Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: Sarahil - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, there EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IX. Los tres compañeros… Desconfianza y temores del sumo sacerdote Sadoc ante la unión con la Reina de Saba. Solimán recibe en el templo a los tres obreros traidores y planea su venganza contra Adonirám. En la sesión siguiente, treat el narrador continuó de este modo…        Solimán y el Sumo Sacerdote de los hebreos charlaban desde hacía un buen rato bajo el atrio del templo.        “Es un deber, -dijo con despecho el pontífice Sadoc a su rey-, y vos sólo os escudáis en mi consentimiento para este nuevo retraso. ¿Cómo celebrar un matrimonio si la novia no está aquí?.        – Venerable Sadoc –repuso el príncipe suspirando-, estos retrasos decepcionantes me afectan a mí, más aún que a vos, y los llevo con paciencia.        – En buena hora; pero yo; yo no estoy enamorado –dijo el levita, pasándose la mano seca y pálida, surcada de venas azules, por su larga barba blanca y ahorquillada.        – Precisamente por eso vos deberíais estar más calmado.        – ¡Y cómo! –continuó Sadoc-, desde hace cuatro días, caballeros y levitas están dispuestos; los holocaustos, preparados; el fuego arde inútilmente sobre el altar, y en el momento más solemne, hay que aplazarlo todo. Sacerdotes y rey a merced de los caprichos de una mujer extranjera que nos pasea de pretexto en pretexto y juega con nuestra credulidad”.        Lo que humillaba al sumo sacerdote era el tener que vestirse a diario con los ornamentos pontificios, y estar obligado a despojarse de ellos inmediatamente después sin haber podido hacer brillar, ante los ojos de la corte de los sabeos, la pompa hierática de las ceremonias de Israel. Se paseaba, agitado, a lo largo del atrio interior del templo, con sus espléndidas vestiduras ante un consternado Solimán.        Para esa augusta ceremonia, Sadoc, se había vestido con su túnica de lino, un fajín bordado, su efod[1] abierto por delante y por detrás. El efod brillaba sobre su pecho; era cuadrado, de un palmo de largo y rodeado por una fila de sardónices, topacios y esmeraldas; una segunda fila de carbunclos, zafiros y jaspe; una tercera de ligures, amatistas y ágatas, y, una cuarta de criolitas, ónices y berilos. La túnica del efod, de un violeta claro, abierta por el medio, estaba bordada con pequeñas granadas de jacinto y púrpura, alternadas con diminutas campanillas de oro fino. La frente del pontífice estaba ceñida por una banda de color jacinto, adornada con una lámina de oro bruñido que ostentaba un huecograbado con las palabras  “Adonay es santo”[2].        Y eran necesarias dos horas y seis servidores de entre los levitas para revestir a Sadoc con su atuendo litúrgico, sujeto con cadenillas, nudos místicos y corchetes de orfebrería. Esa vestimenta era sagrada; y sólo a los levitas les estaba permitido tocarla, ya que fue el mismo Adonay quien ordenó su diseño a Musa Ben-Amrán (Moisés), su servidor.        Así pues, tras cuatro días, los atavíos pontificales de los sucesores de Melkisedek sobre los hombros del respetable Sadoc, recibían diariamente una afrenta. Y Sadoc, más irritado aún si cabe por tener que consagrar muy a su pesar el matrimonio de Solimán con la Reina de Saba; algo que le desagradaba profundamente.        Esa unión le parecía peligrosa para la religión de los hebreos y el poderío de su sacerdocio. La reina Balkis era instruida… Sadoc encontraba que los sacerdotes sabeos la habían permitido conocer un montón de cosas que un soberano, educado con prudencia, debía ignorar,; y sospechaba de la influencia de una reina, versada en el difícil arte de gobernar sobre los pájaros. Estos matrimonios mixtos que exponían la fe a permanentes ataques de una colectividad escéptica, jamás agradaban a los pontífices. Y Sadoc, que con infinito trabajo había conseguido aplacar en Solimán su pasión por la sabiduría, persuadiéndole de que no había nada más que aprender, temblaba ante la perspectiva de que el monarca se diera cuenta de cuántas cosas en realidad ignoraba.        Ese pensamiento se hacía cada vez más certero, al ver que Solimán andaba ya reflexionando sobre todo ello, y encontraba a sus ministros cada vez menos agudos y más déspotas que los de la reina. La confianza de Ben-Daoud se había quebrantado; desde hacía días guardaba secretos que no transmitía a Sadoc, y ni siquiera le consultaba. Lo fastidioso, en los países en los que la religión está subordinada a los sacerdotes y personificada en ellos, es que, el día en que el pontífice falla, y todo mortal es débil, la fe se derrumba con él, y hasta el mismo Dios se eclipsa con su orgulloso y funesto sostén.        Circunspecto, sombrío, pero poco penetrante, Sadoc, se había mantenido sin esfuerzo, aprovechando la suerte de tener pocas ideas. Ampliando la interpretación de la ley al agrado de las pasiones del príncipe, justificándolas con la complacencia de un dogma básico, aunque puntilloso en las formas; de suerte que Solimán se sometiese dócilmente a ese yugo… ¡Y pensar que por culpa de una jovencita del Yemen y un maldito pájaro se corría el riesgo de destruir el edificio de una educación tan prudente!        