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“VIAJE A ORIENTE” 012

II. Las esclavas – II. El señor Jean…   El señor Jean es un resto glorioso de nuestra armada en Egipto. Fue uno de los treintaitrés franceses que se pasaron al servicio de los mamelucos tras la retirada de la expedición. Durante muchos años tuvo, sovaldi sale al igual que los otros, shop un palacio, mujeres, caballos, esclavos: en la época de la disgregación de esta poderosa milicia, él fue jubilado como francés; pero al pasar a la vida civil, sus riquezas se fundieron poco a poco. Pensó en vender al público vino, algo entonces nuevo en Egipto, en donde cristianos y judíos sólo se embriagaban con aguardiente de arak, y con una especie de cerveza llamada bouza. Desde entonces, los vinos de Malta, Siria y el archipiélago, hicieron la competencia a los espirituosos, y los musulmanes de El Cairo no parecieron ofenderse por esta innovación. El señor Jean admiró la resolución que yo había tomado de escapar de la vida de los hoteles; pero me dijo: usted va a tener dificultades para montar una casa. En El Cairo hay que tomar tantos criados como necesidades diferentes se precisen. Cada cual tiene como prurito no hacer más que una sola cosa, y además, son tan perezosos, que ni siquiera se sabe a ciencia cierta si  esa dedicación exclusiva no sea calculada. Cualquier detalle complicado les fatiga o se les escapa, e incluso la mayoría le abandonarán en cuanto hayan ganado suficiente para pasar unos cuantos días sin hacer nada.  “Entonces, ¿cómo hacen los del país? –                     ¡Ah!, les dejan actuar a su aire, y cogen a dos o tres personas para cada menester. De cualquier modo, un efendi, siempre lleva con él a su secretario (KHATIBECSIR), a un tesorero (KHAZINDAR) a su portador de pipa (TCHIBOUKJI) al SELIKDAR que le lleva las armas, al SERADJBACHI para cuidar de su caballo, al KAHWEDJI-BACHI para hacerle un café allá donde se detenga, sin contar a los YAMAKS para ayudar a todo el mundo. En casa, se necesita aún más servicio, ya que el portero no consentirá en ocuparse de las estancias, ni el cocinero de hacer el café, incluso necesitará un aguador a sus expensas. Bien es cierto que distribuyéndoles una piastra y media, unos veinticinco a treinta céntimos al día, usted será contemplado por esos inútiles como un patrón opulento. –                     ¡Estupendo!, dije, ese precio queda aún lejos de las sesenta piastras que hay que pagar todos los días en los hoteles. –                     Pero es una complicación que no puede aguantar ningún europeo. –                     Voy a intentarlo, así aprenderé. –                     Le van a cocinar una comida abominable. –                     Así conoceré los platos del país. –                     Tendrá que abrir un libro de cuentas y discutir el precio de todo. –                     Eso me ayudará a aprender la lengua. –                     Inténtelo usted, yo por mi parte, le enviaré a los más honestos, y usted escoja. –                     ¿Es que son muy ladrones? –                     Raterillos todo lo más, me dijo el viejo soldado, recordando la jerga militar: ¡ladrones!, los egipcios… no tienen el valor suficiente.” En general, me da la impresión de que este pobre pueblo de Egipto es excesivamente despreciado por los europeos. El franco de El Cairo, que hoy en día comparte los privilegios de la raza turca, hereda también sus prejuicios. Esta gente es pobre, sin duda, ignorante, y la vieja costumbre de la esclavitud les mantiene en una especie de abyección. Son más soñadores que activos, y más inteligentes que industriosos; pero yo los considero buenos y de un carácter análogo al de los hindúes, que quizá se deba a su alimentación, casi exclusivamente vegetariana. Nosotros los que nos alimentamos de carne, respetamos