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El “otro”, el colonizado.

A partir de la película Días de Gloria (Indigènes), sovaldi analizaremos al sector subalterno identificado en este caso con el colonizado, viagra contemplando la evolución del pensamiento que éste mantiene según el contexto histórico y geopolítico. Para ello compararemos al principal protagonista del film con personajes de otra película, shop  El viento que agita la cebada (Ken Loach, 2006) y con las narraciones de Apocalypse Now (1979) y La Batalla de Argel (1965) , así como con las figuras históricas de Gandhi y Martin Luther King. Partiremos por lo tanto de dos libros: La cultura de la no violencia ( Domenico Losurdo)  y Maquiavelo frente a la gran pantalla (Pablo Iglesias Turrión). (Palabras clave: cine, subalternidad, Argelia, Fanon, Gandhi, Luther King, Black Power, apartheid, Guerra civil irlandesa, IRA). Archivos Adjuntos El otro2-Javier Riestra (411 kB)

Miles de Voces 1 abril, 2015 1 abril, 2015 apartheid, Argelia, Black Power, Cine, Fanon, Gandhi, Guerra civil irlandesa, IRA, Luther King, subalternidad
REINADO DE CARLOS V Y PASO DEL PODER A FELIPE II
María de la Hoz Bermejo 11 mayo, 2015 11 mayo, 2015
Ensayo de Sola sobre los “que van y vienen”

Para citarlo: Emilio Sola Castaño, sovaldi Los que van y vienen. Marinos, patient espías y rescatadores de cautivos en la frontera mediterránea, help in Pedro García Martín, Emilio Sola Castaño y Germán Vázquez Chamorro, Renegados, viajeros y tránsfugas. Comportamientos heterodoxos y de frontera en el siglo XVI, Madrid 2000, pp. 63-69.

Gennaro Varriale 22 febrero, 2016 22 febrero, 2016
N. Zemon Davis, El retorno de Martín Guerre

Para citarlo: Natalie Zemon Davis, search El retorno de Martin Guerre, Madrid 1983.

Gennaro Varriale 25 febrero, 2016 25 febrero, 2016
Ensayo de Sola sobre los “que van y vienen”

Para citarlo, cheap Emilio Sola Castaño, Los que van y vienen. Marinos, espías y rescatadores de cautivos en la frontera mediterránea, en Pedro García Martín, Emilio Sola Castaño y Germán Vázquez Chamorro, Renegados, viajeros y tránsfugas. Comportamientos heterodoxos y de frontera en el siglo XVI, Madrid 2000, pp. 63-69.   Archivos Adjuntos Sola_van-y-vienen (6 MB)

Gennaro Varriale 25 febrero, 2016 25 febrero, 2016
Giovanni Levi, Sobre Microhistoria

Para citarlo: Giovanni Levi, view Sobre Microhistoria, health in Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid 1993, pp. 119-143.  

Gennaro Varriale 25 febrero, 2016 25 febrero, 2016
Para Nadadores: William Morris: Noticias de ninguna parte

William Morris (1834-1898), estudiante en Oxford y amante del gótico y el medievalismo, ensayista de estética y arte y poeta, así como amigo de los pintores prerrafaelistas – su esposa fue una de las modelos predilecta de estos pintores –, repudia el mundo mercantilista del que era originario y la sociedad capitalista victoriana inglesa; volcado en la creación artesanal con técnicas preindustriales, es considerado uno de los precursores del diseño artístico de los objetos cotidianos de todo tipo, y en su periodo de editor realizó ediciones de las más apreciadas actualmente por los coleccionistas y bibliófilos; relacionado con los fundadores de la Liga de Emancipación del Trabajo (Labour Emancipation League) y tesorero de la Democratic Federation, participará desde entonces mucho en la vida política socialista, hasta fundar la Liga Socialista (Socialist League), de la que redacta su manifiesto, y sufraga el periódico Commonweal, del que será finalmente expulsado poco antes de que desaparezca la Liga, cuando mantiene posturas más próximas al anarquismo y alejadas del parlamentarismo como forma de lucha política, de lo que al final también se apartará. En 1890 publica en el periódico Commonweal las Noticias de Ninguna Parte (News from Nowhere), que salió en libro al año siguiente. Lo subtituló “Capítulos para una novela utópica”. Conoce el marxismo y a Engels y su obra, y concibe el estado como “el mecanismo de la tiranía” pues el gobierno tiene como función “proteger a los ricos contra los pobres”, de alguna manera formulaciones globales también próximas al anarquismo. Su socialismo pergeñado literariamente en esta pieza literaria sería definido hoy como ecologista y feminista, con rasgos anarquizantes claros al suprimir matrimonios y divorcios, las diferencias entre ciudad y campo o entre trabajo manual e intelectual, y entre el trabajo y el deporte o juego, así como peculiares ideas sobre la educación en la que priman los oficios y artes prácticas sobre lo libresco. El trabajo pasa de esclavizador a creador y sus objetos creados y resultados son más bellos.   Archivos Adjuntos WILLIAM MORRIS-NOTICIAS DE NINGUNA PARTE (878 kB)

