Las tórtolas de Pedro Margarite

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LAS TÓRTOLAS DE MOSÉN PEDRO MARGARITE

Pocos espíritus tan nobles entre los varones que partieron del Puerto de Palos con Colón el 2 de agosto de 1492, como el de mosén Pedro Margarite, primer alcaide que fue de la fortaleza de Santo Tomás, la cual mandó construir el Almirante en las minas de oro de Cibao, a orillas del río Janico al Noroeste de la isla Española. Fue fundada la ciudadela en el año 1494, siendo la segunda que los españoles edificaron en la Indias, y le dio Colón el nombre del santo apóstol, porque existiendo dudas acerca de la existencia de oro en el roquedal de aquel valle, como aseguraban los nativos, al igual que Santo Tomás en Emaús, díjose el Almirante: ‘si no lo veo no lo creo’, y metió el dedo en la llaga, que fue excavar las minas que finalmente allí se descubrieron.

Fundado que hubo la fortaleza, partió Colón a Tierra Firme para seguir con sus descubrimientos, y, como queda dicho, dejó de alcaide al mosén al mando de un retén de hasta treinta hombres. Margarite, pulido clérigo de noble estirpe catalana, era hombre de mundo, sensible y valeroso, de buen comer y gustos exquisitos; de modo que no sin fatigas sobrellevó los ayunos forzosos y la dieta a base de pan de raíces y vianda de animales repugnantes que tocó aquel año, en el que ni tan siquiera se dispuso de maíz, porque al poco de partir Colón, los indios taínos, hartos de los abusos que sufrían, abandonaran los sembrados y huyeron la tierra adentro, dejando a los españoles sin más comida que los escasos bastimentos que aún tenían almacenados, los cuales pronto se agotaron.

Cuenta la crónica de Pedro Mártir de Anghiera, que lo último que aquellos treinta cristianos consumieron de la despensa real fueron unos bizcochos revenidos y unos restos rancios de tocino, que por causa de la humedad y del paso del tiempo se había podrido por completo, de modo que los escrupulosos soldados comían de noche para no tener que contemplar los gusanos que engullían, los cuales eran tantos que en cuanto ponían un trozo de tocino en la mesa, se desplazaba por la madera como un semoviente, de modo que se diría que el difunto puerco aún estuviese vivo. Pero también estas míseras provisiones fueron presto despachadas, y en ese punto, para no morir de hambre los hambrientos soldados tuvieron que alimentarse con las raíces de la tierra y la carne de los perros que había en la fortaleza; y luego, cuando el último mastín fue sacrificado, hubieron de comer sapos, roedores, lagartijas, culebras y cualesquiera otras sabandijas que por el campo encontraban.

Fue entonces cuando apareció la enfermedad que pone la piel del color del azafrán y deja a los hombres delirantes, pero aún con hambre, porque, para desgracia del género humano la gusa maldita es lo último que se pierde. Con la mucha hambre y la enfermedad fueron llegando las muertes, y como quiera que por causa de la debilidad de los vivos, y por no disponer de cal viva, los fiambres eran enterrados de cualquier manera, el olor comenzó a hacerse nauseabundo por todas las esquinas de la fortaleza.

Ya había muerto la mitad de la población de Santo Tomás, cuando un día de buena mañana se presentó a las puertas del castillo un indio de bondadoso corazón, el cual guardaba lealtad al comendador porque, al contrario de lo que hicieron otros mal llamados cristianos, nunca mosén Pedro había mostrado violencia, ni causado daño alguno a él o a sus hermanos.