más al tártaro y al beduino, nuestros iguales, y estamos dispuestos a abusar de nuestra energía a expensas de las poblaciones mansas. Después de dejar al señor Jean, atravesé la plaza de El-Esbekieh, para llegar hasta el hotel Domergue, un vasto campo situado entre la muralla de la ciudad y la primera línea de casas del barrio copto y del barrio franco. Hay muchos palacios y hoteles espléndidos. Sobre todo destaca la casa en que fue asesinado Cléber, y la mansión en donde se celebraban las reuniones del Instituto Egipcio. Un pequeño bloque de sicomoros y de higueras del faraón, son vestigios de la época de Bonaparte, que los hizo plantar. Durante el periodo de inundación, toda esta plaza se cubre de agua y la surcan canoas y barquichuelas pintadas y doradas, pertenecientes a los propietarios de las casas vecinas. Esta transformación anual de una plaza pública en lago de placer, no evita el que se tracen jardines, y se excaven canales en los períodos de sequía. Allí he contemplado a un buen número de fellahs abriendo una zanja. Los hombres cavaban la tierra, y las mujeres desescombraban transportando la pesada carga en cestones hechos de paja de arroz. Entre estas mujeres había muchas jovencitas, unas con camisolas azules, y otras, las de menos de ocho años, enteramente desnudas, tal y como se las puede ver, por lo demás, en las aldeas de las márgenes del Nilo. Inspectores provistos de un bastón supervisan el trabajo, y golpean de vez en cuando a los menos activos. Toda la cuadrilla estaba bajo la dirección de una especie de militar, tocado con un tarbouche, calzado con unas fuertes botas con espuelas, ceñido de un sable de caballería, y con una fusta de piel de hipopótamo trenzada en la mano. Esta última se dirigía hacia las nobles espaldas de los inspectores, al igual que el bastón de estos se encaminaba hacia las espaldas de los fellahs.  El vigilante, al verme allí parado mirando a las pobres muchachas encorvadas bajo los canastos de tierra, se dirigió a mí en francés. Se trataba de nuevo, de un compatriota. Ni se le había pasado por la cabeza enternecerse por los bastonazos distribuidos a los hombres, bastante flojos, dicho sea de paso. África piensa de forma diferente a nosotros en este punto. Pero ¿por qué –dije- hacer trabajar a esas mujeres y a esos niños?. –         No se les fuerza a hacerlo, me dijo el inspector francés; son sus padres o sus maridos quienes prefieren hacerles trabajar sin perderles de vista, que dejarles solos en la ciudad. Luego se les paga de 20 paras a 1 piastra, según su fuerza. Una piastra (25 céntimos) es en general, el precio de la jornada de un hombre. –         Entonces, ¿por qué hay algunos que están encadenados?, ¿son forzados?. –         Son maleantes que prefieren pasar el tiempo durmiendo o escuchando historias en los cafetines que siendo útiles. –         Y en ese caso, ¿de qué viven? –         ¡Aquí se vive con tan poca cosa! En caso de necesidad, ¿no encontrarán siempre fruta o verdura que robar en los campos?. El Gobierno encuentra enormes dificultades para hacer ejecutar los trabajos más necesarios, pero cuando es absolutamente indispensable, las tropas asedian un barrio o cortan una calle, se detiene a la gente que pasa y nos los traen. Y así son las cosas. –         ¡Cómo!¿todo el mundo sin excepción? –         ¡Claro! Todo el mundo, sin embargo, una vez detenidos, cada uno se explica. Los Turcos y los Francos se identifican. Entre los otros, los que tienen dinero, se liberan de las labores, muchos de ellos son rescatados por sus señores o patrones. El resto, forma brigadas y trabaja durante unas semanas o algunos meses, según la importancia del trabajo que se vaya a ejecutar. ¿Qué decir de todo esto?. Egipto está aún en la Edad Media. Estas prestaciones se hacen mientras tanto en beneficio de los beys mamelucos. El Pachá es hoy en día el único soberano; la caída de los mamelucos ha suprimido tan solo la servidumbre individual, pero eso es todo.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Bonaparte, Cléber, el señor Jean, Kahwedji-bachi, Khatibecsir, Khazindar, Las esclavas, los mamelucos, Selikdar, Seradjbachi, Tchiboukji, Yamaks
