La isla de las almendras

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LA ISLA DE LAS ALMENDRAS

 

(A Fernando Magallanes, Juan Sebastián Elcano, Álvaro de Mendaña, Pedro Sarmiento, Juan Serrano, Pedro de Ortega.., y tantos otros españoles y portugueses navegantes de los mares del Sur).

 

Hacía días que todo nos daba el fin del mundo. La región de los mares por la que transitábamos no figuraba en las cartas de navegación, el astrolabio se había vuelto inservible, entre otras razones porque no alcanzábamos a divisar estrellas en el cielo, y según el piloto nos hallábamos fuera de toda coordenada geográfica conocida, tal vez al borde mismo del abismo del que antes de zarpar habíamos oído hablar en Lima a unos navegantes portugueses, una fosa de profundidad insondable que se tragaba a los barcos como un gigantesco embudo. Entonces no les hicimos caso, e incluso nos burlamos de ellos, pues aquella noche en la taberna también nos contaron que en su último viaje habían desembarcado en una tierra que llaman de los Patagones, ribereña del estrecho que comunica la mar Océano con la Mar del Sur, de la que hubieron de huir aterrorizados porque en ella los insectos eran del tamaño de los pájaros, las ovejas tan grandes vacas y los hombres no menores que formidables torres. Ya se sabe que por lo general los portugueses son dados a fantasear. Pero en efecto todo indicaba que nos hallábamos en las puertas del finis terrae, porque la siniestra extensión del mar que nos estaba devorando a lo que más se asemejaba era al zaguán del infierno, si es que éste estuviera hecho de agua y no de brasas. Aunque las olas no eran tan grandes como las que habíamos tenido que sufrir meses atrás en aguas del Golfo de Panamá, y apenas de vez en cuando barrían la cubierta, la fuerza irresistible de la corriente nos arrastraba a su antojo sin que nada pudiéramos hacer, al tiempo que una lluvia sin fin, un aguacero comparable en nuestra imaginación a aquel con el que Dios castigó a los contemporáneos de Noé, nos sumergía desde hacía más de un mes en una oscuridad que apenas permitía distinguir la noche del día. Y para colmo de nuestras desgracias, era tanta el agua caída del cielo como la que se colaba por las vías que los moluscos roedores habían perforado en las maderas sumergidas de la nave; y aunque taponábamos los agujeros más grandes con nuestras camisas, que andábamos ya medio desnudos, no dábamos a basto para achicar el agua que inundaba la bodega.

Habíamos olvidado cómo era la luz del sol y hasta la de las lámparas, ya que nos habíamos bebido el aceite para ocultar el repugnante sabor mohoso de los bizcochos de pan plagados de gusanos, única comidan que nos quedaba, y las escasas velas que aún no se habían consumido se nos apagaban como sopladas por el mismísimo diablo. Solo los aterradores relámpagos iluminaban a ráfagas nuestros rostros demacrados por el hambre, nuestras bocas desdentadas y las encías sangrantes por el escorbuto, nuestros ojos hundidos en sus cuencas y enrojecidos por la malaria. De modo que un día, “ese día”, entendimos bien a las claras que todo esfuerzo por cambiar el destino era ya inútil, nos confesamos con el padre franciscano que iba de capellán en el barco, y, resignados en Cristo, dispusimos nuestros espíritus para el momento, sin duda muy cercano, en el que la tenebrosa profundidad acabara definitivamente por tragarnos.

Pero siguieron pasando los días, y no acabábamos de llegar al finis terrae. Parecía que la nao se desplazara en círculos, como una noria siempre alrededor del mismo punto. Y así debió de ser en efecto, porque cuando al cabo de una semana a contar desde el día en el que nos confesamos y recibimos los santos óleos cesó la lluvia, y los pocos que quedábamos con vida vimos asomar en el ancho cielo un sol radiante, llegada la noche el piloto mayor pudo determinar por la posición de los astros en la bóveda celeste nuestra propia situación sobre el mar, y como si lo pasado no hubiese sido más que un sueño, esta resultó ser exactamente la misma que teníamos cuarenta días atrás, cuando al poco de tomar la derrota Sudoeste, en la que más allá de la línea equinoccial esperábamos hallar la Tierra de Ofir con el templo y las minas de oro del rey Salomón, llegó el diluvio y la corriente empezó a engullirnos; esto es: nueve grados de latitud Norte y 123 de longitud Este, en los confines del Mar de la Especiería.

