Cervantes a la mesa en Italia

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Actualmente está viendo una revisión titulada "Cervantes a la mesa en Italia", guardada en el 13 febrero, 2017 a las 21:20 por Pedro Plasencia Fernández
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Cervantes a la mesa en Italia
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CERVANTES A LA MESA EN ITALIA. Siguiendo con nuestro ciclo italiano, iniciado por Ismael Díaz Yubero con su apetitoso texto sobre el “tiramisú”, reproduzco aquí seguido un capítulo extraído de mi libro “Cartografía gastronómica de don Miguel de Cervantes” (Editorial Miraguano. Madrid 2016), en el que se da cuenta de las exquisiteces que el sibarita de Alcalá pudo degustar en la patria de Dante. Porque Cervantes no solo fue un libertario antisistema, como defiende Emilio Sola, sino también un gourmet. Quiero dedicarle la entrada a mi colega y amigo del Grupo “Literatura y Gastronomía” Gennaro Varriale. …………………………………………………… Roma, Sicilia, Nápoles, Cerdeña, la Toscana, el Piamonte, la Lombardía…, prácticamente no hay un rincón de Italia en el que Cervantes no pasara una temporada más o menos larga entre los años 1569 y 1575, esto es en el espacio de tiempo que media entre su precipitada huida de Madrid, cuando Miguel tenía 22 años, hasta el comienzo de su cautividad en Argel seis años más tarde. En “El Licenciado Vidriera”, un gentilhombre a caballo, bizarramente vestido, que se presenta como capitán de infantería de Su Majestad, alaba al caballero Tomás Rodaja la vida de la soldadesca española en Italia, y le pinta muy a lo vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de la Lombardía y las espléndidas comidas de los hosterías que por todas partes podían hallarse, soltándole, para rematar la golosa rememoración, esta cháchara corrompida de la lengua de Dante: “… aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo, venga la macarela, li polastri e li macarroni” (vamos, patrón; ven acá truhan, vengan las albóndigas, los pollos y los macarrones). En “La fuerza de la sangre”, Rodolfo, el personaje central de la novela, parte para Italia tal vez en forma parecida a como años atrás se había visto forzado a hacerlo el propio Miguel de Cervantes (huyendo de la Justicia por un delito de sangre). Es el narrador esta vez quien rememora con parecido entusiasmo que el bizarro gentilhombre del Licenciado Vidriera, y en un italiano igualmente macarrónico, cuatro estrellas de la gastronomía de aquella tierra; a saber: los buenos pollos, los pichones, el jamón y las salchichas: “… se partió luego goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia y de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel «Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie», con otros nombres de este jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrechez e incomodidades de las ventas y mesones de España”. Imprecaciones de taberna, ambas, que no dejan de recordarnos la que aparece en el entremés “Soldadesca” del extremeño Bartolomé de Torres Naharro (quien también viajó Italia en el siglo XVI, aunque sesenta años antes que Cervantes), en la que un soldado español demanda al patrón de la hostería pan, vino, mantequilla, pichones, jamón y cochino: “… patrone / pan e vino vidarone / del meglio que ce per tuto / ancora quelche picione / butiro caso presuto / o cochino / ya que de hambre me fino”. Efectivamente las hosterías de Italia en el Siglo XVI eran por regla general muy superiores a las ventas y los mesones de Castilla y de toda España, razón por la que llamaban poderosamente la atención de los soldados españoles de los tercios, entre los que se encontró un día Miguel de Cervantes. Aunque había excepciones a la regla, por ejemplo cuenta el pícaro Guzmán que, camino de Nápoles, iba proveído de gallinas, capones, pollos, palomas, duendas, jamones de tocino y otras alhajas, por si acaso; aunque en las posadas: “a mal mal suceder… una muy buena posta de ternera no nos podía faltar”. Solo un pero cabría poner a las hosterías de algunos lugares fronterizos, y es que, al menos en la opinión de Estebanillo González, resultaban