“VIAJE A ORIENTE” 011

II. Las esclavas – I. Un amanecer…  ¡Qué extraña cosa es nuestra vida! Cada mañana, click en ese duerme vela en donde poco a poco triunfa la razón sobre las enloquecidas imágenes del sueño, sale tengo la sensación de que lo más lógico y natural, conforme a mi origen parisino, sería despertarme a la claridad de un cielo gris, con el ruido de las ruedas de los carruajes golpeando el pavimento, en alguna habitación de aspecto triste, sembrada de muebles angulosos en donde la imaginación se aplastara contra los cristales como un insecto aprisionado. Y de pronto, con una viva extrañeza, me encuentro a mil leguas de mi patria y abriendo mis sentidos poco a poco a las vagas impresiones de un mundo que es la perfecta antítesis del nuestro. La voz del turco que canta en el vecino minarete, la esquila y el pesado trote del camello que pasa, y a veces, un raro quejido, los rumores e indistintos sonidos que dan vida al aire, a la madera y a la muralla; el alba temprana que dibuja en el techo las mil filigranas recortadas de las ventanas; una brisa matutina cargada de intensos perfumes que levanta la cortina de la puerta y me permite percibir, por encima de los muros del patio, las testas flotantes de las palmeras. Todo esto me sorprende, me complace o… me entristece, según los días, pues tampoco voy a defender que un eterno verano sea siempre fuente de una vida feliz. El negro sol de la melancolía que derrama oscuros rayos sobre la frente del ángel soñador de Alberto Durero[1], también se levanta a veces, tanto en las luminosas tierras del Nilo, como a orillas del Rin, en un frío paisaje de Alemania. Incluso diría que, a falta de niebla, el polvo es un triste velo en la claridad de un día en Oriente. A veces, en la casa en donde vivo, en el barrio copto, subo hasta la terraza para ver cómo los primeros rayos del sol abrazan a lo lejos la llanura de Heliópolis y las laderas del Mokatam, por donde se extiende la ciudad de los muertos, entre El Cairo y el Matarée. Es un hermoso espectáculo cuando la aurora va coloreando poco a poco las cúpulas y los menudos arcos de las tumbas consagradas a las tres dinastías de califas sudaneses y sultanes, que desde al año 1000 han gobernado Egipto. Sólo uno de los obeliscos del antiguo templo del sol ha permanecido en pie en esta llanura, como un centinela olvidado, erecto, se yergue en medio de un tupido bosquecillo de palmeras y sicomoros, y siempre recibe la primera mirada del dios que antaño fuera adorado a sus pies. La aurora en Egipto no tiene esos bellos tintes bermejos que se pueden admirar en las Cícladas o en las costas de Candía. El sol estalla de pronto al borde del cielo, precedido tan solo de un vago resplandor blancuzco. A veces, parece esforzarse en levantar los largos pliegues de un sudario grisáceo, y se nos presenta pálido y despojado de sus rayos, como el Osiris subterráneo. Su huella descolorida entristece aún más el árido cielo, que se asemeja entonces, hasta el punto de confundirse, al cielo encapotado de nuestra Europa, pero que lejos de atraer la lluvia, absorbe toda la humedad. Esta espesa polvareda que carga el horizonte jamás se despeja con frescas nubes como nuestras brumas: a penas sale el sol, en el cenit de su fuerza, consigue perforar la atmósfera cenicienta bajo la forma de un disco rojo, cuando se podría pensar que había salido de las forjas líbicas del dios Ptah. En ese punto se comprende la profunda melancolía del viejo Egipto, esa preocupación frecuente por el sufrimiento y los sepulcros, que nos transmiten los monumentos. Es Tifón triunfando por un tiempo sobre las divinidades bienhechoras; irritando los ojos, resecando los pulmones, y lanzando nubarrones de insectos sobre campos y huertos.