Directorio de documentos

Está viendo documentos con las etiquetas siguientes: Khanoun - Ver todos los documentos

Filter by: AttachmentsBúsquedaTag

Título Autor CReado Último Editado Grupo Etiquetas
“VIAJE A ORIENTE” 014

II. Las esclavas – IV. La Khanoun (La anciana dama)… Me volví reflexionando sobre todo aquello, salve ya que  hacía un buen rato que había despedido al trujimán, diciéndole que me esperara en casa, pues yo ya comienzo a orientarme en la calles; pero al llegar, la encontré llena de gente. De entrada, había unos cocineros enviados por el señor Jean, que fumaban tranquilamente abajo en el vestíbulo, en donde se habían hecho servir un café; luego, el judío Yousef, en la primera planta, se estaba librando a las delicias del narguilé, y más gente aún que armaba un gran alboroto en la terraza. Desperté al trujimán que sesteaba en la habitación del fondo y que me gritó como alguien que estuviera al borde de la desesperación: –         “¡Ya se lo había advertido esta mañana! –         ¿Pero qué? –         Que hacía usted mal en permanecer en la terraza. –         Pero si usted me dijo que estaba bien subir por la noche para no inquietar a los vecinos. –         Sí, pero usted se quedó hasta el amancecer. –         ¿Y qué? –         Pues que ahí arriba hay unos obreros trabajando a su costa, que el sheij del barrio ha enviado hace una hora.” En efecto, me encontré a unos carpinteros que se empeñaban en ocultar la vista de todo un extremo de la terraza. “A este lado, me dijo Abdallah, está el jardín de una Khanoun (dama principal de una casa) que se ha quejado de que usted ha estado mirando hacia su casa. –         Pero si yo no la he visto… (por desgracia) –         Ella le ha visto a usted, y eso basta. –         ¿Y qué edad tiene esa dama? –         ¡Ah!, es una viuda que pasará sobradamente de los cincuenta años.” Todo esto me pareció tan ridículo, que arrojé a la calle los cañizos que comenzaban a amurallar la terraza. Los trabajadores sorprendidos, se retiraron sin decir nada, ya que en El Cairo nadie, a menos que sea de raza turca, osaría resistirse a un franco. El trujimán y el judío menearon la cabeza sin pronunciarse demasiado. Hice subir a los cocineros y retuve de entre ellos al que me pareció más inteligente. Era un árabe de ojos negros, que se llamaba Mustafá, y que parecía satisfecho con la piastra y media diaria que le prometí. Otro se ofreció a ayudarle por una piastra solamente; pero no juzgué oportuno aumentar hasta ese extremo mi tren de vida. Había empezado a charlar con el judío, que me explicaba sus ideas sobre el cultivo de las moreras y la cría de los gusanos de seda, cuando llamaron a la puerta. Era el viejo sheij que volvía con sus obreros. Me hizo comprender que yo le estaba comprometiendo, que no estaba respondiendo bien a su amabilidad al haberme alquilado su casa. Añadió que la Khanoun estaba furiosa sobre todo porque había arrojado a su jardín los cañizos que habían intentado colocar en mi terraza, y que muy bien podría querellarse ante el qadi. Pude entrever toda una serie de molestias, y traté de excusarme alegando mi ignorancia de los usos, asegurándole que no había visto ni podido ver nada de la casa de esa dama. “Comprenda usted, insistió, cuánto se temerá aquí que una mirada indiscreta penetre en el interior de los jardines y los patios, cuando se elige siempre a viejos ciegos para llamar a la oración desde los alto de los minaretes. –         Eso ya lo sabía, le dije. –         Convendría, añadió, que su mujer hiciera una visita a la Khanoun, y le llevara algún presente, un pañuelo, una bagatela. –         Pero ya sabe usted…, repuse incómodo, que hasta ahora… –         ¡Machallah! Exclamó dándose una palmadita en la frente, ¡no había vuelto a pensar en eso!. ¡Ay!, ¡qué fatalidad tener frenguis en este barrio!. Le había dado a usted ocho días para seguir la ley. Aunque usted fuera musulmán, un hombre sin mujer sólo puede habitar en el OKEL (Khan o caravanserrallo). Usted no puede quedarse aquí.” Le calmé lo mejor que pude y le recordé que aún me quedaban dos días del plazo acordado. En el fondo quería ganar tiempo y asegurarme de que no hubiera en todo aquello alguna superchería para obtener una suma mayor sobre el alquiler pagado por adelantado. Así que, tras la marcha del sheij, tomé la resolución de ir a ver al cónsul francés.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Khanoun, Mustafá el cocinero, Okel.
“VIAJE A ORIENTE” 041