Acusarles de magia, ¿no sería acaso confesar el poderío de las ciencias ocultas, tan desdeñosamente negadas?. Sadoc se encontraba en un verdadero aprieto. Y además tenía otras preocupaciones; el poder ejercido por Adonirám sobre los obreros inquietaba también al Sumo Sacerdote, alarmado con razón ante cualquier dominación oculta y cabalística. Y a pesar de todo, Sadoc había impedido constantemente a su real alumno despedir al único artista capaz de erigir al dios Adonay el templo más impresionante del mundo, y atraer al altar de Jerusalén la admiración y las ofrendas de todos los pueblos de Oriente. Para buscar la perdición de Adonirám, Sadoc esperaba a que terminaran los trabajos, limitándose hasta entonces a alimentar la sombría desconfianza de Solimán. Pero desde hacía unos días la situación se había agravado. En medio del estallido de un triunfo inesperado, imposible, milagroso; Adonirám, recordaba, había desaparecido. Esa ausencia extrañaba a toda la corte, excepto, aparentemente, al rey, que no había hablado de ello en ningún momento a su sumo sacerdote, algo poco habitual.        De esta suerte, el venerable Sadoc, sabiéndose inútil, y resuelto a hacerse el necesario, se había visto reducido a combinar vagas declamaciones proféticas, reticencias de oráculos apropiados para impresionar la imaginación del príncipe. A Solimán le gustaban bastante los discursos, sobre todo porque le ofrecían la ocasión de resumir su significado en tres o cuatro proverbios. Ahora bien, en estas circunstancias, las sentencias del Eclesiastés, lejos de amoldarse  a las homilías de Sadoc, sólo hablaban acerca de la utilidad del punto de vista del Señor, de la desconfianza, y de la desgracia de los reyes entregados a la astucia, a la mentira y al interés. Y Sadoc, turbado, se replegaba en las profundidades de lo ininteligible.        “Aunque vos habláis de maravilla –dijo Solimán-, no he venido a buscaros al templo para disfrutar de esa elocuencia: ¡desdichado es el rey que se nutre de palabras! Tres desconocidos van a presentarse aquí, pidiendo una audiencia conmigo, y serán escuchados, ya que conozco su deseo. Para esa audiencia he elegido este lugar, ya que importa y mucho que este encuentro quede en secreto.        – Esos hombres, Señor, ¿quiénes son?        – Gentes instruidas en materias que los reyes ignoran: se puede aprender mucho de ellos.”        Al poco, tres artesanos, introducidos hasta el atrio interior del templo, se prosternaron a los pies de Solimán. Su actitud era tensa y su mirada inquieta.        “Que la verdad salga de vuestros labios, les dijo Solimán, y no esperéis imponeros al rey: pues él conoce vuestros pensamientos más secretos. Tú, Phanor, trabajador ordinario del gremio de los albañiles, tú eres enemigo de Adonirám, porque odias la supremacía de los mineros, y, para destruir la obra de tu maestro, mezclaste piedras combustibles con los ladrillos de sus hornos. Amrou, del gremio de los carpinteros, tú sumergiste las vigas dentro de las llamas para debilitar las bases del mar de bronce. En cuanto a ti, Méthousaël, minero de la tribu de Rubén, tú has estropeado la fundición añadiéndole lavas sulfurosas, recogidas a orillas del lago de Gomorra. Los tres aspiráis en vano al cargo y al salario de los maestros. Como habéis visto, mi clarividencia puede penetrar hasta el misterio de vuestras acciones más ocultas.        – Gran rey –respondió Phanor espantado-, es una calumnia de Adonirám, que se ha confabulado para perdernos.         – Adonirám ignora un complot que solo yo conozco. Habéis de saber que nada escapa a la sagacidad de los protegidos de Adonay.”        La extrañeza de Sadoc le hizo comprender a Solimán que su sumo sacerdote no contaba demasiado con el favor de Adonay.        “Así que será tiempo perdido –continuó el rey-, el que tratéis de disimular la verdad. Lo que vais a revelarme ya lo conozco de antemano, y ahora lo que voy a poner a prueba es vuestra fidelidad. Que Amrou sea el primero en tomar la palabra.        – Señor, -dijo Amrou, tan asustado como sus cómplices-, yo he ejercido la vigilancia más absoluta sobre los talleres, las canteras y las fábricas. Adonirám no apareció por allí ni una sola vez.        – A mí –continuó Phanor- se me ocurrió esconderme, al caer la noche, en la tumba del príncipe Absalón Ben-Daoud, en el camino que va del Moria al campamento de los sabeos. Hacia las tres de la madrugada, un hombre vestido con una gran túnica y tocado con un turbante como los que lleva la gente del Yemen, pasó ante mí; me aproximé y reconocí a Adonirám, que iba hacia las jaymas de la reina, y como él me había visto, no me atreví a seguirle.        – Señor –prosiguió Méthousaël-, a vos, que todo lo conocéis y la sabiduría habita en vuestro espíritu, hablaré con toda sinceridad. Si mis revelaciones son de tal naturaleza que puedan costar la vida a quienes penetren en tan terribles misterios, dignaos alejar a mis compañeros a fin de que mis palabras sólo recaigan sobre mí.”        Solimán extendió la mano y respondió: “¡Te salva tu buena fe, nada temas, Méthousaël de la tribu de Rubén!        – Disfrazado con un caftán, y cubierto el rostro con un tinte oscuro, me mezclé, aprovechando la noche, entre los eunucos negros que rodeaban a la princesa: Adonirám se deslizó a través de las sombras hasta sus pies; durante mucho tiempo estuvo conversando con ella y el viento de la noche trajo hasta mis oídos el temblor de sus palabras; yo me escabullí una hora antes del alba, y Adonirám aún estaba con la princesa…”        Solimán contuvo su cólera, cuya señal reconoció Méthousaël en las pupilas del rey.        – “¡Oh, rey! –exclamó-, me he visto obligado a obedeceros; pero permitidme no añadir nada más.        – ¡Continúa! Yo te lo ordeno.        – Señor, mantener vuestra gloria es algo importante para vuestros súbditos. Yo pereceré si es necesario; pero mi Señor nunca será juguete de esos pérfidos extranjeros. El sumo sacerdote de los sabeos, la nodriza y dos mujeres de la reina están en el secreto de esos amores. Si he entendido bien, Adonirám no es quien parece ser, está investido, al igual que la princesa, de un poder mágico, y gracias a ese don, ella puede dominar sobre los habitantes del aire, y el artista, sobre los espíritus del fuego. Sin embargo, esos seres tan favorecidos, temen vuestro poder sobre los genios, un poder que vos poseéis pero ignoráis. Sarahil habló de un anillo en forma de estrella, explicando a la asombrada reina sus propiedades maravillosas, y se han lamentado al hablar de este asunto de la imprudencia de Balkis. No he podido captar el fondo de la conversación, ya que llegados a ese punto bajaron la voz y tuve miedo de que me descubrieran si me acercaba demasiado. Pronto, Sarahil, el sumo sacerdote y los acompañantes se retiraron haciendo una genuflexión ante Adonirám que, como he dicho, se quedó solo con la reina de Saba. ¡Oh rey! ¡ojalá pueda yo encontrar gracia ante vuestros ojos, pues el engaño no ha aflorado en ningún momento a mis labios!        – ¿Con qué derecho piensas que puedes sondear las intenciones de tu Señor? Sea el que sea nuestro fallo, será justo… Que este hombre sea encerrado en el templo como sus compañeros; no se comunicará con ellos bajo ningún concepto, hasta el momento en que decidamos su suerte.”        ¿Quién podría describir el estupor del sumo sacerdote Sadoc, mientras los soldados mudos, rápidos y discretos ejecutores de la voluntad de Solimán, arrastraban a un aterrorizado Méthousaël? “Ya veis, respetable Sadoc –prosiguió el monarca con amargura-, vuestra prudencia no ha sido capaz de descubrir nada; sordo ante nuestras plegarias, indiferente a nuestros sacrificios, Adonay no se ha dignado iluminar a sus seguidores, y solo yo, con ayuda de mis propias fuerzas, he desvelado la trama de mis enemigos, a pesar de que ellos dominan sobre las potencias ocultas. ¡Ellos tienen dioses fieles… mientras que el mío me abandona!        – Porque vos le despreciáis buscando la unión con una mujer extranjera. Oh, rey, desechad de vuestra alma ese sentimiento impuro, y vuestros adversarios os serán entregados. Pero ¿cómo apoderarse de ese Adonirám que se vuelve invisible y de esa reina protegida por la hospitalidad?        – Vengarse de una mujer está por debajo de la dignidad de Solimán. En cuanto a su cómplice, en un instante le vais a ver aparecer. Esta misma mañana me ha pedido audiencia, y le espero aquí mismo.        – Adonay nos favorece. ¡Oh, rey! ¡hagamos que no salga de este recinto!        – Si viene hasta aquí sin temor, no os quepa la menor duda de que sus defensores no se encuentran lejos; pero nada de precipitaciones ciegas: esos tres hombres son sus mortales enemigos. La envidia, la avaricia han envilecido su corazón. Puede que hayan calumniado a la reina… Sadoc, yo la amo, y no voy a injuriar a la princesa creyéndola mancillada por una pasión degradante, a causa de los vergonzosos propósitos de esos tres miserables… Pero, por si acaso son ciertas las sordas intrigas de Adonirám, tan poderoso entre el pueblo, he hecho vigilar a este misterioso personaje.        – Entonces, ¿suponéis que no ha visto a la reina?…        – Estoy convencido de que la ha visto en secreto. La reina es curiosa, una entusiasta de las artes, ambiciosa de renombre, y tributaria de mi corona. ¿Desearía contratar al artista y emplearlo en su país para realizar alguna obra magnífica?, ¿o bien reclutarle para organizar un ejército que se opusiera al mío con objeto de librarse del tributo? Lo ignoro… Y sobre esos pretendidos amores… ¿acaso no tengo la palabra de la reina?. Sin embargo, admito que una sola de esas suposiciones bastaría para demostrar que ese hombre es peligroso… Ya veré…”        Mientras hablaba con tono firme en presencia de un Sadoc, consternado de ver su altar desdeñado y su influencia desvanecida; los guardianes mudos volvieron a aparecer con sus tocados blancos y redondos, chaquetas recamadas y anchos cinturones de los que pendían un puñal y un sable curvo. Estos intercambiaron una señal con Solimán, y en ese momento apareció en el atrio Adonirám. Seis hombres de los suyos le habían escoltado hasta allí; les dijo algo en voz baja y se retiraron. [1] El efod o ephod son unas vestiduras sacerdotales judías mencionadas en el Antiguo Testamento: en el capítulo 28 del Éxodo manda Dios a Moisés que hagan las vestiduras del Sumo Sacerdote y de los otros inferiores y dice que “El efod lo harán de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino reforzado, todo esto trabajado artísticamente. Llevará aplicadas dos hombreras, y así quedará unido por sus dos extremos. El cinturón