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RELATO / GUIÓN 1 UCHALÍ, EL CALABRÉS TIÑOSO, UN TRIUNFADOR MODERNO.

Un joven calabrés, esclavo de los turcos, consigue convertirse en un exitoso corsario primero, y luego en rey de Argel y almirante de la flota otomana. Decían de él que, una vez airado, nadie lo podía calmar. Archivos Adjuntos RELATO GUION 1 UCHALI (2 MB)

Emilio Sola 4 marzo, 2020 3 mayo, 2020 13 relatos, cine corsario, guión 1, Uchalí
Se equivoca usted señora, esto no es vicio sino contracultura

Este grupo está dedicado a la Prensa Marginal de los años 70s, 80s y en adelante, fanzines, papeles que volaron de las alcantarillas, elaborados en el extrarradio de la cultura oficial.  

rajkuter 4 noviembre, 2019 4 noviembre, 2019
Herejía y subversión de Jean Duvignaud

Comentario bibliográfico. Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia de Jean Duvignaud La primera edición de Héresie et subversión apareció en 1973 en un marco socioeconómico y cultural bullente para Francia. El mayo del 68 había supuesto la puesta en marcha de mecanismos ideológicos disruptivos como el feminismo, veganismo, socialismo académico, nouveaux philosophes o estructuralismo que carecieron de la fuerza práctica, pues tanto en el Elíseo como en Matignon los representantes del gaullismo siguieron sin detraer su posición desde el encumbramiento de la V República. Jean Duvignaud impartía clases de sociología en la Universidad de París VII en los años setenta. Esta posición profesional le permitió conocer el ambiente y fragor de las nuevas proclamas políticas e ideológicas que revigorizaban los procesos estudiantiles y los movimientos culturales in illo témpore. Esta efervescencia es la que conduce a Duvignaud a preguntarse por el concepto de anomia. En un sentido etimológico, se trata de la negación del nomos, esto es, de la ley positiva o natural. Sin embargo, a un intento de lex artis el profesor parisién ahonda en el pensamiento filosófico francés para colacionar el vocablo desde sus bases. El primero en aproximar al concepto fue Jean-Marie Guyau (1854-1888) que en un impulso por superar la moral predominante a través de la espontaneidad reconoce la anomia como la eliminación de las certidumbres del hombre contemporáneo, a la vez que se opone al concepto de autonomía kantiano. Su obra Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction apareció en 1885, años antes que Le suicide (1897) de Émile Durkheim (1858-1917). A pesar de reconocer la herencia de Guyau, es la interpretación de Durkheim la que toma Duvignaud para su obra Herejía y subversión (Icaria, 1990). Para Durkheim cuando la sociedad se desestructura hay unas individualidades que manifiestan una necesidad infinita de no admitir ninguna satisfacción, sin embargo no llega a apreciar la mutación atinente a la anomia. Como les ocurriera a Spencer, Comte, Weber o Dilthey no abordan el momento del cambio, el de la anomia. Duvignaud va a establecer una visión más avanzada del término puesto que no es sólo la ausencia de leyes o el mero tránsito de una sociedad a otra que paulatinamente va cobrando consciencia para una nueva reificación social. Duvignaud principia el debate preguntándose por la escasez de criterios en la nueva sociología que ha pasado a ocuparse de los análisis demoscópicos y datos cuantitativos sin plantearse el origen de las corrientes imaginarias o los comportamientos de crisis y fricciones que presentan las sociedades. A la vez, la pretensión de la sociología, como directora del resto de ciencias positivas comtianas, tiene una búsqueda universalista y, como Popper denunciaría, holística[1]. Para Duvignaud la importancia basilar no reside en la sociedad sino en la individualidad, que es quien experimenta la mutación. La mutación o cambio tiene, según Duvignaud tres acotaciones semánticas en torno a la ruptura radical, transformación política y al cambio económico cuyas consecuencias pueden ser infinitas pero que no se perciben, como el capitalismo, que no podemos identificar el momento de su surgimiento aunque sí reconocer sus consecuencias. Por tanto, nos encontramos en que la anomia se identifica a través de cambios o mutaciones que constituyen elementos fundamentales y esenciales de toda vida colectiva. Las sociedades históricas o acumulativas tienen a la vez individualidades anómicas que no están en continua superación sino que son razón de su desbordamiento. Una vez identificado en las individualidades el carácter de la anomia, Duvignaud pasa a disertar sobre la personalidad anómica que marca sin dudas el núcleo de su obra[2]. El mecanismo social elige a individuos según sus exigencias, es decir, según la conciencia colectiva reconoce individualidades en personajes, bien psicológicamente, bien fisiológicamente  por una habilidad en la guerra, en el deporte o en la estética. Al mismo tiempo existe un sentimiento de desigualdad que genera este mecanismo social y desarrolla un mito o ficción que a través del engrandecimiento marca las diferencias entre los hombres. Por tanto, esta suerte de héroes en las sociedades son individuos que la sociedad ha querido escoger. Ciertamente, el imaginario suscita personalidades anómicas que la realidad social ignora como antagonismo a la conciencia colectiva. Hay una afirmación del «yo» individual frente a la parte social, que tampoco ignora, pues entra en la composición del individuo. Según Duvignaud esta ligazón recíproca ad finem es una afirmación de la discontinuidad en la historia que tanto Darwin, Nietzsche, Marx o Saint-Simon vislumbraron pero bajo diferencias sustanciales. Mientras analiza este corolario encuentra en la historia el objeto por el que se reafirma, entendiéndose la historia como «todos los discursos múltiples del conjunto» (acciones, personas, grupos, contradicciones). Lo va a ejemplificar a través de los diferentes discursos surgidos en la Revolución francesa identificando diez tipologías: el discurso político del poder, el discurso contradictorio del poder establecido, el discurso literario académico, el discurso simbólico independiente, el discurso científico, el discurso religioso, el lenguaje obrero, el lenguaje de la vida privada, el discurso interior y el sub-texto. De todas las categorías lingüísticas, es el sub-texto del más «transconceptual»  al ser un pensamiento implícito que está detrás de los tabúes o proscripciones sociales como son la muerte, el sexo, lo sagrado o el trabajo que la tradición estoica-cristiana ha definido como pecado. La parte teórica de Herejía y subversión se abandona en el momento que comienza a ilustrar las personalidades anómicas que justifican todo lo anterior, especialmente por medio de protagonistas de la cultura e historia francesa. El vacío aterra y todo el mundo busca seguridad, así los lenguajes y apariencias artificiales generan lugares confortables donde sentirse seguros, que es lo que hace la academia oficial, los gobernantes y el comportamiento social en general. Solamente aquellos que rompen la máscara y la sublimación artificiosa son los que habitan en el universo de la violencia, la anomia. El «mundo-discurso» colmado de virtualidades en ocasiones es columbrado por herejes que no pretenden destruir el «mundo-discurso» u orden establecido sino que se destruyen a sí mismos. De esta manera aparecen en la literatura personajes, deuteragonistas o actantes que se mueven en el nihilismo como Julien Sorel de Stendhal en Le rouge et le noir o Lucien de Rubempré de Balzac en La comédie humaine. Estos personajes encuentran su existencia en la no existencia, no se oponen a la sociedad o «mundo-discurso», como hiciese Marx, que se opone al capitalismo, sino que no aceptan el «enriqueceos» de la