V. La embarcación – III. El Muth?hir (el circunciso)… Al descender en la orilla, decease me di cuenta de que simplemente acabábamos de desembarcar en el Choubrah; los jardines del Pachá, con los arriates de mirto que decoran la entrada, estaban ante nosotros. Un amasijo de casas humildes, hechas de adobe, se extendían a nuestra izquierda, a ambos lados de la avenida. El café que había adivinado antes bordeaba el río, y la casa vecina era la del raïs, que nos rogó que entráramos. Desde luego que merecía la pena, me dije, pasar todo el día en el Nilo, salvo por un pequeño detalle, ¡aquí estamos tan solo a una milla de El Cairo!, y lo que en realidad me hubiera apetecido era volver y pasar la tarde leyendo la prensa en donde madame Bonhomme. Pero el raïs ya nos había conducido ante su casa y estaba claro que allí se celebraba una fiesta a la que había que asistir. En efecto, los cantos que habíamos escuchado partían de allí. Una muchedumbre de tez curtida, mezclada con auténticos negros, parecían librarse a la alegría. El raïs, al que entendía de una manera bastante imperfecta su dialecto franco, salpimentado con el árabe, por fin consiguió hacerme comprender que aquello era una celebración familiar en honor de la circuncisión de su hijo. Entonces capté el porqué habíamos recorrido tan poco camino. La ceremonia se había llevado a cabo el día antes en la mezquita, y nosotros llegábamos tan solo al segundo día de alborozos. Las fiestas familiares, incluso las de los egipcios más humildes, son fiestas públicas, y la calle estaba llena de gente. Una treintena de compañeros de escuela del joven circunciso (mutahir) llenaba una sala de la parte baja; las mujeres, parientes o amigas de la esposa del raïs, hacían corrillo en la habitación del fondo, y nosotros, nos detuvimos cerca de esa puerta. El raïs indicó desde lejos a la esclava que me seguía, un lugar cercano a su esposa, y ésta se fue sin titubear a sentarse sobre la alfombra de la KHANOUN (dama) tras hacer los saludos al uso. Se comenzaron a distribuir café y pipas, y unos nubios empezaron a danzar al son de los TARABOUKS* (tambores de barro cocido) que numerosas mujeres sostenían con una mano y golpeaban con la otra. La familia del raïs era demasiado pobre sin duda para tener “lamées blancas”; pero los nubios danzaban por gusto y para su propio placer. El LOTI o corifeo hacía las bufonadas habituales guiando el paso de cuatro mujeres que se dedicaban a dar los saltos enloquecidos que ya he descrito, y que sólo cambia en razón, más o menos, del ardor de los ejecutantes. Durante uno de los intervalos de la música y las danzas, el raïs me había colocado cerca de un vejete que me dijo era su padre. Ese buen hombre, al saber cuál era mi país, me acogió con una palabra totalmente francesa, pero que con su pronunciación se convertía en algo cómico. Era todo lo que había conservado de la lengua de los vencedores del 98 (1798?) Yo le respondí gritando “¡Napoleón!” Y no pareció que me comprendiera. Eso me extrañó; pero caí bien pronto en la cuenta de que ese nombre databa tan sólo de la época imperial. “¿Ha conocido usted a Bonaparte” le dije en árabe. Echó la cabeza hacia atrás, como en una ensoñación llena de solemnidad, y se puso a cantar a pleno pulmón:             ¡Ya salam, Bounabarteh!             ¡Salut à toi! ¡ô Bounabarteh! Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas al escuchar a aquel anciano repetir el viejo canto de los egipcios en honor de aquel al que llamaban el sultán KÉBIR*. Le pedí que lo cantara todo entero, pero su memoria sólo había retenido unos pocos versos. “Tú nos has hecho suspirar por tu ausencia, ¡oh! general que tomas el café con azúcar ¡tú, que con el sable has golpeado a los Turcos! ¡Salud a ti! ¡Oh, tú, el de hermosos cabellos! Desde el día que entraste en El Cairo Esta ciudad brilla con el resplandor de una lámpara de cristal. ¡Salud a ti!” Mientras tanto, el raïs, indiferente a esos recuerdos, había ido junto a los niños, porque