministro de mi rey, que todavía tenía que pensar. Porque el rey don Felipe, mi señor, era conocidamente el más poderoso y mayor rey del mundo, pues sus monarquías e imperio se extendían por toda la India Oriental y por lo demás del Nuevo Mundo, sin lo que en Europa poseía, con que se habían tenido por grandes sus antecesores. Y que siendo amigo suyo el Emperador, como profesaba serlo, todo lo que esforzase y llevase adelante esta amistad y su conservación, sin interrumpirla por dejar de hacer merced a los vasallos y criados de mi rey, entendía yo que su alteza lo procuraría, sin embargo de que por mi parte aseguraba que de cualquier manera que me tratase me hallaría muy favorecido y honrado.   Se intercambiaron frases diplomáticas y amigables, Ieyasu ofreció a Vivero lo que le pidiese y presenciaron juntos tres recepciones oficiales, dos a nobles japoneses y una a fray Alonso Muñoz, comisario de los franciscanos, portador del presente de la nave de Manila, todo con un ceremonial lleno de muestras de sumisión y en silencio. Según la costumbre japonesa, Rodrigo de Vivero no trató directamente con Ieyasu los asuntos de interés, sino en sucesivas entrevistas con un secretario al que Vivero llama Consecundono. El resumen, fueron las tres peticiones que Vivero envió por escrito a Ieyasu: A. Protección y libertad para los religiosos, muy queridos por el rey de España. B. Mantener la amistad entre el rey de España y el de japón. C. Expulsión de Japón de los holandeses, enemigos del rey de España y ladrones.   Al día siguiente de estas peticiones Ieyasu respondió afirmativamente a las dos primeras solicitudes, pero no accedió a la expulsión de los holandeses por tener ya empeñada su palabra con ellos. Ofreció, sin embargo, una nave a Rodrigo de Vivero para volver a Nueva España, así como el dinero necesario para ello, tres mil taes que el ex-gobernador rechazó por no obligarse a una costosa correspondencia. En aquel momento pensaba llegar a Nueva España en el Santa Ana, todavía en Bungo. El secretario de Ieyasu pidió a Vivero que enviasen los hispanos a Japón algunos mineros para la explotación de sus minas de plata; de alguna manera, el viejo proyecto diseñado por Ieyasu y Jerónimo de Jesús parecía volver a poder desarrollarse, una vez se había normalizado la base de aquel proyecto, el navío anual de Manila al Kantó. Vivero respondió con prudencia a esta petición explicándole que debía conocer la voluntad del rey de España antes de prometer nada al respecto.   Ya en la ciudad de Meaco, residencia del mikado, otra vez por encargo de Ieyasu un principal de la ciudad y unos ricos mercaderes ofrecieron a Vivero una nave para volver a Nueva España, con la única condición de traer a la vuelta mercaderes y abrir una ruta comercial que a ambas partes favorecería. Tal vez por entonces decidiera el ex-gobernador de Filipinas aprovechar aquella situación excepcional que se le presentaba, y en aquellas circunstancias también excepcionales. El 24 de octubre se había dado un gran combate naval hispano-holandés que puso fin a un verdadero bloqueo de Manila que Molina calcula de cinco meses[11] y que debía seguirse en Japón con excepcional interés por japoneses, holandeses e hispano-portugueses. El virrey de México, marqués de Salinas, justifica que su sobrino no embarcase en el Santa Ana y decidiese quedarse en Japón al enterarse de cómo el emperador del Japón trataba de dar puerto y entrada en su tierra a los holandeses, a que asistían allí dos navíos de ellos, de los que fueron sobre el Maluco, y para procurar impedirlo y el daño que a la mar del Sur le podría venir haciendo allí pie esta gente[12]. Fuera la que fuera la razón, Rodrigo de Vivero aceptó finalmente el ofrecimiento de la nave, a condición de que estuviera lista y aviada para el viaje antes de un año.   Y comenzó una intensa actividad negociadora, con un proyecto de capitulaciones entre España y Japón que llevan fecha del 20 de diciembre de ese año de 1609, año tan denso de episodios relevantes para la Monarquía Católica de Felipe III; dos meses después de aquel combate naval de Silva contra Witter que ya tenía que ser conocido en Japón por avisos recientes; aunque no se mencione expresamente tal vez por parecerles un incidente más de aquel enfrentamiento sin duda mítico en la oralidad de los medios marineros y comerciales de Extremo Oriente.     