burguesía, la «defensa de las libertades» de los socialistas y demócratas, el «mantenimiento del orden» de los conservadores o la ambición política. Al no aceptar el orden social, no son revolucionarios, no tienen aspiraciones de cambiarlo o reformarlo[3]. Son para Duvignaud promotores del «cesarismo de barricada», la subversión viva de la anti-sociedad. Estos «césares de barricada» están en la realidad social pero son incompletos, en consecuencia, la novela completa la existencia de estos personajes como «la matriz de una experiencia posible en el seno de la conciencia común» y no como mero reflejo de la realidad. Repasando la historia y literatura con personalidades subversivas, atraviesa a Karl Moore, Hölderlin, Nietzsche y Woyzeck hasta desembocar en el movimiento libertario. A partir de aquí, la obra torna por encontrar en los procesos conflictuales de la historia a personajes anómicos cuyas biografías evidencian la acción violenta, el desarraigo, la sinrazón y el exilio. El primero de ellos es François Nöel Babeuf (1760-1797) que por sus ataques animum felleum a la Revolución y al Código Civil de 1804 será guillotinado. Un carácter renuente al académico oficial es Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), donde es inteligible a través de su formación cómo un intelectual puede serlo sin necesidad de educarse en las estructuras del pensamiento establecido, como hizo en su caso Marx; el ser anómico es autodidacta. Otros de los herejes que seducen a Duvignaud son Bakunin, Stirner, James Guillaume, Kropótkin, Louise Michel, Malatesta, Durruti o Emily Henry. Y en la historia se quedaba para aducir las ficciones de las sociedades minadas de simbología para desviar las miradas como hicieran las sociedades teocráticas con el culto a la muerte, la sociedad urbana con la vida cotidiana o la sociedad tecnológica con la admiración por las formas de energía. Duvignon advierte de que siempre han existido seres anómicos en todas estas sociedades, aunque su identificación pasa por diversas expresiones artísticas en la Antigüedad y en las sociedades precolombinas, así como en individualidades culturales como los goliardos en la Edad Media, cuya independencia o insolencia aterraba a los poderes. Recuerda al Barroco, como un término convertido en mito, ideología, visión del mundo y que para entenderlo debemos separar la realidad conflictiva de lo imaginario o cotidiano. No podemos aceptar el Barroco como una imagen concertada y exclusiva del poder como Roma triumphans o las etiquetas de las monarquías absolutistas porque Barraco también fue el engaño en las decoraciones de monasterios e iglesias en Tepotzotlán, la evitación mediante símbolos de conflictos como la «caverna mágica» del teatro barroco o el espectáculo exaltado y voluptuoso de Venecia. El arte barroco ha preparado una imagen instituida del hombre, tenemos que compararlo con la vida común, no sólo ver estilos y motivos decorativos; el individuo puede anticiparse a la experiencia común, que nadie espera, demostrando su carácter anómico. El relato de Suvignaud tiene la pretensión de focalizar en el ethos de algunas individualidades el origen de la anomia. Sin embargo, cuando cree hallarlo, lo encuentra en los relatos imaginarios y fictivos de la novela o teatro. La anomia que él describe como una «zona de turbulencia» no es más que la dialéctica de las identidades o antinomias, no tienen necesariamente que conducir a sociedades en estado larvario. La única sociedad ex novo analizada es la capitalista, y el temor finisecular por el avance de la tecnología y la globalización hace a Suvignaud  padecer las convulsiones de una contingente anomia. La problematicidad de la anomia que maneja Suvignaud es la pérdida del marco referencial de la moral, todos los nombres que circulan en su obra tienen el mismo patrón, son antimorales en ese marco, pero conservan moralidad. Nos encontramos en lo que Charles Taylor define como la «pérdida de horizonte» o «vaciedad del yo»[4] que se manifiesta en la falta de propósitos en la vida y en pérdidas de autoestima. No es casual que la sociedad contemporánea haya pasado de tener fobias e histerias a tener depresiones en los tiempos modernos, no es por la anomia, sino por la pérdida del marco referencial de la moral. Nuestro «yo» debemos percibirlo como un devenir donde siempre «somos», hemos de percibir nuestra vida como una narración donde las herencias y las condiciones presentes explican el «yo». El marco referencial de la moral aporta valor a nuestras acciones morales, por ello los personajes anómicos no pueden inferirse de una individualidad aséptica y hermética, igualmente que el «yo» no es solitario, como podría evocarse en las vidas anómicas, pues para que exista el lenguaje es necesario una comunidad lingüística. Por otro lado, lo que Suvignaud identifica no es anomia sino antinomia, porque no es la ausencia de la ley moral, sino el conflicto entre dos leyes morales. Las personalidades anómicas que describe son inventadas y, al mismo tiempo, morales. Probablemente, conocedor del concepto no lo utiliza para diferenciarse de las antinomias kantianas (matemáticas y dinámicas) en la Crítica de la razón pura[5]. En su interés por precisar la anomia aparece la mutación como el cambio donde todavía no ha encontrado su forma la sociedad pero se revela al descubrirse los hechos anómicos[6]. No puede dejar de plantearnos cómo identificar anomias fuera de la mutación, si la mutación es constante o no o si la mutación no es más que la vida. Asimismo, utiliza a la cultura como una reconstrucción exterior de la cual nunca sabemos en el hombre común su impacto o solicitud[7]; una definición correcta, que, sin embargo, en la exposición considerativa sobre la anomia es constantemente referida a través de la cultura. La violencia, marginalidad, solitud y nihilismo no son más que sedimentos del pasado que evolucionan y reiteran su comportamiento. Lo que Duvignaud considera actos anómicos no identifican necesariamente una anomia, puesto que no existen las anomias salvo constructos teoréticos reportados por la ficción. Las sociedades que mutan son sociedades sujetas a la dialéctica de la vida, a la mecánica cuántica, a la teoría del caos, no a la degradación y a los surgimientos súbditos en cuyo decurso aparecen patrones nihilistas. En todo cambio, revolucionario o no, siempre hay un elemento de la tradición que permanece, bien lingüístico, biológico o psicológico, bien religioso, consuetudinario o moral. [1] Karl POPPER, La miseria del historicismo, Madrid: Alianza, 1981, pág. 96. [2] Aquí Duvignaud rompe con el método funcional manejado por Durkheim, pues incorpora la individualidad como patrón anómico, mientras que su antepasado francés lo vincula a la sociedad colectiva. No olvidemos que Durkheim inicia una aportación al campo metodológico de la sociología en Francia a través de la investigación de datos que «hace escuela», algo que Duvignaud rechaza de la sociología hodierna. Podríamos decir que se cumple una ironía con Duvignaud como personalidad anómica en la sociología francesa. [3] Durante la Revolución francesa se agitan banderas y proclamas (ápud Delacroix) como en cualquier acontecimiento revolucionario, y no es más que un acto colectivo que los seres anómicos no hacen. [4] Charles TAYLOR, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona: Paidós, 1996, pág. 34. [5] Cfr. Immanuel KANT, Crítica de la razón pura, Madrid: Tecnos, 2002 y Moltke S. GRAM, The Trascendental Turn: The Foundations of Kant’s Idealism, Gainesville: University Press of Florida, 1985. [6] Jean DUVIGNAUD, Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomia, Barcelona: Icaria, 1990, pág. 67. [7] Ibídem, pág. 110.