extremadamente caras para los bolsillos de los viajeros, porque los patrones se aprovechaban de ellos, circunstancia que, por cierto, motivó una pendencia “muy reñida de voces” entre el pícaro gallego y un posadero en una hostería de las montañas vecinas a Bolonia). “ … porque todos países que son de confines, como este lo es de diversidad de potentados, son los patrones de sus hosterías últimos fines de la sangre y sudor de los pobres pasajeros”. Y ya que tanto el bizarro gentilhombre del “Licenciado Vidriera”, como el narrador de “La fuerza de la sangre” y “Estebanillo González”, hacen referencia a los pollos, pichones, capones, y otras aves que constituían parte esencial de los menús de las hostería italianas en los siglos XVI y XVII, comenzaremos por las aves, y recordaremos que Cervantes incluyó en el listado de las que eran más de su gusto a los francolines de Milán y los faisanes de Roma (estos últimos, por cierto, también alabados por Francisco Delicado en “La Lozana Andaluza”). De modo que podemos imaginarnos al futuro autor del Quijote recién llegado a Roma, en el tiempo en que fue camarero del cardenal Julio Acquaviva, sentado a la mesa de una hostería del barrio de Pozo Blanco, en el que habitaba la mayor parte de los españoles, deleitándose con un faisán estofado y una “foglietta” (medio litro) de vino albano añejo o de un angelical clarete “amabile”; o bien en Milán un año más tarde, zampándose a placer un francolín asado, regado con un Valtellina o un Sforzato. Pero no solo en la Ciudad Eterna y en la capital de la Lombardía abundaba la caza de pluma. Adquirieron también justo renombre gastronómico las aves salvajes de Florencia “ (ciudad) abastecida de carne y caza, sobra de frutas y flores y de vinos odoríferos” (Estebanillo González); el “becafigo” (becada) asado de Emilia Romagna; la estarna boloñesa hervida con coliflor; las tórtolas y codornices de Ostia; los pichones de Terni asados al espetón, que según Bartolomeo Scappi, cocinero privado (“cuoco secreto”) de Pío V y de otros cuatro papas): “en opinión de mucha gente son de mejor calidad que los de Roma”; los “muy gentiles capones” de Génova, en expresión de Marcos de Obregón; los “polastri” de la Campania, que el joven Miguel de Cervantes tomaría con gusto en la famosa taberna principal del Chorrillo en Nápoles, la misma en la que también se recreó Estebanillo González; y en general las aves de caza y de corral de todas y cada una de las regiones de Italia, regadas con los milenarios caldos locales. En algunas ocasiones piezas frescas, y en otras en salazón: secadas, ahumadas y conservadas en manteca en lugar frío, como era costumbre tratar ocas, grullas, patos silvestres y pichones de bellota. Pero aun gustándole mucho las suculentas aves, a la par que el tierno cabrito lechal, don Miguel de Cervantes prefirió la ternera por encima del resto de las viandas, y a la cabeza de las diferentes calidades de carne de ternera que pudo saborear en su periplo vital, encontramos dos denominaciones italianas: la excelente de Sorrento y la no menos famosa de Génova, ciudad en la que uno de los platos regionales más apreciados era la empanada rellena de pecho de ternera. Ignoramos sin embargo si era más del gusto del escritor la ternera “mangana” (lechal), o la “camporeccia” (criada con pasto). Pero por mucho que apreciara la delicada carne de ternera, no podemos dejar de imaginarnos a Cervantes en otra hostería del barrio de Pozo Blanco, esta vez frente a unos “polpettoni a la romana” (albondigones de carne de buey), o en Bolonia o Ferrara dando cuanta de un platonazo de sus famosos callos, o en Florencia catando la tradicional cecina de vaca, o en el Norte de Lombardía degustando un plato de “bresaola”. Aunque, como de ninguna manera nos representamos al soldado Cervantes, a menos que la necesidad le obligara a ello, es devorando pasteles de carnes raras e innobles de animales tales que el erizo, el lirón, el oso, el puercoespín o el conejillo de Indias, que en este punto los pasteleros milaneses, napolitanos o romanos podían ser tan imaginativos como los madrileños También en “El Licenciado Vidriera”, por boca de un