4. GESTACIÓN DE LA EMBAJADA DE ALONSO SANCHEZ A ESPAÑA.  Rodrigo de Vivero decidió aprovechar aquella ocasión única. Para entonces ya estaba a su lado el franciscano sevillano Luis Sotelo, llegado a Japón tres años antes y que iba a ser el mayor entusiasta de una amplia alianza hispano-japonesa, a la consecución de la cual dedicaría el resto de su vida. A él le encargó Vivero, con el permiso de Alonso Sánchez, en las Navidades de ese año de 1609, llevar a Ieyasu una carta del ex-gobernador en la que le comunicaba que, a pesar de no llevar poderes del rey de España para tratar aquellos asuntos de tanta envergadura, sabía que a su rey le agradaría la correspondencia entre Japón y España con algunas condiciones; con la carta le enviaba unas posibles capitulaciones sobre las que negociar. Luis Sotelo debía recoger también una carta de Ieyasu que pudiera servir para negociar en la corte hispana aquel proyecto.   La primera redacción de las capitulaciones de Vivero es muy extensa y trata de tres puntos fundamentales: comercio Japón/Nueva España, técnicos para la minería de la plata y expulsión de los holandeses[13]. En cuanto al comercio, destaca la petición de que los productos hispanos pudieran venderse sin ponerles pancada ni tasas. Trato aduanero de favor, pues. Sobre el envío de mineros, Vivero se comprometía a gestionar el envío de cien o doscientos, con condición de que de los tales sea la mitad de la plata que se sacare, y de la otra mitad se hagan dos partes, una para Ieyasu y otra para el rey de España; tal un contrato campesino de aparcería; esto para las minas que descubrieran los hispanos, pues para las ya descubiertas debían concertarse éstos con los dueños de la mina. En los pueblos mineros debía haber sacerdotes y representantes del shogún y del rey de España; sobre los españoles tendría jurisdicción el embajador y otras autoridades hispanas que estuvieran en Japón. Ofrecía Vivero que, si Ieyasu le daba chapa y provisión real con expresa declaración de los diversos puntos y de que los llevase a la corte española, se obligaba a tratarlo con Felipe III y en dos años enviar respuesta y conclusión de todo.   Es admirable la modernidad de planteamientos desplegados por hispanos y japoneses, que muy bien hubieran podido transformar las prácticas coloniales al uso. Y hasta el devenir histórico, de alguna manera, si fuera permitido pensarlo así, mero futurible histórico.   Luis Sotelo debió cumplir su misión ante Ieyasu con eficacia y entusiasmo; a mediados de enero, Ieyasu había determinado enviarle por embajador al virrey de México y a España con cartas, presentes, capitulaciones y asiento de paz y trato entre Nueva España y Japón, a la vez que ordenaba armar una nave que habría de salir para allá en mayo o junio[14]. El 21 de enero Sotelo estaba de nuevo en la corte de Ieyasu para asesorar en la redacción de las cartas, papel, estilo diplomático, etc. Las cartas para España se dirigieron al duque de Lerma y aún se conservan en el Archivo General de Indias de Sevilla, con una elegante y sobria traducción del Dr. Hidehito Higashitani[15]. El texto hace referencia únicamente al comercio hispano-japonés entre México y Japón con dos frases: El ex-gobernador de Luzón trató de que venga navío de Nueva España a Japón. Le declaro que dicho navío puede venir a cualquier puerto de japón con toda libertad. Ese era el motivo de la embajada para Sotelo: asentar las paces con el rey de España y establecer comercio entre Japón y México.   De más interés que las cartas en sí son las capitulaciones que Ieyasu ofreció –contrapropuesta de las enviadas por Vivero– para que se negociasen en México y Madrid. Se referían únicamente al comercio, ofreciendo libertad de elección de puerto y escala para los galeones de Manila a Acapulco. En un apartado, una breve referencia a los religiosos: se les consiente estén donde quisieren en todo Japón. Nada se decía de los mineros –las condiciones eran algo leoninas, a simple vista– ni de la expulsión de los holandeses de sus tierras.   