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“VIAJE A ORIENTE” 039

V. La embarcación – I. Preparativos de navegación… La embarcación que me llevaba hasta Damieta, buy cialis transportaba también todo el menaje que había amontonado en El Cairo durante los ocho meses de mi estancia en la ciudad. A saber: la esclava de tez dorada que me vendió Abd-el-Kerim, remedy el cofre verde con los efectos que le había regalado; otro baúl provisto de todo lo que yo mismo había ido coleccionando; uno más con mi ropa de francés, check último vestigio de mala suerte, como ese vestido de mendigo, que un emperador había conservado para acordarse de su primitiva condición162, además de todos los utensilios y muebles con los que tuve que acomodar mi domicilio del barrio copto, y que consistían en cántaras y botijas para refrescar el agua; pipas y narguiles; colchones de algodón y cajones de palma trenzada, que podían servir como divanes, camas o mesas, y que además tenían la ventaja de poder utilizarse como jaulas para aves de corral o palomar, durante la travesía. Antes de partir, fui a despedirme de la Sra. Bonhomme, esa rubia y encantadora mujer, viático para el viajero. “¡Vaya!, me dije, no veré durante mucho tiempo más que rostros de color; voy a luchar contra la peste que reina en el delta de Egipto, y con las tormentas del golfo de Siria, que habrá que atravesar en frágiles barcos; pero su visión será para mí la última sonrisa de la patria”. La Sra. Bonhomme pertenece a ese tipo de belleza rubia, del Midi, que Gozzi1 celebraba en Las Venecianas, y que Petrarca ha cantado en honor de las mujeres de nuestra Provenza. Parece ser que esas peculiares anomalías son fruto de la proximidad de los países alpinos “el oro encrespado” de sus cabellos, y que sus ojos negros se deben a los profundos ardores del Mediterráneo. La piel, fina y clara como el satín rosa de los flamencos, se colorea en los lugares tocados por el sol, de un ligero tinte ambarino, que nos hace pensar en los viñedos de otoño, cuando los racimos de uvas doradas se cubren a medias bajo los pámpanos bermejos. ¡Ay, imágenes amadas por Ticiano y el Giorgione!163, ¿aún tenéis que dejarme esta melancolía y ese recuerdo de las riberas del Nilo?. Y eso que yo tenía a mi lado a otra mujer de cabello negro como el ébano, de faz tan sólida que parecía tallada en mármol de portore, belleza severa y grave, como los antiguos ídolos de Asia, y cuya gracia, a un tiempo servil y salvaje, recordaba a veces, si se pueden unir ambos conceptos, a la triste alegría del animal cautivo. Madame Bonhomme, me había conducido a través de su almacén, colmado de artículos de viaje, y yo la escuchaba y la admiraba mientras iba detallando los méritos de todos aquellos encantadores artículos que, para los ingleses, representaban su necesidad en el desierto de reproducir todo el confort de la vida moderna. Me explicaba, Madame Bonhomme, con su ligero acento provenzal cómo se podían colocar al pie de una palmera o de un obelisco, apartamentos completos para los señores y sus criados, con mobiliario y cocina, todo ello transportable a lomos de camello; ofrecer cenas europeas, en las que no faltase de nada, ni los raguts, ni los aperitivos, gracias a las latas de conservas que, hay que reconocer, a veces son un gran recurso. “¡Vaya! Le dije, yo me he convertido en un auténtico beduino (nómada árabe): almuerzo estupendamente con una dourah  (torta de pan) cocida sobre una placa de barro, dátiles machacados con manteca, pasta de albaricoque, saltamontes ahumados… e incluso se un medio de obtener una gallina hervida en medio del desierto, sin tan siquiera tomarse la molestia de desplumarla. –    