personaje que se nos antoja trasunto de sus propios gustos, el autor del “Quijote” expone el cuadro de honor de los mejores vinos del mundo, incluyendo entre ellos, junto a otros caldos españoles y griegos, los italianos Treviano, Monte Frascón, Chéntola (Chianti), y Garnacha (este último, por cierto, no era un vino con denominación de origen, como los otros de la lista del Licenciado, sino un combinado etílico, antecedente del vermut y emparentado con la carraspada española, el cual se elaboraba en Italia a partir de la variedad de uva garnacha). Incluye Cervantes en el elenco de Vidriera dos vinos griegos, el Soma y el Candía, que seguramente probaría también por primera vez en Italia; no así la Malvasía, otro vino añejo oriundo de Grecia citado por Torres Naharro, que también se consumía mucho por entonces en Roma, lo mismo que el procedente de la isla de Ischia en la Bahía de Nápoles. Otro de los populares artículos de boca italianos que el futuro autor del Quijote degustaría en Italia por primera vez, sería la famosa pasta, elaborada en sus múltiples variedades con sémola del excelente trigo del país, y sin duda de mejor calidad que la aletría, única pasta que por aquellos días se consumía en España, principalmente en Murcia y Andalucía. La aletría (voz de origen arábigo) era un género de masa hilada, de diferentes grosores según el tamaño de los agujeros de la lámina por la que se extraía en prensa, cuya elaboración estaba en las exclusivas manos del gremio de los aletrieros, típicos personajes murcianos que iban por las calles vendiendo el producto por ellos mismos elaborado. En realidad la aletría es lo mismo que los fideos. La variedad de pastas en cuanto a formas y calidades era ya por entonces muy amplia en Italia, si bien no hasta el punto de hoy día, que se precisa un doctorado para conocerlas todas. En la monumental “Opera dell´arte del cucinare”, publicada en 1570 (obra comparable en volumen e importancia al Libro de guisados de Ruperto de Nola o al Arte de cocina de Martínez Montiño), Bartolomeo Scappi incluye diversas recetas de “macarroni, vermicelli, ñoquis, tagliatelle, tortelletti, y ravioli con y sin sfoglia” (masa que envuelve el relleno). Es de suponer que a lo largo de seis años Cervantes tuvo ocasión de probarlas todas, pero lo cierto es que en su obra escrita solo menciona los macarrones. Con toda certeza también le resultarían deliciosos al joven Miguel los famosos salamis y salchichones, y en general los muy variados y excelentes embutidos de esa tierra de opíparos festines que era y es la Lombardía. Cómo no, el jamón de Parma, la mortadela de carne magra de pernil de cerdo doméstico envuelto en redaño, los “tommacelle” (salchichas de hígado de cerdo), los “cervellati” (embutido hecho con manteca de cerdo, azafrán y especias), y el hígado graso de oca hoy mundialmente conocido como foie gras (“el hígado de oca doméstica que crían los judíos es especialmente grande, llegando a pesar entre dos y tres libras” –escribe Scappi-). Ignoramos si Cervantes llegó a probar el “foie gras”de los judíos italianos, pues no dejó constancia escrita de ello. A pesar de haber pasado cerca de dos años en Nápoles, sumando sus repetidas estancias en esa ciudad, don Miguel no llegó a probar la “pizza”, cumbre de la gastronomía napolitana, por la sencilla razón de que, aunque por poco, aún no se había inventado; pero sí degustaría su antecedente inmediato, la “ focaccia di grano” con tocino, y también la lasaña, de la que existen recetas escritas que datan del siglo XIV. Eso sí, las lasañas que tomara Cervantes en sus años italianos no llevarían salsa de tomate, pues aunque está documentado que los Médicis ya importaban en la Toscana tomate de América a mediados del siglo XVI, el “pomodoro” no se incorporó a la cocina italiana hasta finales del siglo XVII, aproximadamente por las mismas fechas en las que su consumo comenzó a extenderse igualmente por España. Volviendo de pasada a la pizza, es oportuno señalar que lo que inicialmente los napolitanos denominaban como tal era un pastel hecho de almendras, piñones, dátiles, higos pasos y uvas blancas de la variedad “zibibbo”, todo