para ajustarlo formará una sola pieza con él y estará confeccionado de la misma forma: será de oro, de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y de lino fino reforzado. Después tomarás dos piedras de lapislázuli y grabarás en ellas los nombres de los hijos de Israel -seis en una piedra y seis en la otra – por orden de nacimiento. Para grabar las dos piedras con los nombres de los hijos de Israel, te valdrás de artistas apropiados, que lo harán de la misma manera que se graban los sellos. Luego las harás engarzar en oro, y las colocarás sobre las hombreras del efod. Esas piedras serán un memorial en favor de los israelitas. Así Aarón llevará esos nombres sobre sus hombros hasta la presencia del Señor, para mantener vivo su recuerdo.” [2] Descripción conforme a Éxodo XXVIII, (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 16 mayo, 2012 16 mayo, 2012 Adoniram, Amrou, Balkis, Ben-Daoud, Eclesiastés, el efod, los guardianes mudos, Melkisedek, Méthousaël, Musa Ben-Amrán, Phanor, Sadoc, Sarahil, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, viagra EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VIII. El manantial de Siloé… encuentro de Belkis y Adonirám en la fuente de Siloé. Ambos descubren, case gracias al ave Hud-Hud, pharmacy que son descendientes de los espíritus del aire y del fuego. El narrador continuó así… Era la hora en la que el Tabor[1] proyectaba su sombra matinal sobre el montuoso sendero de Betania: blancas y diáfanas nubes erraban por las llanuras del cielo suavizando la claridad de la mañana; el rocío aún cubría el verdor de las praderas; la brisa acompañaba con su murmullo entre los matorrales el canto de los pájaros que revoloteaban por los senderos del Moria[2]; a lo lejos se vislumbraban las túnicas de lino y vestiduras de gasa de un cortejo de mujeres que, atravesando el puente del Cedrón, llegaron al borde de un arroyuelo que alimenta el lavadero de Siloé. Tras ellas, caminaban ocho nubios que llevaban un rico palanquín, y dos camellos cargados que marchaban balanceando la cabeza. La litera estaba vacía; ya que desde la aurora la reina de Saba había abandonado, junto con las mujeres, las jaymas en las que se había obstinado en alojarse con su séquito, fuera de los muros de Jerusalén, y había echado pie a tierra para disfrutar mejor del encanto de aquellas frescas campiñas. Jóvenes y hermosas, en su mayoría, las doncellas de Balkis se encaminaba temprano a la fuente para lavar la ropa de su señora que, vestida con sencillez, al igual que sus compañeras, las precedía acompañada por su nodriza, mientras que tras sus pasos, el juvenil cortejo parloteaba a más y mejor. “Vuestras razones no me conciernen, hija mía, decía la nodriza; ese matrimonio me parece una grave locura; y si el error es excusable, lo es únicamente por el placer que pueda proporcionar. –                     ¡Edificante moral! Como os pudiera escuchar el sabio Solimán… –                     ¿Es tan sabio, no siendo ya tan joven, como para envidiar a la Rosa de los Sabeos? –                     ¡Halagos! mi buena Sarahil, me adulas demasiado desde por la mañana. –                     No despertéis mi severidad aún dormida; porque entonces os diría… –                     Bien, pues dime… –                     Que vos amáis a Solimán; y que os lo habéis merecido. –                     No sé…, contestó riendo la joven reina; me he cuestionado sobre este asunto muy seriamente y es probable que el rey no me resulte indiferente. –                     Si así fuera, no habríais examinado un punto tan delicado con tanto escrúpulo. No, vos buscáis una alianza… política, y arrojáis flores sobre el árido sendero de las conveniencias. Solimán ha rendido tanto a vuestros estados, como a los de todos sus vecinos, tributarios de su poderío, que vos soñáis con el deseo de liberarlos entregándoos a un amo al que creéis poder convertir en esclavo. Pero tened cuidado… –                     ¿Qué puedo temer? Él me adora. –                     Él profesa hacia su noble persona una pasión demasiado viva  como para que sus sentimientos hacia vos sobrepasen el deseo de sus sentidos, y nada es más frágil que ese deseo. Solimán es calculador, ambicioso y frío. –                     ¿Acaso no es el príncipe más grande de la tierra; el más noble retoño de la raza de Sem, de la que yo provengo? ¡Encuéntrame en el mundo un príncipe más digno que él para dar sucesores a la dinastía de los Himyaríes! –                     El linaje de los Himyaríes, nuestros abuelos, desciende desde más alto de lo que pensáis. ¿Acaso veis a los hijos de Sem dominando a los habitantes del aire?