Desconocía tal refinamiento, repuso madame Bonhomme. –   Ésta es la receta, le contesté, que me dio un renegado muy habilidoso, que la vió practicar en el Hedjaz. Se coge una gallina…  –   ¿Se necesita una gallina? Dijo madame Bonhomme. –   Por supuesto, tanto como una liebre para un civet*. –    ¿Y luego? –    Luego se enciende una fogata entre dos piedras, se busca agua… –    ¡Bueno! Pero si ya hay un montón de cosas necesarias! –    Todas las proporciona la misma naturaleza. Incluso se puede hacer con agua del mar…valdría lo mismo y nos ahorraría la sal. –    ¿Y dónde hace usted intervenir a la gallina? –    ¡Ah!, ¡esto es lo más ingenioso!. Vertemos el agua en la fina arena del desierto…otro ingrediente regalo de la naturaleza. Esto produce una arcilla fina y limpia, extremadamente útil para la preparación. –   ¿Se comería usted una gallina hervida en la arena? –   Le reclamo un último minuto de atención. Formamos una bola espesa con esta arcilla, cuidando de meter dentro éste u otro volátil. –   Esto se está poniendo interesante. –   Ponemos la bola de tierra sobre el fuego, y la damos vueltas poco a poco. Cuando la envoltura se ha endurecido suficiente y ha tomado un buen color por todas partes, hay que retirarla del fuego: la gallina ya está cocinada. –   ¿Y eso es todo? –   Todavía no: se quiebra la bola que ha pasado al estado de barro cocido, y las plumas del ave, presas en la arcilla, se arrancan a medida que nos deshacemos de los fragmentos de esta marmita improvisada. –    ¡Pero eso es un banquete se salvajes! –    No. Se trata tan sólo de gallina asada. Madame Bonhomme percibió de inmediato que no había nada que hacer con un viajero tan consumado como yo. Volvió a colocar todas sus cocinas de hierro blanco, las tiendas de campaña, cojines y camas de caucho con el sello estampado de “improved patent” inglés. “De todos modos, le dije, me gustaría encontrar aquí algo que me fuera de utlidad”. –   Tenga, dijo Madame Bonhomme, estoy segura de que ha olvidado comprar una bandera. Usted necesita una bandera. –    ¡Pero si no me voy a la guerra! –    Usted va a descender por el Nilo…y necesita un pabellón tricolor en la popa de su barco para hacerse respetar por los fellahs”. Y me enseñaba, a lo largo de las paredes del almacén, una colección de banderas de todas las marinas. Yo ya había comenzado a tirar de una banderola de punta dorada en donde se mostraban nuestros colores, cuando Madame Bonhomme me detuvo el brazo. “Usted puede escoger; no está obligado a indicar su nacionalidad. Todos “esos señores” eligen de ordinario un pabellón inglés, de ese modo, se tiene más seguridad. –   ¡Oh!, madame, le dije, yo no soy de ese tipo de gente. –   Ya me lo figuraba, me repuso con una sonrisa”.  Me gustaría pensar que no es la gente de París la que pasea los colores ingleses por este viejo Nilo, en el que se han reflejado las enseñas de la República. Los legitimistas en peregrinaje hacia Jerusalén escogen, es cierto, el pabellón de Cerdeña. Eso, por ejemplo, no lo veo mal. 162 La Fontaine, Le Berger et le roi (Fables X. 9). (GR) 1 El conde Carlo Gozzi (Venecia, 13 de diciembre de 1720 – 4 de abril de 1806), escritor italiano, fue uno de los mayores representantes de la oposición al movimiento ilustrado de la Italia del siglo XVIII. 163 En sus MEMORIE INUTILI, el autor de teatro veneciano Carlo Gozzi (1722-1806) habla bastante de sus amores con una “giovine ch’era una biondina grassotta…” (GR) Sobre este tipo femenino tan querido por Gautier y Nerval, ver el estudio de G. Poulet, citado en la nota 23. Ver también la pg. 298. Esta nota se recoge en la n.36. * civet de liévre: encebollado de liebre.