Emilio Sola 27 marzo, 2016 26 agosto, 2016 literatura socialista, literatura utópica, William Morris
Jean-Paul Sartre: La náusea. Una reseña para Nadadores

Una nota de lectura breve para la colección de Nadadores del Archivo de la Frontera.  http://www.archivodelafrontera.com/wp-content/uploads/2016/08/JP-SARTRE-LA-NAUSEA-2016.pdf 

Emilio Sola 26 agosto, 2016 26 agosto, 2016 existencialismo, novela, Sartre
La isla de las almendras

LA ISLA DE LAS ALMENDRAS   (A Fernando Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Mendaña, Pedro Sarmiento, Juan Serrano, Pedro de Ortega.., y tantos otros españoles y portugueses navegantes de los mares del Sur).   Hacía días que todo nos daba el fin del mundo. La región de los mares por la que transitábamos no figuraba en las cartas de navegación, el astrolabio se había vuelto inservible, entre otras razones porque no alcanzábamos a divisar estrellas en el cielo, y según el piloto nos hallábamos fuera de toda coordenada geográfica conocida, tal vez al borde mismo del abismo del que antes de zarpar habíamos oído hablar en Lima a unos navegantes portugueses, una fosa de profundidad insondable que se tragaba a los barcos como un gigantesco embudo. Entonces no les hicimos caso, e incluso nos burlamos de ellos, pues aquella noche en la taberna también nos contaron que en su último viaje habían desembarcado en una tierra que llaman de los Patagones, ribereña del estrecho que comunica la mar Océano con la Mar del Sur, de la que hubieron de huir aterrorizados porque en ella los insectos eran del tamaño de los pájaros, las ovejas tan grandes vacas y los hombres no menores que formidables torres. Ya se sabe que por lo general los portugueses son dados a fantasear. Pero en efecto todo indicaba que nos hallábamos en las puertas del finis terrae, porque la siniestra extensión del mar que nos estaba devorando a lo que más se asemejaba era al zaguán del infierno, si es que éste estuviera hecho de agua y no de brasas. Aunque las olas no eran tan grandes como las que habíamos tenido que sufrir meses atrás en aguas del Golfo de Panamá, y apenas de vez en cuando barrían la cubierta, la fuerza irresistible de la corriente nos arrastraba a su antojo sin que nada pudiéramos hacer, al tiempo que una lluvia sin fin, un aguacero comparable en nuestra imaginación a aquel con el que Dios castigó a los contemporáneos de Noé, nos sumergía desde hacía más de un mes en una oscuridad que apenas permitía distinguir la noche del día. Y para colmo de nuestras desgracias, era tanta el agua caída del cielo como la que se colaba por las vías que los moluscos roedores habían perforado en las maderas sumergidas de la nave; y aunque taponábamos los agujeros más grandes con nuestras camisas, que andábamos ya medio desnudos, no dábamos a basto para achicar el agua que inundaba la bodega. Habíamos olvidado cómo era la luz del sol y hasta la de las lámparas, ya que nos habíamos bebido el aceite para ocultar el repugnante sabor mohoso de los bizcochos de pan plagados de gusanos, única comidan que nos quedaba, y las escasas velas que aún no se habían consumido se nos apagaban como sopladas por el mismísimo diablo. Solo los aterradores relámpagos iluminaban a ráfagas nuestros rostros demacrados por el hambre, nuestras bocas desdentadas y las encías sangrantes por el escorbuto, nuestros ojos hundidos en sus cuencas y enrojecidos por la malaria. De modo que un día, “ese día”, entendimos bien a las claras que todo esfuerzo por cambiar el destino era ya inútil, nos confesamos con el padre franciscano que iba de capellán en el barco, y, resignados en Cristo, dispusimos nuestros espíritus para el momento, sin duda muy cercano, en el que la tenebrosa profundidad acabara definitivamente por tragarnos. Pero siguieron pasando los días, y no acabábamos de llegar al finis terrae. Parecía que la nao se desplazara en círculos, como una noria siempre alrededor del mismo punto. Y así debió de ser en efecto, porque cuando al cabo de una semana a contar desde el día en el que nos confesamos y recibimos los santos óleos cesó la lluvia, y los pocos que quedábamos con vida vimos asomar en el ancho cielo un sol radiante, llegada la noche el piloto mayor pudo determinar por la posición de los astros en la bóveda celeste nuestra propia situación sobre el mar, y como si lo pasado no hubiese sido más que un sueño, esta resultó ser exactamente la misma que teníamos cuarenta días atrás, cuando al poco de tomar la derrota Sudoeste, en la que más allá de la línea equinoccial esperábamos hallar la Tierra de Ofir con el templo y las minas de