Samuel García Sanz 9 octubre, 2014 8 octubre, 2019 Anomia, filosofía, herejía, nihilismo, sociología, subversión
Banquetes cervantinos.- IV

LAS OLLAS DE LAS BODAS DE CAMACHO Sin lugar a dudas, ningún banquete cervantino es tan conocido como el de las célebres bodas de Camacho (“El Quijote” Parte II, Capítulo XX), cuyo plato principal consistió en una olla, ¡pero qué olla! Leamos: “Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo…, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabría un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase (…) Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo de las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero (…), y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de aquellos solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió: —Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene jurisdicción el hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan. —No veo ninguno —respondió Sancho. —Esperad —dijo el cocinero—. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser! —Y diciendo esto asió de un caldero y, encajándole en una de las medias tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho: —Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora de yantar”. Sobre la vieja olla española podría escribirse un tratado de diez mil páginas, tantas son las letras vertidas en cantar las alabanzas del plato nacional por excelencia, así como los prolijos ingredientes de su propia factura: del arcipreste de Hita al Costumbrismo del XIX, pasando por la Novela Picaresca y los viajeros románticos. En realidad, la tan literaria olla hispana no deja de ser una variedad del guiso más antiguo del mundo, del que nos dice la Biblia que ya usaban los hebreos en sus días más remotos y del que se conocen cientos de versiones diferentes desde las estepas siberianas hasta los confines de África, y desde Egipto hasta el corazón de la frondosa selva americana. Consiste la olla universal, ni más ni menos, que en cocer en agua a fuego lento, dentro de un recipiente metálico o de barro suficientemente capaz en cuanto a volumen (la olla en su sentido de «continente», que en algunos lugares es el caldero), las carnes, legumbres y verduras disponibles en el terruño, aderezando el guiso con sal, con especias y, cuando ello es posible, con una aromática planta liliácea como la cebolla, el ajo o el puerro (mejor, desde luego, la cebolla, que, como leemos en La lozana andaluza, “la olla sin cebolla es boda sin tamborín”); conjunto de ingredientes que conforman la olla en su sentido de “contenido”. Nada más simple, y, si la combinación de ingredientes y el punto de la cocción son los apropiados, nada más exquisito. En El Quijote, como en toda la obra cervantina, encontramos referencias a dos tipos de ollas: la que el autor llama “olla” a secas, a la que cuadra perfectamente la definición que antecede, y la “olla podrida”, que es otro cantar. Ollas a secas fueron aquellas en la que consistió el diario sustento del hidalgo manchego: “una olla de algo más vaca que carnero (…) consumían las tres partes de su hacienda”, o las que Sancho tomaba para cenar: “los que servimos a labradores… a la noche cenamos olla”. Evidentemente, también eran ordinarias las ollas de enfermo, entre las que contamos la que despachan el licenciado Peralta y el alférez Campuzano en “El casamiento engañoso”, así como la mayor parte de las que el sufrido viajero podía encontrar con un poco de suerte en las ventas y posadas de los polvorientos caminos de España; verbi gratia, la olla que el huésped de la venta del Capítulo LIX de la Segunda parte del Quijote (que era venta y no castillo “porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos”) comparte con sus ilustres huéspedes, la cual estaba conformada sencillamente con dos uñas de vaca, garbanzos, cebollas y tocino, esto es, todo lo poco de lo que para uso de boca disponía el humilde ventero, pero que, tan bien conjuntado se hallaba en el vientre de aquella olla, que parecía estar diciendo a Sancho: «¡Cómeme! ¡Cómeme!»: “Llegóse pues la hora de cenar, trujo el huésped la olla (…). Quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio, sentóse en la cabecera de la mesa, y con él el ventero…” Por el contrario, la olla podrida, abuela del “pot-pourrí” francés y del suculento cocido madrileño, es una olla más rica. Así, el Diccionario de Autoridades, que define la olla ordinaria como “la comida o guisado que se hace dentro de la misma olla, compuesta de carne, tocino, garbanzos y otras cosas”, de la olla podrida dice que es “la que se compone de muchos materiales, como son carnero, vaca, pernil, pollos y otras aves y cosas que la hacen muy sustanciosa y regalada”. Reside, pues, la diferencia en una cuestión de grado y de sustancia. De esta precisa manera opera Sancho la académica distinción: “Lo que el maestresala puede hacer es traerme una de estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día.” (Parte II, Cap. XLVII). Y más adelante en el mismo capítulo: “Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podrá dejar de topar con alguna que no sea de mi gusto y provecho”. En conclusión, las ollas de las bodas de Camacho eran ollas podridas, las más podridas de las que tengamos noticias, más ricas incluso que las de los rectores y los canónigos.

Pedro Plasencia Fernández 10 enero, 2018 10 enero, 2018
Banquetes cervantinos III. Un banquete que no fue

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Pedro Plasencia Fernández 4 noviembre, 2017 4 noviembre, 2017
Banquetes Cervantinos III. Un banquete que no fue

UN BANQUETE QUE NO FUE En el Capítulo XLVII de la Segunda Parte de la novela del “Ingenioso Hidalgo”, el bueno de Sancho, recién nombrado gobernador de la Ínsula Barataria, se dispone a regalarse en la mesa con un opíparo banquete, el cual le sirva para desquitarse de la ingesta de bellotas, tagarninas, peruétanos y otras rústicas viandas, que constituían los más de los días la dieta completa de los caballeros andantes y de sus pobres escuderos: “Cesó la música, sentose Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más que aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanco toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Uno que parecía estudiante echó la bendición y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala llegó un plato de fruta delante, pero apenas hubo comido un bocado, cuando, el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarlo Sancho, pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzándole con tanta destreza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara: -No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed, y el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida. -Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas no me harán algún daño. A lo que el médico respondió: -Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida. -Pues ¿por qué? –dijo Sancho. Y el médico respondió: -Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo dice: ‘Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima? Quiere decir: ‘Toda hartazga es mala, pero la de las perdices malísima’” Y así fueron apareciendo por la mesa, tocados por la varita del doctor Pedro Recio de Tirteafuera, e inmediatamente retirados otros exquisitos platos, como conejos guisados (por ser manjar peliagudo), ternera asada y en adobo, u ollas podridas, dejándole comer tan solo al señor gobernador unos cañutillos de suplicaciones (barquillos de oblea) y unas “tajadicas sutiles de carne de membrillo”, en lo que consistió todo el ágape, y que le hicieron añorar al buen Sancho la cebolla el pan y las uvas que por los campos manchegos solía comer en la compañía de su señor don Quijote. Archivos Adjuntos banquetes cervantinos III (15 kB)banquetes cervantinos III (15 kB)

Pedro Plasencia Fernández 25 octubre, 2017 25 octubre, 2017
Banquetes cervantinos II

UN BANQUETE EN CASA DE MONIPODIO Concluida la jornada laboral, la flor y nata de la picaresca sevillana se reúne en el patio de la casa de Monipodio en pleno corazón del barrio marinero de Triana, muy cerca de donde se hallaba la fábrica de bizcochos, o mazamorra, que era el pan de los embarcados, porque al estar cocido dos veces aguantaba más tiempo sin echarse a perder. Allí cuentan y reparten los truhanes el producto de los hurtos cometidos esa mañana, y acto seguido se disponen a almorzar en franca camaradería, luego de sacar para el común una bota de cuero con hasta dos arrobas de vino de Guadalcanal: Lo leemos en la novela ejemplar cervantina Rinconete y Cortadillo: “Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno de ellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada…” La relación de viandas que aparecen en el fragmento cervantino, a falta del pernil de tocino curado (el jamón), constituye un elenco de lo que fue la dieta andaluza, tan apreciada por Cervantes. No podían faltar las frutas, representadas aquí por los cítricos, que por cierto no se comían de postre, sino como entrantes al principio de la colación, porque despiertan el apetito; además de los rábanos y de las aceitunas, que se tomaban habitualmente con pan blanco candeal (en Sevilla, las famosas hogazas de Gandul o de Alcalá de Guadaira), los camarones a la plancha aliñados con lima, los cangrejos cocidos, y una ensalada que en esta ocasión está compuesta por alcaparrones y pimientos picantes (el ají traído de América, antecedente de los pimientos dulces llamados italianos, que solo empezaron a consumirse un siglo después, una vez que se aclimataron al terruño, aunque en todo caso antes que el tomate). De plato fuerte un pescado, que bien podían ser sábalos o albures del Guadalquivir fritos en aceite (antecedentes del pescaíto frito), o como aquí, en casa de Monipodio, el famoso bacalao, prácticamente el único pescado que se consumía en los lugares alejados de la costa, insustituible, junto con las lentejas, los viernes y otros días de abstinencia. No olvidemos el menú de la famosa venta del Capítulo II de la Primera Parte del Quijote: “… acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela”. Como quiera que sea, en la Andalucía del Siglo de Oro apenas se comía carne. Y de postre, queso de Flandes, que no era propiamente queso, sino una torta hecha con almendras, azúcar, yemas de huevo y canela, de mucho consumo en Andalucía. Si bien en otras partes, aunque no de postre sino como plato principal, si era habitual el auténtico queso de oveja de La Mancha, o el famoso Tronchón de Teruel, el queso que el lacayo Tosillos llevó en las alforjas junto con las cartas dirigidas al virrey de Barcelona, y que, como quiera que había trasmitido su penetrante olor a los pliegos, el goloso de Sancho lamió estos con delectación.