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Damieta, dourah, Gozzi, il Giorgione, la gallina asada en la arena, Petrarca, Ticiano
“VIAJE A ORIENTE” 040

V. La embarcación – II. Una fiesta familiar…  Salimos del puerto de Boulac, ed y en unos minutos… el palacio de un bey mameluco, cialis transformado en la actualidad en escuela politécnica; su vecina mezquita blanca; las estanterías de los alfareros que exponen sobre la arena sus bardaques de barro poroso fabricadas en Tebas y transportadas desde el alto Nilo; las canteras que bordean hasta bien lejos la orilla derecha del río… todo ello desapareció. Llegamos hasta la ribera de una isla de aluvión situada entre Boulac y Embabeh, cuya orilla arenosa recibió de inmediato el choque de nuestra proa; mientras las dos velas latinas de nuestra embarcación tremolaban sin recoger el viento: –  ¡BATTAL!, ¡BATTAL! gritaba el raïs, o lo que es lo mismo: ¡malo, malo!, es probable que refiriéndose al viento. En efecto, la ola rojiza, rizada por un viento contrario, nos lanzaba a la cara su espuma, y el remolino tomaba tintes pizarrosos remedando los reflejos del cielo. Los hombres bajaron a tierra para liberar el barco y darle la vuelta. Entonces comenzaron con uno de esos cánticos con los que los barqueros egipcios acompañan todas las maniobras y que siempre acaban con el estribillo “eleyson!” mientras que cinco o seis buenos mozos, despojados en un instante de su túnica azul, semejantes a estatuas de bronce florentino, se esforzaban en esos quehaceres con las piernas sumergidas en el agua, mientras el raïs, sentado como un pachá en la proa, fumaba su narguile con aire indiferente. Un cuarto de hora más tarde volvimos al Boulac, medio escorados sobre un costado y con la punta de las vergas dentro del agua. Apenas habíamos avanzado doscientos pasos sobre el curso del río, cuando tuvimos que girar la barca, atrapada esta vez en los remolinos, para ir de nuevo a la isla de arena: ¡Battal! ¡Battal! seguía diciendo de vez en cuando el raïs. Reconocí a mi derecha los jardines de las alegres villas que rodean el paseo del Choubrah; los monstruosos sicomoros que lo forman resonaban con el agrio cloqueo de las cornejas que a veces se entrecortaba con el siniestro ulular de los milanos. Por lo demás, ningún loto, ningún ibis, ni un solo trazo del color local de otros tiempos. Únicamente aquí y allá grandes búfalos sumergidos en el agua y gallos del faraón, una especie de pequeños faisanes de plumas doradas, revoloteaban sobre la espesura de los naranjos y los plátanos de los jardines. Me olvidaba del obelisco de Heliópolis, que marca con su dedo de piedra el límite vecino del desierto de Siria, y que sentía no haberlo podido ver aún más que de lejos. Este monumento no debería desaparecer de nuestro horizonte durante todo el día, ya que la navegación de la barca continuaba realizándose en zig-zag. El crepúsculo había llegado, el disco del sol descendía tras la línea poco escarpada de las montañas líbicas, y de golpe la naturaleza pasaba de la sombra violeta del atardecer, al añil oscuro de la noche. Divisé a lo lejos las luces de un café, nadando en sus transparentes candeleros de aceite; el acorde estridente del NAZ y del REBAB acompañaba a esa melodía egipcia tan conocida: ¡ya leyly!* (¡Oh, noches!) Otras voces daban la réplica a la primera estrofa: ¡Oh noches de alegría!” Se cantaba a la felicidad de los amigos que se unen, el amor y el deseo, llamas divinas, radiantes emanaciones de la claridad pura que sólo existe en el cielo. Se invocaba a Ahmad, el elegido, el jefe de los apóstoles, y voces infantiles retomaban en coro la respuesta al estribillo de esta deliciosa y sensual efusión que llama a la bendición del señor sobre las alegrías nocturnas de la tierra. Vi que se trataba de una fiesta familiar. El extraño alborbolear de las campesinas se sucedía al coro de niños, y todo esto igual podía ser la celebración de una boda que la de un funeral, ya que en todas las ceremonias de los egipcios se reconoce siempre esa mezcla de alegría quejumbrosa, con una pena entrecortada por el éxtasis de la felicidad, que ya en el mundo antiguo presidía todos los actos de su vida. El raïs había hecho amarrar nuestra barca a una estaca plantada en la arena, y se preparaba