Otro día avistamos una pequeña isla a la que logramos arribar sin apenas esfuerzo, y al poner pie en seco comprobamos que nuestra suerte era dispar, pues no se veía en toda la tierra rastro alguno de ñame silvestre, cocoteros u otros árboles frutales; pero por otro lado, cosa prodigiosa, la arena de la anchurosa playa en la que desembarcamos se hallaba casi por completo cubierta de almendras. Aquello parecía cosa del diablo. ¿Cómo, no habiendo un solo almendro en la isla, podían contarse por miles las almendras dispersas por la ribera del mar? Obviamos conjeturar una respuesta lógica al enigma, y nos pasamos la tarde entera partiendo y masticando malamente los amargos frutos, del mejor modo que nuestras desdentadas y doloridas encías nos lo permitían después de machacar entre dos piedras las almendras ya peladas. Y luego al anochecer nos adentramos media legua en el interior para pasar la noche al cubierto de una espesura, en la que en la incursión que hicimos por la mañana habíamos localizado un manantial de agua dulce.

Durante toda la noche oímos pasar grandes bandadas de pájaros, y cuando al día siguiente a media mañana volvimos a la playa en la que habíamos anclado el bergantín, encontramos de nuevo la vasta extensión de arena cubierta de almendras enteras, cuando la noche anterior solo habíamos dejado las cáscaras de las que nos comimos. El demonio sin duda las había esparcido, si no se trataba de un milagro de Nuestro Señor, que quería salvarnos de morir de hambre después de todo lo que habíamos padecido mediando su consentimiento. De nuevo ese día pudimos alimentarnos con el nutriente de aquellos frutos, que amargaban por estar un poco demasiado verdes, pero que no sentaban mal al estómago. Con la sed en la boca después de masticar almendras por docenas volvimos al manantial a por agua, pero habiendo recogido en vasijas suficiente cantidad, aquella noche montamos el campamento sobre la misma playa, pues el cielo estaba raso, hermosamente estrellado, de modo que no parecía que hubiera que resguardarse de la lluvia. Y entonces sí, con las primeras luces del alba contemplamos llenos de asombro la algarabía de una ingente multitud de palomas, venidas sin duda de una isla cercana, las cuales se posaban sobre la blanda arena, y allí mismo cada una de ellas vomitaba la almendra que llevaba en el buche.

Así pues el prodigio era más bien cosa de Dios que del Diablo, y es que, por esos inexplicables caprichos que tiene la naturaleza, aquellas torcaces engullían cada atardecer los frutos de los copiosos almendros que había en una isla más grande a escasas millas marinas, isla que luego descubrimos, en la que los nativos mataron y se comieron a cinco de los nuestros, entre ellos el piloto mayor. (El Altísimo, que es misericordioso, no permite que suframos mucho tiempo las injusticias de este mundo, y cuando le parece nos envía al otro, que suponemos mejor que este, aunque el transporte de uno a otro tenga que hacerse en el vientre de un caníbal). Digo que las palomas tomaban al atardecer las almendras en la isla grande, y luego las llevaban en el buche durante la noche a esta otra isla pequeña a la que habíamos arribado después del diluvio, para que con los jugos gástricos se fuera reblandeciendo la primera envoltura verde del fruto, que es todo lo que las torcacess pueden digerir, de modo que hecha la digestión de la cáscara blanda, regurgitaban sobre la playa la almendra con su cáscara dura.

Desvelado este proceder, un misterio nos restaba por resolver: ¿Por qué oculta razón las palomas iban a desembuchar los restos de su desayuno precisamente en aquel arenal en el que nos hallábamos, teniendo para ello que volar durante toda la noche, y luego, con las primeras luces del día emprender el vuelo de vuelta a la isla grande. Era como si aquellas avecillas llevaran siglos con ese hábito, esperando nuestra llegada a fin de salvarnos de morir de hambre. Esto pensé.

No hallamos la Tierra de Ofir ni las minas del Rey Salomón, no encontramos oro ni piedras preciosas, ni islas de indios mansos en las que poblar; pero, al final de aquel malhadado viaje, los pocos que tras sobrevivir a los caníbales, las enfermedades y la hambruna tomamos tierra no en el puerto de Lima, sino a la costa de Méjico, adónde nos empujaron las mareas, supimos una cosa cierta, y es que Dios, lo mismo que nos castiga, cuando quiere también socorre a los españoles.