Pedro Plasencia Fernández 19 abril, 2017 19 abril, 2017
banquetes cervantinos I

UN BANQUETE SERVIDO A DON QUIJOTE Y A SANCHO EN BARCELONA El caballero don Antonio Moreno alojó en su casa de Barcelona a don Quijote y a su escudero Sancho, dándoles de comer espléndidamente. Entre otros manjares, el generoso caballero hizo servir a la mesa dos exquisitas muestras de la gastronomía española del Siglo de Oro: albondiguillas y manjar blanco, y pudo comprobar lo repulido que el otrora tosco y grosero Sancho Panza se había vuelto en la mesa, merced a los provechosos consejos que su señor le había dado. En el Capítulo LXII de la Segunda Parte de la gran novela cervantina leemos: “Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y cuantos le oían. Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho: – Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigos de manjar blanco y de albondiguillas, que si os sobran las guardáis en el seno para otro día. – No, señor, no es así –respondió Sancho-, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días (…) – Por cierto –dijo don Quijote- que la parsimonia y la limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de granada”. Interesa saber en qué consistían exactamente las famosas albondiguillas y el manjar blanco, tan apreciados por Sancho, con los que don Antonio Moreno quiso obsequiar a sus invitados. Las albondiguillas, como la cazuela de berenjenas o la alboronía, era plato de origen morisco. Parece ser que la mención de este preparado junto con el exquisito manjar blanco en el fragmento que hemos reproducido, es una referencia a cierto pasaje del “Quijote de Avellaneda”. En todo caso, Cervantes nos habla a las claras de la consideración de bocado apetitoso de la que gozaban los esféricos bodoques de carne picada y huevo, pasados por harina, fritos en aceite, y finalmente guisados en salsa. Reproducimos para el curioso la receta de las albondiguillas fritas que nos ofrece el cocinero mayor de Palacio de Felipe III y luego de Felipe IV, Francisco Martínez Montiño, en su magna obra “Arte de cocina”: “Tomarás cuatro libras de pierna de ternera, las dos harás carbonilladas muy delgadas, y golpeadas con la vuelta del cuchillo, y mecharlas muy bien, y echarlas en adobo. Luego picarás las otras dos libras, y sazonarás como para albondiguillas con sus especias, huevos, y tocino, y harás albondiguillas enharinadas con harina, e iráslas poniendo sobre un tablero. Luego pondrás a asar las carbonilladas sobre las parrillas: y entre tanto que se asan freirás las albondiguillas, así enharinadas como están, en buena manteca de puerco, y luego freirás picatostes de pan blanco angostos: y de todo esto irás armando el plato con picatostes, y albondiguillas, y carbonadillas, entremetiendo uno con otro; y luego echarle por encima zumo de limón, o naranja, y adornar el plato con algunos higadillos fritos”. En cuanto al manjar blanco, diremos que no había en los días de Cervantes otro postre que gozara de mayor aprecio y general estima que esta especie de natillas, de supuesto origen francés, en el que se conjugan maravillosamente la suculencia de la gallina, la fécula de la harina de arroz y la dulzura de la leche azucarada. No por casualidad el manjar blanco fue el postre preferido de los gastrónomos de la época, y nos atreveríamos a aventurar que también de don Miguel de Cervantes. Variedades del manjar blanco eran las «tortas» rellenas del mismo. «¡Oh cuántas veces vi llevar y llevé tortas de manjar blanco!» -dice Guzmán de Alfarache-; así como otros postres de parecida confección, aunque más dulzones y menos interesantes a nuestro parecer que el manjar blanco, como por ejemplo el exquisito manjar imperial, en cuya elaboración no se utilizaba pechuga de gallina, pero si aparecían yemas de huevo y canela; o la cuajada real, plato igualmente de pomposo nombre, que no es sino el antecedente cercano de las natillas hechas con nata, leche y cuajo.