Mientras Luis Sotelo llevaba a cabo esta negociación, Rodrigo de Vivero, a finales de diciembre, se embarcó en Osaka hacia el sur, hacia Bungo, en un viaje por muy lindos lugares; llegó allá poco después de la quema del galeón de Macao –el 6 de enero de 1610. Portugueses e hispanos de Filipinas –Cevicós, el gobernador Silva– juzgaron el hecho como un acto mezquino; si no del propio Ieyasu, sí de algunos notables japoneses que confundieron con sus indicaciones a Andrés Pesoa y le enemistaron con el shogún y con Ieyasu. Rodrigo de Vivero, sin embargo, se atuvo a la explicación oficial; además de lo visto, a Sotelo en la corte japonesa le habían dado también satisfacción del suceso de la nao de Macán, y cómo la culpa había sido de los portugueses.   Años más tarde, Rodrigo de Vivero recordaría aquellos sucesos. Recordaba que Ieyasu le había escrito una carta a raíz de la quema del galeón portugués, y le había rogado volver a la corte para tratar sobre aquello, así como del asunto de los mineros y sobre los holandeses. Ello significaba perder la oportunidad de embarcarse en el Santa Ana; la carta que escribió a Ieyasu a primeros de marzo y al capitán del galeón hispano Sebastián de Aguilar dejan en claro, sin embargo, que aquel decidió su permanencia en Japón y aceptar la oferta para viajar en la nao que Ieyasu aprestaba para enviar a Nueva España en esos momentos.   Así se lo comunicó a Ieyasu en la citada carta del 8 de marzo. La nave que estaban aprestando para este viaje en Yedo había sido construida bajo la dirección de William Adams y estaban equipándola con una tripulación experta –Vivero cita entre ella al piloto Juan de Bolaños–, así como con japoneses que debían aprender la ruta. Le pusieron el nombre de San Buenaventura. En ella iría la embajada de Luis Sotelo, ahora reforzada por la presencia de Vivero, mayor garantía para el éxito comercial de la operación. La decisión tomada por Vivero la justificó así: Asegurar a Vuestra Alteza el gusto con que en Nueva España serán recibidos sus criados y vasallos, y que saliendo esa nao sin persona de respeto y autoridad se podría poner esto en duda; y porque los marineros y pilotos, llevándome por su cabeza, harán su viaje derecho y como conviene[16]. Era una muestra también de agradecimiento a Ieyasu por la buena acogida y alegró al Tokugawa, que ya se lo había pedido a través de algunos notables en su corte de Meaco con anterioridad.   Pero había otra razón más poderosa, que es la que hará llegar al virrey de México –a través del capitán Aguilar–, a Felipe III y la que da en la relación posterior. La nota al capitán del Santa Ana es escueta: Me hallo, a pena de mal criado de mi rey, obligado a volver a la corte del emperador (Ieyasu) a tratar de que los holandeses se despidan de su reino, causa gravísima a su real servicio[17]. Aún no se conocía la tregua hispano-holandesa de abril de 1609, pero la agresividad holandesa que la acompañó –la tregua se aplicaba en Extremo Oriente con un año de retraso con respecto a Europa– era llamativa. El capitán Aguilar salió de Usuki el 17 de mayo sin Vivero, por lo tanto, y llegó a Nueva España el 7 de octubre con los avisos de lo sucedido en Japón y de las negociaciones de Vivero[18].   En la corte de Ieyasu de nuevo, en Suruga, Rodrigo de Vivero trató personalmente de lo ya acordado con Sotelo, sin ningún progreso nuevo en las capitulaciones. Alonso Muñoz se encargó, finalmente, de hacer llegar a Madrid la embajada de Ieyasu a Felipe III; Luis Sotelo seguiría en Japón. Se llegó a un acuerdo también sobre el San Buenaventura y los cuatro mil ducados que fueron necesarios para aviarla; la cesión fue en concepto de préstamo, con orden –escribía Vivero– que si a mi me pareciese venderla acá se vendiese y le enviase empleado su procedido. La idea de Vivero y de Ieyasu era, sin embargo, que la nave retornase con mercancías y se abriese ruta comercial permanente entra Japón y Nueva España. Los veintitrés japoneses que se embarcaron en el San Buenaventura, capitaneados por Tanaka Shosuke y Shuya Ryusay, debían ilustrarse en los usos de la mar y comerciales de los hispanos.   