para descender. Le pregunté si sólo nos detendríamos un rato en la aldea que estaba ante nosotros, y me respondió que debíamos pasar allí la noche e incluso quedarnos al día siguiente hasta las tres de la tarde, momento en el que se levantaba el viento del suroeste (estábamos en la época de los monzones) “Yo creía, le dije, que haríamos avanzar la barca remolcándola con maromas cuando el viento no fuera favorable. –  Eso no era lo pactado, respondió, en nuestro trato”. En efecto, antes de partir, habíamos hecho un escrito ante el CADI; pero era evidente que estas gentes habían puesto lo que les había venido en gana. Por lo demás, yo nunca tengo prisa por llegar, y esta circunstancia, que habría hecho rugir de indignación a un viajero inglés, a mí me proporcionaba la ocasión de estudiar mejor la vieja rama, algo deteriorada, por la que el Nilo descendía desde El Cairo hasta Damieta. El raïs, que esperaba violentas reclamaciones de mi parte, admiró mi serenidad. El remolque de barcas es relativamente bastante costoso, ya que, además de un mayor número de remolcadores sobre la barca, precisa de la ayuda de algunos hombres de contacto dispuestos a lo largo de las riberas entre aldea y aldea. Una barca dispone de dos habitaciones, con el interior elegantemente pintado y dorado, con dos ventanas dando al río, protegidas con celosías y encuadrando agradablemente el doble paisaje de ambas riberas. Ramos de flores y complicados arabescos decoran los paneles, dos cofres de madera recorren cada habitación a lo largo, y permiten, durante el día, sentarse sobre ellos con las piernas cruzadas, y por la noche, tenderse sobre colchones o cojines. Por lo común, la primera habitación sirve de diván, la segunda de harem. Todo ello se cierra y se encadena herméticamente, salvo para las privilegiadas ratas del Nilo, con las que, se haga lo se haga, habrá que convivir. Los mosquitos y otros insectos son compañeros aún menos agradables; pero por la noche se evitan sus pérfidos besos gracias a bastas camisas cuya abertura se anuda después de haberse introducido en ellas como dentro de un saco, envolviendo la cabeza con un doble velo de gasa bajo el que se respira perfectamente. Al parecer debíamos pasar la noche sobre la barca, y yo ya me estaba preparando cuando el raïs, que había descendido a tierra, vino a buscarme ceremoniosamente y me invitó a acompañarle. Yo tenía ciertos escrúpulos de dejar a la esclava en la cabina, pero él mismo me dijo que más valía llevarla con nosotros. * Aquí aparece transcrito ya leyly. Es posible que se deba a un error de transcripción del autor, pues la traducción que da: “¡Oh, noches!” corresponde a ya lay?ly (Nota del traductor)

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 Battal, Damieta, el cadi, el naz y el rebab, el obelisco de Heliópolis, leyly, raïs
“VIAJE A ORIENTE” 044

V. La embarcación – VI. Un almuerzo en cuarentena…  De nuevo en El Nilo… Hasta Batn-el-Bakarah (“El vientre de la vaca”) donde comienza el ángulo inferior del delta, me encontraba constantemente con riberas conocidas. Las siluetas de las tres pirámides, teñidas de rosa, mañana y tarde, y que se pueden admirar durante mucho tiempo antes de llegar a El Cairo, e incluso antes de haber dejado Boulac; desaparecieron por fin del horizonte. Bogamos a partir de ese momento por la rama oriental del Nilo, es decir, por el auténtico caudal del río; ya que la rama de Roseta, más frecuentada por los viajeros de Europa, no es más que un largo reguero que se pierde por occidente. Se trata de la rama de Damieta, de la que parten los principales canales deltaicos; es también este brazo fluvial el que muestra el paisaje más rico y variado. No es como las orillas monótonas de las otras ramas, recorridas por algunas palmeras famélicas, con aldehuelas de adobes, y aquí y allá, enterramientos de santones de orgullosos minaretes, columbarios adornados de extraños y ventrudos fustes, delgadas siluetas panorámicas siempre recortadas sobre un horizonte que no tiene un segundo plano; la rama, o, si se prefiere, el canal de Damieta, baña amplias ciudades, y atraviesa por todas partes campos fecundos; las palmeras son más bellas y frondosas; higueras, granados y tamarindos ostentan por doquier infinitos matices de verdor. Las