oro del rey Salomón, llegó el diluvio y la corriente empezó a engullirnos; esto es: nueve grados de latitud Norte y 123 de longitud Este, en los confines del Mar de la Especiería. Otro día avistamos una pequeña isla a la que logramos arribar sin apenas esfuerzo, y al poner pie en seco comprobamos que nuestra suerte era dispar, pues no se veía en toda la tierra rastro alguno de ñame silvestre, cocoteros u otros árboles frutales; pero por otro lado, cosa prodigiosa, la arena de la anchurosa playa en la que desembarcamos se hallaba casi por completo cubierta de almendras. Aquello parecía cosa del diablo. ¿Cómo, no habiendo un solo almendro en la isla, podían contarse por miles las almendras dispersas por la ribera del mar? Obviamos conjeturar una respuesta lógica al enigma, y nos pasamos la tarde entera partiendo y masticando malamente los amargos frutos, del mejor modo que nuestras desdentadas y doloridas encías nos lo permitían después de machacar entre dos piedras las almendras ya peladas. Y luego al anochecer nos adentramos media legua en el interior para pasar la noche al cubierto de una espesura, en la que en la incursión que hicimos por la mañana habíamos localizado un manantial de agua dulce. Durante toda la noche oímos pasar grandes bandadas de pájaros, y cuando al día siguiente a media mañana volvimos a la playa en la que habíamos anclado el bergantín, encontramos de nuevo la vasta extensión de arena cubierta de almendras enteras, cuando la noche anterior solo habíamos dejado las cáscaras de las que nos comimos. El demonio sin duda las había esparcido, si no se trataba de un milagro de Nuestro Señor, que quería salvarnos de morir de hambre después de todo lo que habíamos padecido mediando su consentimiento. De nuevo ese día pudimos alimentarnos con el nutriente de aquellos frutos, que amargaban por estar un poco demasiado verdes, pero que no sentaban mal al estómago. Con la sed en la boca después de masticar almendras por docenas volvimos al manantial a por agua, pero habiendo recogido en vasijas suficiente cantidad, aquella noche montamos el campamento sobre la misma playa, pues el cielo estaba raso, hermosamente estrellado, de modo que no parecía que hubiera que resguardarse de la lluvia. Y entonces sí, con las primeras luces del alba contemplamos llenos de asombro la algarabía de una ingente multitud de palomas, venidas sin duda de una isla cercana, las cuales se posaban sobre la blanda arena, y allí mismo cada una de ellas vomitaba la almendra que llevaba en el buche. Así pues el prodigio era más bien cosa de Dios que del Diablo, y es que, por esos inexplicables caprichos que tiene la naturaleza, aquellas torcaces engullían cada atardecer los frutos de los copiosos almendros que había en una isla más grande a escasas millas marinas, isla que luego descubrimos, en la que los nativos mataron y se comieron a cinco de los nuestros, entre ellos el piloto mayor. (El Altísimo, que es misericordioso, no permite que suframos mucho tiempo las injusticias de este mundo, y cuando le parece nos envía al otro, que suponemos mejor que este, aunque el transporte de uno a otro tenga que hacerse en el vientre de un caníbal). Digo que las palomas tomaban al atardecer las almendras en la isla grande, y luego las llevaban en el buche durante la noche a esta otra isla pequeña a la que habíamos arribado después del diluvio, para que con los jugos gástricos se fuera reblandeciendo la primera envoltura verde del fruto, que es todo lo que las torcacess pueden digerir, de modo que hecha la digestión de la cáscara blanda, regurgitaban sobre la playa la almendra con su cáscara dura. Desvelado este proceder, un misterio nos restaba por resolver: ¿Por qué oculta razón las palomas iban a desembuchar los restos de su desayuno precisamente en aquel arenal en el que nos hallábamos, teniendo para ello que volar durante toda la noche, y luego, con las primeras luces del día emprender el vuelo de vuelta a la isla grande. Era como si aquellas avecillas llevaran siglos con ese hábito, esperando nuestra llegada a fin de salvarnos de morir de hambre. Esto pensé. No hallamos la Tierra de Ofir ni las minas del Rey Salomón, no encontramos oro ni piedras preciosas, ni islas de indios mansos en las que poblar; pero, al final de aquel malhadado viaje, los pocos que tras sobrevivir a los caníbales, las enfermedades y la hambruna tomamos tierra no en el puerto de Lima, sino a la costa de Méjico, adónde nos empujaron las mareas, supimos una cosa cierta, y es que Dios, lo mismo que nos castiga, cuando quiere también socorre a los españoles.    