… En fin, yo me atengo a la predicción de los oráculos: vuestros destinos aún no se han cumplido, y la señal por la que vos reconoceréis a vuestro esposo todavía no ha aparecido, la abubilla aún no ha interpretado la voluntad de las potencias eternas que os protegen. –                     ¿Mi suerte dependerá de la voluntad de un pájaro? –                     De un ave única en el mundo, cuya inteligencia no pertenece a las especies conocidas; cuyo alma, así me lo ha dicho el sumo sacerdote, ha sido concebida con la esencia del fuego; no es en absoluto un animal terrestre, pues él proviene de los ?ins (genios). –                     Es cierto, repuso Balkis, que todos los intentos de Solimán por atraparlo, mostrándole inútilmente el hombro o el puño, han sido en vano. –                     Me temo que nunca se posará en él. En los tiempos en que los animales fueron sometidos, aquellos cuya raza se extinguió, no obedecían jamás a los hombres creados del barro. Sólo servían a los Dives, o a los ?ins, hijos del aire o del fuego… Solimán es de la raza creada del barro por Adonay. –                     Y sin embargo la abubilla a mí sí me obedece…” Sarahil sonrió bajando la cabeza; princesa de la sangre de los Himyaríes, y descendiente del último rey, la nodriza de la reina había estudiado en profundidad las ciencias: su prudencia igualaba a su discreción y bondad. “Reina, añadió, hay secretos que por vuestra edad aún no podéis conocer, y que las hijas de nuestro linaje deben ignorar hasta que vayan a tomar esposo. Si la pasión las extravía y las pierde, esos misterios les quedarán velados con objeto de excluir de su conocimiento al hombre vulgar. Bástenos con saber que Hud-Hud, esta famosa abubilla, sólo reconocerá como maestro y señor al esposo reservado para la Reina de Saba. –                     Me vais a hacer que maldiga a esa tirana con plumas… –                     … unta tirana que puede que os salve de un déspota armado con una espada. –                     Solimán ha recibido mi palabra, y a menos que queramos atraer sobre nosotros sus justos resentimientos… Sarahil, la suerte está echada; el plazo expira, y esta misma tarde… –                     Grande es el poder de los Éloïms (los dioses)…” murmuró la nodriza. Para cortar con esa conversación, Balkis, volviéndose, se puso a recoger jacintos, mandrágoras, ciclámenes, que jaspeaban el verdor de la pradera, y la abubilla que la había seguido revoloteando, brincaba en torno a ella con coquetería, como si hubiera querido buscar su perdón. Ese reposo permitió a las mujeres que se habían quedado atrás reunirse con su soberana. Hablaban entre ellas del templo de Adonay, del que se apreciaban los muros y el mar de bronce, objeto de todas las conversaciones desde hacía cuatro días. La reina se volcó de lleno en esa nueva conversación, y sus compañeras, curiosas, la rodearon. Grandes sicómoros, que extendían sobre sus cabezas verdes arabescos sobre un fondo azul, envolvían con una sombra transparente aquel grupo encantador. “No hay nada que iguale la admiración que nos embargó ayer tarde, les decía Balkis. Incluso Solimán se quedó mudo y estupefacto. Hacía tres días todo se había perdido; el maestro Adonirám caía fulminado sobre las ruinas de su obra. Su gloria, traicionada, se derrumbaba ante nuestros ojos en torrentes de lava en ebullición; el artista se había reducido a la nada… Ahora, su nombre victorioso retumba sobre las colinas; sus obreros han colocado en el umbral de su puerta un montón de palmas; el más grande que jamás ha visto el pueblo de Israel. –    El fragor de su triunfo, dijo una joven sabea, ha llegado hasta nuestras jaymas, pero, apenadas por el recuerdo de la reciente catástrofe, ¡oh, reina! hemos temblado por vos. Vuestras hijas ignoran lo que ha pasado. –    Sin esperar a que la fundición se enfriase, Adonirám -así me lo han contado- llamó desde por la mañana a los obreros desanimados. Los jefes amotinados le rodeaban; pero él los calmó con pocas palabras: durante tres días se pusieron manos a la obra, y desfondaron los moldes para acelerar el enfriamiento del enorme recipiente que creían roto. Un profundo misterio cubría sus intenciones. Al tercer día, aquella multitud de artesanos, al despuntar la aurora, alzaron los toros y leones de bronce con unas palancas que el calor del metal todavía ennegrecía. Esos bloques macizos fueron transportados bajo el gran cuenco de bronce y ajustados con tal presteza que más parecía un prodigio; el mar de bronce, vaciado, aislado de sus soportes, se desprendió y quedó asentado sobre sus veinticuatro cariátides; y mientras Jerusalén se lamentaba por tantos gastos inútiles, la admirable obra resplandecía ante las miradas de extrañeza de los mismos que la habían realizado. De pronto, las barreras colocadas por los obreros se abatieron: la multitud se precipitó; el ruido se propagó hasta llegar a palacio. Solimán temía una revuelta; echó a correr y yo le acompañé. Una multitud inmensa se apresuró tras nuestros pasos. Cien mil obreros delirantes y coronados con palmas verdes nos acogieron. Solimán no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos. La ciudad entera elevaba hasta las nubes el nombre de Adonirám. –    ¡Qué triunfo! ¡y qué feliz debe estar él! –    ¡Él! ¡genio extraño… alma profunda y misteriosa! A petición mía, se le llamó, se le buscó, los obreros se precipitaron por todas partes…¡vanos esfuerzos! Desdeñoso de su victoria, Adonirám se escondió; evadía las lisonjas: el astro se había eclipsado. “Vamos, dijo Solimán, hemos caído en desgracia ante el rey del pueblo.” Pero yo, al dejar aquel campo de batalla del genio, tenía el alma triste y el pensamiento repleto de los recuerdos de ese mortal, si ya grande por sus obras, aún más grande por desaparecer en un momento así. –    Yo le vi pasar el otro día, repuso una doncella de Saba; la llama de sus ojos pasó sobre mis mejillas y las enrojeció: posee la majestad de un