Estos conciertos terminaron el 4 de julio de 1610[19] y el San Buenaventura salió de Yedo el primero de agosto; tras una navegación sin incidentes llegó a Matachel, en la boca de las Californias, el 27 de octubre. Vivero se quedó en México, recién nombrado conde del Valle y gobernador de Panamá; Alonso Muñoz continuaría su viaje a Madrid, con los proyectos esperanzadores para un régimen político que intentaba reciclar su política exterior con urgencia; y que veía en Oriente y en el Mediterráneo –la expulsión de los moriscos había sido firmada simbólicamente el mismo día de abril que la tregua de los 12 Años con los holandeses– un buen escenario para recuperar la reputación perdida en la guerra del Norte.       5. RODRIGO DE VIVERO Y JUAN CEVICÓS, DOS POSTURAS ENFRENTADAS.  Juan Cevicós, llegó a Japón con Rodrigo de Vivero como capitán del galeón San Francisco; fue el encargado de comunicar a Hidetada el naufragio y, más tarde, de hacer llegar a Manila lo que se había podido recuperar de la hacienda del San Francisco. De Yedo pasó a Nagasaki para embarcarse desde allí para las Filipinas, y la quema del Madre de Dios y muerte de su capitán Pesoa en enero de 1610 sucedió estando él en Osaka. Finalmente, consiguió embarcar en Nagasaki en marzo de ese año después de seis meses por el país. Como había sucedido con otros capitanes de las naves naufragadas en Japón –Matías de Landecho o Lope de Ulloa–, este episodio debió influir en la dureza de juicio hacia los japoneses. De regreso a Manila, Cevicós fue apresado por los holandeses; liberado a continuación tras otro combate naval, llegó a Manila a principios del verano[20]. La extensa relación que redactó en Manila a raíz de estos sucesos, le convierten en otro lúcido analista de las relaciones hispano-japonesas, a la altura de Vivero pero opuesto a sus tesis. Suponía una escisión en las filas de los castellano-mendicantes, con intereses comerciales de fondo también.   Con anterioridad a la llegada a Manila de Cevicós, el gobernador Silva recibió los avisos de Japón por Juan Bautista Molina; había ido el verano de 1609 con el navío anual hispano y también había pedido a Ieyasu la expulsión de los holandeses de sus tierras, en atención a la paz asentada; él fue el que trajo el resumen más conciso de aquella presencia: los holandeses tenían factoría y habían prometido llevar a Japón tres naves anuales, así como gente de guerra y armas[21]. Estas ofertas, paralelas al bloqueo de Manila de Witter del otoño de 1609, eran la repercusión directa en Extremo Oriente de la política agresiva de la Compañía de las Indias Orientales frente a las concesiones de Oldenbarnevelt en las treguas ya para entonces asentadas y que habían comenzado a entrar en vigor también para Oriente en la primavera de 1610.   Como unos quince años atrás, en tiempo de Gómez Dasmariñas, se volvió a insistir en la petición de refuerzos a la corte hispana y se aceleraron los trabajos de fortificación de Manila. El gobernador Silva lo expresó de forma dramática: Como vuestra majestad no envía armada tiene muy perdido el crédito en estas partes, escribía en el verano de 1610[22]. Y particularmente, los japoneses iban ya desestimando (a los hispanos) y haciendo mucha estima de los holandeses. Un incidente enojoso –con su fuerte simbolismo, muy eficaz en medios populares fronterizos como aquellos– debió ser muy comentado; un barco japonés había llegado a Manila con una bandera japonesa en la popa y escrito en flamenco viva Holanda[23]. El gobernador de Filipinas decidió no enviar ese año el navío anual a Japón, aunque sí preparó un presente y las cartas habituales a los Tokugawa, que habría de llevar Juan Cevicós, el capitán del desaparecido galeón San Francisco.   Las cartas del gobernador Silva concretaban sus peticiones en tres puntos claros: A. Pedía la expulsión de los holandeses de los puertos de Japón; no podían cumplir su oferta de llevar a Japón seda china y otras mercancías si no era robando a los comerciantes que iban a Manila, pues ni en Holanda ni en China las podrían conseguir. B. Pedía que las mercancías hispanas que iban a Japón se vendieran libremente –sin pancada– como hacían los japoneses que iban a Manila. C. Pedía que los japoneses no trajesen plata a Filipinas para comprar seda porque las encarecían hasta un ciento por ciento; si deseara seda para sí o para sus criados, podían enviar plata y se les haría la compra en Manila.   