orillas del río, con sus afluentes de numerosos canales de irrigación, están recubiertas por una vegetación primitiva; en el seno de los manantiales, que en otros tiempos proporcionaban el papiro y variados nenúfares, entre los que tal vez se encontrara el loto púrpura de los antiguos; se ven alzarse millares de pájaros e insectos. Todo parpadea, brilla y hace ruido sin ser perturbado por el hombre, ya que por allí no pasarán más de diez europeos al año; lo que quiere decir que los disparos de fusil vienen raramente a perturbar estas soledades populosas. La cigüeña salvaje, el pelícano, el flamenco rosa, la garza blanca y la cerceta juegan en torno a los djermes[1] y a las canges[2]; mientras los vuelos de las palomas, más fáciles de asustar, se desgranan aquí y allá en largas bandadas en el azul del cielo. Habíamos dejado a la derecha Charakhanieh situada en el emplazamiento de la antigua Cercasorum ; Dagoueh, antiguo escondite de los bandoleros del Nilo que durante las noche perseguían a nado las barcas, escondiendo la cabeza en la cavidad de una calabaza hueca; Atrib, que cubre las ruinas de Atribis, y Methram, ciudad moderna y muy poblada, cuya mezquita, rematada por una torre cuadrada fue, se dice, una iglesia cristiana antes de la conquista árabe. En la orilla izquierda se encuentra el antiguo emplazamiento de Busiris bajo el nombre de Bouzir, aunque ninguna ruina emerge de la tierra; al otro lado del río, Semenhoud, antiguamente Sebennitus , hace surgir con fuerza del seno de su verdor sus cúpulas y minaretes. Los restos de un inmenso templo, que parece ser el de Isis, se encuentran a unas cuantas millas de allí. Los capiteles de las columnas tienen forma de cabeza de mujer; aunque la mayor parte de ellas han servido a los árabes para fabricar piedras de molino[3]. Pasamos la noche delante de Mansourah, y no pude visitar los hornos de pollos célebres en esta ciudad, ni la casa de Ben-Lockman en donde vivió San Luis prisionero. Una mala noticia me esperaba al despertarme; la bandera amarilla de la peste se enarbolaba sobre Mansourah, y también nos esperaba en Damieta, de forma que era imposible pensar en aprovisionarse  de cualquier cosa que no fueran animales vivos. Era seguramente el paisaje más hermoso del mundo; pero por desgracia también las orillas se habían vuelto menos fértiles; el aspecto de las raíces inundadas y el olor malsano de los pantanos borraba con decisión, más allá de Pharescour, la impresión de las últimas bellezas de la naturaleza egipcia. Hubo que esperar a la tarde para encontrar por fin el mágico espectáculo del Nilo ensanchándose como un golfo; los bosques de palmeras, más tupidos que nunca, de Damieta, y por fin, bordeando las dos orillas, sus casas italianas y las terrazas de cultivos; un espectáculo que no se puede comparar más que al que ofrece la entrada al gran canal de Venecia, y donde las más de mil agujas de las mezquitas se recortan en la bruma coloreada de la tarde. Amarraron la cange en el muelle principal, delante de un amplio edificio que ostentaba la bandera de Francia; pero había que esperar hasta el día siguiente para el reconocimiento médico y obtener el permiso para desembarcar con nuestro excelente estado de salud bien certificado, en el seno de una ciudad enferma. La bandera amarilla flotaba siniestra en el edificio de la marina, y la consigna estaba dada en nuestro propio interés. Pero agotadas nuestras provisiones, sólo nos quedaba algo para hacer un magro almuerzo al día siguiente. Al amanecer nuestro pabellón había sido avistado, lo que confirmaba la utilidad del consejo de Mme. Bonhomme, y un jenízaro del consulado francés se presentó para ofrecernos sus servicios. Yo tenía una carta para el cónsul, y le solicité verle en persona. Se marchó para avisarle, y volvió de nuevo para conducirme hasta él, aconsejándome que tuviera mucho cuidado de no tocar a nadie, ni de ser tocado durante el camino. El jenízaro marchaba delante de mí con su bastón de empuñadura de plata, apartando a los curiosos. Al fin subimos a un amplio edificio de piedra, cerrado mediante unos enormes portones, y que tenía el aspecto de un okel o posada para caravanas. Y eso, a pesar de que era la residencia de un Cónsul, o más bien de un agente consular de Francia, que es