Pedro Plasencia Fernández 5 noviembre, 2016 5 noviembre, 2016
Las tórtolas de Pedro Margarite

LAS TÓRTOLAS DE MOSÉN PEDRO MARGARITE Pocos espíritus tan nobles entre los varones que partieron del Puerto de Palos con Colón el 2 de agosto de 1492, como el de mosén Pedro Margarite, primer alcaide que fue de la fortaleza de Santo Tomás, la cual mandó construir el Almirante en las minas de oro de Cibao, a orillas del río Janico al Noroeste de la isla Española. Fue fundada la ciudadela en el año 1494, siendo la segunda que los españoles edificaron en la Indias, y le dio Colón el nombre del santo apóstol, porque existiendo dudas acerca de la existencia de oro en el roquedal de aquel valle, como aseguraban los nativos, al igual que Santo Tomás en Emaús, díjose el Almirante: ‘si no lo veo no lo creo’, y metió el dedo en la llaga, que fue excavar las minas que finalmente allí se descubrieron. Fundado que hubo la fortaleza, partió Colón a Tierra Firme para seguir con sus descubrimientos, y, como queda dicho, dejó de alcaide al mosén al mando de un retén de hasta treinta hombres. Margarite, pulido clérigo de noble estirpe catalana, era hombre de mundo, sensible y valeroso, de buen comer y gustos exquisitos; de modo que no sin fatigas sobrellevó los ayunos forzosos y la dieta a base de pan de raíces y vianda de animales repugnantes que tocó aquel año, en el que ni tan siquiera se dispuso de maíz, porque al poco de partir Colón, los indios taínos, hartos de los abusos que sufrían, abandonaran los sembrados y huyeron la tierra adentro, dejando a los españoles sin más comida que los escasos bastimentos que aún tenían almacenados, los cuales pronto se agotaron. Cuenta la crónica de Pedro Mártir de Anghiera, que lo último que aquellos treinta cristianos consumieron de la despensa real fueron unos bizcochos revenidos y unos restos rancios de tocino, que por causa de la humedad y del paso del tiempo se había podrido por completo, de modo que los escrupulosos soldados comían de noche para no tener que contemplar los gusanos que engullían, los cuales eran tantos que en cuanto ponían un trozo de tocino en la mesa, se desplazaba por la madera como un semoviente, de modo que se diría que el difunto puerco aún estuviese vivo. Pero también estas míseras provisiones fueron presto despachadas, y en ese punto, para no morir de hambre los hambrientos soldados tuvieron que alimentarse con las raíces de la tierra y la carne de los perros que había en la fortaleza; y luego, cuando el último mastín fue sacrificado, hubieron de comer sapos, roedores, lagartijas, culebras y cualesquiera otras sabandijas que por el campo encontraban. Fue entonces cuando apareció la enfermedad que pone la piel del color del azafrán y deja a los hombres delirantes, pero aún con hambre, porque, para desgracia del género humano la gusa maldita es lo último que se pierde. Con la mucha hambre y la enfermedad fueron llegando las muertes, y como quiera que por causa de la debilidad de los vivos, y por no disponer de cal viva, los fiambres eran enterrados de cualquier manera, el olor comenzó a hacerse nauseabundo por todas las esquinas de la fortaleza. Ya había muerto la mitad de la población de Santo Tomás, cuando un día de buena mañana se presentó a las puertas del castillo un indio de bondadoso corazón, el cual guardaba lealtad al comendador porque, al contrario de lo que hicieron otros mal llamados cristianos, nunca mosén Pedro había mostrado violencia, ni causado daño alguno a él o a sus hermanos. Iba el indito alegre y gesticulante, agitando en el aire un par de lustrosas tórtolas que llevaba vivas en la mano. El alcaide, que lo vio llegar, mandó que le dejaran subir al aposento de la torre en la que se hallaba, desde cuyo ventanuco contemplaba con ojos melancólicos el vuelo de las avecillas en espera de su última hora. Subió el indio y ofreció a Margarite las tórtolas a la mano. Al sentir mosén Pedro