ello majado en mortero, desleído con agua de rosas, yemas, azúcar y canela, y colocado al horno sobre una base de masa. Variedad superior de este pastel era la “sfogliata seca”, o pizza hojaldrada. En todo caso, como vemos, poco que ver con las pizzas de hoy día. De los muy ilustres quesos italianos, los famosísimos de vaca de Parma y de Placencia, elogiados por Luis Vives, debieron de ser igualmente apreciados por Cervantes, lo mismo que el “marzolino” de Milán, que como su nombre bien da a entender se hacía en el mes de marzo (cuando las ovejas acaban de amamantar sus primeras crías de primavera, manteniendo una leche muy buena, y se alimentan de la hierba nueva de los pastizales), los “ravigginoli” de leche grasa, típicos de la Toscana, el queso sardesco (Fiore Sardo), mixto de leche de vaca y oveja, o los pecorinos de Sicilia (quesos de leche de oveja, como su propio nombre indica). Y seguramente pudo degustar el joven Miguel en el Sur de Italia la famosísima mozzarella de bufala, típica de la Campania, aunque también se elaboraba en el Lacio y la Apulia, como lo acredita Bartolomeo Scappi. De entre los cereales, además del anciano trigo con el que se elaboraba la excelente “ciabatta” (pan blanco que en España traspusimos por “chapata”), en el siglo XVI ya se cultivaba en Italia de forma extensiva el arroz, sobre todo en el valle del Po, región en la que se consumía mucho “risotto”, siendo tal vez la especialidad reina el arroz a la lombarda, cocido en caldo de capón junto con los “cervellati” de manteca de cerdo y azafrán. También en Salerno y en Sicilia se cultivaba buen arroz, y es muy probable que el soldado herido en Lepanto se restableciera en Messina, además de con el consomé sabroso de capón que se daba a los enfermos, con esa joya gastronómica de supuesto origen francés que era el manjar blanco, compuesto de caldo de pechugas, arroz y leche; y por qué no, con los famosos “arancini”, cuya masa se ha elaborado siempre igualmente con arroz. Como sabemos, estas deliciosas croquetas coloreadas de azafrán fueron adaptación siciliana de una especialidad gastronómica del Oriente Próximo (por su ubicación central en el Mediterráneo, Sicilia ha sido visitada y colonizada por todas las culturas antiguas ribereñas del Mare Nostrum), a la que se le incorporó como ingrediente especial queso “pecorino” fresco de la isla, y hoy también el parmesano de Reggio Emilia, “el mejor queso de la tierra” en opinión de Bartolomeo Scappi. En todo caso, lo que es del todo seguro es que Cervantes comería mucho más arroz en Italia de lo que comía en España, donde todavía apenas era artículo de consumo generalizado, si bien la abuela de la Lozana Andaluza ya preparaba en su Córdoba natal arroz entero seco y graso (hemos de tener en cuenta que la novela de Francisco Delicado se publicó en Venecia el año 1528, mientras que la primera edición de la Segunda Parte del Quijote es de 1615). Faltaban siglos sin embargo para la invención de una de las más indiscutibles joyas gastronómicas del planeta, la paella. Para concluir con los cereales, certificaremos que el maíz de América se había incorporado ya en el siglo XVI (más de cien años antes que en España) a la gastronomía italiana, apareciendo por ejemplo como ingrediente básico de alguna sopa, en tortas y en el popular pastel lombardo de maíz; y haremos finalmente una breve mención del cuscús. La avezada guisandera que fue la abuela de la Lozana Andaluza, también enseñó a su nieta Aldonza el modo de hacer “alcuzcuz” con garbanzos. Estos nutritivos guisos de pasta de grano de harina cruda pervivieron en España tras la expulsión de los moriscos, y también en Italia, como lo confirma una receta de Scappi: “plato de sémola a la morisca, llamado cuscús”. Sin embargo, aunque sin duda el autor del Quijote debió de hartarse de sémola de harina cruda en su cautiverio de Argel, no hay ninguna referencia al cuscús en la obra cervantina. Es de suponer que este plato no le trajera muy buenos recuerdos. Y por todas partes, cuando acaeciera ser viernes, día de pescado (día “di magro”), siendo Italia tan católica como España, en lugar de las lentejitas con truchuela