al mismo tiempo, uno de los negociantes de arroz más ricos de Damieta. Entré en la cancillería, el jenízaro me señaló a su señor, y yo fui amable y llanamente a estrecharle la mano. “¡Aspetta!” me dijo de un talante menos gracioso que el del coronel Barthélemy cuando se le quería abrazar, y me apartó con un bastón blanco que llevaba en la mano. Comprendí la intención, y presenté simplemente la carta. El cónsul salió un instante sin decirme nada, y regresó con un par de pinzas; agarró la carta de esa guisa, puso una moneda bajo el pie, rasgó malamente el sobre con la punta de las pinzas, y recogió la hoja que mantuvo a distancia delante de sus ojos, ayudándose del mismo instrumento. Entonces, su expresión se volvió un poco menos adusta, llamó a su canciller, que solo hablaba francés, y me hizo invitar a almorzar, aunque me previno que sería en cuarentena. Yo no sabía demasiado sobre lo que podía significar tal cosa, pero pensé primero en mis compañeros de viaje, y solicité se les proporcionara lo que la ciudad les pudiera proveer. El cónsul dio una serie de instrucciones a su jenízaro, y pude obtener para ellos pan, vino y unos pollos, únicos productos de consumo no sospechosos de trasmitir la peste. La pobre esclava estaba desolada dentro de la cabina; y la hice salir para presentársela al cónsul. Al verme llegar con ella, el cónsul frunció el ceño: –      “¿Quiere usted llevar a esa mujer a Francia? Me dijo el canciller. –       Tal vez, si ella está de acuerdo y si yo puedo; mientras tanto, partimos hacia Beirut. –       ¿Sabe usted que una vez en Francia ella será libre? –      Yo la trato como a alguien libre desde siempre. –      ¿Está usted al tanto de que si ella se aburre en Francia, estará obligado a devolverla a Egipto a sus expensas? –      ¡Ignoraba tal extremo! –      Será mejor que tenga cuidado. Más valdría que la vendiera aquí mismo. –      ¿En una ciudad en la que se ceba la peste? ¡Sería poco generoso! –       En fin, usted sabrá.” Le explicó todo al cónsul, que acabó sonriendo y quiso presentar a su mujer a la esclava. Mientras tanto, nos condujo al comedor, cuyo centro lo ocupaba una gran mesa redonda. Aquí comenzó una nueva ceremonia.  El cónsul me indicó un extremo de la mesa en donde debía sentarme; él ocupó el otro extremo, junto con su canciller y un niño pequeño, su hijo sin duda, que fue a buscar a la habitación de las mujeres. El jenízaro se quedó de pie, a la derecha de la mesa para remarcar bien la separación. Yo creía que invitaría también a la pobre Zeynab, pero a ella la dejaron allí, sentada, con las piernas cruzadas sobre una alfombra y en la más completa indiferencia, como si aún estuviera en el bazar. Puede que en el fondo creyera que la había llevado allí para revenderla. El canciller tomó la palabra y me dijo que nuestro cónsul era un negociante católico, nativo de Siria, y que aunque no estaba entre sus costumbres, incluso entre los cristianos, admitir mujeres a la mesa, iban a presentarme a la khanoun (dueña de la casa) tan solo para hacerme los honores. En efecto, la puerta se abrió, y una mujer de una treintena de años y bastante gruesa avanzó majestuosamente hacia la sala y se colocó enfrente del jenízaro, sobre una silla alta con escabel adosada al muro. Se tocaba con un inmenso peinado cónico, cubierto con un velo de cachemira amarillo y ornado de oro. Sus cabellos trenzados y su pecho resplandecían con el brillo de los diamantes. Tenía el aspecto de una madonna y su color de lis pálido remarcaba el fulgor de las sombras de sus ojos, cuyas pestañas y párpados estaban maquillados según la costumbre. Los criados, colocados a cada lado de la sala, nos servían los mismos alimentos, pero en platos diferentes, y me explicaron que los situados a mi lado no estaban en cuarentena, y que no había nada que temer si por casualidad tocaban mi ropa. Me resultaba muy difícil comprender cómo, en una ciudad apestada, había gente absolutamente aislada del contagio; aunque incluso yo fuera un ejemplo de esa singularidad. Terminado el almuerzo, la khanoun, que nos había mirado silenciosamente, sin sentarse a nuestra mesa, advertida por su marido de la presencia de la esclava que yo había llevado, le dirigió la palabra, le preguntó algunas cosas y ordenó que le sirvieran