rey. –    Su belleza, prosiguió una de sus compañeras, es superior a la de los hijos de los hombres; su estatura es imponente y su aspecto deslumbrante. Así se me aparecen en mi pensamiento los dioses y los genios. –    ¿Esto me hace suponer que más de una de vosotras, uniría voluntariamente su destino al del noble Adonirám? –    ¡Oh, reina! ¿qué somos nosotras ante tan elevado personaje? Su alma está en lo más alto de las nubes y su noble corazón no descendería hasta nosotras.” Jazmines en flor que dominaban terebintos y acacias, entre las que extrañas palmeras inclinaban sus pálidos capiteles, encuadraban el lavadero de Siloé. Allí, crecía la mejorana, los lirios grises, el tomillo, la hierba luisa y la rosa ardiente de Asarón. Bajo esos macizos de vegetación estrellada, se extendían, aquí y allá, seculares bancos al pie de los que brotaban arroyuelos de agua viva, tributarios de la fuente. Estos lugares de reposo estaban engalanados con lianas que trepaban enroscándose a las ramas. Los apios de racimos rojizos y olorosos, las glicinias azules se proyectaban, en guirnaldas extravagantes y graciosas, hasta la cima de los pálidos y temblorosos ébanos. En el momento en que el cortejo de la reina de Saba  invadió los bordes de la fuente, sorprendido en su meditación, un hombre sentado sobre el pretil del lavadero, en el que había sumergido una mano abandonándola a las caricias de las ondas que formaba el agua, se levantó con la intención de alejarse. Balkis estaba allí delante, él levantó los ojos hacia el cielo, y se volvió rápidamente. Pero ella, aún más veloz, se plantó ante él: “Maestro Adonirám, le dijo, por qué me evitáis? –                     Yo jamás he buscado a la gente -respondió el artista- y temo el rostro de los reyes. –                     ¿Tan terrible se os ofrece en este momento?” –replicó la reina con una dulzura tan penetrante que arrancó una mirada al hombre. Lo que descubrió estaba lejos de tranquilizarle. La reina había dejado las enseñas de la grandeza, y la mujer, en la simplicidad de su atavío matutino, era aún más temible. Balkis había sujetado su cabello bajo el pliegue de un largo velo vaporoso, su diáfana y blanca túnica, movida por la curiosa brisa, dejaba entrever un seno como modelado por el cuenco de una copa. Bajo este simple tocado, la juventud de Balkis parecía más tierna, más alegre, y el respeto no podía contener por más tiempo a la admiración y al deseo. Esa gracia conmovedora, su cara infantil, aquel aire virginal, ejercieron en el corazón de Adonirám una impresión nueva y profunda. “¿Para qué retenerme? –dijo él con amargura- mis males ya son suficientes y vos sólo acrecentáis aún más mis penas. Vuestro espíritu es banal, vuestro favor pasajero, y vos sólo colocáis trampas para atormentar con mayor crueldad a todos los que habéis cautivado… Adiós, reina, que tan pronto olvidáis, sin tan siquiera mostrar vuestro secreto.” Tras estas palabras, pronunciadas con melancolía, Adonirám posó su mirada sobre Balkis. Una turbación repentina se apoderó de ella. Vivaz por naturaleza y voluntariosa por el hábito de dar órdenes, no quería que la dejaran. Se armó de toda su coquetería para responder: “Adonirám, sois un ingrato.” Era un hombre firme, no se rendía. “Es verdad; me he debido equivocar con mi recuerdo: la desesperación me visitó una hora en mi vida, y vos la habéis aprovechado para avasallarme delante de mi amo, de mi enemigo. –                     ¡Él estaba allí!… murmuró la reina avergonzada y arrepentida. –                     Vuestra vida corría peligro; yo corrí para colocarme ante vos. –                     ¡Tanta solicitud ante tan gran peligro! Observó la princesa, y con qué recompensa!” El candor, la bondad de la reina la obligaron a enternecerse, y el desdén de ese gran hombre ultrajado la producía una sangrante herida. “La opinión de Solimán Ben-Daoud, -continuó el escultor- poco me inquieta: raza parásita, envidiosa y servil, travestida bajo la púrpura… Mi poder está al abrigo de sus fantasías. Y a los otros que vomitaban injurias a mi alrededor, cien mil insensatos sin fuerza ni virtud, les tengo aún menos en cuenta que a un enjambre de moscas zumbadoras… Pero a vos, reina… a vos, ¡la única a la que yo había distinguido entre esa multitud, vos cuya estima coloqué tan alto!… mi corazón, ese corazón al que nada hasta entonces había conmovido, se desgarró, y poco me importa… Pero la compañía de los humanos se me ha hecho odiosa. ¡Qué me importan los elogios o los insultos que se dispensan tan seguidos, y se mezclan sobre los mismos labios como la absenta y la miel! –                     Sois implacable ante el arrepentimiento: debo implorar vuestro perdón, y no es suficiente… –                     No; lo que vos cortejáis es el éxito: si yo estuviera postrado en tierra, vuestro pie pisotearía mi frente. –                     ¿Ahora?