[2] Las he visto pasar como mensajeras del hambre y de la muerte; la atmósfera preñada de ellas y mirando por encima de la cabeza, a falta de referencias conocidas, las tomé en un principio por bandadas de pájaros. Abdallah, que había subido a la terraza al mismo tiempo, hizo un círculo en el aire con la larga vara de su chibukí[3], y derribó dos o tres al suelo. Sacudió la cabeza mirando aquellas enormes langostas verdes y rosadas, y me dijo: –          ¿No las ha comido nunca? No pude evitar hacer un gesto de rechazo hacia semejante alimento, a pesar de que, despojadas de las alas y las patas, deben parecerse sobremanera a las gambas del océano.  –          “Es una buena provisión en el desierto, me dijo Abdallah; se las ahuma, se las sala, y más o menos, el gusto se aproxima al del arenque ahumado, que con pasta de sorgo, forman un excelente alimento. –                     A propósito, repuse, ¿no sería posible que me cocinaran aquí algo egipcio?. Me resulta aburrido acercarme a comer dos veces al día al hotel. –                     Tiene usted razón, dijo Abdallah, habrá que contratar los servicios de un cocinero. –                     ¡Pero bueno!, ¿es que el barbarín no sabe hacer nada?. –                     ¡Uy, nada!. Él está aquí para abrir la puerta y mantener la casa limpia, y eso es todo. –                     Y usted mismo, ¿no sería capaz de poner al fogón un pedazo de carne?, en fin, ¿de preparar alguna cosa? –                     ¿Está usted hablando de mí?. Exclamó Abdallah con un tono profundamente herido. No señor, yo no se nada parecido. –                     ¡Qué lástima!, repuse, para seguir con la broma, esta mañana habríamos podido, entre otras cosas, haber desayunado unas langostas; pero, hablando seriamente, me gustaría comer aquí. En la ciudad hay carniceros, fruteros y pescaderos…No creo que pretenda nada extraordinario. –                     Nada más simple, en efecto: coja un cocinero. Únicamente que, un cocinero europeo le costará un tálero diario. Con la dificultad que incluso tienen los mismísimos beys, pachás y hoteleros, de procurarse uno. –                     A mí me gustaría uno del país, y que me preparase lo que come todo el mundo. –                     Está bien, podremos encontrar uno donde el señor Jean. Es un compatriota suyo, propietario de un cabaret en el barrio copto, y en cuya casa se da cita la gente desempleada. [1] El símbolo del sol negro viene a la vez del grabado MELANCOLÍA de Durero, del SONGE (o Discours du Christ Mort) de Jean Paul y, más directamente sin duda, de la iconografía alquímica. Se le vuelve a encontrar en AURELIA (II.4), EL DESDICHADO (v. 4) y, bajo una forma diferente, en LE CHRIST AUX OLIVIERS (II, 9-10 y III, 6) Acerca de la fortuna literaria de este símbolo, ver el artículo de H. Tuzet, en REVUE DES SCIENCES HUMAINES, oct.-dic. 1957 – En cuanto al grabado de Durero, emblema del temperamento melancólico y saturniano, fascinaba a Nerval, que lo evoca igualmente en AURELAI I,2. [2] Egipto como país de la melancolía y de la muerte: Nerval insiste en ello y evoca al “Osiris subterráneo”, en la parte oculta de la germinación, y a Tifón, dios cruel y estéril, polo negativo de la religión egipcia, opuesto a los poderes salvadores de Isis. Ver también pg. 95 t-II. [3] Pipa de tabaco larga y fina.

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 el amanecer en el Mataré, Heliópolis, Las esclavas, las langostas, Ptah
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