algo de comer. Llevaron una pequeña mesa redonda, parecida a las del país, y el servicio en cuarentena se efectuó tanto para ella como para mí. El canciller quiso inmediatamente acompañarme para mostrarme la ciudad. La magnífica hilera de mansiones que bordean el Nilo, no es, si se puede decir, más que un decorado teatral; todo lo que queda son restos polvorientos y tristes; la fiebre y la peste parecen transpirar de sus murallas. El jenízaro marchaba delante de nosotros, apartando a una multitud lívida, vestida de harapos azules. Lo único que vi digno de mención fue la tumba de un santón célebre, honrado por los marinos turcos; una vieja iglesia de estilo bizantino, construida por los cruzados, y una colina a las puertas de la ciudad, formada enteramente, según se dice, por los huesos de la armada de San Luis. Temía tener que pasar varios días en esta desolada ciudad, pero afortunadamente, el jenízaro me comunicó esa misma tarde que la bombarda Santa Bárbara iba a aparejarse al amanecer para ir a las costas de Siria. El cónsul me reservó un pasaje para mí y otro para la esclava; y esa misma tarde, dejamos Damieta para ir al encuentro en alta mar de ese barco, a las órdenes de un capitán griego. [1] nf (djèr-m’) Término marino. Nombre de un pequeño navío que boga por la costa de Alejandría y a lo largo del Nilo. rechercher [2] (kan-j’) Nombre de un barco ligero, estrecho y rápido, que sirve para viajar por el Nilo.  [3] Tras haber seguido de cerca, para la fiesta de la circuncisión, a William Lane, Nerval toma estos detalles geográficos y arqueológicos de las Lettres sur L’Egypte de Savary, el traductor del Corán.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Atribir, Batn-el-Bakarah, Busiris, Charakhanieh o Cercasorum, Dagoueh, Damieta, djermes y canges, Mansourah, Methram, Roseta, Semenhoud o Sebennitus
“VIAJE A ORIENTE” 046

VI. La Santa Bárbara – II. El lago Menzaleh…  Habíamos dejado a la derecha el poblado de Esbeh, ailment construído con adobes, discount y en donde se distinguen los restos de una antigua mezquita y las ruinas de arcos y torres pertenecientes a la antigua Damieta, destruida por los árabes en la época de San Luis, por estar bastante expuesta a los ataques por sorpresa. El mar bañaba los muros de aquella ciudad, que ahora se encuentra a una milla de la actual. Es la superficie que más o menos gana la tierra de Egipto al mar cada seiscientos años. Las caravanas que atraviesan el desierto para pasar a Siria encuentran en algunos puntos huellas regulares que dejan ver, de trecho en trecho, ruinas antiguas sepultadas por la arena, que en ocasiones el viento del desierto se complace en descubrir de nuevo. Estos espectros de ciudades despojadas durante un momento de su mortaja polvorienta atemorizan la imaginación de los árabes, que atribuyen su construcción a los genios. Los sabios europeos han encontrado, siguiendo su trazado, una serie de ciudades que fueron construidas junto al mar bajo las dinastías de los reyes pastores, o de los conquistadores tebanos. Gracias al cálculo de esta retirada de las aguas, junto con el estudio de las huellas dejadas en el limo por los diferentes estratos del Nilo, en los que se pueden contar las marcas formadas por las distintas erosiones, se puede llegar a la conclusión de que la tierra de Egipto se remonta a una antigüedad de unos cuarenta mil años. Esto concuerda mal con el Génesis; a pesar de que esos largos siglos consagrados a la acción mutua de la tierra y las aguas hayan podido constituir lo que las sagradas escrituras llaman “materia sin forma”[1], la organización de los seres, único principio verdadero de la creación. Habíamos llegado al borde oriental de la lengua de tierra en la que se encuentra Damieta; la arena por la que pasábamos brillaba en algunos tramos, y me parecía contemplar  charcos de agua congelados, cuya superficie vidriosa aplastaban nuestro pies; eran costras de sal marina. Una cortina de esbeltos juncos, tal vez de los que antaño proporcionaran los papiros, nos ocultaba aún la orilla del lago; por fin llegamos a un puerto marcado por las barcas de los pescadores, y desde allí me pareció ver el mar en un día de calma. Solo las islas lejanas, teñidas de rosa por el sol de levante, coronadas aquí y allá por cúpulas