tradicionales de Castilla, Cervantes tomaría la tarta marinara de pescado y verdura. Pero dada la mucha afición de nuestro autor al pescado, no creemos que se conformara con la marinara, pues no le habrían de faltar ocasiones a lo largo de los seis años que allí vivió de probar los “carpione”, especie de trucha asalmonada, un regalo de las cálidas aguas del lago Garda; los “sogliole” (lenguados) de la Liguria; el “verrugato” del mar Adriático; las lubinas, que en Venecia se llamaban “varolo”, en Génova “lupo”, en Roma “spigola”, y en Pisa y Florencia “ragno”; la saboga del Tíber, el Po y el Arno; las sardinas, a las que Cervantes era tan aficionado; la dorada, el dentón, la brea, los salmonetes, el rodaballo o el cabracho, con el que Scappi preparaba un pastel especial; los famosos calamares fritos de Roma; las truchas del Tesino y el Tíber; las tencas de los lagos Bolsena y Troiano; las anguilas de Comacchio en Lombardía; el atún, de cuya carne se distinguía entre la “tonnina” (el tronco del pez), que se preparaba de mil maneras, y el “tarantello” (la ventresca), que solía dedicarse a salazón; o el caviar, bocado preferido del papa Pío V, que su cocinero privado le preparaba en canapés de pan tostado. Y lo mismo que Pío V, Miguel de Cervantes también adoraba el caviar, al que en El Quijote llama “manjar negro”. Y ya que mencionamos el caviar, hay que decir que sin duda el rey de los pescados en la Italia del siglo XVI era el esturión, del que Scappi nos informa que se hacían buenas redadas entre los meses de marzo y agosto, cuando los peces remontaban el Po, en Stellata, cerca de Ferrara, allá donde el río se divide en dos ramas, de las cuales una se dirige a Francolino, mientras la otra bordea la muralla de Ferrara. Además del caviar, las salazones del vientre (la “moronella”) y de los lomos (los “schienale”) del esturión del Mar Negro eran bocados muy apreciados tanto en Roma como en Génova, Ferrara o Milán. También de los huevos del mújol y de la lubina se preparaban los “bottargue”, salazones casi idénticos a la mojama. En el apartado de los mariscos, presumimos que el futuro autor del Quijote se deleitaría con las ostras de Córcega y con los cangrejos, los camarones y el buey de los mares de Italia, aunque su calidad general, tal vez von la excepción del excelente marisco de la costa de Liguria, fuera inferior a la de los frutos del mar de Andalucía. Y ya que mentamos Andalucía, pasemos a las aceitunas. Es de suponer que, al menos en las regiones del Sur de Italia, incluyendo Sicilia, tierras de olivares, el futuro autor del Quijote no extrañaría las aceitunas sevillanas aliñadas de Sevilla, aunque curiosamente en la Italia del XVI las más afamadas olivas no fueran las del Sur, sino las de Bolonia. Y tampoco echaría en falta Cervantes el aceite de oliva, grasa vegetal de mayor uso culinario en el Sur de Italia que en la mayor parte de las regiones españolas; si bien en el país transalpino la grasa de leche fresca de vaca, o mantequilla (“butiro”), lo mismo que en España, se usaba para cocinar en mayor proporción que el aceite. En el capítulo de las salsas, en el siglo XVI ya se estilaban la salsa al pesto genovés, ideal para acompañar platos de pasta, y la elegante salsa galantina, hecha con uvas de Corinto majadas junto con yemas de nuevos cocidos y “mostacciuoli” (masa de harina con miel, almendra, azúcar, mantequilla, y opcionalmente anís, uvas o higos pasos), y desleído el majado con agraz, azúcar, zumo de naranja, canela, pimienta, clavo y nuez moscada. También se preparaba para acompañar el pescado la salsa verde de espinacas, acedera, perejil, pimpinela, rúcola y menta; y para otros diversos usos, las salsas dulces de almendras, de manzana, de uvas pasas, de zanahoria, de nueces, de granada y de grosella, la salsa de mostaza; y la pevoreta, salsa picante típica del Véneto. Don Miguel era más de fruta fresca que de dulce, pero no creemos que despreciara en su periplo italiano los típicos bizcochos piamonteses de Saboya (los delicados “saboiardi”) aromatizados con cáscara de limón; ni las “ciambellas” romanas (pastel redondo, hecho con harina, huevo y azúcar), ni mucho