al parecer todo estaba preparado para una nueva ceremonia. En efecto, los niños no tardaron en alinearse en dos filas, y el resto de la gente reunida en la casa se levantó, ya que se trataba de mostrar al niño por toda la aldea, y que ya había paseado el día antes por El Cairo. Trajeron un caballo ricamente enjaezado, y el pequeño, que tendría unos siete años, vestido y adornado como una mujer (probablemente todo de prestado) fue izado sobre la silla, donde dos de sus familiares le sostenían por cada lado. Estaba orgulloso como un emperador, y llevaba, conforme al uso, un pañuelo sobre la boca. No me atrevía a mirarle demasiado atentamente, porque sabía que la gente de Oriente temen en esos casos al “mal de ojo”, pero me fijé en todos los detalles del cortejo, que nunca había podido distinguir bien en El Cairo, en donde esas procesiones de Muth?hirs apenas difieren de las de las bodas. En ésta no había bufones desnudos, simulando combates con lanzas y escudos; pero algunos nubios subidos en zancos, se perseguían con largos bastones: esto era para atraer a la muchedumbre; después, los músicos abrían la marcha, luego los niños, ataviados con sus mejores galas y guiados por cinco o seis faquires o santones, que cantaban moals** religiosos; después venía el niño a caballo, rodeado de sus parientes, y, por último, las mujeres de la familia, entre las que marchaban las bailarinas sin velo que, en cada parada, retomaban sus voluptuosas contorsiones. No faltaban ni los que llevaban las bacinillas perfumadas, ni los niños que sacuden  los kumkan, frascos de agua de rosas con las que se rocía a los espectadores. Pero el personaje más importante del cortejo era sin lugar a dudas, el barbero, que llevaba en la mano el misterioso instrumento, que el pobre niño tendría que probar, mientras su ayudante agitaba en el extremo de una lanza, una especie de enseña cargada con los atributos de su oficio. Delante del MUTAHIR estaba uno de sus camaradas, llevando atada al cuello la pizarra de escribir, decorada por el maestro de escuela con artísticas caligrafías. Tras el caballo, una mujer lanzaba sal continuamente para conjurar a los malos espíritus. El cortejo lo cerraban las mujeres contratadas, que sirven de plañideras en los entierros y que acompañan las ceremonias de las bodas y las circuncisiones con el mismo tipo de OLOULOULOU! Cuya tradición se pierde en lo más remoto de los tiempos. Mientras el cortejo recorría las calles poco concurridas de Choubrah, yo me quedé con el abuelo del MUTAHIR, y con infinitas dificultades para impedir que la esclava siguiera a las otras mujeres. Tuve que emplear el MAFISCH, todopoderoso de los egipcios, para prohibirle lo que ella consideraba un deber religioso y de cortesía. Los negros preparaban las mesas y decoraban la sala con hojas de palma. Mientras tanto, yo intentaba sonsacar al viejo algunos fragmentos de recuerdos haciendo resonar en sus orejas, con el poco árabe que yo sabía, los gloriosos nombres de Cléber y de Menou. Sólo recordaba al coronel Barthélemy, antiguo jefe de policía de El Cairo, que dejó grandes recuerdos entre la población, a causa de su notable estatura y del magnífico atuendo que llevaba. Barthélemy ha inspirado canciones de amor guardadas no sólo en la memoria de las mujeres: “Mi bien amado lleva un sombrero bordado nudos y rosetas adornan su cintura Quise abrazarle, pero me dijo: aspetta ¡Oh! Qué dulce es cuando habla italiano ¡Dios guarde al de los ojos de gacela! ¡Qué hermoso eres, Fart-el-Roumy (Barthélemy) cuando proclamas la paz pública con un firman en la mano!” * Tarabouks o Darboukas son tamboriles de barro cocido y decorado, rematados por una piel de oveja tensa atada a la boca de la vasija. * El Grán Sultán. ** Poema en estrofas que se canta.

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 Barthélemy, Cléber, el loti, el mutahir, el sultan kébir, Khanoun, kumkan, Menou, moals, Napoleón Bonaparte, raïs, tarabouks
Viendo 1-2 de 2 documentos