… Ahora me toca a mí, no, y mil veces no. –                     ¡De acuerdo! Dejadme entonces destruir mi obra, mutilarla y volver a colocar el oprobio sobre mi cabeza. Volveré seguido de los insultos de la multitud; y si vuestro pensamiento me sigue siendo fiel, mi deshonor se habrá convertido en el día más hermoso de mi vida. –                     ¡Id, hacedlo! –gritó Balkis con un entusiasmo que no pudo reprimir. Adonirám no pudo evitar un grito de alegría, y la reina vislumbró las consecuencias de aquel compromiso. Adonirám allí estaba majestuoso frente a ella, ya no con la ropa corriente de los obreros, sino con las vestiduras jerárquicas del rango que ocupaba al frente del pueblo de los trabajadores. Una túnica blanca plegada en torno al busto, sujeta por un ancho cinturón de oro, realzaba su estatura. En su brazo derecho se enroscaba una serpiente de acero, sobre cuya cresta brillaba un diamante y, casi velado por un tocado cónico, del que se destacaban dos anchas bandas que caían sobre su pecho, su frente parecía desdeñar una corona. De pronto, la reina, deslumbrada, se había ilusionado sobre el rango de ese gallardo hombre; pero volvió a reflexionar, supo retenerse, aunque no pudo superar el extraño respeto por el que se había sentido dominada. “Sentaos, dijo ella, regresemos a sentimientos más calmados, sin que se irrite vuestro espíritu desafiante; vuestra gloria me es cara; no destruyáis nada. Ese sacrificio que me habéis ofrecido, para mí es ya como si se hubiera consumado. Mi honor quedaría comprometido, y vos lo sabéis, maestro, mi reputación es, a pesar de todo, solidaria de la dignidad del rey Solimán. –      Lo había olvidado, murmuró el artista con indiferencia. Sí, me parece haber oído contar que la reina de Saba debe desposar al descendiente de una aventurera de Moab, el hijo del pastor Daoud y de Betsabé, viuda adúltera del centenario Uríah. ¡Rica alianza… que ciertamente va a regenerar la divina sangre de los Himyaríes!”. La cólera tiñó de púrpura las mejillas de la joven, al igual que las de su nodriza, Sarahil que, una vez distribuidas las tareas entre las servidoras de la reina, alineadas y agachadas sobre el lavadero, había oído esa respuesta, ella, que tanto se oponía al proyecto de Solimán. “¿Es que esa unión no cuenta con el beneplácito de Adonirám? –respondió Balkis con un afectado tono desdeñoso. –                     Al contrario, vos lo podéis apreciar. –                     ¿Cómo? –                     Si me hubiera disgustado por esa unión, ya habría destronado a Solimán, y vos le trataríais igual que me tratáis a mí; vos no lo lamentaríais, ya que no le amáis. –                      ¿Qué os hace creer tal cosa? –                     Vos os sentís superior; le habéis humillado, no os perdonará, y la aversión no engendra amor. –                     Tanta audacia… –                     Sólo se teme… lo que se ama.” La reina experimentó un terrible deseo de hacerse temer. Pensar en futuros resentimientos del rey de los Hebreos, con el que había jugado tan alegremente, hasta entonces le había resultado inverosímil, y eso a pesar de que su nodriza había desplegado toda su elocuencia sobre este punto. Pero esa objeción, ahora, le parecía mejor fundamentada, y volvió sobre el asunto de nuevo en los siguientes términos: “No me conviene bajo ningún concepto escuchar vuestras insinuaciones contra mi anfitrión, mi…” Adonirám la interrumpió. “Reina, no me gustan los hombres, yo les conozco. A ése, le he frecuentado durante largos años. Bajo la piel de cordero, se esconde un tigre amordazado por los sacerdotes, que roe dulcemente su bozal. Hasta el momento se ha limitado a hacer asesinar a su hermano Adonías: es poco… pero no tiene más parientes. –    En verdad, quien os oyera podría pensar – remató Sarahil echando aceite al fuego- que el maestro Adonirám está celoso del rey.” Aquella mujer ya llevaba un rato contemplándole atentamente. “Señora –replicó el artista- si Solimán no fuera de una raza inferior a la mía, puede que yo bajara mis ojos ante él; pero la elección de la reina me muestra que ella no ha nacido para otro…” Sarahil abrió los ojos sorprendida, y, colocándose tras la reina, dibujó en el aire, a la vista del artista, un signo místico que él no comprendió, pero que le hizo temblar. “Reina, – exclamó aún remarcando cada palabra- el mostraros indiferente ante mis acusaciones ha aclarado mis dudas. En adelante, me abstendré de perjudicar a ese rey que no ocupa lugar alguno en vuestro espíritu… –    En fin, maestro, ¿de qué sirve hostigarme de esta manera? Incluso aunque yo no amara al rey Solimán… –    Antes de nuestro encuentro – interrumpió el artista en voz baja y emocionado – vos habíais creído amarle.” Sarahil se alejó, y la reina se volvió, confusa. “Ay, concededme una gracia, señora, abandonemos esta conversación: ¡es el rayo lo que atraigo sobre mi cabeza! Una palabra, perdida entre vuestros labios, encierra para mí la vida o la muerte. ¡Oh!, ¡no habléis más! Me he esforzado en llegar a este supremo instante, y yo mismo lo estoy alejando. Dejadme con la duda; mi valor ha sido vencido, estoy temblando. Ese sacrificio, tengo que prepararme para él. ¡Tanta gracia, tanta juventud y belleza resplandecen en vos, y por desgracia!