Pedro Plasencia Fernández 18 abril, 2017 18 abril, 2017
La peregrina anguila

En esta nueva entrega de un texto de Ismael Díaz Yubero, que bien hubiera podido incluir en su más que interesante libro “Lo que nos enseñan los sabios gastrónomos, y debe aprender quien aspira a serlo” (Alianza Editorial. Madrid, 2013), asistimos a un viaje más accidentado que el que llevó a Ulises desde Troya hasta Itaca, el periplo vital de la anguila, uno de los seres más sorprendentes de la naturaleza, amén de una delicia gastronómica, principalmente en su diminuta forma de angula. ************************ ANGULAS La anguila (Anguilla anguilla) es un pez migratorio catadromo, lo que significa que vive en los ríos y desova en el mar. Cuando se hace adulto, tiene una forma inconfundible de serpiente, su piel es amarillenta o verdosa y cuando alcanza la edad reproductiva es plateada. Esta recubierta de una mucosidad que la hace muy escurridiza. Vive entre seis y diez años en agua dulce y luego va a desovar al mar, muriendo a continuación. La Unión Internacional para la conservación de la Naturaleza (IUCN), incluyó a la anguila en la Lista Roja de especies en peligro de extinción, al estimarse que en el año 2000 solo se había capturado, por falta de existencias entre el 1 y el 5% de las que se capturaron en 1980. Según la FAO las capturas de anguila en agua dulce sea cual sea la etapa de su vida, lo que supone que están incluidas las angulas, fue en 1968 de 20.278 T y en el año 2005 tan solo 5.059 T lo que significa una reducción del 76%. Durante mucho tiempo se observó el hecho de que en las aguas dulces de Europa hubiera anguilas adultas, pero nunca se encontraron huevos ni ejemplares jóvenes, por lo que Aristóteles sugirió que las anguilas se engendraban espontáneamente en el fango de los ríos y de los lagos. Fue ya bien avanzado el siglo XX cuando la labor detectivesca del danés Johannes Schmidt siguió la pista a unas larvas transparentes al norte de Escocia en las islas Feroe, que nadan entre el plancton, iniciando su investigación y descubrió que unos pececillos aplanados, con forma de hoja, que se les había bautizado como Leptocephalus brevirostris no pertenecían a una nueva especie de pez, sino que era una forma de larva de anguila. Cuanto más se desplazaba hacia el sur y hacia el oeste, más leptocéfalos encontraba, y además eran más pequeños, por lo que dedujo, y acertadamente, que cada vez se iba aproximando más al lugar en donde habían nacido. Por fin se descubrió que el mar de los Sargazos, cerca de las Islas Bermudas a casi 5.000 kilómetros de nuestras costas, era el punto hacia el que se dirigían los progenitores, para cumplir con su sino de perpetuar la especie. No se conoce la causa por la que eligen este lugar, pero sí se sabe que sus aguas se mantienen a 15ºC de temperatura, que es la ideal para que eclosionen los diez millones de huevos que pone cada hembra y que son fecundados allí mismo por el macho a profundidades de 300 a 600 m, bajo la protección de capas de algas. Se identificó el territorio en el que nacen las anguilas, en el que inmediatamente después los progenitores mueren, extenuados por el esfuerzo del viaje desde las costas europeas, que ha durado cinco meses, durante los que no han comido y han empleado todas las energías en hacer tan larga travesía Pocos días después de que cada hembra haya puesto aproximadamente un millón de huevos, eclosionan y aparecen unos minúsculos seres aplanados y transparentes que, en grandes bandadas, inician un viaje a los puntos en los que vivieron sus padres. Tardan en realizarlo entre dos y cuatro años y ayudados por las corrientes marinas llegan a la costa este de Norteamérica o a la de Europa. Se cree, pero tampoco hay pruebas de que las angulas tienden a regresar al mismo río en el que vivió su madre. Cuando se aproximan a las costas sufren una metamorfosis, que transforma su cuerpo, hasta entonces plano en cilíndrico, adquiriendo, aunque en pequeñito, su forma definitiva. Todavía queda otro misterio en el ciclo vital de la anguila, porque algún científico americano cree que son las anguilas norteamericanas, que tienen que realizar un viaje mucho más corto, las que engendran todas las larvas, incluyendo las que llegan a Europa. De ser cierta esta hipótesis, la anguila europea sólo realizaría el viaje de ida y jamás realizaría el viaje de vuelta al mar de los Sargazos. Sin embargo, son muchos más los expertos que están seguros que las anguilas europeas no se salvan del viaje de ida, y que deben hacer todo su viaje de vuelta antes de que se produzca la descendencia. La construcción de presas en la corriente de los ríos dificulta la migración porque no es fácil superar los desniveles, y aunque se ha comprobado que, a veces, abandonan la corriente fluvial y allá donde es posible reptan por la hierba, la tarea es compleja y a veces lo único que hay en torno a la presa es suelo de cemento, imposible de superar. Actualmente en algunos países se están tomando medidas para ayudarlas a superar los diques, creando canales que bordean los ríos por los que pueden continuar su viaje, o se las captura al pie de la presa y se las traslada al otro lado del obstáculo por medio de grúas u otros vehículos. Estas medidas son positivas pero, por desgracia, no tanto como para poder considerarlas satisfactorias. A su llegada las angulas son blancas. El lomo negro lo adquieren por un proceso de acumulación de melanina, favorecida por la acción de los rayos solares, es decir, se ponen “morenas” de la misma forma que nosotros nos “tostamos” en verano, sin que esta acción mejore ni su composición ni su calidad. Tras el contacto con agua dulce, las angulas que hasta ese momento eran asexuadas se convierten casi en su totalidad en hembras, en tanto que de los machos, unos pocos se quedan en las aguas de baja salinidad de la desembocadura y otros pocos comienzan a remontar el curso de los ríos, acompañando a las hembras. Cuando alcanzan la madurez sexual, una llamada desconocida las hace volver otra vez al mar de los Sargazos para reiniciar el ciclo. Su capacidad para remontar ríos hacia el interior es grande. De hecho, llegan a muchos kilómetros de la costa y se distribuyen por afluentes y lagunas, en donde llegan a alcanzar hasta 90 cms. las hembras y 60 cms. los machos. Algunos ejemplares, conocidos con el nombre de “capitonas”, no emigran -sin que se sepa la razón- y permanecen en el río, consiguiendo tamaños muy superiores y pesos de hasta tres Kg. Las angulas se pescan justo en el momento en que entran en la desembocadura de los ríos, entre finales de otoño y principios de invierno. Cada vez más, se destina una parte de ellas a engorde para ser consumidas como anguilas (se dice que si se dejasen desarrollar las angulas de una ración -unos 100 grs.- se podría conseguir las proteínas necesarias para cubrir las necesidades de una persona durante cinco años). Sólo cuando cae la noche y la marea está subiendo, se deciden a remontar su itinerario, por lo que intentar pescarlas de día o con la marea bajando resultará inútil. Cuando se dan circunstancias favorables, que se incrementan en las noches sin luna, los pescadores introducen un cedazo en las aguas, y como si fuera un cucharón, se arrastra por la orilla en dirección a la desembocadura, en sentido contrario a la dirección de las angulas. Con la ayuda de un farolillo o linterna, se comprueba al trasluz si algún ejemplar está serpenteando en el fondo del cedazo, y en ese caso se les separa de las algas y otras impurezas, procediendo a continuación a colocarlas en el recipiente de recolección. Son incoloras casi transparentes y observándolas con atención pueden verse sus ojos, como dos puntitos negros, y si todavía la línea negra no se ha formado, que es lo que sucede recién pescadas, incluso se aprecian sus diminutas vísceras y su espina dorsal Las capturadas para ser consumidas en su forma juvenil, se matan mediante la acción de tabaco picado, añadido en grandes baldes de agua. A continuación se procede a introducirlas en agua y calentarlas, sin llegar a cocer, para que queden dispuestas para el consumo. Según un informe del ICES (International Council for Exploration of the Sea) publicado en 2001, se estima que solo el 10% de las angulas que llegan a las costas puede continuar su migración natural ya que el resto se pesca con los siguientes fines: un 20% para el consumo directo, un 10% para abastecer a la acuicultura europea, un 60% para la asiática y el 10% restante para la repoblación de aguas continentales de los ríos y lagos del norte de Europa. Muchas de estas actividades permiten que sigamos disponiendo de anguilas terminadas en piscifactorías, pero no cabe duda que contribuyen a alterar el equilibrio natural de la especie. Es lamentable, pero quizás ha llegado el momento de tener que prescindir totalmente del consumo de angulas, porque hay un peligro contrastado de que desaparezcan o de que sus poblaciones se conviertan en simplemente testimoniales. Contaminación, cambio climático, canalizaciones fluviales y presas alteran el habitat natural de esta especie, lo que está claramente demostrado que afecta a sus posibilidades reproductivas y altera las migraciones. Si no prohibimos la pesca masiva podemos estar ante el próximo fin de otra especie. Los compradores orientales han tenido parte de culpa en los problemas de esta especie, porque los avances en la explotación hicieron que se disparasen los precios de las angulas vivas (de las que se necesitan tres mil ejemplares aproximadamente para hacer un Kg), que son destinadas a piscifactorías, en donde se las mantiene con piensos especiales hasta que alcanzan la edad adulta o, mejor dicho, el peso comercial para ser consumidas como anguilas. China es principal país importador, que a su vez reexporta parte de su producción a Dinamarca y Holanda, que son grandes consumidores, y a Japón, que aunque también practica las técnicas necesarias de la piscifactoría de engorde de esta especie, no produce suficiente cantidad para cubrir su demanda. Las reglamentaciones se dirigen a la implantación de medidas drásticas, que aseguren la supervivencia de esta especie, y para ello se han tomado algunas medidas en Galicia, entre las que las más importantes son prohibir la práctica de pesca con artilugios de tela que arrastran a más ejemplares, regular el tamaño de la luz de los artilugios denominados “peneiras”, y exigir que solo puedan pescarse desde la orilla, con prohibición absoluta de hacerlo desde embarcaciones, con lo que se estima que la actividad dejará de ser rentable y tenderá a desaparecer. También está previsto dragar la desembocadura del Miño, que es la principal puerta de entrada de especies migratorias que desovan en aguas dulces, para facilitar sus ciclos reproductivos. En el País Vasco se exige la obtención de una licencia personal e intransferible, limitada a una sola cuenca; en Cantabria se ha limitado drásticamente el número de licencias, en Andalucía se ha prohibido totalmente la captura en el Guadalquivir en un plazo de diez años, debido a que un estudio de la Universidad de Córdoba estima que se llegaron a pescar en estas aguas hace tiempo hasta 400.000 Kg. Anuales, y que en 2009 solo se consiguieron 300 Kg., lo que evidencia, sin duda, la disminución muy grave de esta especie. En la Unión Europea se ha llegado a un acuerdo comunitario para que durante un plazo de cinco años se destinen a repoblación de ríos las capturas de anguilas de menos de 20 centímetros. Se partió de un porcentaje del 35% en 2009, para llegar progresivamente al 60% en 2013, y en general todos los países están tomando medidas especiales para conservar la especie. Después de todo lo anterior parece una contradicción que terminemos hablando de la calidad gastronómica de esta maravilla, pero por si alguna vez se consigue la reproducción en ciclo cerrado y teniendo en cuenta que cada hembra pone un millón de huevos, quizás podamos disfrutar de algunas de las recetas, que permiten que su textura gelatinosa facilite la apreciación de unos aromas y sabores extraordinarios, para lo que es importante que no se añadan ingredientes que puedan enmascarar el sabor. ISMAEL DÍAZ YUBERO

Pedro Plasencia Fernández 1 marzo, 2017 1 marzo, 2017
Cervantes a la mesa en Italia