Entretanto, Rodrigo de Vivero perfilaba, en los días mismos de su estancia en Japón, un nuevo plan de actuación de los hispanos más ambicioso para Extremo Oriente, en el que la nave de comercio  anual del Japón debía de pasar a Nueva España, a Acapulco. Criticaba el navío anual de Manila a Japón por servir más a los intereses de los particulares que de la corona y por estar desaprovechado su potencial comercial, por lo tanto; la afluencia de japoneses a Manila era peligrosa para la ciudad y provocaba la salida hacia China de la plata generada por ese comercio[24]. De alguna manera, coincidía con las tesis jesuítico-portuguesas aunque por motivos contrarios. Estas propuestas habían de llegar a la corte hispana con el embajador Alonso Muñoz.   Para el ex-gobernador de Luzón el Japón era más importante que las mismas islas Filipinas, y aún la mayor empresa que vuestra majestad tiene en estas partes mantener su amistad y alianza[25]. Y aducía varias razones para ello:   A. El bien espiritual, pues era imposible mantener y acrecentar la cristiandad sin la amistad de los Tokugawa. B. El bien del rey de España, pues con su amistad podrían llevarse a cabo conquistas nuevas en Asia, en Corea y luego en China. C. Era fundamental para la navegación del océano Pacífico la amistad del Japón –así como que no la asentasen con los holandeses–, como punto de apoyo para la navegación Manila/Acapulco, de manera que podía prescindirse de la jornada organizada para buscar las Islas Rica de Oro y Rica de Plata, posible escala de aquella navegación. D. Se podría mantener más fácilmente el Maluco que desde las Filipinas, por las inmejorables condiciones para construir barcos en puertos japoneses y por lo barato del hierro, jarcias, cables, salitre o arroz; la especiería del Maluco, llegaría más fácilmente a Nueva España a través de Japón. E. El comercio entre Nueva España y Japón canalizaría el oro y la plata japonesas hacia México con más beneficios que el obtenido con el comercio entre Japón y Manila.   A esta postura de Rodrigo de Vivero había de oponerse con rotundidad Juan Cevicós. Para el capitán del siniestrado galeón San Francisco la idea de Vivero era descabellada: Tan solamente… se puede llevar del Japón hierro, cobre y plomo… Pero esto, ¿quién no ve que resulta en menoscabo de los reales derechos que en España se pagan de lo que allá pasa a las Indias y en daño de los más próximos y necesitados vasallos de vuestra majestad cuales son los de Castilla?[26]. El tono de la réplica de Cevicós a los planes de Vivero tenía tono polémico y se enmarcaba en la disputa hispano-portuguesa; al radicalizarse para contrarrestar el excesivo castellanismo de Vivero, Cevicós –en principio defendiendo los intereses de los hispano-filipinos frente a los novo-hispanos– se aproximaba a las tesis portuguesas: De lo que el Japón carece y de lo que principalmente tiene gasto en aquel reino es de sedas y otros frutos de la China, los cuales se pueden llevar hasta la cantidad que sea necesaria y tenga salida con alguna ganancia, o por Macán solamente, como los años atrás se hacía, o solamente por Filipinas, caso que de Macán no fuesen. Pero si llevan por entrambas partes, además de que serán las ganancias más tenues, dase ocasión al Japón –respecto de ser naturalmente tirano, violento y cruel– para que desestime y haga demasías a los que de entrambas repúblicas fuesen a su reino.   Con argumentos estrictamente comerciales –tan diferentes a los de Vivero, más amplios y políticos– Cevicós terminaba recomendando el monopolio de Macao por la sencilla razón de que allí la seda era más barata que en Manila y el tráfico podía resultar más rentable. Y abiertamente sugería la cancelación de la ruta comercial entre Manila y Japón; los abastecimientos de harinas, clavazón, cobre o salitre podían llevarse de China; por experiencia –su experiencia personal primaba en este argumento–, los puertos japoneses no servían de escala para la navegación a Acapulco; en la predicación de Japón era mejor la presencia única de los jesuitas; los japoneses eran peligrosos para las Filipinas, y tanto más lo serían cuanto mayor fuera el trato, como se había visto en otros lugares de Asia. Podría hablarse de una escisión en el partido castellano-mendicante, de alguna manera, y hasta el Consejo de Portugal recomendó el informe de Cevicós en el momento en que llegaba a señalar la conveniencia de que las Filipinas pasaran a la corona de Portugal[27].               [1] Morga, op. cit. p. 166. Colin, op. cit. p. 153. A.G.I. Filipinas, legajo 7, ramo 2, número 82. Carta de Rodrigo de Vivero al rey de 8 de julio de 1608. R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Copia de la relación de don Rodrigo de Vivero de 1610. Sobre Adams, Lera, op. cit. p. 442, así como las cartas de Vivero de esta embajada, pp. 442-443. Sobre este problemático viaje se tratará más adelante. [2] Lorenzo Pérez, Apostolado y martirio del beato Luis Sotelo en el Japón, en Archivo Iberoamericano, noviembre/diciembre, 1924, nº 66, pp. 327-383. [3] Lera, op. cit. p. 443. [4] A.G.I. Filipinas, legajo 173, ramo 1, número 1. Copia de un capítulo de carta de la Audiencia de Manila al rey de 8 de julio de 1608. [5] R.A.H. Colección Muñoz, tomo X, folios 3-57. Manuscritos 9-4789. Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco, que se halló en diferentes cuadernos y papeles sueltos, de lo que le sucedió volviendo de gobernador y capitán general de las Filipinas y arribada que tuvo en Japón…, en copia de Muñoz. Sola, op. cit. pp. 290-337. [6] Lera, op. cit. p. 444. [7] Los acontecimientos que siguen los narra con amplitud Vivero en la citada Relación… [8] En R.A.H. Manuscritos 9-2666, hay gran cantidad de documentos procedentes de medios jesuítico-portugueses sobre estos momentos. Una detallada descripción del suceso, A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación de Juan Cevicós de 20 de junio de 1610. También Juan de Silva, en carta al rey de 16 de julio de 1610 narra el incidente, A.G.I. México, legajo 2488. [9] A.G.I. México, legajo 2488. Relación sobre la penetración de los holandeses en Japón, de 1610, anexo a carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [10] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas de Japón, por Juan Cevicós, de 20 de junio de 1610. [11] Op. cit. p. 107. [12] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 7. El marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [13] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 13. Capitulaciones con el emperador del Japón de 20 de diciembre de 1610. También las evoca Vivero en su relación citada. [14] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, números 22 y 23. Certificación de las cartas que han de traerse a España, a petición de fray Luis Sotelo, de 17 de enero de 1610 y traducción de las cartas de Ieyasu y de Hidetada hecha por fray Luis Soltelo de 27 de febrero de 1610. [15] A.G.I. Varios, 2 bis (procedente de Ibid., Filipinas, legajo 193). Originales de las cartas enviadas por Ieyasu y Hidetada al duque de Lerma. [16] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 18. Copia de carta de Vivero… [17] Ibid., número 16. Traslado de carta de Vivero… [18] A.G.I. México, legajo 73, ramo 2. Carta del fiscal Juan de Paz al rey de 31 de diciembre de 1610. Ibid., legajo 193, ramo 1, número 7. Carta del marqués de Salinas al rey de 20 de octubre de 1610. [19] Lera, op. cit. p. 445. [20] En un discurso impreso de 1628 de Cevicós en respuesta a una carta atribuida a Luis Sotelo y publicada por fray Diego Collado, la mayoría de los datos biográficos de Cevicós. Hay una copia en R.A.H. Manuscritos, 9.2666, folios 77-94. [21] A.G.I. México, legajo 2488. Exposición sobre la penetración de los holandeses en Asia y cartas de Juan de Silva de 16 de julio y 5 de septiembre de 1610. [22] A.G.I. Filipinas, legajo 20, ramo 2, número 83. Carta de Juan de Silva al rey de 16 de junio de 1610. [23] A.G.I. México, legajo 2488. Carta de Silva al rey de 16 de julio de 1610. [24] A.G.I. Filipinas, legajo 193, ramo 1, número 14. Copia de carta de Rodrigo de Vivero al rey de 3 de mayo de 1610. [25] R.A.H. Colección Muñoz, X, folios 98 vto.-104, Manuscritos 9-4789. Copia de carta de Vivero al rey de 27 de octubre de 1610. [26] A.G.I. Filipinas, legajo 4, ramo 1, número 8. Relación del estado y cosas del Japón por Juan Cevicós de 20 de julio de 1610. [27] A.G.I. filipinas, legajo 4, ramo 1, número 10. Consulta del Consejo de Portugal de 25 de enero de 1612.

Emilio Sola 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 emajada, galeón San Francisco, galeones, holandeses en Japón, naufragios, piloto inglés Adams, Rodrigo de Vivero
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