menos las conservas dulces de ciruela genovesa, o de pera de Bérgamo (bergamotta o bergamasca ), como aquellas que el cardenal al que Guzmán de Alfarache sirvió en Roma guardaba bajo llave en un arcón. Tampoco dejaría de probar Cervantes el “gattafure alla genovese”, que es una torta de queso; los “migliacci”, tortas hechas con sangre de cerdo, harina, maíz o castañas, en forma muy parecida a las filloas gallegas de sangre, las rosquillas “berlingozzi” de Siena, los “mostaccioli”, también llamados en algunas regiones “morselletti”: masa con almendras, miel y otras cosas con la que hemos visto que se hacía la salsa galantina, las “orzati” (horchatas de cebada, que no de chufa), de las que Scappi ofrece cuatro recetas diferentes; hasta la sencilla “cialda”, que era una oblea de masa fina de flor de harina, mantequilla y azúcar, cocida entre moldes candentes, y los aún más humildes “cialdoni” de miga de pan y azúcar. En líneas generales podíamos afirmar que la alimentación de Cervantes en sus años italianos (el “cibo”), estaría de hecho más cercana a la que había llevado en su primera juventud en Andalucía, que a la que pudo llevar en Madrid o en Valladolid, y luego en Esquivias. Por poner un ejemplo de alimento sano; las ensaladas, no solo las de lechuga, sino también las de otras diversas verduras de la huerta (perejil, berro, zanahorias, rábano, cebollas, pepino, flor de borraja, etc.) se consumían en muy mayor proporción en Italia y en Andalucía que en Castilla o Aragón, donde constituían un plato menor. No por casualidad Guzmán de Alfarache las llamó “ensaladas lavatripas”. Por razón de ser “lavatripas”, esto es, saludables y digestivas, las lechugas, “bien picadas, y aderezadas con sal, aceite de oliva de la alcuza, y vinagre”, tal como el sabio valenciano Juan Luis Vives recomendó aliñarlas, solían tomarse en España a la cena. Ahora bien, el vinagre de las ensaladas que a finales del siglo XVI don Miguel pudo probar en Italia, no sería el extraordinario “aceto balsámico”, aunque este se venía elaborando desde hacía tiempo en la región de Módena con sirope de mosto de uvas Trebbiano, previamente hervidas hasta la reducción, y añejadas en barricas de roble; y no lo sería por la sencilla razón de que la elaboración del aceto balsámico era el secreto patrimonio de unas pocas familias, que vivían de su venta en exclusiva a los duques de Este, señores de Ferrara, Módena y Reggio. De modo que a no ser que el joven y desarrapado soldado español fuera invitado a la mesa de tan alta nobleza, cosa que consideramos poco probable, nunca cataría ensaladas que no estuvieran aliñadas con vinagre ordinario. Y en cuanto a las no menos saludables verduras, merecen especial atención la “scappa” (torta de hierbas a la boloñesa), las coles de Milán y Bolonia, o el guiso que se hacía en Venecia y Treviso con los repollos en salmuera importados de Alemania. Y cómo no, las muy variadas sopas de verduras, entre las que destacaremos la sopa de perejil tradicional de Roma, también conocida como “caldo apostolorum”, la sopa de nabos a la veneciana, la sopa de maíz y cebada sin cáscara, las muchas recetas de verduras cocinadas en caldo de carne (espinacas, espárragos, lechugas, calabazas, cardos, alcachofas, berenjenas, lombardas, y hasta frutas como el membrillo y el melón), la sopa de ajos, la sopa de berza, que, siguiendo los sabios consejos de los filósofos griegos, se tomaba para combatir la resaca; y finalmente la deliciosa sopa de trufas; aunque por cierto el hoy tan codiciado tartufo apenas tuvo presencia en la gastronomía italiana del siglo XVI. En resumen, como aseguró el pícaro Guzmán, quien llegó a conocer Italia al dedillo por haber ejercido su rufianesca profesión en casi todas las grandes ciudades de ese bello país, nos ratificamos en la tesis de que en el Siglo de Oro español, en la tierra de Dante se comía de forma más saludable y moderada que en Castilla: “Los manjares de Italia son de menos sustancia que los de España, que (aquellos) parecen ensaladas, que no ocupan el estómago.”
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el 13 febrero, 2017 a las 20:20 Pedro Plasencia Fernández