… ¿quién soy yo a vuestros ojos? No, no… Debo perder aquí la felicidad… inesperada; retened vuestro aliento para que no pueda dejarme al oído una  palabra mortal. Este débil corazón jamás batido, en su primera angustia se ha roto, y creo que voy a morir.” Balkis no andaba mucho mejor; un vistazo furtivo sobre Adonirám le mostró a ese hombre, tan enérgico, poderoso y valiente; pálido, respetuoso, sin fuerza, y la muerte en sus labios. Victoriosa y afectada, feliz y trémula, el mundo desapareció ante sus ojos. “¡Por desgracia! -balbució esa joven de sangre real- yo tampoco, yo jamás he amado”. Su voz expiró sin que Adonirám, temiendo despertarse de un sueño, osara perturbar ese silencio. De pronto Sarahil se acercó, y ambos comprendieron que había que hablar, so pena de traicionarse. La abubilla revoloteaba por allí, alrededor del escultor, que al darse cuenta de ello dijo de un aire distraído: “¡Qué hermoso plumaje el de este pájaro!, ¿le poseéis desde hace mucho tiempo?”. Y fue Sarahil quien respondió, sin apartar la vista del escultor Adonirám: “Ese pájaro es el único retoño de una especie sobre la que, como a los demás habitantes del aire, mandaba la raza de los genios. Conservado quién sabe por qué prodigio, la abubilla, desde tiempos inmemoriales, obedece a los príncipes Himyaríes. Gracias a ella y su intermediación la reina reúne a voluntad a las aves del cielo.” Esa confidencia produjo un efecto peculiar en el rostro de Adonirám, que contempló a Balkis con una mezcla de alegría y de ternura. “Es un animal caprichoso, dijo ella. En vano Solimán la ha intentado colmar de caricias y golosinas, la abubilla, obstinada, se le escapa siempre, y no ha conseguido que vaya a posarse en su puño.” Adonirám reflexionó por un instante, dio la impresión de haber sido tocado por una inspiración y sonrió. Sarahil estuvo aún más atenta. Adonirám se levantó, pronunció el nombre de la abubilla, que, posada sobre un arbusto, se quedó inmóvil y le miró de lado. Dando un paso, trazó en el aire la Tau misteriosa, y el pájaro, desplegando sus alas, revoloteó sobre su cabeza, y se posó dócilmente en su mano. Mi suposición tenía sus fundamentos, dijo Sarahil: el Oráculo se ha cumplido. – ¡Sombras sagradas de mis ancestros! ¡Oh, Tubalcaín, padre mío! ¡vos no me habéis engañado! ¡Balkis, espíritu de la luz, mi hermana, mi esposa, por fin, os he encontrado!. Sólo sobre la tierra, vos y yo, podemos dar órdenes a ese mensajero alado de los genios del fuego, de los que somos descendientes. –    ¡Cómo! Señor, Adonirám entonces sería… –    El último vástago de Cus, nieto de Tubalcaín, al que estáis ligado a través de Saba, hermano de Nemrod, el cazador, y tatarabuelo de los Himyaríes[3]… y el secreto de nuestro origen debe quedar oculto para los hijos de Sem creados del barro de la tierra. –    Debo inclinarme ante mi señor, dijo Balkis tendiéndole la mano, ya que, conforme al dictado del destino, no se me permite acoger otro amor que el de Adonirám. –    ¡Ah! –respondió cayendo de rodillas, ¡sólo de Balkis quiero recibir un bien tan preciado!. Mi corazón ha volado ante el vuestro, y desde el momento en que vos aparecisteis ante mí, yo me convertí en vuestro esclavo.” Esa conversación se habría extendido largamente si Sarahil, dotada de la prudencia de su edad, no la hubiera interrumpido en estos términos: “Dejad para otro momento esas tiernas declaraciones de amor; momentos difíciles os esperan, y más de un peligro os amenaza. Por la virtud de Adonay, los hijos de Noé son los señores de la tierra, y su poder se extiende sobre vuestra existencia mortal. Solimán detenta un poder absoluto sobre sus Estados, de los que los nuestros son tributarios. Sus ejércitos son temibles, su orgullo es inmenso; Adonay le protege; tiene numerosos espías. Busquemos el medio de huir de este peligroso lugar, y, hasta entonces, prudencia. No olvidéis, hija mía, que Solimán os espera esta tarde en el altar de Sión… Deshacer el compromiso y romperlo, sería irritarle y despertar sospechas. Pedidle un poco más de tiempo, sólo para hoy, fundadlo en la aparición de presagios nefastos. Mañana, el sumo sacerdote os proporcionará un nuevo pretexto. Vuestro trabajo será contener la impaciencia del gran Solimán. Y vos, Adonirám, dejad a vuestras servidoras: la mañana avanza; y ya está cubierta de soldados la nueva muralla desde la que se domina la fuente de Siloé; el sol, que nos busca, va a llevar sus miradas sobre nosotros. Cuando el disco de la luna perfore el cielo bajo los cerros de Efraín, atravesad el Cedrón, y aproximaos a nuestro campamento, hasta un bosque de olivos que ocultan las jaymas a los habitantes de las colinas. Allí, tomaremos consejo de la sabiduría y la reflexión.” Se separaron con pesar: Balkis se reunió con su cortejo, y Adonirám la siguió con la mirada hasta el momento en que desapareció entre los matorrales de adelfas. [1] El monte Tabor se encuentra en Galilea. También conocido como Monte de la Transfiguración porque la tradición cristiana cree que es el sitio de la llamada Transfiguración de Jesús, descrita en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. [2] El monte Moria es en realidad una colina de Jerusalén en la que fue erigido el templo de Salomón. [3] Génesis, X (6,7 y 8): “Hijos de Cam fueron: Cus, Misraím, Out y Canaam. Hijos de Cus: Saba, Evila, Sabta, Rama y Sabteca. Hijos de Rama: Saba y Dadán. Cus engendró a Nemrod, que fue quien comenzó a dominar sobre la tierra, pues era un robusto cazador…”

Esmeralda de Luis y Martínez 13 mayo, 2012 14 mayo, 2012 Adonay, Adoniram, Balkis, Betsabé, Cedrón, Cus, Dives, Himyaríes, Hud-Hud, La fuente de Siloé, los Éloïms, Moab, Nemrod, Saba, Sarahil, Solimán, Solimán Ben-Daoud, Tubalcaín, Uríah, Yins
Viendo 1-2 de 2 documentos