CERVANTES A LA MESA EN ITALIA. Siguiendo con nuestro ciclo italiano, iniciado por Ismael Díaz Yubero con su apetitoso texto sobre el “tiramisú”, reproduzco aquí seguido un capítulo extraído de mi libro “Cartografía gastronómica de don Miguel de Cervantes” (Editorial Miraguano. Madrid 2016), en el que se da cuenta de las exquisiteces que el sibarita de Alcalá pudo degustar en la patria de Dante. Porque Cervantes no solo fue un libertario antisistema, como defiende Emilio Sola, sino también un gourmet. Quiero dedicarle la entrada a mi colega y amigo del Grupo “Literatura y Gastronomía” Gennaro Varriale. …………………………………………………… Roma, Sicilia, Nápoles, Cerdeña, la Toscana, el Piamonte, la Lombardía…, prácticamente no hay un rincón de Italia en el que Cervantes no pasara una temporada más o menos larga entre los años 1569 y 1575, esto es en el espacio de tiempo que media entre su precipitada huida de Madrid, cuando Miguel tenía 22 años, hasta el comienzo de su cautividad en Argel seis años más tarde. En “El Licenciado Vidriera”, un gentilhombre a caballo, bizarramente vestido, que se presenta como capitán de infantería de Su Majestad, alaba al caballero Tomás Rodaja la vida de la soldadesca española en Italia, y le pinta muy a lo vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de la Lombardía y las espléndidas comidas de los hosterías que por todas partes podían hallarse, soltándole, para rematar la golosa rememoración, esta cháchara corrompida de la lengua de Dante: “… aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo, venga la macarela, li polastri e li macarroni” (vamos, patrón; ven acá truhan, vengan las albóndigas, los pollos y los macarrones). En “La fuerza de la sangre”, Rodolfo, el personaje central de la novela, parte para Italia tal vez en forma parecida a como años atrás se había visto forzado a hacerlo el propio Miguel de Cervantes (huyendo de la Justicia por un delito de sangre). Es el narrador esta vez quien rememora con parecido entusiasmo que el bizarro gentilhombre del Licenciado Vidriera, y en un italiano igualmente macarrónico, cuatro estrellas de la gastronomía de aquella tierra; a saber: los buenos pollos, los pichones, el jamón y las salchichas: “… se partió luego goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia y de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel «Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie», con otros nombres de este jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrechez e incomodidades de las ventas y mesones de España”. Imprecaciones de taberna, ambas, que no dejan de recordarnos la que aparece en el entremés “Soldadesca” del extremeño Bartolomé de Torres Naharro (quien también viajó Italia en el siglo XVI, aunque sesenta años antes que Cervantes), en la que un soldado español demanda al patrón de la hostería pan, vino, mantequilla, pichones, jamón y cochino: “… patrone / pan e vino vidarone / del meglio que ce per tuto / ancora quelche picione / butiro caso presuto / o cochino / ya que de hambre me fino”. Efectivamente las hosterías de Italia en el Siglo XVI eran por regla general muy superiores a las ventas y los mesones de Castilla y de toda España, razón por la que llamaban poderosamente la atención de los soldados españoles de los tercios, entre los que se encontró un día Miguel de Cervantes. Aunque había excepciones a la regla, por ejemplo cuenta el pícaro Guzmán que, camino de Nápoles, iba proveído de gallinas, capones, pollos, palomas, duendas, jamones de tocino y otras alhajas, por si acaso; aunque en las posadas: “a mal mal suceder… una muy buena posta de ternera no nos podía faltar”. Solo un pero cabría poner a las hosterías de algunos lugares fronterizos, y es que, al menos en la opinión de Estebanillo González, resultaban extremadamente caras para los bolsillos de los viajeros, porque los patrones se aprovechaban de ellos, circunstancia que, por cierto, motivó una pendencia “muy reñida de voces” entre el pícaro gallego y un posadero en una hostería de las montañas vecinas a Bolonia). “ … porque todos países que son de confines, como este lo es de diversidad de potentados, son los patrones de sus hosterías últimos fines de la sangre y sudor de los pobres pasajeros”. Y ya que tanto el bizarro gentilhombre del “Licenciado Vidriera”, como el narrador de “La fuerza de la sangre” y “Estebanillo González”, hacen referencia a los pollos, pichones, capones, y otras aves que constituían parte esencial de los menús de las hostería italianas en los siglos XVI y XVII, comenzaremos por las aves, y recordaremos que Cervantes incluyó en el listado de las que eran más de su gusto a los francolines de Milán y los faisanes de Roma (estos últimos, por cierto, también alabados por Francisco Delicado en “La Lozana Andaluza”). De modo que podemos imaginarnos al futuro autor del Quijote recién llegado a Roma, en el tiempo en que fue camarero del cardenal Julio Acquaviva, sentado a la mesa de una hostería del barrio de Pozo Blanco, en el que habitaba la mayor parte de los españoles, deleitándose con un faisán estofado y una “foglietta” (medio litro) de vino albano añejo o de un angelical clarete “amabile”; o bien en Milán un año más tarde, zampándose a placer un francolín asado, regado con un Valtellina o un Sforzato. Pero no solo en la Ciudad Eterna y en la capital de la Lombardía abundaba la caza de pluma. Adquirieron también justo renombre gastronómico las aves salvajes de Florencia “ (ciudad) abastecida de carne y caza, sobra de frutas y flores y de vinos odoríferos” (Estebanillo González); el “becafigo” (becada) asado de Emilia Romagna; la estarna boloñesa hervida con coliflor; las tórtolas y codornices de Ostia; los pichones de Terni asados al espetón, que según Bartolomeo Scappi, cocinero privado (“cuoco secreto”) de Pío V y de otros cuatro papas): “en opinión de mucha gente son de mejor calidad que los de Roma”; los “muy gentiles capones” de Génova, en expresión de Marcos de Obregón; los “polastri” de la Campania, que el joven Miguel de Cervantes tomaría con gusto en la famosa taberna principal del Chorrillo en Nápoles, la misma en la que también se recreó Estebanillo González; y en general las aves de caza y de corral de todas y cada una de las regiones de Italia, regadas con los milenarios caldos locales. En algunas ocasiones piezas frescas, y en otras en salazón: secadas, ahumadas y conservadas en manteca en lugar frío, como era costumbre tratar ocas, grullas, patos silvestres y pichones de bellota. Pero aun gustándole mucho las suculentas aves, a la par que el tierno cabrito lechal, don Miguel de Cervantes prefirió la ternera por encima del resto de las viandas, y a la cabeza de las diferentes calidades de carne de ternera que pudo saborear en su periplo vital, encontramos dos denominaciones italianas: la excelente de Sorrento y la no menos famosa de Génova, ciudad en la que uno de los platos regionales más apreciados era la empanada rellena de pecho de ternera. Ignoramos sin embargo si era más del gusto del escritor la ternera “mangana” (lechal), o la “camporeccia” (criada con pasto). Pero por mucho que apreciara la delicada carne de ternera, no podemos dejar de imaginarnos a Cervantes en otra hostería del barrio de Pozo Blanco, esta vez frente a unos “polpettoni a la romana” (albondigones de carne de buey), o en Bolonia o Ferrara dando cuanta de un platonazo de sus famosos callos, o en Florencia catando la tradicional cecina de vaca, o en el Norte de Lombardía degustando un plato de “bresaola”. Aunque, como de ninguna manera nos representamos al soldado Cervantes, a menos que la necesidad le obligara a ello, es devorando pasteles de carnes raras e innobles de animales tales que el erizo, el lirón, el oso, el puercoespín o el conejillo de Indias, que en este punto los pasteleros milaneses, napolitanos o romanos podían ser tan imaginativos como los madrileños También en “El Licenciado Vidriera”, por boca de un personaje que se nos antoja trasunto de sus propios gustos, el autor del “Quijote” expone el cuadro de honor de los mejores vinos del mundo, incluyendo entre ellos, junto a otros caldos españoles y griegos, los italianos Treviano, Monte Frascón, Chéntola (Chianti), y Garnacha (este último, por cierto, no era un vino con denominación de origen, como los otros de la lista del Licenciado, sino un combinado etílico, antecedente del vermut y emparentado con la carraspada española, el cual se elaboraba en Italia a partir de la variedad de uva garnacha). Incluye Cervantes en el elenco de Vidriera dos vinos griegos, el Soma y el Candía, que seguramente probaría también por primera vez en Italia; no así la Malvasía, otro vino añejo oriundo de Grecia citado por Torres Naharro, que también se consumía mucho por entonces en Roma, lo mismo que el procedente de la isla de Ischia en la Bahía de Nápoles. Otro de los populares artículos de boca italianos que el futuro autor del Quijote degustaría en Italia por primera vez, sería la famosa pasta, elaborada en sus múltiples variedades con sémola del excelente trigo del país, y sin duda de mejor calidad que la aletría, única pasta que por aquellos días se consumía en España, principalmente en Murcia y Andalucía. La aletría (voz de origen arábigo) era un género de masa hilada, de diferentes grosores según el tamaño de los agujeros de la lámina por la que se extraía en prensa, cuya elaboración estaba en las exclusivas manos del gremio de los aletrieros, típicos personajes murcianos que iban por las calles vendiendo el producto por ellos mismos elaborado. En realidad la aletría es lo mismo que los fideos. La variedad de pastas en cuanto a formas y calidades era ya por entonces muy amplia en Italia, si bien no hasta el punto de hoy día, que se precisa un doctorado para conocerlas todas. En la monumental “Opera dell´arte del cucinare”, publicada en 1570 (obra comparable en volumen e importancia al Libro de guisados de Ruperto de Nola o al Arte de cocina de Martínez Montiño), Bartolomeo Scappi incluye diversas recetas de “macarroni, vermicelli, ñoquis, tagliatelle, tortelletti, y ravioli con y sin sfoglia” (masa que envuelve el relleno). Es de suponer que a lo largo de seis años Cervantes tuvo ocasión de probarlas todas, pero lo cierto es que en su obra escrita solo menciona los macarrones. Con toda certeza también le resultarían deliciosos al joven Miguel los famosos salamis y salchichones, y en general los muy variados y excelentes embutidos de esa tierra de opíparos festines que era y es la Lombardía. Cómo no, el jamón de Parma, la mortadela de carne magra de pernil de cerdo doméstico envuelto en redaño, los “tommacelle” (salchichas de hígado de cerdo), los “cervellati” (embutido hecho con manteca de cerdo, azafrán y especias), y el hígado graso de oca hoy mundialmente conocido como foie gras (“el hígado de oca doméstica que crían los judíos es especialmente grande, llegando a pesar entre dos y tres libras” –escribe Scappi-). Ignoramos si Cervantes llegó a probar el “foie gras”de los judíos italianos, pues no dejó constancia escrita de ello. A pesar de haber pasado cerca de dos años en Nápoles, sumando sus repetidas estancias en esa ciudad, don Miguel no llegó a probar la “pizza”, cumbre de la gastronomía napolitana, por la sencilla razón de que, aunque por poco, aún no se había inventado; pero sí degustaría su antecedente inmediato, la “ focaccia di grano” con tocino, y también la lasaña, de la que existen recetas escritas que datan del siglo XIV. Eso sí, las lasañas que tomara Cervantes en sus años italianos no llevarían salsa de tomate, pues aunque está documentado que los Médicis ya importaban en la Toscana tomate de América a mediados del siglo XVI, el “pomodoro” no se incorporó a la cocina italiana hasta finales del siglo XVII, aproximadamente por las mismas fechas en las que su consumo comenzó a extenderse igualmente por España. Volviendo de pasada a la pizza, es oportuno señalar que lo que inicialmente los napolitanos denominaban como tal era un pastel hecho de almendras, piñones, dátiles, higos pasos y uvas blancas de la variedad “zibibbo”, todo ello majado en mortero, desleído con agua de rosas, yemas, azúcar y canela, y colocado al horno sobre una base de masa. Variedad superior de este pastel era la “sfogliata seca”, o pizza hojaldrada. En todo caso, como vemos, poco que ver con las pizzas de hoy día. De los muy ilustres quesos italianos, los famosísimos de vaca de Parma y de Placencia, elogiados por Luis Vives, debieron de ser igualmente apreciados por Cervantes, lo mismo que el “marzolino” de Milán, que como su nombre bien da a entender se hacía en el mes de marzo (cuando las ovejas acaban de amamantar sus primeras crías de primavera, manteniendo una leche muy buena, y se alimentan de la hierba nueva de los pastizales), los “ravigginoli” de leche grasa, típicos de la Toscana, el queso sardesco (Fiore Sardo), mixto de leche de vaca y oveja, o los pecorinos de Sicilia (quesos de leche de oveja, como su propio nombre indica). Y seguramente pudo degustar el joven Miguel en el Sur de Italia la famosísima mozzarella de bufala, típica de la Campania, aunque también se elaboraba en el Lacio y la Apulia, como lo acredita Bartolomeo Scappi. De entre los cereales, además del anciano trigo con el que se elaboraba la excelente “ciabatta” (pan blanco que en España traspusimos por “chapata”), en el siglo XVI ya se cultivaba en Italia de forma extensiva el arroz, sobre todo en el valle del Po, región en la que se consumía mucho “risotto”, siendo tal vez la especialidad reina el arroz a la lombarda, cocido en caldo de capón junto con los “cervellati” de manteca de cerdo y azafrán. También en Salerno y en Sicilia se cultivaba buen arroz, y es muy probable que el soldado herido en Lepanto se restableciera en Messina, además de con el consomé sabroso de capón que se daba a los enfermos, con esa joya gastronómica de supuesto origen francés que era el manjar blanco, compuesto de caldo de pechugas, arroz y leche; y por qué no, con los famosos “arancini”, cuya masa se ha elaborado siempre igualmente con arroz. Como sabemos, estas deliciosas croquetas coloreadas de azafrán fueron adaptación siciliana de una especialidad gastronómica del Oriente Próximo (por su ubicación central en el Mediterráneo, Sicilia ha sido visitada y colonizada por todas las culturas antiguas ribereñas del Mare Nostrum), a la que se le incorporó como ingrediente especial queso “pecorino” fresco de la isla, y hoy también el parmesano de Reggio Emilia, “el mejor queso de la tierra” en opinión de Bartolomeo Scappi. En todo caso, lo que es del todo seguro es que Cervantes comería mucho más arroz en Italia de lo que comía en España, donde todavía apenas era artículo de consumo generalizado, si bien la abuela de la Lozana Andaluza ya preparaba en su Córdoba natal arroz entero seco y graso (hemos de tener en cuenta que la novela de Francisco Delicado se publicó en Venecia el año 1528, mientras que la primera edición de la Segunda Parte del Quijote es de 1615). Faltaban siglos sin embargo para la invención de una de las más indiscutibles joyas gastronómicas del planeta, la paella. Para concluir con los cereales, certificaremos que el maíz de América se había incorporado ya en el siglo XVI (más de cien años antes que en España) a la gastronomía italiana, apareciendo por ejemplo como ingrediente básico de alguna sopa, en tortas y en el popular pastel lombardo de maíz; y haremos finalmente una breve mención del cuscús. La avezada guisandera que fue la abuela de la Lozana Andaluza, también enseñó a su nieta Aldonza el modo de hacer “alcuzcuz” con garbanzos. Estos nutritivos guisos de pasta de grano de harina cruda pervivieron en España tras la expulsión de los moriscos, y también en Italia, como lo confirma una receta de Scappi: “plato de sémola a la morisca, llamado cuscús”. Sin embargo, aunque sin duda el autor del Quijote debió de hartarse de sémola de harina cruda en su cautiverio de Argel, no hay ninguna referencia al cuscús en la obra cervantina. Es de suponer que este plato no le trajera muy buenos recuerdos. Y por todas partes, cuando acaeciera ser viernes, día de pescado (día “di magro”), siendo Italia tan católica como España, en lugar de las lentejitas con truchuela tradicionales de Castilla, Cervantes tomaría la tarta marinara de pescado y verdura. Pero dada la mucha afición de nuestro autor