y minaretes, indicaban un lugar más apacible, y barcas de vela latina circulaban a centenares sobre la superficie lisa de las aguas. Era el lago Menzaleh, el antiguo Mareotis, en donde las ruinas de Tanis aún ocupan la isla principal, y en la que Pelusa acotaba la el extremo fronterizo de la vecina Siria; Pelusa, la antigua puerta de Egipto por donde pasaron Cambises, Alejandro y Pompeyo, éste último, como bien sabemos, para encontrar allí la muerte. Lamentaba no poder recorrer el alegre archipiélago sembrado entre las aguas del lago, y asistir a alguna de las magníficas pescas que suministran de pescado a todo Egipto. Pájaros de especies variadas planean sobre este mar interior, nadan cerca de las orillas, o se refugian entre el follaje de los sicómoros, las casias y los tamarindos; los riachuelos y canales de irrigación que atraviesan por todas partes los arrozales ofrecen una gran variedad de vegetación marismeña, en donde cañaverales, juncos, nenúfares y sin duda también el loto de los antiguos, emergen del agua verdinosa y zumban con el vuelo de los insectos perseguidos por las aves. Así se cumple el eterno movimiento de la primitiva naturaleza en donde luchan espíritus fecundadores y asesinos. Cuando, después de haber atravesado la llanura, remontamos sobre el espigón, escuché de nuevo la voz del joven que me había hablado, y que continuaba repitiendo: Yélir, Yélir, Istanboldan!!”. Temía haberme equivocado al rechazar su petición, y quise conversar de nuevo con él preguntándole sobre el significado de lo que cantaba. “Es, me dijo, una canción que se compuso en la época de la masacre de los genízaros[2]. Me acunaron con esa canción.” ¿Cómo, me dije a mí mismo, esas dulces palabras, ese aire lánguido pueden encerrar ideas de muerte y de carnicería? Esto nos aleja un poco de la égloga. La canción venía a decir algo así: Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, pero el firman no viene; todo el pueblo está en la incertidumbre. Un segundo barco arriba; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas y se van a divertir al campo, porque esta vez sí que llegó el firman!   ¿Para qué profundizar más? Habría preferido ignorar el significado de esa letra. En lugar de una canción pastoral o del sueño de un viajero que piensa en Estambul, solo tenía en la memoria una insulsa cancioncilla política. “Me hubiera gustado, le dije en voz baja al joven, dejarle subir a la djerme, pero su canción habría podido contrariar al jenízaro, aunque hiciera como si no la comprendiera… –   ¿Él un jenízaro? Me dijo. No queda ninguno en todo el imperio; los cónsules dan aún ese nombre, por la costumbre, a sus cavas (guardaespaldas) pero ese no es más que un albanés, al igual que yo soy un armenio. No me quiere, porque cuando yo estaba en Damieta me ofrecí para guiar a unos extranjeros y enseñarles la ciudad, y ahora me voy a Beirut.” Le convencí al jenízaro de que su resentimiento no tenía fundamento alguno. “Pregúntele si él tiene con qué pagar su pasaje para el barco. –   El capitán Nicolás es mi amigo”, respondió el armenio. El jenízaro sacudió la cabeza, pero no hizo ninguna otra observación. El joven se levantó lentamente, recogió un pequeño paquete que apenas se veía bajo su brazo y nos siguió. Todo mi equipaje había sido ya transportado a la djerme, que se veía con una pesada carga. La esclava javanesa, a la que el placer de cambiar de lugar no le producía ninguna nostalgia del recuerdo de Egipto, palmoteaba alegremente con sus morenas manos, viendo que íbamos a partir y cuidaba del acomodo de las jaulas de gallinas y de palomas. El temor de que falte comida actúa fuertemente sobre estas almas simples. Por lo demás, el estado sanitario de Damieta no nos había permitido reunir provisiones más variadas; y aunque el arroz no faltaba, quedábamos obligados a pasar toda la travesía a base de este alimento.   [1] Génesis I,2: La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. [2] El poderoso ejército de los jenízaros fue exterminado por el Sultán Mahmud II el 12 de junio de 1826.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Alejandro, Cambises, cavas., Damieta, El lago Menzaleh o Mareotis, Esbeh, los jenízaros, Pelusa, Pompeyo, Tanis
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