sobre la fría piel el calor animal, el pálpito de vida bajo la suavidad de las plumas, y percibir el olor de la presa que sirve de vianda, dejó volar su pensamiento muy lejos, años atrás, hasta aquellas perfumadas mañanas de caza en las navas de Andalucía cuando las guerras de Granada. Las lágrimas brotaron entonces de sus ojos, y los jugos gástricos comenzaron a desmandársele. Sin dejar de acariciar las tórtolas, pensó primero Margarite en un escabeche con su aceite frito, su vinagre de vino, los granos de pimienta negra, el laurel y la cebolla; mas al rato le asaltó la imagen olfativa de un estofado caliente con mucho ajo y bien especiado, preparado a fuego lento al amor de la lumbre. ¡Qué demonios! Ni en escabeche ni estofadas, se las comería asadas tan solo con un poco de unto. Era lo más rápido, y al fin y al cabo como mejor están las tórtolas es sencillamente bien asadas en la parrilla. Devorados solo en su imaginación el escabeche, el asado y el estofado, y por ende aún con hambre, le vino a mosén Pedro el recuerdo y como el aroma de las tórtolas guisadas al modo de Alcántara, aquel sublime preparado en salsa de trufas y almendras, y apretó los animalitos contra la nariz, aspirando con fuerza su penetrante acidez, hechos los ojos cántaros, el corazón alcanzado por la flecha de la nostalgia, la cabeza repleta de dulces recuerdos. Al cabo de un rato volvió el comendador de sus ensoñaciones, y se percató de que en la estancia media docena de sus hombres le contemplaban babeando. Rápido como un águila, el indito advirtió con buen juicio y clara voz que, para todos los presentes, y aún más contando con los que quedaban abajo en la explanada, aquellas dos tristes tórtolas eran plato de poco provecho, pero que sólo para el alcaide harían buena mesa; y apoyó su discurso con el razonamiento de que, siendo Margarite el que más enfermo se encontraba, la comida le ayudaría a pasar aquel día, y a confortar un tanto su maltrecho estómago. Todos asintieron con resignación, el indio recibió sus cuentas de colores, y contento como unas pascuas se fue por donde había venido. Uno de los soldados acudió entonces con el perol y los utensilios con los que aderezar las tórtolas para el comendador, pero en esto mosén Pedro se acercó a la ventana de la torre, y soltando las avecillas, que raudas se alejaron volando, dijo con voz tonante: Nunca plegue a Dios que ello se haga como lo decís: que pues me habéis acompañado en la hambre y los trabajos hasta aquí, en ella y en ellos quiero vuestra compañía, y pareceros, viviendo o muriendo, hasta que Dios sea servido que todos muramos de hambre o que todos seamos de su misericordia socorridos. Y cuenta Pedro Mártir de Anghiera que todos los hombres del fuerte de Santo Tomás que estaban aquel día con el alcaide, quedaron tan hartos y tan contentos con aquel gesto y aquellas palabras del comendador, como si cada uno de ellos se hubiera comido él solo la pareja de tórtolas guisadas a la manera de su pueblo. Unos pocos de aquellos españoles salieron con vida de la gran hambruna y de otros muchos trabajos que hubieron de padecer, entre ellos el comendador Margarite, que, de vuelta a España en el año de 1496, fue llamado a besar las manos de Sus Majestades Católicas, quienes mucho le acariciaron, y agradecieron sus grandes servicios con parecidos favores. Y retirado para su sosiego a las tierras que le fueron concedidas en Andalucía, el bueno de mosén Pedro se dedicó hasta el término de sus días, que fueron muchos y felices, a beber vino y hartarse de tórtolas y de perdices guisadas de mil formas diferentes, en recuerdo de los tiempos pasados. No haciendo nunca caso de la sentencia latina que dice: Omnia saturatio mala, perdicis autem pésima. Esto es, que si todo hartazgo de comida es malo, el de perdiz es el peor.

Pedro Plasencia Fernández 17 noviembre, 2016 17 noviembre, 2016
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