al pescado, no creemos que se conformara con la marinara, pues no le habrían de faltar ocasiones a lo largo de los seis años que allí vivió de probar los “carpione”, especie de trucha asalmonada, un regalo de las cálidas aguas del lago Garda; los “sogliole” (lenguados) de la Liguria; el “verrugato” del mar Adriático; las lubinas, que en Venecia se llamaban “varolo”, en Génova “lupo”, en Roma “spigola”, y en Pisa y Florencia “ragno”; la saboga del Tíber, el Po y el Arno; las sardinas, a las que Cervantes era tan aficionado; la dorada, el dentón, la brea, los salmonetes, el rodaballo o el cabracho, con el que Scappi preparaba un pastel especial; los famosos calamares fritos de Roma; las truchas del Tesino y el Tíber; las tencas de los lagos Bolsena y Troiano; las anguilas de Comacchio en Lombardía; el atún, de cuya carne se distinguía entre la “tonnina” (el tronco del pez), que se preparaba de mil maneras, y el “tarantello” (la ventresca), que solía dedicarse a salazón; o el caviar, bocado preferido del papa Pío V, que su cocinero privado le preparaba en canapés de pan tostado. Y lo mismo que Pío V, Miguel de Cervantes también adoraba el caviar, al que en El Quijote llama “manjar negro”. Y ya que mencionamos el caviar, hay que decir que sin duda el rey de los pescados en la Italia del siglo XVI era el esturión, del que Scappi nos informa que se hacían buenas redadas entre los meses de marzo y agosto, cuando los peces remontaban el Po, en Stellata, cerca de Ferrara, allá donde el río se divide en dos ramas, de las cuales una se dirige a Francolino, mientras la otra bordea la muralla de Ferrara. Además del caviar, las salazones del vientre (la “moronella”) y de los lomos (los “schienale”) del esturión del Mar Negro eran bocados muy apreciados tanto en Roma como en Génova, Ferrara o Milán. También de los huevos del mújol y de la lubina se preparaban los “bottargue”, salazones casi idénticos a la mojama. En el apartado de los mariscos, presumimos que el futuro autor del Quijote se deleitaría con las ostras de Córcega y con los cangrejos, los camarones y el buey de los mares de Italia, aunque su calidad general, tal vez von la excepción del excelente marisco de la costa de Liguria, fuera inferior a la de los frutos del mar de Andalucía. Y ya que mentamos Andalucía, pasemos a las aceitunas. Es de suponer que, al menos en las regiones del Sur de Italia, incluyendo Sicilia, tierras de olivares, el futuro autor del Quijote no extrañaría las aceitunas sevillanas aliñadas de Sevilla, aunque curiosamente en la Italia del XVI las más afamadas olivas no fueran las del Sur, sino las de Bolonia. Y tampoco echaría en falta Cervantes el aceite de oliva, grasa vegetal de mayor uso culinario en el Sur de Italia que en la mayor parte de las regiones españolas; si bien en el país transalpino la grasa de leche fresca de vaca, o mantequilla (“butiro”), lo mismo que en España, se usaba para cocinar en mayor proporción que el aceite. En el capítulo de las salsas, en el siglo XVI ya se estilaban la salsa al pesto genovés, ideal para acompañar platos de pasta, y la elegante salsa galantina, hecha con uvas de Corinto majadas junto con yemas de nuevos cocidos y “mostacciuoli” (masa de harina con miel, almendra, azúcar, mantequilla, y opcionalmente anís, uvas o higos pasos), y desleído el majado con agraz, azúcar, zumo de naranja, canela, pimienta, clavo y nuez moscada. También se preparaba para acompañar el pescado la salsa verde de espinacas, acedera, perejil, pimpinela, rúcola y menta; y para otros diversos usos, las salsas dulces de almendras, de manzana, de uvas pasas, de zanahoria, de nueces, de granada y de grosella, la salsa de mostaza; y la pevoreta, salsa picante típica del Véneto. Don Miguel era más de fruta fresca que de dulce, pero no creemos que despreciara en su periplo italiano los típicos bizcochos piamonteses de Saboya (los delicados “saboiardi”) aromatizados con cáscara de limón; ni las “ciambellas” romanas (pastel redondo, hecho con harina, huevo y azúcar), ni mucho menos las conservas dulces de ciruela genovesa, o de pera de Bérgamo (bergamotta o bergamasca ), como aquellas que el cardenal al que Guzmán de Alfarache sirvió en Roma guardaba bajo llave en un arcón. Tampoco dejaría de probar Cervantes el “gattafure alla genovese”, que es una torta de queso; los “migliacci”, tortas hechas con sangre de cerdo, harina, maíz o castañas, en forma muy parecida a las filloas gallegas de sangre, las rosquillas “berlingozzi” de Siena, los “mostaccioli”, también llamados en algunas regiones “morselletti”: masa con almendras, miel y otras cosas con la que hemos visto que se hacía la salsa galantina, las “orzati” (horchatas de cebada, que no de chufa), de las que Scappi ofrece cuatro recetas diferentes; hasta la sencilla “cialda”, que era una oblea de masa fina de flor de harina, mantequilla y azúcar, cocida entre moldes candentes, y los aún más humildes “cialdoni” de miga de pan y azúcar. En líneas generales podíamos afirmar que la alimentación de Cervantes en sus años italianos (el “cibo”), estaría de hecho más cercana a la que había llevado en su primera juventud en Andalucía, que a la que pudo llevar en Madrid o en Valladolid, y luego en Esquivias. Por poner un ejemplo de alimento sano; las ensaladas, no solo las de lechuga, sino también las de otras diversas verduras de la huerta (perejil, berro, zanahorias, rábano, cebollas, pepino, flor de borraja, etc.) se consumían en muy mayor proporción en Italia y en Andalucía que en Castilla o Aragón, donde constituían un plato menor. No por casualidad Guzmán de Alfarache las llamó “ensaladas lavatripas”. Por razón de ser “lavatripas”, esto es, saludables y digestivas, las lechugas, “bien picadas, y aderezadas con sal, aceite de oliva de la alcuza, y vinagre”, tal como el sabio valenciano Juan Luis Vives recomendó aliñarlas, solían tomarse en España a la cena. Ahora bien, el vinagre de las ensaladas que a finales del siglo XVI don Miguel pudo probar en Italia, no sería el extraordinario “aceto balsámico”, aunque este se venía elaborando desde hacía tiempo en la región de Módena con sirope de mosto de uvas Trebbiano, previamente hervidas hasta la reducción, y añejadas en barricas de roble; y no lo sería por la sencilla razón de que la elaboración del aceto balsámico era el secreto patrimonio de unas pocas familias, que vivían de su venta en exclusiva a los duques de Este, señores de Ferrara, Módena y Reggio. De modo que a no ser que el joven y desarrapado soldado español fuera invitado a la mesa de tan alta nobleza, cosa que consideramos poco probable, nunca cataría ensaladas que no estuvieran aliñadas con vinagre ordinario. Y en cuanto a las no menos saludables verduras, merecen especial atención la “scappa” (torta de hierbas a la boloñesa), las coles de Milán y Bolonia, o el guiso que se hacía en Venecia y Treviso con los repollos en salmuera importados de Alemania. Y cómo no, las muy variadas sopas de verduras, entre las que destacaremos la sopa de perejil tradicional de Roma, también conocida como “caldo apostolorum”, la sopa de nabos a la veneciana, la sopa de maíz y cebada sin cáscara, las muchas recetas de verduras cocinadas en caldo de carne (espinacas, espárragos, lechugas, calabazas, cardos, alcachofas, berenjenas, lombardas, y hasta frutas como el membrillo y el melón), la sopa de ajos, la sopa de berza, que, siguiendo los sabios consejos de los filósofos griegos, se tomaba para combatir la resaca; y finalmente la deliciosa sopa de trufas; aunque por cierto el hoy tan codiciado tartufo apenas tuvo presencia en la gastronomía italiana del siglo XVI. En resumen, como aseguró el pícaro Guzmán, quien llegó a conocer Italia al dedillo por haber ejercido su rufianesca profesión en casi todas las grandes ciudades de ese bello país, nos ratificamos en la tesis de que en el Siglo de Oro español, en la tierra de Dante se comía de forma más saludable y moderada que en Castilla: “Los manjares de Italia son de menos sustancia que los de España, que (aquellos) parecen ensaladas, que no ocupan el estómago.”

Pedro Plasencia Fernández 13 febrero, 2017 13 febrero, 2017
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