Iba el indito alegre y gesticulante, agitando en el aire un par de lustrosas tórtolas que llevaba vivas en la mano. El alcaide, que lo vio llegar, mandó que le dejaran subir al aposento de la torre en la que se hallaba, desde cuyo ventanuco contemplaba con ojos melancólicos el vuelo de las avecillas en espera de su última hora. Subió el indio y ofreció a Margarite las tórtolas a la mano. Al sentir mosén Pedro sobre la fría piel el calor animal, el pálpito de vida bajo la suavidad de las plumas, y percibir el olor de la presa que sirve de vianda, dejó volar su pensamiento muy lejos, años atrás, hasta aquellas perfumadas mañanas de caza en las navas de Andalucía cuando las guerras de Granada. Las lágrimas brotaron entonces de sus ojos, y los jugos gástricos comenzaron a desmandársele.

Sin dejar de acariciar las tórtolas, pensó primero Margarite en un escabeche con su aceite frito, su vinagre de vino, los granos de pimienta negra, el laurel y la cebolla; mas al rato le asaltó la imagen olfativa de un estofado caliente con mucho ajo y bien especiado, preparado a fuego lento al amor de la lumbre. ¡Qué demonios! Ni en escabeche ni estofadas, se las comería asadas tan solo con un poco de unto. Era lo más rápido, y al fin y al cabo como mejor están las tórtolas es sencillamente bien asadas en la parrilla.

Devorados solo en su imaginación el escabeche, el asado y el estofado, y por ende aún con hambre, le vino a mosén Pedro el recuerdo y como el aroma de las tórtolas guisadas al modo de Alcántara, aquel sublime preparado en salsa de trufas y almendras, y apretó los animalitos contra la nariz, aspirando con fuerza su penetrante acidez, hechos los ojos cántaros, el corazón alcanzado por la flecha de la nostalgia, la cabeza repleta de dulces recuerdos.

Al cabo de un rato volvió el comendador de sus ensoñaciones, y se percató de que en la estancia media docena de sus hombres le contemplaban babeando. Rápido como un águila, el indito advirtió con buen juicio y clara voz que, para todos los presentes, y aún más contando con los que quedaban abajo en la explanada, aquellas dos tristes tórtolas eran plato de poco provecho, pero que sólo para el alcaide harían buena mesa; y apoyó su discurso con el razonamiento de que, siendo Margarite el que más enfermo se encontraba, la comida le ayudaría a pasar aquel día, y a confortar un tanto su maltrecho estómago.

Todos asintieron con resignación, el indio recibió sus cuentas de colores, y contento como unas pascuas se fue por donde había venido. Uno de los soldados acudió entonces con el perol y los utensilios con los que aderezar las tórtolas para el comendador, pero en esto mosén Pedro se acercó a la ventana de la torre, y soltando las avecillas, que raudas se alejaron volando, dijo con voz tonante:

Nunca plegue a Dios que ello se haga como lo decís: que pues me habéis acompañado en la hambre y los trabajos hasta aquí, en ella y en ellos quiero vuestra compañía, y pareceros, viviendo o muriendo, hasta que Dios sea servido que todos muramos de hambre o que todos seamos de su misericordia socorridos.

Y cuenta Pedro Mártir de Anghiera que todos los hombres del fuerte de Santo Tomás que estaban aquel día con el alcaide, quedaron tan hartos y tan contentos con aquel gesto y aquellas palabras del comendador, como si cada uno de ellos se hubiera comido él solo la pareja de tórtolas guisadas a la manera de su pueblo.

Unos pocos de aquellos españoles salieron con vida de la gran hambruna y de otros muchos trabajos que hubieron de padecer, entre ellos el comendador Margarite, que, de vuelta a España en el año de 1496, fue llamado a besar las manos de Sus Majestades Católicas, quienes mucho le acariciaron, y agradecieron sus grandes servicios con parecidos favores.

Y retirado para su sosiego a las tierras que le fueron concedidas en Andalucía, el bueno de mosén Pedro se dedicó hasta el término de sus días, que fueron muchos y felices, a beber vino y hartarse de tórtolas y de perdices guisadas de mil formas diferentes, en recuerdo de los tiempos pasados. No haciendo nunca caso de la sentencia latina que dice: Omnia saturatio mala, perdicis autem pésima. Esto es, que si todo hartazgo de comida es malo, el de perdiz es el peor.